Capítulo 18

18

Se ha escrito mucho sobre el esplendor de Constantinopla, la ciudad que los norteños conocemos como Miklagard y que otros llaman Metrópolis, la reina de las ciudades o sencillamente la gran ciudad. Pero en ninguna parte he leído nada sobre el fenómeno que me intrigaba cuando llegué a la boca del angosto estrecho en el que se encuentra. Dicho fenómeno es el siguiente: el agua del mar solo lo atraviesa en un sentido, algo que contradice las leyes de la naturaleza. Como saben todos los marineros, cuando hay marea se produce un flujo y reflujo regular en los puntos más estrechos. Si no la hay o es muy débil, como en Constantinopla, el agua no se mueve en absoluto. Pero el capitán del barco mercante que me había llevado al estrecho me aseguró que el mar siempre lo atravesaba en el mismo sentido.

—La corriente siempre fluye desde el norte hacia el sur —afirmó, observando mi expresión de incredulidad— y a veces es tan rápida como la de un río poderoso. —Estábamos pasando entre los dos promontorios rocosos que señalan el acceso norte del canal—. En la antigüedad —prosiguió— se decía que esas rocas podían entrechocar, haciendo astillas los barcos que trataban de atravesarlas. No es más que una fábula, pero lo que es seguro es que la corriente siempre va en un solo sentido.

Observé que la embarcación aceleraba al adentrarse en la corriente. En la playa había una cuadrilla de hombres que estaba halando un barco corriente arriba, por decirlo de alguna manera, con sogas ceñidas al cuerpo. Me recordaron a los kholops que habían arrastrado nuestros livianos barcos en la tierra de los rus.

—Voy a enseñarte algo aún más extraordinario —anunció el capitán, a quien le complacía mostrarle las maravillas de su puerto de origen a un extranjero ignorante—. Mira ese barco de ahí, el que parece que está anclado en medio de la corriente. —Señaló una nave de transporte pequeña y achaparrada que aparentemente había echado el ancla lejos de la orilla, aunque yo no acertaba a entender por qué remaban los tripulantes mientras el barco estaba anclado—. Esa nave no está anclada. No llegaría hasta el fondo ni con la cuerda más larga. El timonel está arrastrando un cesto de piedras sobre la borda para llegar hasta una corriente profunda que discurre en el sentido contrario, desde el sur hacia el norte, y que ayuda a empujar al barco en la dirección que desea.

Yo estaba demasiado asombrado para hacer ningún comentario, pues el estrecho se estaba ensanchando ante nosotros. Las riberas, con sus villas y haciendas, se abrían enmarcando un espectáculo que no se parecía a nada que hubiese imaginado posible. Constantinopla se había presentado ante mis ojos.

La ciudad era inmensa. Yo había contemplado Dublín desde la Laguna Negra y había remontado el Támesis hasta el puerto de Londres, pero Constantinopla sobrepasaba con creces todo cuanto había presenciado en mi vida. No había comparación. Se decía que la población ascendía a más de medio millón de personas, diez veces más que la urbe más grande del mundo conocido. A juzgar por el gran número de palacios, edificios públicos y casas que cubrían todo el ancho de la península, no era ninguna exageración. A la derecha había un espacioso embarcadero, un golfo entero atestado de naves mercantes de todas las formas y descripciones. Sobre los muelles se cernían edificios que identifique como almacenes y arsenales y se divisaban los contornos de astilleros y diques secos. Más allá del muelle, se elevaba una imponente muralla que circundaba la ciudad hasta donde alcanzaba la vista. Pero hasta aquellos muros tan altos empequeñecían ante las estructuras que había detrás. Un horizonte de altivas torres, columnas, cúpulas y techos altos, todo ello construido con mármoles y piedras, ladrillos y azulejos, en lugar de madera, argamasa y paja como en las ciudades que yo había visitado. Pero lo que me había dejado sin habla no era el tamaño de Miklagard, ni su aire de sólida permanencia, pues abrigaba una visión maravillosa de ella desde que Bolli Bollason había cantado sus alabanzas y le había prometido a Grettir que viajaría en memoria suya. La razón de mi asombro y mi desconcierto era otra: el panorama de la ciudad estaba dominado por una vasta sucesión de iglesias, oratorios y monasterios, la mayoría de los cuales se habían construido conforme a un diseño que no había visto nunca: ramilletes de cúpulas sobre las que se encumbraba el símbolo cruciforme del Cristo Blanco. Muchas de las cúpulas estaban cubiertas con hoja de oro y refulgían a la luz del sol. No me había dado cuenta de que me dirigía al mayor baluarte de la fe del Cristo Blanco en el mundo.

