Capítulo 11

11

A primeros de septiembre nos pidieron que nos ganásemos las quince marcas de plata. Canute se estaba moviendo contra las fuerzas que se estaban congregando para desafiarlo y designó un mensajero para ordenarles a los jomsvikingos que se unieran a la flota que ahora partía de Inglaterra. El mensajero se introdujo subrepticiamente en la ciudadela disfrazado de comerciante sajón porque los adversarios de Canute ya se habían interpuesto entre nosotros y el hombre que nos había contratado. Al oeste de Jomsburgo un numeroso contingente noruego estaba asaltando los territorios daneses de Canute, mientras sus aliados, los suecos, hostigaban las tierras del monarca en Escania, al otro lado del mar Báltico. Aquello había dejado al felag peligrosamente aislado y el consejo se reunió para debatir el curso de acción más apropiado. Después de muchas discusiones, decidieron fletar dos naves de voluntarios con los guerreros más experimentados para unirse al rey. Los restantes jomsvikingos, menos de cien hombres, se quedarían en la ciudadela para defenderla de los ataques enemigos.

—Quédate y completa tu entrenamiento —me aconsejó Thrand. Estaba metiendo el equipo para la guerra en el zurrón de piel engrasado que hacía las veces de saco de dormir durante las campañas. Como era uno de los combatientes más experimentados del felag, lo habían nombrado segundo al mando de una de las dos naves de aquella pequeña fuerza expedicionaria. Parecía que mi discurso en defensa de Thorkel el Alto ante la asamblea no había afectado a nuestra amistad, aunque Thrand era tan taciturno que me costaba saber lo que estaba pensando.

—Ya me he presentado voluntario para unirme a la expedición —contesté—. Me parece que si quiero llevarme la plata de Canute tengo que ganármela. Además, nuestros pequeños ejercicios se están haciendo muy repetitivos.

—Como quieras —repuso Thrand. Desenfundó la espada a medias para asegurarse de que la hoja no se hubiera oxidado y volvió a enfundarla cuidadosamente. La vaina estaba forrada de lana de oveja en bruto y los aceites naturales del vellón impedían que el metal se deteriorase. Además, como medida de precaución, enrolló un jirón de tela alrededor de la empuñadura para sellar la abertura en la que la hoja se introducía en la vaina. Hizo una pausa en aquella tarea y alzó la vista.

»Te lo advierto: Canute quiere que los jomsvikingos combatan en la línea de batalla. Te han entrenado para eso. Pero si se produce un enfrentamiento en el mar, todo ese entrenamiento será prácticamente inútil. No habrá ocasión para la formación del cerdo ni las murallas de escudos. El combate en una nave es inmediato y brutal. Buena parte de la contienda es despiadada y caótica y la suerte cuenta mucho a la hora de hacerse con la victoria.

Aquella misma tarde fui a la armería para que me armasen para aquella expedición. Cuando era un recluta novato, el maestro armero tullido apenas había mostrado interés y me había dado una loriga que necesitaba reparaciones y las armas que tenía al alcance de la mano. En esta ocasión, sabiendo que iba a participar en el combate, fue más escrupuloso. Así pues, salí de la armería con un casco de mi talla y una cota de malla de nuevo diseño. Había una pequeña cortina de malla adherida al casco que me tapaba la parte de abajo de la cara y me protegía la garganta. Además, me dio una buena espada con incrustaciones metálicas en la empuñadura, dos dagas, media docena de jabalinas, una lanza de fresno, un escudo redondo de madera de tilo y un hacha de batalla de mango corto. Cuando amontoné el surtido de armas a los pies de Thrand, este comentó:

—Si yo fuera tú, le cambiaría el mango a esa espada. Envuelve esa artesanía metálica tan ostentosa con una cuerda alquitranada para que no se te resbale cuando te suden las manos. Y necesitarás otro escudo.

—¿Otro escudo?

—Todos los hombres llevan otro escudo. Nada aparatoso, solo un disco de madera ligero. Se ponen de un lado a otro del barco en una ranura especial de la borda, donde hacen una bonita exhibición. La experiencia me dice que las apariencias deciden buena parte de la guerra. Si atemorizas al enemigo con tu aspecto o tus actos antes de dar el primer golpe, has ganado media batalla.

El consejo había escogido como emblema una rueda con radios en la que se alternaban las franjas rojas, negras y blancas, y he de admitir que resultaba imponente cuando colocaron los escudos. Le daban un aire profesional a las dos naves, aunque si las mirabas con atención te percatabas de que, al igual que el puerto de los jomsvikingos, estaban anticuadas y necesitaban reparaciones. Los dos drakkars, dragones de tamaño mediano, eran lo único que quedaba de una flota jomsvikinga de treinta embarcaciones, buena parte de las cuales se habían hundido o habían sido capturadas en la época del jarl Haakon. Aquellas dos supervivientes hacían aguas y la madera era sospechosa. Los carpinteros del felag habían intentado que pudieran navegar, calafateando las junturas y aplicando una gruesa capa de brea negra en el exterior del casco. Pero las tablas de la cubierta estaban abarquilladas y agrietadas y había fisuras en los mástiles temblorosos. Por suerte, en las tierras bajas de Jomsburgo crecía lino, de manera que nos hicimos con aparejos y velas nuevas con escasa antelación. Pero cuando nos hicimos a la mar una luminosa y vivificante mañana de septiembre, nada podía ocultar el hecho de que ambas embarcaciones eran torpes y lentas y las tripulaciones de sesenta hombres acusaban una terrible falta de entrenamiento marinero.

