Capítulo 2
2
Mi atacante me soltó para que me diera la vuelta y mirase hacia arriba. Estaba debajo de un hombrecillo recio ataviado con una túnica remendada y desgastada, medias gruesas y polainas de piel arañadas. Llevaba rapado el cabello gris y supuse que tendría unos cincuenta y tantos años. Lo que más me llamó la atención fue su aspecto maltrecho y curtido. Tenía surcos profundos grabados en la cara y las mejillas salpicadas de oscuras manchas rojas, como si alguien se las hubiera restregado con arena. Un ceño furibundo le pesaba tanto sobre las cejas que sus ojos prácticamente desaparecían dentro del cráneo. Parecía decididamente peligroso. Reparé en una daga muy deteriorada con empuñadura de hueso de ciervo que llevaba metida en el cinturón de cuero y me pregunté por qué no la había desenvainado. Entonces recordé que me había sacado fácilmente del cobertizo como si no fuera más que un niño.
—¿Qué estabas haciendo en la halconera? —me preguntó, furioso. Hablaba la lengua de los sajones, que se parecía tanto a mi escandinavo nativo que acertaba a entenderla, aunque con un profundo y deliberado acento del campo, de modo que tenía que escucharlo con atención—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar ahí?
—Ya te lo he dicho —contesté apaciguadoramente—. Estaba buscando a Edgar. No sabía que estaba haciendo algo malo.
—¿Y el gerifalte? ¿Para qué te acercabas a él? ¿Qué intentabas? ¿Robarlo?
—No —respondí—. Quería quitarle el hilo para que pudiese abrir los ojos.
—¿Y quién te ha dado permiso para hacerlo? —Se estaba enfadando aún más y yo temía que perdiera los estribos y me diera una paliza. Como no podía contestar a aquella pregunta, guardé silencio.
»¡Imbécil! ¿Sabes qué es lo que habría pasado? Al pájaro le habría entrado el pánico, habría saltado de la percha y se habría revuelto como loco. Habría escapado o se habría hecho daño. No está en condiciones de volar. Y para tu información ese pájaro vale diez veces más que tú, probablemente más, miserable patán.
—Lo siento —dije—. He reconocido al pájaro, pero nunca había visto uno con los ojos cosidos.
La respuesta lo exasperó de nuevo.
—¿Cómo que lo has reconocido? —gruñó—. No hay más que cinco o seis pájaros como éste en toda Inglaterra. Es un pájaro real.
—En mi país hay muchos.
—Así que eres un mentiroso además de un ladrón.
—No, créeme. Vengo de un sitio en el que esos pájaros construyen sus nidos y crían a sus polluelos. Entré en el cobertizo buscándote, si es que eres Edgar, porque me dijeron que me presentara ante ti para que me dieras trabajo.
—He pedido un perrero, no un ladronzuelo danés con los dedos largos como todos los demás. He reconocido tu feo acento —refunfuñó—. Ponte en pie. —Y me propinó una patada para ayudarme a levantarme—. Enseguida descubriremos si dices la verdad.
Me llevó de vuelta al burh y contrastó mi historia con el atareado senescal de Aelfgifu. Cuando éste confirmó mi identidad, Edgar escupió deliberadamente (el salivazo casi me dio) y dijo:
—Ya lo veremos.
En esta ocasión, volvimos a las perreras y Edgar descorrió el pasador de una portezuela que daba a una pista para perros. De inmediato, una histérica y confusa avalancha marrón, blanca y pardusca de rabos que se meneaban de un lado a otro se precipitó hacia nosotros, envolviéndonos. Los perros ladraban y aullaban, aunque yo no habría sabido decir si de alegría o de rabia. Algunos saltaron afectuosamente sobre Edgar, otros se abrieron paso a empellones para acercarse a él y otros se encogieron o se retiraron corriendo a un rincón y defecaron a causa de la excitación. La perrera despedía un hedor abominable y yo experimente un dolor agudo en la pantorrilla cuando un perro desconfiado se puso detrás de mí y me dio un mordisco tentativo. Edgar se sentía como en casa. Hundió las manos en aquella tumultuosa masa de carne de perro, acariciándolos, rascándoles amorosamente las orejas, llamándolos por su nombre y apartando con aire despreocupado a los animales más afectuosos que trataban de saltar para lamerle la cara. Estaba en su elemento, aunque para mí fuera una visión del abismo.
—Aquí es donde trabajarás —anunció con tono cortante.
Debí de parecerle horrorizado, pues se permitió el atisbo de una sonrisa.
—Te enseñaré tus tareas. —Fue al otro lado de la pista, donde habían edificado un cobertizo alargado y bajo contra la cerca. Abrió bruscamente una puerta desencajada y entramos. El interior estaba casi tan desnudo como la halconera, solo que en esta ocasión no había arena en el suelo de tierra y en lugar de perchas para pájaros habían construido una amplia plataforma de madera en un lado. Dicha plataforma estaba hecha con toscas tablas de madera que se elevaban medio metro sobre el suelo mediante postes cortos. Edgar señaló la gruesa capa de paja que cubría la superficie—. Quiero que le des la vuelta todos los días para que esté bien aireada. Recoge los excrementos y tíralos fuera. Cuando tengas un saco lleno has de llevárselo a los curtidores de la tenería. No hay nada como una fuerte solución de mierda de perro para reblandecer la superficie de las pieles. Cada tres días, cuando la paja esté demasiado sucia, tendrás que cambiar todo el lecho. Más tarde te enseñaré dónde está la paja fresca.
A continuación, señaló tres pilones de escasa altura.
—Tienen que estar hasta arriba de agua para que beban los perros. Si se ensucian has de sacarlos, vaciarlos y rellenarlos; no quiero que el suelo acabe aún más húmedo aquí dentro. —Cuando hizo aquella observación sobre el suelo mojado miró un poste de madera clavado en el suelo en el centro del cobertizo. El poste estaba cubierto de paja y rodeado de una visible mancha de humedad. Comprendí que se trataba de un poste para orinar—. También hay que cambiar la paja cada tres días. Saca a los perros a la pista a primera hora de la mañana. Después cambia el lecho de paja. Hay que darles de comer una vez al día, sobre todo pan rancio, pero también sobras de carne de la cocina principal, lo que haya. Examina las sobras para asegurarte de que no haya nada peligroso. Si un perro se pone enfermo o descolorido, y suele haber un par de ellos, tienes que decírmelo al momento.
