Capítulo 3

3

Llevamos el venado al burh, donde los cocineros del ealdorman estaban preparando el gran banquete que, según la costumbre sajona, celebra el momento en el que se atan las gavillas durante la cosecha.

—El cazador real siempre está invitado y ocupa un lugar de honor —me explicó Edgar—. Y así debe ser, pues aporta la mejor comida del festival. Como tú eres mi ayudante, Thorgils, también esperan que asistas. Asegúrate de ir correctamente vestido.

Así fue como, cinco días después, me encontré ante la puerta del gran salón del burh con mi túnica púrpura, que Judith, la esposa de Edgar, acababa de lavar. Me costaba dominar los nervios. Seguro que Aelfgifu asiste al banquete, pensaba para mis adentros.

—¿Quién se sienta a la mesa alta? —le pregunté a otro invitado mientras esperábamos que resonara el cuerno para indicarnos que entráramos en el salón.

—El anfitrión oficial es el ealdorman Aelfhelm —contestó éste.

—¿Es el padre de Aelfgifu?

—No. El idiota de Ethelred ejecutó a su padre porque sospechaba que lo había traicionado mucho antes de que Canute llegase al poder. Aelfhelm es su tío. Tiene un concepto anticuado de cómo han de celebrarse los banquetes, de modo que supongo que Aelfgifu será la encargada de servir el vino.

Cuando tocaron el blaedhorn entramos en fila en el gran salón para ocupar nuestros puestos. Me habían asignado un lugar ante una larga mesa orientada hacia el centro del salón, que habían despejado para los criados que iban a servirnos la comida y los artistas que actuarían a continuación. Delante habían instalado una mesa semejante y, a mi derecha, sobre una tarima elevada, se hallaba la mesa en la que comerían el ealdorman Aelfhelm y sus distinguidos invitados. En la nuestra, que era más sencilla, habían puesto platos de madera, jarras y cucharas de cuerno de vaca, pero los comensales del ealdorman tenían un mantel de tela bordado y sus vasos eran costosos artículos importados: cálices de cristal verde. Los más humildes acabábamos de ocupar nuestros puestos cuando un nuevo toque de cuerno anunció la llegada del ealdorman, que entró con su esposa y un ramillete de nobles. La mayoría eran sajones, pero entre ellos se encontraban Gisli y Kjartan, que llevaban las espadas con empuñadura de oro de los huscarles y tenían un aspecto mucho más digno que los cazadores vestidos de verde a los que había acompañado cinco días antes. Seguía sin haber ni rastro de Aelfgifu.

El ealdorman y el cortejo tomaron asiento a un lado de la alta mesa, contemplándonos desdeñosamente. Entonces, el cuerno resonó por tercera vez y por la izquierda del salón apareció una pequeña procesión de mujeres precedidas por Aelfgifu. La reconocí al momento y experimenté una oleada de orgullo. Había decidido ponerse el mismo vestido ajustado de color azul marino con el que la había visto en la asamblea de Pascua de Canute en Londres, aunque entonces había llevado la cabellera suelta, ceñida con una diadema de oro, y ahora llevaba un moño que revelaba el esbelto cuello blanco que yo tan bien recordaba. No podía apartar la mirada de ella. Encabezaba la procesión, mirando recatadamente al suelo y sosteniendo una jarra de plata. Se acercó a la mesa de su tío, llenó el cáliz de cristal del invitado principal, después el de su tío y, a continuación, el del siguiente noble de la jerarquía. A juzgar por el color del líquido que estaba sirviendo, la bebida también era una lujosa importación: vino tinto. Una vez cumplida esta obligación formal, Aelfgifu le entregó la jarra a un criado y se dispuso a tomar asiento. Para mi disgusto, la colocaron al otro extremo de la alta mesa y mi vecino me bloqueaba el campo de visión.

Los cocineros se habían superado. Hasta yo, que estaba acostumbrado a la carne estofada de Edgar, estaba impresionado ante la variedad y la calidad de los platos. Había cerdo y cordero asado, ristras de salchichas ensangrentadas y pasteles y pastas de pescado de agua dulce (lucios, percas y anguilas), así como repostería dulce. Nos ofrecieron pan blanco en lugar del pan basto de todos los días y además, por supuesto, estaba el venado que había aportado Edgar y que sirvieron ceremoniosamente en espetones de hierro. Yo trataba de inclinarme hacia delante y hacia atrás sobre el banco para espiar a Aelfgifu. Pero mi vecino de la derecha era un hombre grande y corpulento (resultó que se trataba del herrero del burh) y se irritaba enseguida ante mis nerviosos movimientos.

—Venga —dijo—, cálmate y sigue comiendo. No todos los días se tiene ocasión de probar una comida tan sabrosa… —eructó jovialmente— ni de beber tanto.

No nos ofrecieron vino, claro, pero en la mesa había pesados cuencos de arcilla local, que le daba a la cerámica una intensa pátina gris, que contenían una bebida que yo no había probado nunca.

—Sidra —comentó mi fornido vecino mientras rellenaba con entusiasmo nuestras jarras con un cucharón de madera. Estaba terriblemente sediento y durante toda la comida engulló una jarra tras otra. Yo trataba de zafarme de su amistosa insistencia en que le siguiera el ritmo, pero no era fácil, ni siquiera cuando me pasé al hidromiel sazonado con mirto, confiando en que me dejara tranquilo. El pellejo de hidromiel estaba en manos de un criado excesivamente eficiente y cada vez que dejaba la jarra volvía a llenármela hasta el borde. Poco a poco, y casi por primera vez en mi vida, me estaba emborrachando.

A medida que progresaba el banquete llegaron los artistas. Una pareja de malabaristas saltó al espacio despejado entre las mesas y empezó a lanzar bastones y pelotas al aire y dar volteretas. Fue una actuación poco inspirada, de modo que se oyeron abucheos y comentarios groseros y los malabaristas se retiraron contrariados. El público se animó cuando llegó el siguiente acto: una tropa de perros artistas. Estaban disfrazados con chaquetas de colores y collares fantasiosos y los habían adiestrado para que corrieran ordenadamente de un lado a otro, se agacharan y rodaran por el suelo, caminaran sobre dos patas y saltaran a través de un aro y encima de una barra. El público vociferaba con tono de aprobación a medida que subían la barra y arrojaba jirones de carne al escenario como recompensa. A continuación, llegó el turno del bardo del ealdorman, el equivalente sajón del skald noruego, cuya tarea consistía en declamar versos para alabar a su señor y componer poemas en honor del invitado principal. Yo recordaba mi época como aprendiz de skald y escuché atentamente. Pero no me impresionó demasiado. El bardo del ealdorman tartamudeaba y sus versos me parecieron mundanos. Sospechaba que eran versos de reserva que modificaba para adaptarlos a los individuos concretos que se sentaban a la mesa de su señor, añadiendo el nombre del que estuviera presente ese día. Cuando el bardo hubo terminado y se extinguieron los últimos versos del poema, se hizo un silencio incómodo.