Pero no tenía tiempo para admirar tanta magnificencia. La corriente llevó rápidamente al barco hasta el ancladero que, según me informó orgullosamente el capitán, era tan próspero y rico que en todo el mundo civilizado (y enfatizó la palabra «civilizado») lo conocían como «el Cuerno de Oro».

—Habrá un agente de aduanas esperando en el puerto para inspeccionar la mercancía y cobrarme los impuestos. El diez por ciento para esos codiciosos canallas de la tesorería del Estado. Le pediré que se encargue de que un funcionario te acompañe hasta la Cancillería imperial, donde podrás entregar la carta que llevas. —A continuación, añadió significativamente—: Si tienes que tratar con esos oficiales, te deseo suerte.

Enseguida comprobé que el griego que había aprendido en el monasterio provocaba sonrisas o muecas entre mis interlocutores. Esta última reacción fue la del funcionario de palacio que aceptó la carta de Ibn Hauk en nombre del departamento de protocolo de la corte. Me hizo esperar una hora en una sombría antecámara hasta que me llevaron a su presencia.

Como había previsto el diplomático, me recibió con absoluta indiferencia burocrática.

—Se la entregaremos a los memoriales a su debido tiempo —anunció el funcionario, que tocaba la carta exquisitamente escrita de Ibn Hauk solo con las yemas de los dedos, como si estuviera contaminada.

—¿Los memoriales querrán contestar? —le pregunté cortésmente.

El funcionario arqueó los labios.

—Los memoriales —explicó— son los secretarios del departamento de archivos del imperio. Estudiarán el documento y decidirán si lo archivan o merece la pena transmitírselo al charturalius… —Se dio cuenta de que aún estaba perplejo—. El funcionario jefe. Éste a su vez decidirá si debe enviarla al despacho del dromos, el ministro de Asuntos Exteriores, o al del basilikoi, que dirige la oficina de emisarios especiales. En todo caso, hará falta la aprobación de la secretaría y, por supuesto, el consentimiento del propio ministro antes de que se considere emitir una respuesta. —Aquella contestación me convenció de que había cumplido con creces mi deber para con Ibn Hauk. La carta se quedaría empantanada en la burocracia imperial durante meses.

—Tal vez podríais indicarme dónde puedo encontrar a los varegos —aventuré.

El secretario enarcó una ceja desdeñosa ante mi anticuado griego.

—Los varegos —repetí—. Los guardias imperiales.

Hizo una pausa mientras reflexionaba sobre mi pregunta; se habría dicho que estaba captando un olor pestilente.

—Ah, te refieres a los pellejos de vino del emperador —contestó—. Ese montón de bárbaros borrachos. No tengo la menor idea. Será mejor que se lo preguntes a otro. —Era evidente que sabía la respuesta a mi pregunta pero no estaba dispuesto a ayudarme.

Tuve mejor suerte con un transeúnte en la calle.

—Sigue esta avenida —dijo— y pasa ante los pórticos y las arcadas de las tiendas hasta que llegues al Milion[19], un pilar que tiene una pesada cadena de hierro alrededor de la base. Encima hay una cúpula que se sustenta sobre cuatro columnas, como un cuenco de sopa al revés. No tiene pérdida. Enfrente verás un edificio grande que parece una prisión, lo que no tiene nada de extraño porque eso es lo que era antes. Es el barracón de la guardia imperial. Si te pierdes pregunta por el Numera.