—¿Dónde puedo encontrarte? —le pregunté.
—Vivo en la cabaña que hay delante de la halconera. Detrás de ella encontrarás el cobertizo donde se guarda la paja. Si no estoy en casa, probablemente porque esté en el bosque, consulta a mi esposa antes de tocar las reservas. Ella no te quitará la vista de encima para asegurarse de que haces correctamente tu trabajo. ¿Alguna pregunta?
Para entonces habíamos salido del cobertizo de los perros y habíamos vuelto a la entrada de la pista.
—No —dije—. Lo has dejado todo muy claro. ¿Dónde duermo?
Me dirigió una mirada de malicia en estado puro.
—¿Tú qué crees? Con los perros, claro. Es el lugar más indicado para un perrero.
Tenía la siguiente pregunta en la punta de la lengua, pero al ver la expresión de su cara decidí no darle la satisfacción de hacérsela. Iba a preguntarle: «¿Y mi comida? ¿Dónde como yo?». Pero ya sabía cuál era la respuesta: «Con los perros. Comerás lo mismo que ellos».
Estaba en lo cierto. Los días que siguieron se cuentan entre los más ignominiosos que he pasado nunca y eso que he vivido en condiciones inenarrables. Comía y dormía con los perros. Me alimentaba con lo más selecto de sus sobras, les quitaba las pulgas y pasaba buena parte del tiempo eludiendo sus dientes. Los odiaba tanto que adopté la costumbre de llevar un garrote para golpear a los que se me acercaban, pero algunos de los más fieros no dejaban de intentar rodearme para atacarme. Aquella experiencia me proporcionó mucho tiempo para preguntarme cómo era posible que la gente les cogiera cariño a los perros, sobre todo a ejemplares tan despreciables como aquellos. Era comprensible que los jefes de los clanes irlandeses estuvieran orgullosos de sus perros lobo. Eran animales elegantes y relucientes con patas largas y andares altivos. Pero los de Edgar eran, a todas luces, un puñado de chuchos. Eran la mitad de altos que los perros lobo y tenían la cara pequeña, el morro puntiagudo y el pelaje desaliñado. Predominaba el marrón grisáceo, aunque algunos tenían manchas negras o parduscas, y uno habría sido completamente blanco si no se hubiera pasado todo el tiempo revolcándose en la inmundicia. Me parecía increíble que alguien se tomara la molestia de ocuparse de una jauría semejante. Al cabo de varios meses averigüé que los llamaban «sabuesos bretones» y que sus antepasados habían sido muy apreciados como perros de caza por los mismos romanos que habían construido la calle. Me lo dijo un monje cuyo abad era un sacerdote aficionado a los deportes y propietario de una manada; me explicó que los sabuesos bretones eran apreciados por su valentía, su tenacidad y su habilidad para seguir un rastro en el aire y la tierra, aunque a mí me asombraba que fueran capaces de hacerlo, pues ellos mismos desprendían un hedor considerable. Tomé la precaución de colgar mi fiel zurrón de cuero en la percha más alta de uno de los postes verticales, pues estaba seguro de que al cabo de unas horas apestaría tanto como mis compañeros caninos.
Edgar visitaba la perrera por las mañanas y por las tardes para vigilarme a mí tanto como a sus despreciables sabuesos. Entraba en la pista y se abría paso entre el tumulto de animales como si tal cosa. Poseía una habilidad asombrosa para reparar en los que tenían cortes, arañazos y toda clase de heridas. Alargaba la mano, agarraba al perro en cuestión y tiraba de él. Con toda tranquilidad les echaba hacia atrás las orejas, les separaba los dedos de las patas en busca de espinas y les apartaba despreocupadamente las partes privadas, a las que llamaba «el patio y las piedras», para asegurarse de que no sangraban ni les dolían. Si encontraba un corte, empuñaba una aguja y un hilo y sujetaba al perro con una rodilla para coserlo. De tanto en tanto, si el paciente era problemático, me pedía que lo ayudara a inmovilizarlo y entonces, por supuesto, el perro me mordía con saña. Cuando veía que la sangre me resbalaba por la mano, Edgar soltaba una carcajada satisfecha.
—Eso te enseñará a no meterle la mano en la boca —se burlaba, recordándome inmediatamente al huscarle de una sola mano—. Son mejores que los mordiscos de gato. Esos se infectan. Un mordisco de perro es limpio y aséptico. O al menos lo es si el perro no tiene la rabia. —Ciertamente, el perro que me había mordido no parecía rabioso, de modo que me chupé las heridas que me había hecho con los dientes y no dije nada. Pero Edgar no estaba dispuesto a dejar pasar aquella oportunidad—. ¿Sabes qué es lo que tienes que hacer si te muerde un perro rabioso? —me preguntó complacido—. No puedes chupar lo bastante para extraer el veneno. Así que has de coger un gallo de corral sano y fuerte y arrancarle todas las plumas hasta dejarlo con el culo al aire. Entonces aplicas el trasero a la herida y le das un buen susto. De esa forma se le sueltan las tripas y te desinfecta la herida. —Y soltó una carcajada.
Aquella tortura se habría prolongado mucho más si no se me hubiera perdido un perro el cuarto día. Edgar me había dicho que llevara a la jauría a una franja de terreno herboso a unos cuantos cientos de pasos de la perrera. Quería que los animales mordisqueasen las briznas de hierba para que estuvieran sanos. Durante aquella breve excursión perdí la cuenta de los sabuesos que me había llevado y cuando los conduje de nuevo a la pista no me percaté de que faltaba uno. Solo me di cuenta de mi error cuando los conté antes de encerrarlos por la noche. Cerré la puerta de la perrera a mis espaldas y volví al terreno herboso para ver si encontraba al sabueso perdido. No lo llamé porque no sabía cómo se llamaba y, no menos importante, porque no quería que Edgar se enterase de mi descuido. Se había mostrado tan hostil ante la posible pérdida de un halcón, que estaba seguro de que se pondría furioso conmigo si se perdía uno de los perros. Caminaba en silencio, confiando en dar con el fugitivo merodeando en alguna parte. Pero no había ningún perro en el prado, así que fui a la cabaña de Edgar para ver si había encontrado la puerta trasera y estaba rebuscando entre la basura. En el preciso momento en el que doblaba la esquina de la casita oí un ruido leve y allí estaba Edgar.