—¿Dónde está el juglar? —exclamó el ealdorman. En ese momento, el senescal fue corriendo a la alta mesa para decirle algo a su amo. Parecía contrariado.

—Probablemente el juglar no se haya presentado —farfulló mi vecino. La sidra lo estaba poniendo alternativamente irascible y afable—. Se ha vuelto muy poco de fiar. Tiene que ir de un festival a otro, pero suele tener demasiada resaca para acordarse de la siguiente cita.

El senescal se estaba dirigiendo hacia un pequeño grupo de espectadores que se había formado al fondo del salón. Eran sobre todo mujeres, trabajadoras de la cocina. Observé que se acercaba a la joven que estaba al frente del grupo, la asía de la muñeca y trataba de sacarla al escenario. Ella se resistió momentáneamente hasta que le pasaron un arpa desde el fondo de la estancia. La joven le hizo una indicación a un muchacho que estaba sentado a la mesa opuesta y este se puso en pie. Para entonces, una doncella había puesto dos taburetes en el centro del espacio despejado y los dos jóvenes (se notaba que eran hermanos) se adelantaron y tomaron asiento tras haber presentado sus respetos al ealdorman. El joven sacó de la túnica una flauta de hueso y tocó algunas notas tentativas.

Los comensales guardaron silencio mientras la hermana afinaba el arpa. No era como las que yo había visto en Irlanda. El instrumento irlandés está encordado con veinte alambres de bronce por lo menos, mientras que el arpa que sostenía la muchacha era más pequeño y ligero y solo tenía una docena de cuerdas. Cuando se puso a puntearlo me di cuenta de que estaban hechas de tripa. Pero la sencillez del instrumento se amoldaba a su voz, que era pura, espontánea y diáfana. Cantó varias canciones mientras su hermano la acompañaba con la flauta. Las canciones hablaban de amores, de guerras y de viajes y eran bastante sencillas, aunque no por ello malas. El ealdorman y sus invitados escucharon casi todo el tiempo, solo hablaron entre ellos de vez en cuando y, en mi opinión, los músicos de reemplazo hicieron un buen trabajo.

Cuando terminaron, empezó el baile. Al joven flautista se unieron diversos músicos locales que tocaban flautas de Pan, agitaban instrumentos de percusión y golpeaban panderetas. Los comensales se levantaron de los bancos y se pusieron a bailar en el centro del salón. Los hombres, decididos a divertirse, sacaban a las mujeres de entre los espectadores a la fuerza. La música adoptó una cadencia más viva y alegre y todo el mundo se puso a cantar y dar palmas. Los augustos invitados no bailaban, por supuesto; se limitaban a mirar. Observé que el baile no era complicado: se daban unos pasos hacia delante y hacia atrás y luego se arrastraban los pies hacia un lado. Para librarme de mi ebrio vecino, que empezaba a apoyar su pesada cabeza en mi hombro, decidí intentarlo. Aunque estaba un poco aturdido, me levanté del banco y me uní a los bailarines. Entonces me di cuenta de que entre la fila de mujeres y chicas que venía hacia mí se encontraba la arpista, que llevaba un corpiño bermejo que contrastaba con una falda marrón que resaltaba su figura. Además, tenía el cabello castaño corto y la piel ligeramente pecosa; era la imagen de la joven feminidad. Cada vez que nos cruzábamos me apretaba un poco la mano. La música se aceleró progresivamente y dimos vueltas cada vez más deprisa hasta que nos quedamos sin aliento. La cadencia se intensificó hasta un crescendo y se detuvo de forma abrupta. Los bailarines se detuvieron bruscamente entre carcajadas y sonrisas y la arpista se quedó delante de mí, triunfante tras el éxito de la noche. Embriagado aún, me adelanté, la estreché entre mis brazos y la besé. Al cabo de un instante se escuchó un breve estrépito. Era un sonido que pocos de los asistentes habían oído: el del cristal lujoso al hacerse añicos. Alcé la vista y vi que Aelfgifu se había levantado, había arrojado el cáliz contra la mesa y, ante la mirada asombrada de su tío y sus invitados, abandonaba airadamente el salón con la espalda rígida de ira.

De pronto me sentía desgraciado, tambaleándome como un borracho. Sabía que había ofendido a la mujer que adoraba.

* * *

—La guerra, la caza y el amor son tan problemáticos como placenteros. —Edgar me lanzó otro de sus proverbios a la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a visitarla halconera, a la que denominaba el cobertizo de las herramientas, para alimentar a los halcones.

—¿A qué te refieres? —le pregunté, aunque me imaginaba por qué había mencionado el amor.

—Nuestra señora tiene mucho genio.

—¿Por qué lo dices?

—Vamos, muchacho. Conozco a Aelfgifu desde que era una niña flacucha. Siempre intentaba alejarse de las estrecheces del burh. Se pasaba la mitad de los días con mi mujer y conmigo en la cabaña, jugando como una chiquilla normal y corriente, aunque era más traviesa que la mayoría. Y era una auténtica brujilla cuando la pillaban. Pero tiene buen corazón y nosotros la queremos de todas formas. Y nos sentimos muy orgullosos de ella cuando se casó con Canute, aunque para entonces ya se había convertido en una gran señora.

—¿Qué tiene que ver eso con el mal genio?

Edgar hizo una pausa con la mano en la puerta del cobertizo de herramientas y me miró directamente con un destello divertido en los ojos.

—No creas que eres el primer muchacho del que se encapricha —me confió—. Poco después de que llegaras me di cuenta de que no estabas hecho para ser perrero. Empezaba a preguntarme por qué te habían traído desde Londres y se lo pregunté al senescal, que me explicó que te habían incluido en el séquito de la señora siguiendo sus instrucciones específicas. Así que me lo imaginaba, pero no estuve seguro hasta que vi la pataleta de anoche. No tiene nada de malo —prosiguió—, a Aelfgifu no la han tratado bien estos últimos meses, debido a la otra reina, Emma, y Canute se pasa la mayor parte del tiempo fuera. Yo diría que tiene derecho a vivir su propia vida. Y ha sido más que buena conmigo y con mi mujer. Cuando los daneses se llevaron a nuestra hija, Aelfgifu se ofreció a pagar el rescate si alguna vez la encontraban. Y todavía estaría dispuesta a hacerlo.