Seguí sus indicaciones. Me parecía natural buscar a los varegos. No conocía a nadie en aquella inmensa ciudad. Gracias a la generosidad de Ibn Hauk, aún me quedaban algunas monedas de plata en el bolsillo, pero enseguida se acabarían. Que yo supiera, los soldados de la escolta del emperador eran los únicos norteños que vivían en Miklagard. Eran originarios de Dinamarca, Noruega y Suecia y algunos de Inglaterra. Muchos, como el padre de Ivarr, habían servido en Kiev antes de trasladarse a Constantinopla y solicitar el ingreso en la escolta del emperador.

Se me ocurrió que hasta podía preguntarles si me dejaban unirme a ellos. Después de todo, había servido con los jomsvikingos.

Tendría que haber sabido que mi plan era tan torpe y caprichoso como mi conocimiento del griego hablado, pero Odín velaba por mí hasta en la ciudad de las iglesias.

Cuando llegué al Numera, un hombre franqueó la puerta de los barracones y atravesó la espaciosa plaza en la dirección opuesta. Era evidente que se trataba de un guardia. Su altura y anchura de hombros lo ponían de manifiesto. Le sacaba una cabeza a la mayoría de los ciudadanos, que eran pequeños y aseados y tenían el cabello oscuro, la piel olivácea y la típica indumentaria griega: los hombres llevaban camisa y pantalones holgados y las mujeres velos y túnicas largas y vaporosas. El guardia, en cambio, llevaba una túnica roja y atisbé la empuñadura de una pesada espada colgada del hombro derecho. Observé que se había recogido la cabellera rubia en tres trenzas que le llegaban hasta el cuello. Le estaba mirando la parte de atrás de la cabeza mientras se abría paso entre la muchedumbre, cuando reconocí algo en él. Eran sus andares. Se movía como una nave meciéndose sobre las olas del mar. Los civiles que deseaban adelantarlo se veían obligados a apartarse. Eran como un río que fluye alrededor de una roca. Entonces me acordé de dónde había visto antes aquellos andares. Solo había un hombre tan alto que caminara de aquella forma tan acompasada: el hermanastro de Grettir, Thorstein el Galeón.

Fui corriendo tras él. Aquella coincidencia me parecía tan descabellada que no osaba siquiera musitar una oración de agradecimiento a Odín por si me había equivocado. Aún llevaba una túnica árabe que me había dado Ibn Hauk y, a los ojos de los transeúntes, debía de tener un aspecto realmente inaudito, un bárbaro con el cabello claro y una restallante túnica de algodón abriéndose paso groseramente entre la muchedumbre en pos de un guardia imperial.

—¡Thorstein! —exclamé.

Éste se detuvo y se dio la vuelta. Vi su cara y supe que haría un sacrifico a Odín para darle las gracias.

—¡Thorstein! —repetí, acercándome—. Soy yo, Thorgils, Thorgils Leifsson. No te había visto desde que Grettir y yo estuvimos en tu hacienda de Tonsberg de camino a Islandia.

Thorstein parecía momentáneamente perplejo. Mi atuendo árabe debía de haberlo confundido y mi rostro estaba bronceado por el sol.

—Por Thor y sus carneros —gruñó—, en efecto, eres Thorgils. ¿Qué demonios estás haciendo aquí y cómo has llegado a Miklagard? —Me dio una palmada en el hombro y di un respingo. Me había tocado la herida que Froygeir me había infligido con el cuchillo.

—He llegado hoy mismo —contesté—. Es una larga historia, pero he venido atravesando Gardariki, recorriendo los ríos con los mercaderes de pieles.

—Pero ¿cómo has entrado en la ciudad solo? —me preguntó Thorstein—. Los mercaderes del río no pueden cruzar los muros de la ciudad a menos que los acompañe un oficial.

—He venido como mensajero de un embajador —expliqué—. Me alegro mucho de verte.

—Yo también —repuso Thorstein cordialmente—. Me han dicho que te convertiste en el hermano de sangre de Grettir después de que volvierais a Islandia. Lo que establece un vínculo entre nosotros. —Se refrenó abruptamente, como si se hubiera equivocado al entusiasmarse—. Iba a presentarme al servicio en la sala de la guardia del palacio, pero tenemos tiempo para compartir una copa de vino en una taberna. —Y para mi asombro, me cogió del brazo y prácticamente me sacó a empujones de la plaza abierta hasta una de las arcadas. Nos metimos en la primera taberna que encontramos y me llevó al fondo de la estancia. Allí nos sentamos donde no pudieran observarnos desde la calle.