Estaba de rodillas en el suelo, dándome la espalda. Había extendido un pañuelo blanco en el suelo y acababa de arrojar media docena de tablillas planas encima. El hombre, que había estado mirándolas atentamente, se dio la vuelta sorprendido.
—¿Qué es lo que dicen? —le pregunté, confiando en anticiparme a un exabrupto de cólera.
Él me observó con recelo.
—No es asunto tuyo —replicó. Empezaba a alejarme cuando de pronto me dijo—: ¿Sabes leer las cañas?
Me di la vuelta y contesté cautelosamente:
—En mi país preferimos echar los dados o una tafl. Y atamos las cañas como si fueran un libro.
—¿Qué es una tafl?
—Una tabla con marcas. Con la práctica se aprende a leer los signos.
—Pero ¿usáis cañas?
—Algunos ancianos todavía usan cañas o los huesos del codillo de los animales.
—Entonces dime qué es lo que crees que dicen éstas.
Fui hacia el pañuelo blanco desdoblado en el suelo y conté seis tablillas de madera desperdigadas encima. Edgar sostenía la séptima en la mano. En una de las tablillas del suelo habían pintado una franja roja. Supe que se trataba de la tablilla maestra. Había tres que eran un poco más cortas que las otras.
—¿Qué es lo que lees? —me preguntó Edgar. Su voz tenía una nota suplicante.
Miré hacia abajo.
—La respuesta es confusa —dije. Me agaché y cogí una de las tablillas. Estaba un poco torcida y superpuesta sobre otra tablilla. Le di la vuelta y leí el símbolo que había marcado en ella—. Tyr —anuncié—, el dios de la muerte y de la guerra.
Edgar se quedó perplejo un instante y a continuación palideció, de manera que las manchas sonrosadas de sus pómulos se encendieron aún más.
—¿Tiw? ¿Sabes leer las marcas? ¿Estás seguro?
—Sí, claro —contesté, mostrándole la cara marcada de la tablilla. El símbolo que había en ella tenía forma de flecha—. Soy un devoto de Odín, que aprendió el secreto de las runas y se lo enseñó a los hombres. También inventó los dados de la suerte. Es muy sencillo. Esta runa es el símbolo de Tyr. Nada más.
Edgar comentó con voz temblorosa:
—Eso debe de significar que está muerta.
—¿Quién?
—Mi hija. Hace cuatro años, durante las revueltas, se la llevó una cuadrilla de bandidos daneses como tú. Como no podían atacar el burh porque la empalizada era demasiado fuerte para ellos, batieron rápidamente el perímetro, le dieron una paliza a mi hijo pequeño, que perdió un ojo, y se llevaron a la niña a rastras. Solo tenía doce años. Desde entonces no hemos sabido nada de ella.
—¿Eso es lo que querías saber cuando tiraste las cañas? ¿Lo que le ha pasado?
—Sí —contestó.
—En ese caso no pierdas la esperanza —dije—. La caña de Tyr estaba encima de otra, lo que quiere decir que el significado es ambiguo o que está al revés. Así que puede que tu hija esté viva. ¿Quieres que vuelva a echar los palos?
El cazador meneó la cabeza.
—No —dijo—. Tres tiros seguidos bastan. Lo contrario sería una afrenta a los dioses. Además, ya se ha puesto el sol y la hora ya no es propicia.
Entonces, le asaltaron rápidamente las sospechas.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo sobre las runas al igual que sobre el gerifalte?
—No tengo motivos para mentirte —respondí, y empecé a recoger las cañas, primero la maestra y después las tres más cortas, al tiempo que pronunciaba sus nombres—: El arcoíris, la reina guerrera y la creencia firme. —A continuación, recogiendo las más largas, anuncié—: El guardián de las llaves, la alegría —y cogiendo la última de los dedos de Edgar, dije—: y el día festivo.
Para establecer mis credenciales más allá de toda duda le pregunté con inocencia:
—¿No usas la caña de las tinieblas, la de la serpiente?
Edgar estaba atónito. Más adelante supe que, en el fondo, era un campesino que creía sin reservas en las cañas sajonas, como las llaman en Inglaterra, donde suelen usarlas para la adivinación y las profecías. Pero solo los más diestros utilizan la octava caña, la de la serpiente, pues ejerce una influencia funesta que afecta a todas las demás y la mayoría de la gente, naturalmente, prefiere que el resultado del tiro, como denominan los sajones al acto de echar los bastoncillos, sea positivo. Para ser franco, a mí las cañas sajonas me parecían bastante simples. Thrand, mi maestro de runas, me había enseñado a leer versiones mucho más sofisticadas en Islandia. Allí las cañas se atan a una tira de cuero, se abren y se utilizan como si fueran un almanaque, leyendo los significados de las runas talladas a ambos lados. Esas runas (al igual que buena parte del seidr y de la magia) invierten las formas normales. Están escritas al revés, como si estuvieran reflejadas en un espejo.
—Cuéntale a mi esposa lo que acabas de decirme sobre nuestra hija —dijo—. Es posible que eso la reconforte. Se ha pasado los últimos cuatro años llorando a la niña. —Me acompañó hasta la cabaña, que no era más que una amplia estancia dividida por la mitad en un salón y un dormitorio. Había un fuego abierto en la pared del gablete, una mesa sencilla y dos bancos. A instancias de Edgar le repetí la lectura de las cañas a su esposa Judith. La pobre desconfiaba lastimosamente de mi interpretación y me preguntó tímidamente si quería un poco de comida decente. Sospecho que creía que su esposo me había estado tratado de una forma muy injusta. Pero el desprecio de Edgar era comprensible si creía que yo era danés como los saqueadores que habían secuestrado a su hija y mutilado a su hijo.