* * *

Se acercaba la temporada de cetrería. En el transcurso de los dos meses anteriores habíamos estado preparando a las aves de presa de Edgar a medida que terminaban la muda. El cobertizo de herramientas albergaba a tres halcones peregrinos, un azor y una pareja de pequeños gavilanes, así como al costoso gerifalte que me había metido en problemas. Edgar señaló que el gerifalte valía su peso en plata pura o «el precio de tres esclavos y tal vez cuatro perreros incompetentes». Íbamos al cobertizo de herramientas todos los días para que los pájaros «se hicieran hombres», como solía decir Edgar. Eso significaba cogerlos para que se acostumbraran al contacto con los humanos y darles golosinas especiales que aumentaban su fuerza y mejoraban su estado físico cuando les salían las plumas nuevas. Edgar se mostraba tan experto en pájaros como en sabuesos. Había prescrito una dieta de ansarinos, anguilas y víboras para los halcones de gran envergadura y ratones para los más pequeños. Entonces descubrí por qué había un lecho de arena bajo las perchas: gracias a ella encontrábamos y recogíamos los excrementos de los pájaros, que Edgar examinaba atentamente. Me explicó que las aves de presa podían sufrir dolencias prácticamente humanas, como la urticaria, el reuma, los gusanos, las úlceras bucales y las toses. Cuando Edgar detectó un indicio de gota en uno de los peregrinos, un ejemplar adulto, me mandó a buscar un erizo para que se lo comiera, pues anunció que era el único remedio.

La mayoría de las aves, con la excepción del gerifalte y uno de los gavilanes, ya estaban adiestradas. Cuando les salieron las plumas nuevas solo hacía falta que volviesen a practicar las obligaciones de la caza. Pero el gerifalte acababa de llegar a la halconera la primera vez que lo vi. Por eso le habían cosido los ojos.

—De esa forma, el pájaro está tranquilo y silencioso durante el transporte —me explicó Edgar—. Cuando llega a su nuevo hogar, suelto el hilo poco a poco para que se acostumbre gradualmente al entorno y se asiente sin presiones. Puede que parezca cruel, pero solo existe otro método, que consiste en ponerle una capucha de piel en la cabeza, y no me gusta hacerle eso a un pájaro al que han capturado después de que aprendiera a cazar en su hábitat natural. Ponerle la capucha demasiado pronto puede causarle fricciones y malestar.

Edgar también tenía que hacerme una advertencia.

—Con el tiempo, los perros acaban dependiendo de sus amos, pero las aves de presa siguen siendo independientes —dijo—. Puede que consigas domesticarlas y adiestrarlas para que colaboren contigo, y ningún deporte te reporta tanto placer como hacerlas volar y ver que se apoderan de una presa y vuelven a tu mano. Pero recuerda siempre que cuando alzan el vuelo pueden escoger la libertad. Pueden irse volando y no volver nunca. Entonces sufrirás el desengaño del halconero.

Me atraía el espíritu libre de las aves de presa y descubrí enseguida que poseía un talento natural para manipularlas. Edgar me inició con uno de los pequeños gavilanes, el menos valioso de sus protegidos. Escogió al que no estaba adiestrado y me enseñó a atarle unas tiras de cuero de quince centímetros a los tobillos mediante un nudo específico, introduciendo una correa más larga a través de los aros metálicos de los extremos. Me facilitó un guante protector de halconero y cada día le daba de comer un ratón fresco, animándolo a que saltara de la percha hacia el cadáver caliente que sostenía en la mano. A su llegada, el gavilán había sido estridente y malhumorado; una indicación inequívoca, según Edgar, de que se lo habían llevado del nido cuando era un polluelo en lugar de capturarlo después de que lo abandonaran, pero al cabo de dos semanas estaba saltando de un lado a otro como una mascota doméstica. Edgar confesó que nunca había visto a nadie domesticar tan deprisa a un gavilán.

—Parece que se te dan bien las mujeres —comentó maliciosamente, porque en la caza solo se utilizan los gavilanes hembra.

Al poco tiempo decidió que yo era la persona más indicada para adiestrar al gerifalte. Era una decisión atrevida y puede que supersticiosa, pues quizá pensaba que yo me entendería especialmente bien con los halcones porque venía de la misma tierra. Aunque Edgar sabía que me habían llevado a Northampton por expreso deseo de Aelfgifu y es posible que estuviera jugando a un juego más complejo. Así pues, me nombró guardián del gerifalte. Yo la manipulaba (también era hembra) dos o tres veces al día, la alimentaba, le daba un baño de polvo amarillo para despiojarla una vez a la semana, le ofrecía alitas de pollo para que tirase de ellas y las retorciera desde la percha de modo que se le fortalecieran los músculos del cuello y el cuerpo y le alargaba el guante, que en esta ocasión era mucho más grueso, para que saltara sobre mi mano. Al cabo de un mes el gerifalte se había apaciguado tanto que llevaba una capucha de piel sin alarmarse y Edgar nos dejó salir del cobertizo de herramientas para que el magnífico pájaro blanco moteado volase al extremo de una larga correa y se apoderase de los trozos de carne que yo depositaba en un tocón de madera. Al cabo de una semana, Edgar tiraba al aire una media de piel con alas de paloma y el gerifalte, que todavía estaba atado, alzaba el vuelo desde mi guante, se abatía sobre el cebo, lo inmovilizaba en el suelo y recibía una recompensa de ansarinos.

—Tienes madera de halconero de primera —comentaba Edgar, y yo enrojecía de satisfacción.

Dos días después del exabrupto de Aelfgifu en el banquete dejamos que el gerifalte volara libremente por primera vez. Era un momento crucial y delicado del adiestramiento. Poco después del alba, Edgar y yo lo llevamos a un paraje apacible a gran distancia del burh. Edgar le dio vueltas al cebo al extremo de una cuerda. Yo me encontraba a cincuenta pasos de distancia con el gerifalte en el guante. Le quité la capucha de piel, desaté las tiras de cuero y alcé el brazo. El halcón vio al momento el cebo que giraba y salió volando del guante, dando un poderoso brinco que yo sentí hasta el hombro, y se abatió directamente sobre el objetivo haciendo un picado mortífero. Cayó sobre el cebo de piel con un golpe sordo que le arrancó la soga de la mano a Edgar y se llevó el cebo con la cuerda colgando a un árbol. Por un momento Edgar y yo nos quedamos aterrados, preguntándonos si aprovecharía la oportunidad para escaparse. No habríamos podido hacer nada. Pero cuando volví a levantar el brazo, poco a poco el gerifalte descendió silenciosamente de la rama, fue planeando hacia el guante y se posó encima. Lo recompensé con un bocado de pechuga de paloma cruda.

—Así que al fin viene a ejercer su prerrogativa real —murmuró Edgar cuando vio a la persona que estaba esperando junto al cobertizo de herramientas cuando volvimos. Era Aelfgifu, acompañada de dos doncellas. Por un momento, me molestó la maliciosa implicación de aquel comentario, pero entonces se apoderó de mí una sensación familiar. Sentía vértigo al encontrarme en la presencia de la mujer más hermosa y deseable del mundo.