»Lamento parecer tan brusco, Thorgils —dijo—, pero nadie más sabe que soy el hermanastro de Grettir y quiero que siga siendo así.

Por un momento me escandalicé. No había imaginado que Thorstein ocultara la relación que tenía con Grettir, aunque su hermanastro se hubiera labrado una reputación tan siniestra de canalla y proscrito. Pero estaba juzgando mal a Thorstein.

—Thorgils, ¿recuerdas la promesa que le hice a Grettir en mi granja de Noruega el día que los dos estabais a punto de zarpar hacia Islandia?

—Le prometiste que lo vengarías si lo asesinaban injustamente.

—Por eso he venido a Constantinopla, por Grettir —prosiguió Thorstein. Su voz había adquirido una nueva intensidad—. He venido persiguiendo al hombre que lo asesinó. He tardado mucho en encontrarlo y ahora estoy muy cerca. De hecho, no quiero que sepa lo cerca que estoy. No creo que huya, pues ha llegado demasiado lejos para hacerlo. Lo que quiero es escoger el momento oportuno. Cuando me vengue, no pienso hacerlo discretamente, sino al aire libre, para que los hombres lo recuerden.

—Eso es exactamente lo que habría dicho Grettir —asentí—. Pero dime, ¿cómo ha acabado Thorbjorn Ongul en Miklagard?

—Así que sabes que fue ese tuerto bastardo el que provocó las muertes de Grettir e Illugi —dijo Thorstein—. En Islandia lo saben todos, pero no en el resto del mundo. El Althing lo condenó al exilio por haberse valido de la ayuda de una bruja negra para acabar con Grettir. Desde entonces, ha procurado pasar desapercibido. Fue a Noruega y después vino a Miklagard, donde era poco probable que se topara con otros islandeses que pudieran reconocerlo. De hecho, los demás miembros de la guardia no saben nada de su pasado. Solicitó el ingreso en el servicio hace un año, cumplió los requisitos de ingreso, pagó algunos sobornos y se ha convertido en un soldado de confianza. Ésa es otra razón para atacarlo en el momento adecuado. Al regimiento no le gustará.

Se interrumpió un momento y después murmuró:

—Thorgils, tu llegada me ha complicado las cosas. No puedo permitir que nada interfiera con mi promesa o ponga el peligro el resultado. Preferiría que te fueras de Constantinopla, al menos hasta que haya arreglado las cosas con Thorbjorn Ongul.

—Hay otra posibilidad, Thorstein —dije—. Ambos tenemos una deuda de honor con la memoria de Grettir, como hermanastro y hermano de sangre. Como testigo del juramento que le hiciste a Grettir, tengo el deber de ayudarte si me necesitas. Estoy completamente seguro de que Odín ha auspiciado este encuentro y que lo ha hecho con un fin. Hasta que averigüe cuál es, te pido que lo reconsideres. Intenta idear una forma de que me quede en Constantinopla y me tengas cerca. Por ejemplo, ¿por qué no me uno a la guardia como recluta? De forma anónima, por supuesto.

Thorstein meneó la cabeza.

—Imposible. Ahora mismo hay muchos más voluntarios que vacantes y la lista de espera es larga. Yo mismo pagué un generoso soborno para ingresar. La tarifa que acostumbra a pagarse a los codiciosos oficiales que se encargan de las listas del ejército es de dos kilos de oro. Por supuesto, los salarios son tan buenos que se recupera el dinero en tres o cuatro años. El emperador sabe bien que debe mantener contentos a los guardias. Son las únicas tropas de las que puede fiarse en esta ciudad llena de intrigas y confabulaciones. —Reflexionó un momento y añadió—: Puede que haya una forma de tenerte cerca, pero tendrás que ser muy discreto. Todos los guardias del regimiento tienen derecho a disponer de un criado. Es un trabajo mezquino, pero podrás alojarte en el barracón principal. Yo aún no he escogido a nadie.