Era evidentemente que me estaba sometiendo a una prueba.
—¿De dónde has dicho que vienes? —me preguntó de repente.
—De Islandia y, antes de eso, de Groenlandia.
—Pero hablas igual que los daneses.
—Con las mismas palabras, sí —admití—, pero las digo de otra forma y utilizo algunas palabras que solo se usan en Islandia. Es un poco como vuestra lengua sajona. Estoy seguro de que te has dado cuenta de que los forasteros de otras partes de Inglaterra la hablan de otra forma y usan palabras que tú no entiendes.
—Demuéstrame que vienes de ese otro sitio, esa Groenlandia o como se llame.
—Me temo que no sé cómo hacerlo.
Edgar reflexionó un instante y después sugirió con tono áspero:
—El gerifalte. Dijiste que vienes de un sitio en el que construye sus nidos y cría a sus polluelos. Y yo sé que no lo hacen en la tierra de los daneses, sino en otro lugar más remoto. De modo que, si realmente eres de allí, sabrás todo lo que hay que saber sobre ellos y sus costumbres.
—¿Qué puedo decirte? —le pregunté.
Adoptó una expresión astuta y dijo:
—Contéstame a esto: ¿el gerifalte es un halcón de torre o un halcón de mano?
Yo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo y, ante mi desconcierto, Edgar adoptó una expresión de triunfo.
—Lo que yo pensaba. No sabes nada sobre ellos.
—No —contesté—. Es que no entiendo la pregunta. Pero reconocería a un gerifalte si lo viera cazando.
—Entonces explícame cómo.
—Los halcones silvestres a los que yo observaba en Groenlandia alzaban el vuelo desde los precipicios y se posaban en algún punto estratégico de los páramos, como una roca elevada ola cresta de una colina. Se posaban en ella, atentos a la aparición de una presa. Buscaban alimento, otro pájaro al que llamamos rjupa, que se parece a vuestras perdices. Cuando lo veían, se elevaban de la percha y volaban a baja altura a una velocidad tremenda, acelerando cada vez más, y entonces lo atacaban y lo arrojaban al suelo, muerto.
—¿Y qué es lo que hacen en el último momento antes de atacar? —quiso saber Edgar.
—Se elevan de repente para ganar altura y se abaten violentamente sobre su presa.
—Exacto —anunció Edgar, finalmente persuadido—. Eso es lo que hace el gerifalte. Por eso puede ser un halcón de torre y también de puño, aunque hay muy pocas aves de caza que puedan ser ambas cosas.
—Sigo sin saber a qué te refieres —dije—. ¿Qué es un pájaro de torre?
—Es un pájaro que se eleva o espera, como decimos nosotros. Se queda en el cielo sobre el amo, aguardando el momento adecuado, y después cae sobre la presa. Los halcones peregrinos lo hacen por naturaleza y con paciencia es posible enseñar a los gerifaltes a cazar de la misma forma. Un halcón de puño es uno que se lleva en la mano ola muñeca durante la caza y se arroja para que persiga a la pieza.
De este modo, mis conocimientos sobre las costumbres del gerifalte silvestre y el arte de la adivinación me rescataron del trance de aquellas horribles perreras, aunque Edgar confesó al cabo de algunas semanas que no me habría dejado vivir en ellas indefinidamente porque se había dado cuenta de que no tenía madera de perrero.
—Te advierto que no entiendo a los que no se llevan bien con los perros —añadió—. Me parece algo antinatural.
—Despiden una peste considerable —señalé—. Yo tardé días en quitarme el hedor. Me sorprende mucho que los ingleses quieran tanto a sus perros. No paran de hablar de ellos. A veces parece que los prefieren a sus propios hijos.
—No solo los ingleses —repuso Edgar—. Esa jauría le pertenece a Canute; cuando se presenta con sus amigos daneses, la mitad de ellos traen sus propios perros, que se suman a ella. Es un maldito engorro porque los perros se pelean entre ellos.
—Exactamente —comenté—. En lo tocante a los perros parece que ni los sajones ni los daneses tienen sentido común. En Groenlandia, en las épocas de hambruna, nos los comíamos.
Cuando tuvimos aquella conversación, ya me trataban como si fuera un miembro de su familia. Me habían asignado un rincón de la cabaña en el que colgaba el zurrón y pasaba la noche y Judith, que era tan confiada como precavido se había mostrado su esposo al principio, me consentía como si fuera su sobrino favorito. Me daba los mejores trozos de carne de la cazuela que bullía constantemente sobre el fuego de la cocina. Rara vez me han dado tan bien de comer. Oficialmente, Edgar era el cazador real, un puesto importante, ya que era el responsable de la organización de las cacerías durante las visitas de Canute. Pero también se dedicaba a la caza furtiva. Vendía discretamente redes de caza menor (las liebres eran una de sus presas favoritas) y regresaba a la cabaña con las primeras luces del alba, las polainas humedecidas por el rocío y un par de liebres rollizas en la mano.
A medida que la primavera daba paso al verano me di cuenta de que era un privilegiado. Julio es el mes del hambre antes de la cosecha y la gente corriente ha de alimentarse con los despojos de los almacenes y los cubos de grano y come pan duro y arenoso hecho con salvado, cáscaras rancias y guisantes molidos; pero en aquella casa la cazuela siempre estaba bien surtida. Además, como se avecinaba la temporada de caza, Edgar empezó a llevarme al bosque en busca de la mayor presa de todas: el ciervo rojo. Entonces se encontraba en plenas facultades: silencioso, confiado y dispuesto a enseñarme. Era como Herfid explicándome las técnicas de los skalds; o los monjes irlandeses que me habían enseñado francés, latín y un poco de griego, así como a leer y escribir las lenguas extranjeras; o Thrand, mi maestro de seidr, que me había impartido lecciones sobre los misterios de la antigua fe en Islandia.