»Buenos días, mi señora —dijo el cazador—. ¿Habéis venido a ver a vuestro halcón?

—Sí, Edgar —contestó ella—. ¿Ya está listo el pájaro?

—No del todo, señora. Dadme una semana o diez días más para adiestrarlo y debería estar listo para cazar.

—¿Y se te ha ocurrido algún nombre? —le preguntó Aelfgifu.

—Bueno, a Thorgils sí —repuso Edgar.

La reina se volvió hacia mí como si me estuviera viendo por primera vez en su vida.

—¿Qué nombre has pensando ponerle a mi halcón? —me preguntó—. Confío en que sea de mi agrado.

—Yo la llamo Habrok —respondí—. Significa «calzones altos», por las plumas sedosas que tiene en las patas.

Ella esbozó una leve sonrisa que hizo que me diera un vuelco el corazón.

—Ya lo sé; Habrok también era el más bello de los halcones, según las historias de los antiguos dioses, ¿no es cierto? Es un buen nombre.

Yo me sentía en el séptimo cielo.

—Edgar —continuó ella—, te tomo la palabra. Dentro de diez días empezaré a cazar con halcón. Necesito salir al campo y relajarme. Dos veces a la semana, si el halcón está en buena forma.

Así empezó el otoño más idílico que pasé en Inglaterra. Los días de cacería, Aelfgifu iba a caballo al cobertizo de herramientas, normalmente con una doncella. A veces iba sola. Edgar y yo también la esperábamos a caballo. Escogíamos a los halcones en función de la presa. Edgar solía llevar a uno de los peregrinos, yo al gerifalte y Aelfgifu aceptaba el azor o uno de los gavilanes, que eran más ligeros y más adecuados para una mujer. Siempre nos dirigíamos al mismo punto, una anchurosa franja de terreno abierto, una mezcla de brezal y ciénaga, en la que las aves de presa tenían espacio para volar.

Allí atábamos los caballos, que dejábamos al cuidado de la doncella de Aelfgifu, y atravesábamos a pie el terreno abierto salpicado de promontorios de hierba y pequeños arbustos, pantanos y charcas, el entorno idóneo para la presa que buscábamos. En ese punto, Edgar soltaba a su peregrino favorito y el experimentado pájaro se elevaba más y más en el cielo y esperaba, describiendo círculos sobre su cabeza, hasta que avistaba a su objetivo. Cuando estaba en posición, caminábamos hacia ella y a veces sobresaltábamos a un pato en una charca o a una gallineta entre la maleza. Cuando la aterrorizada criatura se elevaba en el aire, el peregrino observaba la dirección de su vuelo y se arrojaba en picado contra ella. Precipitándose por el aire, haciendo pequeñas modificaciones para adaptarse a la velocidad de la presa, se abalanzaba sobre el blanco como un relámpago emplumado de Thor. A veces la mataba al primer golpe. Otras veces erraba el ángulo, si la presa viraba o descendía, y entonces volvía a elevarse para lanzar otro ataque o perseguirla en el suelo. A veces, aunque no con frecuencia, el peregrino fallaba y entonces Edgar y yo dábamos vueltas a los cebos y persuadíamos al decepcionado y furioso pájaro para que volviera a una mano humana.

—¿Os gustaría que ahora volásemos a Habrok? —le preguntó Edgar a Aelfgifu en el transcurso de nuestra primera tarde de caza, y se me aceleró el corazón. El gerifalte era un pájaro real, digno de un rey, o una reina, por supuesto. Pero Habrok pesaba demasiado para que lo llevase Aelfgifu, de modo que me puse junto a ella para soltarlo. La suerte quiso que la siguiente pieza que viéramos fuese una liebre. Era un ejemplar magnífico, lustroso y fuerte. Salió de una mata de hierba dando brincos y se marchó con aire de arrogancia, con las orejas enhiestas, una señal inequívoca de que confiaba en escapar. Miré a Aelfgifu y ésta asintió. Desaté la correa de Habrok con una mano (ya le había quitado la capucha) y solté al espléndido pájaro. Habrok vaciló momentáneamente, hasta que avistó a la presa que saltaba entre la hierba áspera y los juncos. Aleteó para ganar altura y tener una visión clara de la liebre y después se precipitó hacia el animal fugitivo. La liebre se percató del peligro y apretó el paso, desviándose y buscando protección en un arbusto en el mismo instante en el que el halcón pasaba volando. Habrok describió un arco en el aire, se dio la vuelta y volvió a hacer un picado, en esta ocasión atacando desde el otro lado. La liebre, alarmada, abandonó el refugio y corrió hacia los bosques a toda velocidad, echando las orejas hacia atrás, con todos los músculos en tensión. De nuevo, tuvo suerte. Cuando el gerifalte se disponía a atacar, un arbusto se interpuso en su camino y lo obligó a descender bruscamente. Habrok adelantó rápidamente a su presa, se volvió y se arrojó de frente contra la liebre. Hubo un tremendo revuelo, un remolino de piel y plumas, y el depredador y la presa se desvanecieron entre la espesa hierba. Yo salí corriendo, siguiendo el tenue tintineo de las campanillas de las patas de Habrok. Cuando aparté la hierba, encontré al halcón sobre el cadáver. Había mordido el cuello de la liebre, valiéndose de la punta afilada del pico que Edgar llamaba «el diente de los halcones» y estaba empezando a devorarla, desgarrando el pelaje para acceder a la carne tibia. Dejé que se alimentara un momento y luego lo recogí suavemente y le puse la capucha.

«No dejes que las aves de presa coman demasiado o no querrán volver a cazar ese día», me había advertido Edgar, que también fue corriendo, complacido por la actuación de Habrok delante de Aelfgifu.

—No podría haberlo hecho mejor —exclamó—. No podría haberlo igualado ningún peregrino. El gerifalte es el único que persigue a su presa sin descanso y no se rinde nunca. —Y a continuación no pudo resistirse a añadir—: Igual que su dueña.

Pero la caza no es el principal motivo de que recuerde aquellas gloriosas tardes. Durante las cacerías nos internábamos en lo profundo del pantanoso brezal y, al cabo de una hora, cuando nos encontrábamos a una distancia prudente de la doncella que se ocupaba de los caballos, Edgar se rezagaba discretamente o tomaba una senda distinta, dejándome a solas con Aelfgifu. Entonces encontrábamos un paraje tranquilo, al amparo de las altas cañas y las hierbas, y yo dejaba a Habrok sobre una percha improvisada, una rama doblada con los dos extremos hundidos en la tierra de tal forma que describiera un semicírculo. Y allí, mientras el halcón descansaba en silencio con la capucha puesta, Aelfgifu y yo hacíamos el amor. Bajo la bóveda del cielo de verano de Inglaterra estábamos en nuestro propio mundo de felicidad. Y cuando Edgar estimaba que había llegado la hora de volver al burh, oíamos que se acercaba, tintineando suavemente una campanilla de halcón para advertirnos de que nos vistiéramos y estuviésemos listos cuando llegara.