—¿No habrá peligro de que Ongul me vea y me reconozca? —le pregunté.

—Si pasas desapercibido, no —contestó Thorstein—. La guardia varega se ha incrementado. Ya somos casi quinientos y no cabemos en los barracones del Numera. Hay dos o tres pelotones acuartelados en los antiguos barracones de los excubitors; son el regimiento de guardias griegos de palacio. Su regimiento está menguando mientras que el nuestro aumenta. Thorbjorn Ongul se aloja allí; ese es otro motivo por el que me ha costado encontrar el momento adecuado para desafiarlo por la muerte de Grettir.

De ese modo, me convertí en el criado de Thorstein el Galeón, una tarea no demasiado exigente, al menos para alguien que de joven había formado parte del séquito palaciego de un petimetre tan notorio como el rey Sygtryggr de Dublín. Hacía mucho tiempo que había aprendido a peinar y trenzar el pelo, lavar y planchar la ropa y sacar brillo a las armaduras y las armas. Y el orgullo que sentían los varegos por sus armas fue lo que le brindó a Thorstein la ocasión perfecta para vengarse mucho antes de lo que esperaba cualquiera de nosotros.

A los bizantinos les encanta la pompa. Les fascina la magnificencia y el despliegue de las apariencias más que a ninguna otra nación que yo haya conocido. Apenas recuerdo un día en el que no se celebrasen desfiles o ceremonias en las que el basileus no desempeñara una función destacada. Desde las procesiones que salían del palacio para asistir a los servicios en alguna de las numerosas iglesias, hasta los desfiles formales que conmemoraban las victorias del ejército, pasando por las visitas al puerto para inspeccionar la flota y el arsenal. El maestro de ceremonias y la numerosa cohorte oficiosa se encargaba incluso de los paseos a las carreras de caballos del hipódromo, que se hallaba a menos de un tiro de flecha del muro exterior del palacio. Disponían de una extraordinariamente larga lista de precedencia en la que se detallaba el rango en la jerarquía de palacio, el título exacto, la prelación, el tratamiento debido, etcétera. Cuando se formaba una procesión imperial para abandonar el recinto del palacio, aquellos entrometidos iban de un lado a otro asegurándose de que todo el mundo ocupara el puesto que le correspondía en la columna y llevara el distintivo apropiado de su rango: fustas enjoyadas, cadenas de oro, lingotes de marfil con inscripciones, diplomas enrollados, espadas con empuñaduras de oro, collares de oro enjoyado, etcétera. Para los espectadores era sencillo identificar a la familia imperial: solo ellos tenían permiso para llevar el color púrpura y los guardias marchaban inmediatamente delante y detrás de ellos por si se presentaban problemas.

Los varegos también lucían los símbolos de su oficio: el hacha de batalla y la espada. El hacha era de una sola hoja y a menudo ostentaba costosas incrustaciones de volutas de plata. La empuñadura de dos manos estaba encerada hasta la elegante marroquinería cosida artesanalmente. La hoja y la empuñadura relucían. Como ya he mencionado, se echaban la recia espada al hombro derecho pero, en este caso, los ornamentos constituían un problema porque la espada con la empuñadura de oro era el emblema del spartharios, un oficial de la corte de rango intermedio con derechos y privilegios que se preservaban celosamente. De modo que los guardias ideaban otras maneras de decorar sus armas. En mi época en Constantinopla, estaban en boga las espadas con empuñadura de plata y algunos soldados embellecían las suyas con empuñaduras de madera exótica. Casi todos habían pagado a los fabricantes de fundas para que recubrieran las suyas con seda escarlata a juego con sus túnicas.

Menos de una semana después de que me convirtiera en el criado de Thorstein, el logoteta, un alto oficial de la chancillería, transmitió un mensaje a los barracones del Numera. El basileus, acompañado de su séquito, iba a asistir a un servicio de acción de gracias en la iglesia de Santa Sofía y la guardia imperial debía escoltarlo como siempre. Sin embargo, el logoteta (era demasiado egregio para dirigirse a nosotros personalmente, de modo que designó a un asistente) subrayó que la ocasión era tan importante que toda la guardia debía desfilar con sus mejores galas. La procesión estaba prevista para dentro de tres días.