Acompañaba a Edgar mientras este seguía silenciosamente los senderos de los ciervos a través del bosque de robles y hayas y los matorrales de aliso y fresno. Me enseñó a calcular el tamaño de un ciervo basándome en las huellas de los cascos y a determinar si estaba caminando, corriendo o trotando. Cuando dábamos con uno que fuera lo bastante grande como para que lo cazara la jauría del rey, regresábamos una y otra vez para tomar nota de los lugares que frecuentaba y observar su rutina diaria.
—Observa con atención —me decía, apartando un arbusto—. Aquí es donde durmió anoche. Mira cómo ha aplastado la hierba y los hierbajos. Y éstas son las marcas que dejó en la tierra con las rodillas al levantarse cuando rompió el día. Sin duda, es un ciervo grande, probablemente tiene una cornamenta de doce puntas, una bestia regia… y además está en buenas condiciones —añadió, abriendo sus excrementos con un palo—. Es alto y lleva la cabeza erguida. Estos son los arañazos que dejó en el árbol con la cornamenta al pasar.
Edgar tampoco se confundía cuando, a veces, las huellas de dos venados se cruzaban en el bosque.
—El que queremos es el venado que se ha desviado hacia la derecha. Es el mejor de los dos —me confió en voz baja—. El otro es demasiado delgado.
—¿Cómo lo sabes? —susurré, pues el tamaño de las huellas me parecía idéntico.
Edgar me indicó que me arrodillara en el suelo y observara el curso de la segunda línea de huellas.
—¿Ves algo distinto? —me preguntó.
Yo meneé la cabeza.
—Si observas el patrón de las muescas —ése era el nombre que daba a las marcas de los cascos— verás la diferencia entre las patas delanteras y las traseras y te darás cuenta de que este ciervo estaba corriendo. Las patas posteriores golpean el suelo delante de las marcas que dejan las anteriores, lo que significa que está flaco. Un venado gordo y bien alimentado es demasiado grande para que las patas se adelanten de esa forma.
En el transcurso de una de aquellas batidas de reconocimiento en el bosque, Edgar estuvo a punto de tratarme con deferencia, lejos de la hostilidad que había manifestado al principio. Tal como yo había observado, creía profundamente en los signos, los portentos y el mundo oculto que subyace bajo el nuestro. A mí no me parecía extraño, pues me habían instruido en aquellas creencias al educarme en la antigua fe. En algunas cuestiones sagradas, Edgar y yo teníamos muchas cosas en común. Respetaba a muchos de mis dioses, aunque con nombres ligeramente distintos. A Odín, mi dios favorito, lo llamaba Wotan; Tiw era el nombre que le daba a Tyr, el dios de la guerra, como ya había advertido; y se refería al barbirrojo Thor como Thunor. Pero también tenía otros dioses, muchos de los cuales eran completamente nuevos para mí. Había elfos y duendes, dioses de las enfermedades y de los nombres, de la casa y del clima, del agua y de los árboles, y hacía constantemente signos o gestos imperceptibles para aplacarlos, como echar unas gotas de sopa en las llamas de la hoguera o romper una rama flexible para anudar un manojo de flores y depositarlo sobre una piedra musgosa.
El día en cuestión, estábamos siguiendo sigilosamente el rastro de un prometedor ciervo a través del hayedo, cuando sus muescas nos llevaron a un claro apacible entre los árboles. En el centro del claro había un roble grande y muy antiguo que tenía el tronco medio podrido y salpicado de musgo. En la base del roble alguien había construido un muro bajo a partir de piedras sueltas. Al acercarme, me percaté de que el muro protegía la boca de un pequeño pozo. Edgar, que previamente había cogido una piedrecilla, la introdujo en un resquicio de la corteza del tronco. Vi otras piedras metidas aquí y allá y supuse que se trataba de un árbol de los deseos.
—Los recién casados vienen a pedir descendencia —explicó Edgar—. Cada piedra representa un deseo. Pensé que, si ponía una piedra, recuperaría a mi hija. —Señaló el pozo—. Antes de casarse, las jóvenes también vienen y arrojan una pajita al pozo para contar las burbujas que salen a la superficie. Las burbujas representan los años que pasarán hasta que encuentren marido.
Aquel comentario puso el dedo en la llaga de mis sentimientos. Rompí una rama y me incliné para dejarla caer en el pozo. Contemplé el oscuro reflejo del agua negra a corta distancia. Lo que deseaba, por supuesto, no era saber la fecha de mi matrimonio, sino cuándo volvería a ver a Aelfgifu, pues la echaba de menos y no sabía por qué no había vuelto a tener noticias suyas. Había aprovechado todas las ocasiones que se me habían presentado para ir al burh con la esperanza de verla. Pero siempre me había llevado un chasco.
Ahora, al inclinarme sobre el pozo, antes de soltar la rama, sucedió algo completamente inesperado.
Desde que tenía seis o siete años he sabido que soy una de las pocas personas que poseen el don de lo que otros llaman segunda vista. Mi madre irlandesa había sido famosa por ello y debo de haberlo heredado de ella. De tanto en tanto había experimentado insólitos presentimientos, intuiciones y sensaciones extracorpóreas. Hasta había visto a los espíritus de los muertos y las sombras de los que estaban a punto de fallecer. Aquellas experiencias eran fortuitas e inesperadas. A veces pasaban meses e incluso años entre una incidencia y la siguiente. Una mujer sabia de Orkney, que poseía el mismo don, había dictaminado que solo reaccionaba ante el mundo de los espíritus cuando estaba en la compañía de otra persona que también lo tuviera. Había afirmado que era una especie de espíritu espejo.
Lo que sucedió a continuación demostró que se equivocaba.