En una de aquellas excursiones cetreras (debía de ser la tercera o la cuarta vez que me adentraba en aquella ciénaga con Aelfgifu) encontramos un pequeño refugio abandonado en el extremo de una estribación de tierra que descollaba sobre un lago. No había manera de saber quién había construido aquella aislada cabaña de cañas y brezos entrelazados; probablemente un furtivo que había ido al lago a cazar pájaros. Sea como fuere, Aelfgifu y yo decidimos que fuera nuestro nido de amor. Dirigíamos nuestros pasos hacia él y pasábamos la tarde acurrucados en los brazos del otro mientras Edgar montaba guardia en la lengua de tierra.

Eran momentos íntimos y gloriosamente placenteros y al fin pude decirle a Aelfgifu cuánto la había echado de menos y explicarle que me sentía indigno de ella, que era mucho más experimentada y de alta cuna.

—El amor no se enseña —replicó ella suavemente, mientras con esa característica costumbre suya trazaba el contorno de mi rostro con la yema del dedo. Estábamos desnudos, tendidos el uno al lado del otro, de modo que el dedo continuó sobre mi pecho y mi vientre—. ¿Y nunca has oído el dicho de que el amor hace iguales a todos los hombres? Eso se aplica también a las mujeres.

Me incliné hacia ella para acariciarle la mejilla con los labios y ella sonrió satisfecha.

—Y hablando de aprender, Edgar me ha dicho que has adiestrado a Habrok en menos de cinco semanas. Que tienes un don natural con las aves de presa. ¿A qué crees que se debe?

—No lo sé —admití—. Pero puede que tenga algo que ver con el hecho de que venero a Odín. Su temperamento me ha fascinado desde que era niño y vivía en Groenlandia. Admiro sus hazañas por encima de las del resto de los dioses. Ha dado a los hombres muchas de las cosas que poseemos, como la poesía, el autoconocimiento o los conjuros maestros, y siempre ha intentado seguir aprendiendo, hasta tal punto que sacrificó la visión de un ojo para ser más sabio. Adopta muchas formas, pero puede inspirar a los que se encuentran lejos de casa. Es un viajero incansable y un buscador de verdades. Por eso lo venero como Odín el trotamundos, el que te insufla las ansias de ver el mundo.

—Así pues, mi pequeño cortesano, ¿tu devoción por Odín tiene que ver con los pájaros y con el don para adiestrarlos? —me preguntó ella—. Yo creía que Odín era el dios de la guerra, el que otorga la victoria en el campo de batalla. Al menos eso es lo que lo creen mi marido y sus capitanes, que invocan a Odín antes de librar sus campañas, mientras sus sacerdotes hacen lo mismo con el Cristo Blanco.

—Odín es el dios de la victoria, sí, y también el dios de los muertos —respondí—. Pero ¿sabes cómo descubrió el secreto de la poesía y se lo dio a los hombres?

—Cuéntamelo —me pidió Aelfgifu, arrimándose más.

—La poesía es el hidromiel de los dioses, que está hecho de su saliva y corría por las venas de la criatura Kvasir[6]. Pero a Kvasir lo asesinaron unos malignos enanos que conservaron su sangre en tres grandes calderos. Odín robó el hidromiel cuando los calderos acabaron en manos del gigante Suttung y su hija Gunnlod. Se transformó en una serpiente (suele decirse que Odín puede cambiar de forma) para arrastrarse por un agujero en la montaña hasta la guarida de Suttung y sedujo a Gunnlod para que le dejara beber tres sorbos, uno de cada caldero. Pero Odín era tan poderoso que apuró los tres. Después se convirtió en un águila para volver volando a Asgard, el hogar de los dioses, con el preciado líquido en la garganta. Pero el gigante Suttung también se transformó en un gran águila y lo persiguió tan deprisa como lo hace el peregrino de Edgar con los halcones fugitivos. Le habría dado alcance si Odín no hubiera derramado algunas gotas de hidromiel cuando su perseguidor le pisaba los talones para aligerar su valiosa carga y refugiarse en Asgard. Escapó por los pelos. Suttung estaba tan cerca que cuando blandió una espada contra el águila fugitiva, ésta se vio obligada a descender para esquivarla y la espada le cortó la punta de las plumas de la cola.

—Es una historia preciosa —dijo Aelfgifu cuando concluí—. Pero ¿es cierta?

—Mira eso —contesté, dándome la vuelta sobre el costado y señalando a Habrok, que descansaba silenciosamente en la percha—. Desde que Suttung le cortó a Odín las plumas de la cola con su espada, todos los halcones han nacido con plumas cortas en la cola.

En ese preciso momento, el suave tintineo de las campanillas de halcón de Edgar nos advirtió de que había llegado la hora de volver al burh.

Aquel idilio no podía durar para siempre y solo tendríamos otra cita en nuestro refugio secreto antes de que el santuario fuera destruido. Fue un día bochornoso que amenazaba tormenta. Por algún motivo, Aelfgifu no se había reunido con nosotros en compañía de una doncella, sino que había decidido llevarse a su perrito faldero. La mayoría creía que era una criatura encantadora, marrón y blanca, que siempre estaba atenta, con ojos inteligentes y brillantes. Pero yo sabía que la opinión de Edgar era que los perros falderos eran alimañas consentidas, y tuve un funesto presentimiento que atribuí erróneamente al habitual desagrado que me inspiraban los perros.

Aelfgifu detectó nuestra desaprobación y se mostró categórica.

—Insisto en que Maccus nos acompañe hoy. A él también le hace falta divertirse en el campo. No molestará a Habrok ni al resto de los halcones.

De modo que partimos. Maccus fue montado en el borrén delantero de la silla de Aelfgifu hasta que atamos a las monturas en el sitio acostumbrado y nos adentramos en la ciénaga. Maccus brincaba alegremente delante de nosotros entre la maleza y la hierba alta, agitando las orejas. Hasta ahuyentó a una perdiz, a la que Habrok abatió con un deslumbrante vuelo ofensivo.

—¡Mira eso! —me dijo Aelfgifu—. No sé por qué Edgar y tú habéis puesto una cara tan larga por el perrito. Está demostrando que es útil.