Como siempre, la primera reacción de los altos oficiales fue ordenar un ensayo general, que se celebró en la gran plaza frente a los barracones del Numera. Yo estaba observando desde una ventana alta y he de admitir que me sentía impresionado. La guardia varega tenía un aspecto sobrecogedor, una hilera tras otra de fornidos soldados con hachas y barbas pobladas, con una apariencia tan fiera que aterrorizaría a cualquier oponente. Algunos colegas de Thorstein eran todavía más altos que él. Entonces reparé en Thorbjorn Ongul, con aquella maligna mirada tuerta.

En cuanto concluyó el ensayo, bajé corriendo a la plaza junto con el resto de los criados para recoger las túnicas, los cinturones de las espadas y los demás pertrechos que tendríamos que mantener limpios y aseados hasta el día de la procesión. Naturalmente, algunos soldados formaron corrillos para intercambiar chismorreos y entonces observé que Thorstein se unía al grupo en el que se encontraba Thorbjorn Ongul.

Fui tras él a toda prisa.

Me puse al borde del círculo con cuidado de que no me viera Thorbjorn Ongul, aunque me acerqué lo bastante para ver lo que pasaba. Al igual que había observado en los jomsvikingos, a los soldados les encanta comparar sus armas y eso era precisamente lo que estaban haciendo los guardias. Estaban alardeando de sus espadas, hachas y dagas y haciendo afirmaciones casi siempre exageradas sobre las virtudes de cada una de ellas: el magnífico equilibrio, el borde que seguía afilado tras haber hendido un escudo de madera, el número de enemigos a los que había despachado, etcétera. Cuando le llegó el turno a Ongul, éste abrió el cierre de la vaina, desenfundó la espada y la blandió con orgullo.

Se me secó la boca. La espada que Ongul estaba sosteniendo en alto para que todos la vieran era la que Grettir y yo habíamos robado del túmulo. La reconocí al instante. Era un arma única, de factura magnífica, con el patrón ondulado en la hoja metálica que denota la artesanía de los mejores herreros francos. Era la espada que Ongul le había arrebatado a Grettir cortándole los dedos para desasirle la mano, mientras mi hermano de sangre yacía agonizando en el mugriento suelo del refugio de Drang. Me propuse explicarle a Thorstein de qué forma había acabado en manos de Ongul, pero el asesino de Grettir se me adelantó. El guardia que estaba a su lado le pidió que le dejase examinar la espada más de cerca y Ongul se la entregó con orgullo. El guardia examinó la vertical de la hoja y le señaló que había dos muescas en el filo.

—Deberías arreglarlas. Es una pena que una hoja tan magnífica tenga esas marcas —comentó.

—No —anunció Ongul con tono jactancioso, al tiempo que recuperaba la espada—. Las hice yo mismo el día que la usé para acabar con el malvado proscrito Grettir el Fuerte. Era su espada. Yo se la quité y le hice esas dos muescas al cortarle la cabeza. No había nadie como Grettir el Fuerte. Hasta los huesos de su cuello parecían de hierro. Tuve que asestarle cuatro buenos golpes para cortárselo y fue entonces cuando se quebró el filo de la espada. No arreglaría esas marcas aunque me lo pidiera el mismísimo comandante en jefe.

—¿Puedo verla? —preguntó una voz. Reconocí el tono profundo de Thorstein el Galeón y vi que Ongul le entregaba el arma. Thorstein blandió tentativamente la espada de un lado a otro para encontrar lo que los auténticos espadachines llaman «el punto dulce», el punto de equilibrio en el que el filo resiste mejor el impacto y la hoja debe conectar con el blanco. El barrido de Thorstein hizo que la concurrencia se echara hacia atrás para dejarle más espacio y, para mi horror, el hombre que tenía delante se apartó hacia un lado dejándome a la vista de Ongul. Éste recorrió el círculo con la mirada y su único ojo se posó en mi cara. Supe que me había reconocido al momento como el hombre al que se habían llevado de la isla de Drang después de la muerte de Grettir. Vi que fruncía el ceño, intentando comprender el motivo de mi presencia. Pero ya era demasiado tarde.

