6. Vista del reino de Unauwen
—Me comería un buen plato de sopa de alubias —dijo Piak mientras mordisqueaba el pan duro—. Pero como no puede ser, pediré que hoy haga mucho sol.
Tiuri sentía admiración por el inagotable buen humor y la resistencia de su compañero de viaje. Cuando le miraba veía que la noche también había hecho mella en él. La cara morena de Piak estaba pálida y sus labios azules. Tiuri se preguntaba cómo lograría completar la parte más difícil, según Piak, del viaje. Ya no nevaba, pero el camino por el que debían ir no resultaba muy alentador, cubierto de nieve como estaba. El sol seguía bajo y su calor apenas se sentía. Tenía la sensación de que necesitaría como mínimo una hora de fuego al rojo vivo para hacerle entrar en calor. A pesar de ello, poco después estaba listo para partir.
—¿Cómo está tu brazo? —preguntó Piak.
—Ah, está mucho mejor —contestó Tiuri. Exageraba un poco, pero el dolor en verdad había disminuido.
—Bien, entonces vámonos. Hay que andar despacio. Estará resbaladizo.
Subieron por segunda vez el camino junto a las rocas. Piak tenía razón: resbalaba. También seguía haciendo frío y sus ateridos miembros no eran de gran ayuda en los momentos difíciles de escalada. Lo que el día anterior no habían podido ver bien se mostraba en aquel momento como una constante advertencia: barrancos profundos y desfiladeros de los que no se veía el fondo. Todo a su alrededor era blanco, negro y gris: blancas la nieve y la escarcha, negras las rocas, gris el cielo y las laderas en la lejanía. Escalaron en silencio durante mucho tiempo porque no les quedaba fuerza para hablar. Y cuando, pasadas unas horas, salió el sol, Piak dijo:
—Ésta es la séptima roca. Tenemos que pasarla. Al otro lado es donde me hubiera gustado llegar anoche. Allí hay un buen refugio.
La escalada de la séptima roca era la más difícil de todas. Cuando por fin estuvieron arriba todo bailaba ante los ojos de Tiuri, que jadeaba en busca de aire. Piak no se encontraba mucho mejor. A pesar de ello continuaron un poco más y descendieron un trecho por el lado opuesto porque estaba más resguardado. Se sentaron y descansaron un rato. Tiuri notó que ya no tenía tanto frío. Pasó un tiempo antes de que pudiera contemplar el entorno. Justo enfrente de ellos había una cresta cubierta de nieve. Sobre ella el cielo era azul y claro. Tuvieron que descender un tramo más antes de llegar a la pendiente, pero Piak le dijo que cuando la hubieran subido alcanzarían el paso y podrían ver el reino de Unauwen. Tiuri miró la cima que estaba a la derecha del paso, la cima cónica que ya le había llamado antes la atención.
—He estado allí arriba —dijo Piak—. No me gustaría ir allí —añadió con una mueca.
Entonces se levantó.
—¿Vamos a descansar a mi escondite? —propuso—. Estaremos mejor que aquí.
Bajo la séptima roca había una cueva que era mucho más amplia y profunda que la que les había guarecido durante la noche. Tuvieron que pasar por encima de muchas piedras pequeñas y grandes antes de entrar.
—Tal vez haya sido mejor así —masculló Piak.
—¿El qué?
—Que no hayamos llegado a este lugar. Estas piedras no estaban aquí la última vez. Es muy posible que hayan caído esta noche. No me habría gustado que una de estas piedras me diese en la cabeza. ¿Y a ti? Pero ahora verás.
Piak entró en la cueva por delante de Tiuri y desapareció al fondo. Pasado un instante volvió a aparecer con un brazado de ramas.
—¿Qué me dices de esto? —dijo en tono triunfalista—. Son mis provisiones. Las traje aquí desde Filamen el mes pasado. No están demasiado húmedas.
—¡Estupendo! —exclamó Tiuri.
—Y ahora encenderemos una hoguera. Ya no tengo tanto frío como esta mañana, pero antes de continuar me gustaría morir de calor. Y quiero comer pan tostado y hacer una torta en las brasas.
Disfrutaron de todo ello y cuando decidieron continuar ambos tenían un estado físico y un ánimo mucho mejores. El sol colaboró brillando más y de esa forma la última gran escalada fue muy llevadera. Cuando estuvieron arriba incluso tenían calor. Pero en aquel momento no pensaban en el frío o en el calor. Estaban avistando el reino de Unauwen.
Tiuri suspiró. Allí, delante de él, estaba la meta de su viaje. En realidad no veía más que una cadena de crestas envueltas en brumas; apenas podía adivinar el país llano que había detrás. Todavía estaba lejos; sólo habían cubierto la mitad de la distancia de las montañas.
—No está muy despejado —dijo Piak—. Más adelante se ve mejor aunque esté más bajo. Pero mira a tu alrededor.
Tiuri disfrutó del lugar tan bonito en el que se encontraban. A su alrededor había laderas y cumbres cubiertas de nieve reluciendo bajo un sol brillante.
—Vamos —dijo Piak—, no quiero volver a quedarme frío y eso es lo que pasará si nos quedamos aquí más tiempo. Además tenemos que recuperar todo el tiempo perdido.
El descenso decepcionó a Tiuri. En el paso le había dado la impresión de que las dificultades habían quedado atrás, pero el terreno seguía siendo muy duro y árido. Sin embargo, hacía mucho menos frío, ya que no se sentía el viento del este. Al cabo de un tiempo las laderas ocultaron lo poco que aún podía verse del reino de Unauwen.