Al inclinarme para arrojar la rama miré el reflejo del agua negra y me mareé de repente. Al principio pensé que era la misma sensación que se tiene al mirar hacia abajo desde una gran altura, cuando sientes que estás cayendo y te sobreviene una repentina flojera. Pero la superficie del negro estanque estaba casi al alcance de la mano. De repente, el mareo se convirtió en una parálisis entumecedora. Sentí un frío gélido, me acometió un terrible dolor que se extendió a todas las partes de mi cuerpo y temí que fuera a desmayarme. Se me nubló la vista y me entraron ganas de vomitar. Pero se me aclaró la vista casi con la misma rapidez. Volví a ver la silueta de mi cabeza en el agua, enmarcada por el borde del pozo y el cielo en lo alto. Pero esta vez, mientras la miraba, vi claramente el reflejo de alguien que se movía a mis espaldas, sosteniendo en el aire algo con lo que se disponía a golpearme; a continuación atisbé un destello metálico y tuve un terrible presentimiento de miedo.
En ese momento debí de desmayarme pues, cuando recobré el conocimiento, Edgar estaba zarandeándome y me encontraba tendido en el suelo junto al pozo. Edgar parecía asustado.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
—No lo sé —contesté—. He tenido un ataque. He ido a otro lugar.
—¿Te ha hablado Woden? —me preguntó, sobrecogido.
—No. No he oído nada, solo he visto que me atacaban. Ha sido una especie de advertencia.
Edgar me ayudó a levantarme y me condujo a un tronco caído en el que pude sentarme.
—Descansa un rato. ¿Es el primer ataque que has sufrido?
—Como éste, sí —contesté—. He tenido visiones antes, pero nunca cuando estaba en un sitio apacible y silencioso como éste. Solo en momentos de tensión o cuando estaba en compañía de una volva o un seidrmann.
—¿Quiénes son esos? —me preguntó.
—Es la forma escandinava de referirse a las mujeres y los hombres que se comunican con el mundo de los espíritus.
Edgar lo comprendió al momento.
—Hay una persona así al oeste, a dos días largos de marcha. Es una anciana. Ella también vive al lado de un pozo. Bebe un par de sorbos de agua y, cuando está de humor, se sume en un trance. Algunos afirman que es una bruja y que los sacerdotes la han maldecido. Pero sus profecías suelen cumplirse, aunque nadie más quiere beber el agua del pozo porque marea, y el mismo pozo tiene algo misterioso. De repente, el agua mana a borbotones y se desborda advirtiendo de que va a producirse una horrible catástrofe. La última vez fue antes de la batalla de Ashington, en la que los daneses derrotaron a nuestros hombres.
—¿Participaste en ella? —le pregunté; todavía me sentía débil.
—Sí —contestó Edgar—, con los reclutas sajones, armado con mi arco. No sirvió de nada. Nos traicionó uno de nuestros propios líderes y yo tuve suerte de escapar con vida. Si las aguas del pozo nos hubieran advertido de los traidores, le habría cortado la garganta aunque fuera un ealdorman[5].
Yo apenas oía lo que Edgar estaba diciendo porque, a medida que se me aclaraban los pensamientos, intentaba discernir lo que había desencadenado aquella visión.
Entonces, con un repentino fogonazo de comprensión, caí en la cuenta: no solo era sensible al mundo de los espíritus cuando me acompañaba alguien que también poseía la segunda vista, sino en lugares determinados. Si me encontraba en un punto en el que el velo entre el mundo real y el de los espíritus era más tenue, reaccionaba ante la presencia de fuerzas misteriosas. Así como una brizna de hierba se dobla ante el viento invisible, mucho antes de que los seres humanos lo sientan en la piel, yo recibía las emanaciones del otro mundo. Aquel descubrimiento me puso nervioso, porque temía que no iba a tener forma de saber que me hallaba en un lugar sagrado antes de que me sobreviniera otra visión.
* * *
Había transcurrido una semana desde la visión del bosque y Edgar estaba de buen humor.
—El viento del sur y el cielo nublado anuncian una mañana de caza —anunció, sacudiéndome con la punta del zapato; yo estaba medio dormido, hecho un ovillo con una manta en un rincón de la cabaña. Edgar era muy aficionado a los proverbios.
»Ha llegado la hora de tu primera cacería, Thorgils. Tengo la sensación de que nos traerás buena suerte.
Apenas había luz suficiente para ver, pero él ya se había puesto una indumentaria que yo no había visto nunca. Iba vestido de verde de la cabeza a los pies. Salí trabajosamente de debajo de la manta.
—Toma, ponte esto —dijo, arrojándome sucesivamente una túnica, unas polainas y una capa con una fina capucha. Era todo verde. Confuso, me vestí y salí al frío aire matutino tras él. Edgar estaba probando un arco de caza, tensándolo y soltándolo. El arco también estaba pintado de verde.
—¿Quieres que traiga a los perros? —le pregunté.
—No, hoy no. Solo vamos a llevarnos a uno.
No dije nada, aunque me preguntaba para qué servía ocuparse de una jauría, alimentarla, limpiarla y ejercitarla si no se la llevaba de caza.
Edgar adivinó lo que estaba pensando.
—Cazar con una jauría de perros es un juego para reyes, un entretenimiento. Hoy vamos a cazar para conseguir carne, no para divertirnos. Además, lo que vamos a hacer es mucho más delicado y requiere más habilidad. Así que recuerda mis palabras y sigue cuidadosamente mis instrucciones. ¡Ah! Aquí están. —Y se volvió hacia el sur.
Hacia nosotros venían tres jinetes vestidos de verde. A uno de ellos no lo conocía, aunque parecía un criado. Pero, para mi sorpresa, los dos restantes eran los huscarles que nos habían acompañado desde Londres. Yo seguía pensando en ellos como Tyr el Manco y Pata de Árbol. Edgar me explicó que sus verdaderos nombres eran Kjartan y Gisli. Ambos parecían de un humor excelente.
—¡Es un día perfecto para ir de caza! —vociferó alegremente Kjartan, al que le faltaba una mano—. ¿Lo tienes todo dispuesto, Edgar? —Parecía que ambos tenían confianza con el cazador real.
—Voy a buscar a Cabal —contestó éste. Fue corriendo a la perrera y regresó con un perro en el que había reparado durante mi desventurada época de perrero, porque no se parecía a los demás. Aquel perro en particular no mordía ni ladraba ni corría de un lado a otro como un loco. Era marrón oscuro, más corpulento que los otros, tenía el hocico caído y emanaba un aire triste. Era una criatura reservada, tranquila, silenciosa y prudente. Casi me había caído bien.