Pero cuando estábamos de nuevo en el refugio, después de haber hecho el amor, Maccus empezó a ladrar frenéticamente. Al cabo de un momento, oímos que la campanilla de aviso de Edgar tintineaba con urgencia. Aelfgifu y yo nos vestimos rápidamente. Yo recogía Habrok a toda prisa y traté de fingir que habíamos estado emboscados junto al lago. Era demasiado tarde. Habían mandado a una doncella, la antigua niñera de Aelfgifu, en busca de su señora porque la necesitaban en el burh y los entusiastas ladridos de Maccus la habían conducido hasta el puesto de guardia de Edgar. Este trató de distraerla para que no tomara el estrecho sendero que llevaba a la cabaña, pero el perro salió disparado del pequeño refugio y la condujo impaciente a nuestro punto de encuentro. No supe el daño que había causado hasta mucho tiempo después.

Cuando nos dirigíamos a los caballos, Edgar miró hacia atrás y divisó a una garza que volaba a gran altura hacia una percha. Surcaba el aire con aleteos amplios y mesurados, describiendo una trayectoria sinuosa, siguiendo el curso del arroyo que llevaba a su morada. Como la aparición de la doncella había puesto fin a la cacería, Edgar pensó que quizá aquello nos levantara el ánimo. La garza es la mayor presa del peregrino. De manera que lo soltó y el fiel pájaro describió una espiral ascendente, aunque no en dirección a la presa, sino paralelamente al vuelo de esta para no alarmarla. Cuando ganó la altura necesaria, se dio la vuelta y descendió como un rayo, precipitándose por el aire tan deprisa que era difícil seguir el picado. Pero la garza era valiente. En el último momento viró y se volvió hacia arriba, mostrándole el temible pico y las garras. El peregrino de Edgar se hizo a un lado, pasó de largo y al instante se elevó de nuevo en el cielo, ganando altura para lanzar otro ataque. Nos hallábamos ante la insólita ocasión de la que Edgar y yo habíamos hablado una docena de veces: la de enfrentar a Habrok con una garza.

—Rápido, Thorgils. ¡Suelta a Habrok! —exclamó Edgar con tono apremiante.

Ambos sabíamos que los gerifaltes solo atacan a las garzas en presencia de otros pájaros más experimentados a los que puedan imitar. Busqué la correa a tientas y alargué la mano para quitarle la capucha de piel, pero me asaltó un extraño presentimiento. Sentí que tenía las manos encadenadas.

—¡Date prisa, Thorgils, date prisa! No tenemos mucho tiempo. El peregrino solo tiene otra oportunidad antes de que la garza llegue a los árboles.

Pero no pude continuar. Miré a Edgar.

—Lo siento —dije—. Algo va mal. No debo soltar a Habrok. No sé por qué.

Edgar se estaba poniendo furioso. Reparé en el ceño que se le estaba formando, los ojos que se hundían en la cabeza y la mandíbula firme. Después me miró a la cara y fue como el día en el pozo del bosque. Las palabras se apagaron en su garganta y me preguntó:

—Thorgils, ¿te encuentras bien? Estás raro.

—Estoy bien —contesté—. Ya se me ha pasado. No sé lo que ha sido.

Edgar me arrebató a Habrok, le quitó la capucha y la correa y lo soltó con un simple gesto. Habrok se elevó más y más en el aire y, por un momento, ambos estuvimos seguros de que iba a unirse al peregrino que esperaba y aprender el oficio. Pero entonces, el pájaro blanco y moteado pareció escuchar una llamada ancestral y, en lugar de elevarse hacia el peregrino, cambió de rumbo y voló hacia el norte con aleteos confiados y acompasados. Lo observamos desde el suelo mientras desaparecía, volando enérgicamente, hasta que lo perdimos de vista.

Edgar no pudo perdonarse por haber dejado volar a Habrok. Durante las dos semanas siguientes no dejó de repetirme:

—Debería haberlo comprendido cuando te vi la cara. Había algo en ella que ninguno de los dos podía saber. —Aquella terrible pérdida puso fin a las expediciones de cetrería. Ambos nos lamentamos porque el espíritu nos había abandonado y, por supuesto, porque se había roto el vínculo que me unía a Aelfgifu.

* * *

Pero el ritmo del año de caza continuaba. Alimentábamos y cuidábamos a las aves restantes, aunque no las soltábamos, y paseábamos a los perros. Había un nuevo perrero que hacía un trabajo excelente y se llevaba todos los días a la jauría a una franja de terreno pedregoso en la que el ejercicio les fortalecía las pezuñas. Por la tarde les limpiaba los cortes y los moratones con una solución de vinagre y carbonilla, hasta que estaban listos para correr sobre cualquier superficie. Edgar quería que la jauría estuviera lista para la primera cacería de jabalíes del año, que se celebra en la festividad que los devotos del Cristo Blanco llaman la misa de San Miguel, y proseguimos las batidas de reconocimiento en el bosque, buscando en esta ocasión las huellas de un jabalí adecuado, adulto y lo bastante corpulento para ser un digno adversario.

—La caza del jabalí es muy distinta a la del ciervo y mucho más peligrosa —me explicó Edgar—. Cazar jabalíes es como entrenarse para una batalla. Hay que planear la campaña, desplegar a tus fuerzas, lanzar el ataque y, por último, está la prueba definitiva: entablar combate cuerpo a cuerpo con un enemigo que puede matarte.

—¿Mueren muchos?

—El jabalí, por supuesto —contestó—. Y también los perros. Puede ser algo desagradable. Si los perros se acercan demasiado, el jabalí los ensarta. De vez en cuando un caballo resbala o un hombre pierde el equilibrio cuando el jabalí embiste y, si cae del lado equivocado, éste puede destriparlo con las limas.

—¿Las limas?

—Los colmillos. Observa atentamente al jabalí cuando se encuentre acorralado, aunque nunca te acerques lo suficiente para ponerte en peligro, y verás que rechina los dientes. Usa los de arriba para afilarse los de abajo, así como los segadores usan la afiladera para aguzar la guadaña. Las armas del jabalí pueden ser mortíferas.

—Parece que la caza del jabalí te apasiona menos que la del ciervo.

Edgar se encogió de hombros.

—Mi deber como cazador consiste en asegurarme de que mi amo y sus invitados disfruten del deporte al máximo y maten al jabalí, para que sirvan su temible cabeza en una bandeja durante el banquete y la exhiban ante los aplausos de los comensales. Si el jabalí escapa, todo el mundo vuelve a casa con la sensación de que ha mermado el honor de la batalla y el banquete se vuelve triste. Pero en lo que se refiere ala propia cacería, personalmente no me parece que requiera mucha habilidad. El jabalí casi siempre huye en línea recta cuando lo persiguen, de modo que los perros pueden seguir su rastro fácilmente, al contrario que el astuto ciervo, que se aparta de un salto, se da la vuelta o se mete en el agua para desconcertar a sus perseguidores.