»Esto es por Grettir Asmundarsson, el hombre al que vilmente asesinaste —exclamó Thorstein al tiempo que se abría paso entre el círculo de espectadores, alzaba la espada con muescas y, desde su gran altura, la descargaba directamente sobre el cráneo desprotegido de Ongul. Thorstein había encontrado el punto dulce. La espada hendió el cráneo de Ongul y le abrió la cabeza como un melón. El hombre que había matado a mi mejor amigo murió al instante.

Por un momento, se hizo un silencio asombrado. Los presentes observaron el cadáver de Ongul hecho un guiñapo sobre las baldosas del patio de armas. Thorstein no intentó escapar. Se quedó quieto con la espada ensangrentada en la mano y una expresión de profunda satisfacción en la cara. Acto seguido, limpió tranquilamente la sangre de la espada, fue hacia donde yo me encontraba y me la entregó con estas palabras:

—En memoria de Grettir.

En cuanto los excubitors, que se encargaban de las tareas policiales, se enteraron del asesinato, apareció un oficial griego que arrestó a Thorstein. Éste no opuso resistencia y permitió que se lo llevaran sin decir una sola palabra. Estaba en paz consigo mismo. Había hecho lo que se había propuesto.

—No tiene ninguna esperanza —afirmó el comandante del pelotón de Thorstein, mirándolo. Era un curtido veterano de Jutlandia que había servido diez años en la guardia—. Matar en el recinto del palacio es un crimen capital. Los burócratas de la secretaría imperial nos odian tanto que no dejarán pasar la ocasión de hacerle daño al regimiento. Dirán que la muerte de Ongul no ha sido más que otra sucia riña entre bárbaros sedientos de sangre. Thorstein puede darse por muerto.

—¿No se puede hacer nada para ayudarlo? —le pregunté desde el borde del pequeño círculo de observadores, con la espada de Grettir en la mano.

El jutlandio se volvió para mirarme.

—No a menos que puedas engrasar las ruedas de la justicia —dijo.

La espada de Grettir me parecía una criatura viva en la mano.

—¿Qué pasa si un guardia muere en servicio activo? —quise saber.

—Sus posesiones se reparten entre sus camaradas. Ésa es la costumbre. Si deja viuda o hijos, subastamos sus efectos personales y les damos el dinero, junto con las pagas atrasadas.

—Has dicho que Thorstein puede darse por muerto. ¿Podrías subastar sus posesiones en el barracón, incluyendo esta espada? Ongul dijo que se la había robado a Grettir el Fuerte y hasta que la había usado para administrarle el golpe de gracia, y ya has visto cómo Thorstein la recuperaba.

El jutlandio me miró sorprendido.

—Esa espada vale el salario de dos años —dijo.

—Lo sé, pero Thorstein me la ha dado y yo estaría encantado de subastarla.

El comandante del pelotón me observó, intrigado. Solo me había conocido como criado de Thorstein y probablemente se preguntaba qué papel había desempeñado yo en aquella intriga. Tal vez se estuviera preguntando si podía adquirir la espada él mismo.

—Es algo irregular, pero veré lo que puedo hacer —dijo—. Será mejor que celebremos la subasta sin que se enteren los griegos. Dirían que somos tan avariciosos que hemos vendido los efectos personales de Thorstein antes de que estuviera muerto. Aunque no es que puedan acusar a los demás de avaricia. Ellos son los maestros de la antigüedad.

—Me gustaría pedirte otra cosa —continué—. Mucha gente ha oído que Thorstein gritaba el nombre de Grettir el Fuerte un instante antes de abatir a Thorbjorn Ongul. Nadie sabe a ciencia cierta el motivo, aunque se hacen muchas conjeturas. Si la subasta pudiera celebrarse esta misma noche, en el momento de mayor interés, vendría mucha más gente. Aparte del resto del pelotón.

De hecho, aquella noche casi medio regimiento se hacinaba en el patio de los barracones del Numera para asistir a la subasta y se apretaba en los pórticos que lo rodeaban. Era exactamente lo que yo quería.