»¡Monta! —me dijo Edgar. Yo estaba perplejo. No veía ningún caballo disponible. Solo había tres, y ya tenían jinete.
—Toma, muchacho —exclamó Kjartan, inclinándose en la silla y alargando la mano que le quedaba para que yo la asiera. Al parecer íbamos a cabalgar en pareja. Edgar ya había saltado a la silla detrás del criado. Yo pensé para mis adentros, mientras me encaramaba tras el huscarle y me aferraba a su cintura para sujetarme, que la caza era un gran rasero; equiparaba a cazadores, huscarles, criados y antiguos perreros.
»¿Nunca habías cazado así? —me preguntó Kjartan por encima del hombro. Hablaba con tono amable y era evidente que anhelaba los acontecimientos de la jornada. Me pregunté cómo podía cazar si le faltaba una mano. No podía tirar con arco y ni siquiera llevaba una lanza. Su única arma era un scramsax, un cuchillo multiusos de hoja larga.
—No, señor —le contesté—. He cazado un poco a pie, sobre todo animales pequeños, en el bosque. Pero a caballo no.
—Bueno, pues espera y verás —repuso—. Lo haremos en parte a caballo y en parte a pie. Edgar sabe lo que hace, así que todo debería ir bien. Solo tenemos que hacer lo que nos diga, aunque la suerte también es importante, igual que la destreza. Los ciervos rojos están engordando. Buen alimento. —Empezó a tararear débilmente para sus adentros.
Nos internamos en una sección del bosque en la que Edgar y yo habíamos advertido recientemente las muescas de un ciervo rojo y un grupo de cuatro o cinco ciervas. A medida que nos acercábamos, el perro, que había estado corriendo al lado de los caballos, se había puesto a merodear de un lado a otro, olisqueando el suelo y buscando.
—Cabal es un perro estupendo y un buen amigo —afirmó Kjartan—. Se está haciendo viejo y tiene las patas un poco agarrotadas, pero si hay un perro que pueda encontrar ciervos, es él. Y no se rinde nunca. Tiene un gran corazón. —Otro amante de los perros, pensé, aunque era admirable la atención tan seria que el viejo Cabal le estaba dedicando a todos los arbustos y matorrales, corriendo de un lado a otro y husmeando. De tanto en tanto se detenía y alzaba en el aire el gran hocico, tratando de captar un levísimo efluvio.
»¡Eso es! —murmuró el soldado, que lo había estado observando. El perro había inclinado el hocico casi hasta el suelo y se estaba internando en el bosque, a todas luces siguiendo el rastro de una presa—. Silencioso, como tiene que ser —gruñó con tono de aprobación. Al ver que no comprendía el cumplido que le había hecho al perro añadió—: La mayoría de los perros se ponen a ladrar o a aullar cuando captan el aroma de un ciervo, pero el viejo Cabal no. Está especialmente adiestrado para guardar silencio y no alarmar a la presa.
Habíamos refrenado a los caballos, que ahora paseaban con muchísimo cuidado, y reparé en que los jinetes procuraban hacer el menor ruido posible. Kjartan miró a Edgar y, cuando éste hizo un asentimiento, nuestro pequeño grupo se detuvo de inmediato. El criado desmontó, asió la correa de Cabal y condujo silenciosamente al perro hasta un árbol joven, donde ató la correa. Cabal, todavía callado, se tumbó en la hierba con aire satisfecho y descansó la cabeza en las pezuñas. Al parecer, su tarea había terminado.
El criado regresó y todos formamos un corrillo para escuchar a Edgar. Éste habló con un suave susurro.
—Creo que encontraremos a los ciervos ahí delante. Nos hemos acercado a ellos contra el viento, lo que nos viene bien. Tú, Aelfric —en este punto señaló al criado—, monta con Gisli. Thorgils se quedará con Kjartan y yo iré andando. Dejaremos al otro caballo aquí.
A su señal, los cinco hombres y los dos caballos avanzamos cautelosamente. Salimos a una franja del bosque en la que raleaban los árboles.
Atisbé un movimiento a la derecha, entre los árboles, y después otro. Era una cierva roja con su compañero. Entonces vi al pequeño grupo: el macho y las cuatro hembras.
—Ahora pasaremos por delante de los ciervos —me susurró Kjartan. Estaba claro que quería que apreciara la sutileza de la persecución. Oí el breve crujido del cuero y vi asombrado que Gisli el Cojo desataba el cinturón especial, se deslizaba de la silla y se dejaba caer al suelo. Observé que aterrizaba en el lado del caballo opuesto a los ciervos, ocultándose de su vista. Aferraba el estribo de cuero con una mano para mantener el equilibrio mientras se ataba la pierna de madera. En la otra mano no llevaba una muleta, sino un pesado arco. Edgar se adelantó para ponerse al lado. Él también estaba detrás del caballo y oculto de los ciervos. Cuando Edgar hizo la siguiente señal, los dos caballos salieron al campo abierto, con tres hombres cabalgando y dos caminando junto a ellos, ocultándose de los ciervos. El macho y las hembras alzaron la cabeza de inmediato y observaron el lejano desfile. Entonces caí en la cuenta. Los ciervos no se alarmaban ante los hombres a caballo, siempre y cuando cabalgaran suave y silenciosamente y mantuvieran las distancias. Los aceptaban como otra especie de criaturas del bosque. Observé que Edgar y Gisli imitaban los movimientos de las patas de los caballos.
—No precisamente como Sleipnir —le susurré a Kjartan. Éste asintió.
Sleipnir, el caballo de Odín, tiene ocho patas para galopar a velocidades tremendas. Los ciervos debían de pensar que nuestros caballos tenían seis patas cada uno.
Al cabo de cincuenta pasos, me di cuenta de que Gisli el Cojo ya no estaba con nosotros. Miré hacia atrás y comprobé que se había detenido delante de un roble joven. Como estaba vestido de verde, era casi imposible verlo. Había soltado el estribo de cuero en el momento preciso en el que el caballo pasaba delante del árbol, empleando el arco a modo de muleta, y ahora se hallaba en posición. Edgar hizo lo mismo algunos pasos más adelante. Él también era casi invisible. Les estábamos tendiendo una emboscada.