Transcurrió el día y cuando el sol convirtió en llamas anaranjadas las cumbres del oeste, buscaron un lugar en el que dormir y lo encontraron en un valle poco profundo cerca de un riachuelo. Ambos estaban demasiado cansados para comer, pero Piak tuvo tiempo de curar el brazo de Tiuri con el líquido de la botella de Menaures. Después se acostaron y durmieron como dos troncos.
Llegó la mañana fría y clara. Más tarde empezó a hacer calor. Piak señaló a Tiuri una pequeña cima achatada y dijo:
—¿Te apetece escalar un poco para mirar? No hay que dar mucho rodeo. Pasaremos cerca.
Tiuri no quiso rechazar la propuesta y cuando estuvo en la cima no se arrepintió de la breve escalada, porque aquella cima estaba orientada de tal forma que ofrecía una vista diáfana del país del oeste y con aquel tiempo despejado podían llegar a ver muy lejos. Vieron campos, prados y selvas, y Dangria, como una ciudad de cuento, y un poco más allá puntitos que debían ser aldeas y algo que brillaba, que tal vez fuera el río Arco Iris. A Tiuri le pareció un país precioso y de pronto pensó que le gustaría convertirse en un caballero errante para poder ver siempre cosas nuevas y alcanzar regiones lejanas y desconocidas.
—¿Cuánto faltará para llegar al pie de las montañas? —se preguntó en voz alta.
—Desde aquí podemos descender rápidamente —dijo Piak—. Dos días y medio, tal vez. Nunca he ido más allá de Filamen y mañana por la noche estaremos allí.
«Así que dentro de dos días y medio tendré que despedirme de Piak», pensó Tiuri. No le gustaba la idea. Le echaría de menos. Sí, le echaría más de menos que al caballero Ristridín y a su comitiva. Con Piak podía ser más él mismo; Piak había llegado a ser su amigo. Piak, con su buen humor, alejaba todas sus preocupaciones inútiles y todos sus temores anticipados.
—¿Pasa algo? —preguntó Piak a su lado.
—No, ¿qué tiene que pasar?
—Tienes una mirada tan seria. Seguro que no quieres pasar la noche en Filamen.
—¿Y eso? Ah sí… no, mejor que no.
—Tienes razón. Hay que viajar sin dejar pistas. Pero se me ocurre otra cosa. En lo alto de Filamen vive un tío mío con su mujer. Se llaman Taki e Ilia. Mantendrán nuestra visita en secreto si se lo pido. Y nos darán de comer. Nadie cocina tan bien como mi tía.
—Eso suena muy tentador —dijo Tiuri riendo.
—Sí, y podemos hacerlo con toda tranquilidad. No dirán nada; además viven totalmente aislados. Menaures también los conoce; antes iba alguna vez por allí. Bueno, ¿qué te parece?
—Te sigo.
—Entonces démonos prisa. Tal vez podamos llegar antes de que oscurezca.
El siguiente descenso fue muy rápido. Piak iba delante la mayor parte del tiempo para marcar el ritmo. No bajaba sino que simplemente se dejaba caer saltando de una piedra a otra. Tiuri le seguía aunque sentía una punzada de dolor en el brazo a cada paso que daba. Por la tarde el paisaje se volvió más apacible y amable, y entonces oyeron por primera vez el tintineo de los cencerros.
—Son las ovejas del tío Taki —dijo Piak.
Un poco después vieron a los animales pastando en un pequeño prado. Cuando vieron a los jóvenes se acercaron a ellos y les lamieron donde pudieron.
—Eh, eh —dijo Piak—, no nos comáis, por favor.
Un hombre se aproximó desde el otro lado del prado.
—¡Hombre, hombre! —exclamó—. ¡Aquí tenemos a Piak!
Resultó ser el tío de Piak.
Éste le saludó con efusividad y le presentó a Tiuri.
—Éste es mi amigo Martín. Íbamos a tu casa.
Taki era un hombre fuerte y aún joven; su cara amistosa era igual de morena que la de Piak, pero el pelo se le había aclarado tanto por el sol que parecía paja. Miró atentamente a los jóvenes y dijo:
—Seguro que estáis cansados. ¿Ha hecho mal tiempo ahí arriba?
—Vaya que sí —contestó Piak—. ¿No has notado nada?
—No. Pero vimos un cielo amenazador sobre las montañas del este y oímos el estruendo de piedras que se movían.
Taki espantó las ovejas y siguió diciendo:
—Pero ya me lo contaréis después. Antes vamos a bajar, chicos. ¿Sabéis qué? Me adelantaré para decirle a Ilia que vaya poniendo la comida al fuego.
Piak aplaudió el plan, pero le retuvo un momento y dijo en voz baja:
—Una cosa más, tío Taki. Nuestra visita debe permanecer en secreto. No puedo decirte el porqué, pero nadie debe saber que estamos aquí.
Taki no mostró ninguna sorpresa.
—Está bien. No tenemos otras visitas y vivimos apartados. Así que tu deseo es fácil de cumplir, hasta luego.
Bajó corriendo por un estrecho sendero que arrancaba del prado.
Piak y Tiuri le siguieron más despacio.
—Hay que andar otra hora —dijo Piak.
Taki les sacaba cada vez más ventaja y al rato desapareció de su vista en un pinar.
Era casi de noche cuando llegaron a la casa de Taki, una pequeña cabaña con un cobertizo al lado. De las ventanas salía luz y en el vano de la puerta apareció la figura de una mujer. Un perro les salió al encuentro ladrando y saltó sobre Piak moviendo la cola.
—Hola, campeón. ¿Cómo estás?
—¡Entrad chicos! —llamó la mujer—. Entrad y sed bienvenidos.