A pesar de todo, estuvimos tres días inspeccionando el bosque y recurrimos al inquisitivo olfato de Cabal para encontrar a la presa que buscábamos. Edgar calculaba, por el tamaño de los excrementos, que el jabalí era formidable. Aquella opinión se vio confirmada cuando dimos con un árbol marcado. Las marcas que había hecho al restregarse estaban a un brazo de distancia del suelo y había profundos cortes blancos en la corteza.

—Mira eso, Thorgils, ahí es donde ha marcado su territorio rascándose el lomo y los costados. Se está preparando para la temporada de brama, en la que tendrá que enfrentarse a los demás jabalíes. Esos tajos blancos son marcas de colmillos. —Entonces hallamos el revolcadero en el que había descansado y Edgar sumergió la mano en el barro para averiguar cuánto tiempo había estado fuera la criatura. La retiró con ademán pensativo—. Todavía está caliente —dijo—, el animal no está lejos. Será mejor que nos vayamos sin hacer ruido, porque tengo la sensación de que anda cerca.

—¿No lo ahuyentaremos? —le pregunté.

—No. Este jabalí es extraño. No solo es grande sino que además es arrogante. Debe de habernos oído mientras nos acercábamos. Los jabalíes no tienen buena vista, pero oyen mejor que ninguna criatura del bosque. Pero éste se ha levantado de la cama en el último momento. No tiene miedo de nada. Puede que siga merodeando en los alrededores, en algún arbusto, o incluso que se esté preparando para cargar contra nosotros… Ha pasado antes, un ataque repentino sin provocación… Y no se nos ha ocurrido traer lanzas.

Nos retiramos con cautela y, cuando llegamos a la cabaña, Edgar cogió las lanzas que estaban suspendidas de las vigas mediante cuerdas. Los robustos astiles eran de fresno y las cabezas metálicas tenían forma de esbeltas hojas de castaño y una punta extremadamente fina, así como una pesada cruceta un poco más abajo de la cabeza metálica.

—Es para que la cabeza de la lanza no penetre tanto que el jabalí pueda alcanzarte con los colmillos —me explicó Edgar—. Un jabalí no conoce el dolor cuando embiste. Se pone tan furioso que está dispuesto a ensartarse hasta la muerte solo para llegar hasta su enemigo, sobre todo si ya está herido. Toma, Thorgils, coge esta lanza y no te olvides de afilarla por si tienes que hacer frente a una embestida, aunque ese no sea nuestro trabajo. Mañana, el día de la cacería, nuestra tarea consiste simplemente en encontrar al jabalí y perseguirlo hasta que esté desfallecido y se dé la vuelta para luchar. Entonces, nos haremos a un lado y dejaremos que nuestros amos lo maten y se lleven la gloria.

Sopesé la pesada lanza en la mano mientras me preguntaba si tendría la valentía y la fuerza necesarias para enfrentarme a un ataque semejante.

—Ah, otra cosa —añadió Edgar, arrojándome un rollo de cuero—. Ponte esto mañana. Aunque te enfrentes a un jabalí joven, si se te escapa puede hacerte daño con los colmillos.

Desenrollé el cuero y descubrí que contenía un par de recias polainas. Estaban cortadas limpiamente en varios puntos a la altura de la rodilla como por un cuchillo afiladísimo.

Por pura coincidencia, la misa cristiana de San Miguel cae cerca del equinoccio en el que, según los antiguos creyentes, la barrera que separa el mundo de los espíritus del nuestro se hace más fina. De modo que no me sorprendió que Judith, la esposa de Edgar, se me acercara tímidamente al ponerse el sol para pedirme que tirase las cañas sajonas. Al igual que antes, quería saber si alguna vez volvería a ver a su hija desaparecida y lo que le reservaba el futuro a su dividida familia. Cogí el pañuelo blanco que había utilizado Edgar y con un trozo de carbón dibujé la figura de nueve cuadros que me habían enseñado mis mentores en Islandia antes de depositarlo en el suelo. Además, para complacer a Judith, grabé la marca de la octava caña, la sinuosa caña de la serpiente, para incluirla en el tiro. Tres veces tiré las cañas al cuadro del centro del pañuelo y tres veces obtuve la misma respuesta. Pero no estaba seguro de haberla comprendido y temía explicársela a Judith, no solo porque estaba confuso, sino porque la caña de la serpiente había tenido mucha influencia en todos los tiros. Vaticinaba una muerte, una muerte segura, pues descansaba sobre la caña maestra. Pero, no obstante, había una contradicción, porque las tres veces las cañas me habían revelado, de forma clara e inequívoca, los signos y los símbolos de Frey, el señor de la lluvia y las cosechas, el que otorga la prosperidad y la riqueza. Frey es el dios del nacimiento, no de la muerte. Estaba perplejo, y le conté a Judith un sinsentido sobre Frey y el futuro. Ella se fue encantada; sospecho que pensaba que la dominancia de Frey (al que se representa con el falo más grande de todos los dioses) significaba que tal vez su hija le daría nietos algún día.

Al alba del día de la cacería los perros ladraban y aullaban frenéticamente, el perrero chillaba para llamarlos al orden y nuestros amos se presentaron para dar comienzo a la persecución fanfarroneando a grandes voces. El maestro de ceremonias era el tío de Aelfgifu, el ealdorman, que debía cubrirse de gloria ese día. Aelfhelm había llevado consigo a una docena de amigos; casi todos ellos habían asistido al banquete del día de las gavillas y, una vez más, vi a los dos huscarles, dispuestos a cazar al jabalí a pesar de sus discapacidades. No había mujeres en el grupo. Era un trabajo de hombres.

Pusimos orden en la caótica perrera y partimos; los señores montaban en los mejores caballos, mientras que Edgar y yo montábamos en ponis. Además, contábamos con una docena de bárbaros y esclavos que iban corriendo a nuestro lado y se encargarían de sujetar a los caballos cuando encontráramos al jabalí. A partir de entonces, la cacería se desarrollaría a pie.

Edgar había calculado de antemano la ruta que tomaría el jabalí cuando lo ahuyentáramos, de manera que en el transcurso de la cabalgata dejamos pequeños grupos de cuidadores en puntos estratégicos para que soltasen a los perros y estos interceptaran al jabalí fugitivo, obligándolo a desviarse.

Al cabo de una hora, las voces profundas de los perros más ancianos anunciaron que habían dado con la presa. A continuación, el estrépito de la jauría nos indicó que la estaban persiguiendo. Casi al instante, se oyó un estridente chillido de agonía y vi que Edgar y el ealdorman intercambiaban una mirada.

—Tened cuidado, mi señor —le advirtió Edgar—. Ésa no es una bestia que huye. Se planta y lucha.