Kjartan, Aelfric y yo seguimos cabalgando y describimos un círculo a la derecha. Llegamos al otro lado del claro y, cuando nos encontrábamos al borde de los árboles, Kjartan dijo en voz baja:
—Thorgils, bájate ya. Quédate delante de ese árbol de ahí. No hagas el menor movimiento, a menos que veas que los ciervos no se dirigen hacia Edgar y Gisli sino hacia ti. —Desmonté del caballo y obedecí, esperando en silencio mientras él y el criado continuaban cabalgando.
Durante un rato que me pareció larguísimo me quedé quieto, sin mover ni un músculo, preguntándome qué sucedería a continuación. Entonces oí un tenue chasquido: ¡chas! Volví la cabeza muy despacio hacia el ruido, que se repitió suave y casi lánguidamente a lo lejos. Al cabo de un instante, oí el débil crujido de una rama y una de las ciervas rojas penetró en mi campo de visión. Se hallaba a unos veinte pasos de distancia, atravesando delicadamente el bosque y deteniéndose de tanto en tanto para comer un bocado antes de seguir adelante. Entonces vi a otra cierva y vislumbré brevemente al macho. Todos los animales se estaban moviendo pausadamente en la misma dirección. ¡Chas! Oí de nuevo el extraño sonido y vi que Kjartan estaba siguiendo a los ciervos a caballo. Le había dado rienda suelta a la montura y apenas se movía, sino que atravesaba el bosque detrás del ciervo sin apresurarse, aunque dirigía al caballo de un lado a otro como si estuviera comiendo. El sonido era el tenue chasquido de su lengua. Al cabo de un momento, atisbé al segundo jinete, Aelfric, y oí los golpecitos suaves y deliberados que le propinaba a la silla con una vara de sauce. Aquellos sonidos leves hacían que los ciervos marcharan sin alarmarse. Edgar y Gisli los estaban esperando justo delante.
Las presas se acercaban con una lentitud insoportable. Cuando llegaron a mi altura, yo apenas me atrevía a respirar. Volví poco a poco la cabeza buscando a Edgar. Estaba tan quieto que tardé un momento en detectar su posición. Estaba de pie con el arco en tensión y una flecha en la cuerda a la espera del primer ciervo, una hembra adulta, que ya casi estaba sobre él cuando se dio cuenta de que estaba mirando al cazador directamente a los ojos. Alzó bruscamente la cabeza, resopló y tensó los músculos para alejarse de un salto. En ese preciso instante Edgar disparó. A tan corta distancia, oí claramente el impacto sordo de la flecha que le acertó en el pecho.
En ese momento se desató el caos. El macho y las hembras restantes se percataron del peligro y salieron corriendo. Oí otro ruido sordo y supuse que Gisli había disparado una flecha. Una hembra joven y el macho se dieron la vuelta y echaron a correr en mi dirección, saltando entre los árboles; el macho daba grandes brincos y restallaba la cornamenta contra las ramas. Me adelanté para que me vieran y alcé los brazos. La cierva, asustada, cambió de rumbo, resbaló sobre el suelo herboso, se levantó trabajosamente y huyó a la carrera para ponerse a salvo. Pero el corpulento macho, temiendo que le hubieran bloqueado la salida, se dio la vuelta para dirigirse hacia Edgar. Para entonces, éste había puesto una segunda flecha en la cuerda del arco y lo estaba esperando. El macho lo vio, apretó el paso y lo contorneó. Edgar movió suavemente las caderas, tensando tanto el arco que tenía las plumas de la flecha junto a la oreja derecha, y disparó en el momento preciso en el que la presa pasaba corriendo. Fue un tiro de pasada perfecto, que provocó una exclamación de aprobación por parte de Kjartan. La flecha acertó al gran macho entre las costillas. Vi que la bestia vacilaba, se recuperaba y se alejaba dando brincos entre los matorrales produciendo un terrible estruendo de ramas que se desvaneció en la distancia hasta que el único sonido fue el repiqueteo de las ramas y las hojas que caían al suelo.
El disparo de Gisli también había dado en el blanco. Había dos ciervas, la suya y la de Edgar, muertas en el suelo del bosque.
—Buena puntería —exclamó Kjartan mientras se acercaba a caballo al lugar de la emboscada.
—Hemos tenido suerte de que el macho se desviara hacia mi izquierda —repuso Edgar. Intentaba parecer pragmático, aunque yo sabía que estaba complacido—. Si hubiera ido por el otro lado, el tiro habría sido más difícil, pues habría tenido que apoyarme en el otro pie.
Aelfric ya había ido corriendo en busca de Cabal y el perro captó enseguida el aroma del ciervo herido. Era difícil pasar por alto el rastro de sangre y, al cabo de un par de cientos de pasos, nos topamos con la flecha de Edgar, que se había desprendido del animal herido.
—Un tiro en la tripa —comentó Edgar, mostrándome las puntas metálicas—. Se ven los restos del contenido del estómago. No será una persecución larga. Si la sangre es clara y brillante significa que la herida es superficial y la persecución será larga.
Estaba en lo cierto. Seguimos al ciervo durante menos de un kilómetro y medio antes de hallarlo muerto en la espesura. El criado se dispuso a despellejarlo y descuartizarlo sin pérdida de tiempo y Edgar recompensó a Cabal con una golosina.
—Hemos dado con el gran macho sin dificultades, Gisli —vociferó Kjartan cuando volvimos al escenario de la emboscada, donde se había quedado el hombre. El huscarle de una sola pierna no había podido unirse a la persecución—. Hemos encontrado a cinco ciervos y matado a tres. Has hecho un buen disparo. Desde cincuenta pasos por lo menos.
—Es la ventaja de haber perdido una pierna, amigo mío —contestó Gisli—. Cuando tienes que valerte de una muleta para caminar, se te fortalecen los brazos y los hombros.