Rangvald, el comandante del pelotón de Thorstein, los hizo callar.

—Todos sabéis lo que ha pasado esta tarde. Thorstein, al que llaman el Galeón, ha acabado con la vida de su compatriota Thorbjorn Ongul y ninguno de nosotros sabe por qué. Thorbjorn no puede decírnoslo porque está muerto y Thorstein está incomunicado a la espera del juicio. Pero este hombre, Thorgils Leifsson, afirma que puede contestar a vuestras preguntas y quiere subastar la espada que le ha dado Thorstein. —Se volvió hacia mí—. Es tu turno.

Me subí a un bloque de piedra para encararme con el público. A continuación, enarbolé la espada para que todos la vieran y esperé hasta que me dedicaron toda su atención.

—Voy a contaros el origen de esta espada que fue hallada entre los muertos, el camino que ha recorrido y la historia del hombre extraordinario que la blandía. —Y, a continuación, narré la historia de Grettir el Fuerte y su notoria carrera, desde la noche en la que saqueamos el túmulo, repasando todos los momentos que habíamos vivido juntos, los buenos y los malos: que me había salvado la vida en dos ocasiones, primero en una riña de taberna y luego a bordo de una nave que se hundía. Les expliqué que a veces era perverso y testarudo, que con frecuencia sus mejores intenciones desembocaban en tragedia, que a veces era violento y despiadado, que no era consciente de lo fuerte que era y que, sin embargo, había tratado de ser honesto consigo mismo frente a las adversidades. Luego les hablé de su vida de proscrito en el bosque, de sus victorias en combate cuerpo a cuerpo contra los que habían sido enviados para darle muerte y que, finalmente, lo había derrotado el seidr negro que había invocado la volva madre adoptiva de Thorbjorn Ongul y que había perecido en Drang.

Ésa fue la saga de Grettir; supe que los hombres que la habían escuchado la recordarían y repetirían la historia tal como yo se la había contado, de modo que el nombre de Grettir perdurase en la memoria honorable. Estaba cumpliendo la última promesa que le había hecho a mi hermano de sangre.

Cuando acabé el relato, el jutlandio se puso en pie.

—Es hora de subastar la espada de Grettir el Fuerte —exclamó—. A juzgar por lo que acabamos de oír, la muerte de Ongul no ha sido un asesinato, sino un acto de venganza honorable justificado por nuestras leyes y nuestras costumbres. Sugiero que el dinero recaudado por la venta de esta espada se destine a costear la defensa de Thorstein el Galeón en los tribunales de Constantinopla. Os pido que seáis generosos.

Entonces ocurrió algo extraordinario. Empezó la puja por la espada, pero ésta no se desarrolló del modo que yo había previsto. Los guardias ofrecieron a grandes voces precios mucho menores de lo que yo esperaba. A medida que uno tras otro vociferaban un número, el jutlandio hacía marcas en una tarja.

Cuando al fin acabó la puja, el jutlandio miró las marcas.

—Siete libras de oro y cinco numisma. Ése es el total —anunció—. Debería ser suficiente para que Thorstein se libre de la horca y lo sentencien a prisión.

Recorrí con la mirada el círculo de rostros atentos.

—Mi pelotón tiene una vacante —exclamó—. Propongo que, en lugar de venderla, la otorguemos mediante la aclamación de la asamblea general. Os propongo que el hermano de sangre de Grettir Asmundarsson ocupe el lugar de Thorstein el Galeón. ¿Estáis de acuerdo?

Le contestó un murmullo generalizado de aprobación. Un par de guardias golpearon las piedras con la empuñadura de la espada. El jutlandio se volvió hacia mí.

—Thorgils, puedes quedarte con la espada. Úsala como miembro de la guardia.

Y de ese modo yo, Thorgils Leifsson, ingresé en la guardia imperial del basileus en Metrópolis, donde le juré fidelidad al hombre conocido como «el rayo del norte» o, para algunos, «el último vikingo». A su servicio viajé hasta el mismísimo centro del mundo, me hice con riquezas que habrían bastado para aparejar una nave con velas de seda y, en calidad de espía y diplomático, estuve a punto de conducirlo al trono de Inglaterra.