Desmontamos y atravesamos el bosque a pie. Pero la cacería de aquella jornada fue un desastre. No hubo persecuciones, exhortaciones de ánimo, toques de cuerno ni ocasiones para soltar a los perros a los que habíamos apostado con tanto cuidado. Antes al contrario, nos topamos con el jabalí al pie de un gran árbol, rechinando los dientes, con espumarajos en las mandíbulas. Pero no se mostraba acorralado, sino desafiante. Estaba retando a sus atacantes y la jauría de perros que lo rodeaba aullaba y ladraba de frustración. Ni un solo perro se atrevía a acercarse y el motivo era obvio: había dos perros en el suelo, destripados y muertos. Otro estaba intentando alejarse a rastras, valiéndose solamente de las patas anteriores, porque le había roto la espalda. El perrero fue corriendo a refrenar a los demás. El jabalí era negro y amenazante, tenía el lomo surcado de cerdas erizadas y la cabeza inclinada, y nos miraba con ojos asesinos y miopes.

—Vigile las orejas, mi señor, vigile las orejas —aconsejó Edgar.

El ealdorman era valiente, sin duda. Aferró la empuñadura de la lanza y se dirigió al jabalí para desafiarlo. Observé que la bestia pegaba las orejas al cráneo; era una indicación inequívoca de que estaba a punto de embestir. El cuerpo negro se estremeció y entró en acción de repente. Las patas y las pezuñas se movían tan deprisa que parecían una mancha borrosa.

El ealdorman sabía lo que estaba haciendo. Se mantuvo firme, empuñando la lanza en un ángulo ligeramente descendente para frenar la acometida con la punta, y dio en el blanco. El jabalí se empaló en la punta en forma de hoja, profiriendo un poderoso chillido de cólera. Aunque parecía un golpe mortal, puede que el ealdorman fuera demasiado lento. El simple peso de la embestida del jabalí lo arrojó hacia un lado. Cuando cayó, los que estaban cerca oyeron el chasquido del brazo.

El jabalí siguió corriendo con la lanza descollando del costado. Atravesó a la carrera el círculo de perros y hombres sin oposición. Corrió frenético de dolor, manando una oscura franja roja de sangre de la herida del flanco. Lo seguimos al instante tras Edgar, empuñando las lanzas, mientras los perros aullaban de miedo y exaltación. La bestia no fue lejos, pues estaba gravemente herida. Seguimos fácilmente el fragor de aquella alocada huida. Entonces, la barahúnda se interrumpió abruptamente. Edgar se detuvo de inmediato y alzó la mano, resollando.

—¡Quietos todos! ¡Quietos todos! —Se adelantó poco a poco con cautela. Yo empecé a seguirlo, pero me indicó que me mantuviera a una distancia prudente. Nos habíamos internado entre los árboles y no veíamos ni oíamos nada. El rastro de sangre del jabalí conducía a una enmarañada espesura de zarzas y matorrales, una entreverada masa de espinas y ramas en la que no podían meterse ni los perros. Veíamos las hojas maltrechas y arrancadas y las ramas rotas que señalaban que la bestia ciega e impetuosa había entrado en el túnel.

Oí la respiración entrecortada de un hombre herido. Cuando miré en derredor, vi al ealdorman apretándose el brazo roto. Había atravesado el bosque dando tumbos hasta encontrarnos. Lo acompañaban tres invitados de alta cuna. Parecían demacrados y agitados.

—Dadme un momento para prepararme, mi señor —dijo Edgar—. Después iré a por él.

El ealdorman no dijo nada. Estaba mareado a causa del dolor y la conmoción. Al comprender lo que se proponía Edgar, hice ademán de acompañarlo, pero una mano se posó firmemente en mi hombro.

—No te muevas, muchacho —me advirtió una voz, y miré detrás de mí. Me estaba sujetando Kjartan, el huscarle de una sola mano—. No harías más que interponerte en su camino.

Miré a Edgar, que estaba despojándose de las polainas de piel para que no lo estorbaran. Se giró hacia su señor y lo saludó alzando brevemente la lanza hacia el cielo, se volvió hacia el arbusto, empuñó la lanza con la mano izquierda, sosteniéndola cerca de la cabeza metálica, se puso de rodillas y empezó a arrastrarse por el túnel. Directamente hacia la bestia que esperaba.

Contuvimos el aliento, esperando que en cualquier momento el jabalí lo acometiera con una embestida suicida, pero no sucedió nada.

—Puede que el jabalí haya muerto ahí dentro —le susurré a Kjartan.

—Espero que sí. De lo contrario, la única oportunidad de Edgar será arrodillarse, hacer frente a una carga frontal con el trasero en el suelo y clavarle la punta de la lanza en el pecho.

Seguía sin haber ningún sonido excepto el de nuestra respiración y los gemidos de algún perro nervioso. Aguzamos el oído por si salían ruidos de la espesura. No se oyó ninguno.

Entonces oímos, incrédulos, que Edgar entonaba un cántico grave y gutural, casi un gruñido.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

—¡Por el martillo de Thor! —musitó Kjartan—. Escuché ese sonido cuando combatimos contra el rey Ethelred en Ashington, donde perdí la mano. Es el grito de batalla de los sajones. Así es como provocan a sus enemigos. Está desafiando al jabalí.

De pronto, hubo un terrible estrépito, un revuelo en la espesura, y el jabalí salió a trompicones, dando pasos vacilantes, tambaleándose y resbalando en el suelo, con las patas perdiendo agarre. Pasó dando tumbos ante nosotros y recorrió cien pasos antes de resbalar de nuevo y desplomarse sobre el costado. La aullante jauría se le echó encima al ver que estaba indefenso. El perrero fue corriendo a cortarle la garganta con un cuchillo. Yo no asistí al desenlace, pues ya estaba arrastrándome a cuatro patas por el túnel en busca de Edgar. Lo encontré doblado de agonía, con la lanza enredada en la maleza, aferrándose el vientre con las manos.

—Tranquilo —le dije—, voy a sacarte de aquí. —Lo arrastré poco a poco, gateando hacia atrás hasta que sentí que unas manos se alargaban sobre mí para aferrarlo por los hombros y liberarlo.

Lo tendieron en el suelo y Kjartan se inclinó para retirarle las manos y examinar la herida. Pero cuando le apartaron las manos, vi que los colmillos lo habían destripado. Tenía las entrañas al aire. Edgar sabía que se estaba muriendo y tenía los ojos apretados de dolor.

Murió sin decir otra palabra, a los pies de su amo, el ealdorman cuyo honor había protegido.

Solo entonces supe que el verdadero mensaje de las cañas no se había referido a la hija desaparecida de Edgar. Las cañas habían dicho la verdad, aunque yo había sido demasiado estúpido para comprenderlo. La caña de la serpiente vaticinaba una muerte; eso lo había entendido. Pero la aparición de Frey no representaba la prosperidad ni la fertilidad; se debía a que el familiar[7] de ese dios es Gullinborsti, el jabalí inmortal que tira de su carro.