Un drakkar completamente tripulado no ofrece muchas comodidades a los ocupantes. Cuando subimos a bordo todas las armas y el equipo, había tantos cachivaches en los espacios que mediaban entre los cofres que hacían las veces de bancos de remos que apenas quedaba espacio para moverse. La única pasarela consistía en un pasillo de tablas en el centro de la embarcación que conectaba la pequeña plataforma de las proas del drakkar con la cubierta de popa, en la que se encontraba el capitán. Era un rufián achaparrado, un juto que había perdido un ojo en una escaramuza de tres al cuarto, al que la herida le daba un aire de bandido. De hecho, cuando observaba a mis compañeros, con orígenes y rasgos faciales tan diversos, me dije que se parecían más a una tripulación de piratas que a una unidad de combate bien entrenada. La verdad era que éramos mercenarios a sueldo que iban en busca de dinero y pillaje, y yo me preguntaba hasta cuándo se mantendrían la disciplina y la lealtad al felag.

Nuestra inexperiencia se notó en el caótico embarque. Ocupamos nuestros puestos en el drakkar, desamarramos los remos estibados y los insertamos en las correas de los toletes. Los hombres ensayaron con los remos para poner a prueba su longitud y adoptar la postura idónea. A menos que tuvieran cuidado, se topaban con sus vecinos o chocaban con el que estaba sentado delante, atizándole en la espalda con el arnés del remo. Se oyeron juramentos y murmullos enojados en varios idiomas y transcurrió algún tiempo hasta que el capitán ordenó que soltáramos amarras. Los drakkars abandonaron el puerto lentamente; el ritmo desacompasado de los remos les daba el aspecto de dos insectos mutilados.

La corriente era favorable cuando atravesamos las compuertas del puerto en desuso. Cuando remamos hacia la boca del río, se puso de manifiesto la diferencia entre los remeros que habían aprendido a bogar en ríos y lagos y los auténticos marineros. Los de aguas más tranquilas empujaban los remos con un movimiento largo y homogéneo, mientras que los marineros experimentados realizaban una acción más breve y brusca; y como es lógico los dos estilos no concordaban. De modo que hubo más juramentos y discusiones entre los remeros hasta que los drakkars se mecieron en las primeras olas del mar y uno de los remeros de río sufrió un esguince en la muñeca. Por suerte, soplaba un fuerte viento favorable del este, de modo que izamos la vela nueva, retiramos los remos y nos relajamos mientras el capitán y el timonel gobernaban la nave.

—Gracias a Svantevit por este viento —musitó el vendo que estaba a mi lado, metiéndose la mano en la camisa y sacando una pequeña talla del dios, que depositó en un nicho que encontró junto al asiento. A continuación asintió en dirección a la línea costera uniforme de la izquierda—. ¿Alguien conoce esta costa?

El hombre que se hallaba a tres puestos de distancia debía de ser selandio, pues contestó:

—Yo navegaba por aquí con mi tío cuando llevábamos los productos de su granja a Rugen. No hay mucho que ver, pero es bastante sencilla si se conocen los canales. Hay que tener cuidado con los bajíos y los bancos de arena, pero hay muchos desfiladeros y bahías para cobijarse cuando arrecia el viento.

—¿Es una tierra rica? —quiso saber otra voz esperanzada.

—No, solo hay tierras de labranza; no hay nada importante hasta Rinsgted y, como es uno de los dominios de Canute, supongo que nos habremos portado bien si recalamos allí.

—No vamos a recalar en ninguna parte —intervino uno de los voluntarios daneses, un escanio de barba poblada—. Se rumorea que la flota de Canute ha salido de Limfiord en dirección al estrecho y que nos reuniremos con él allí.

Escupió sobre la borda y observó el esputo mientras se alejaba flotando en nuestra estela, calculando la velocidad del barco.

—No es ningún corredor —comentó—. Con un viento como éste debería ir mucho más deprisa.

—El lastre no está bien puesto —dijo una voz desde el centro de la nave—. La proa pesa demasiado.

—A mí me parece que el mástil tampoco está bien escalonado —se oyó una tercera opinión—. Habría que moverlo una mano hacia la popa y tensar la driza mayor. —A medida que la discusión se intensificaba, me di cuenta de que los marineros pasaban tanto tiempo discutiendo los aparejos de los barcos como los guerreros comparando las cualidades de las armas en los barracones.

Aquella noche atracamos en una costa desierta para cenar y descansar. A bordo de un drakkar no hay hogar para cocinar, de modo que la tripulación come frío a menos que desembarque. Nos acercamos a la orilla con la popa por delante, dispusimos las anclas para levarlas a la mañana siguiente y remamos hasta tocar la arena con la popa. De ese modo, en caso de emergencia, si teníamos que marcharnos a toda prisa, podríamos encaramarnos a bordo y escabullirnos mucho más deprisa. No era que esperásemos problemas. Había pocas aldeas que pudiesen reunir el coraje o los hombres suficientes para enfrentarse al desembarco de dos naves de guerreros. El único habitante de la comarca al que vislumbramos fue la figura distante de un pastor que bajaba corriendo por las dunas de arena para advertir a los del pueblo. Abandonó su rebaño, de modo que sacrificamos a diez ovejas para alimentarnos.

A la mañana siguiente, el viento fue inconstante, cambiando de fuerza y dirección cuando reanudamos la travesía costera. Pero el sol refulgía en un cielo salpicado de nubes blancas, altas y rápidas. Navegamos con las velas desplegadas como si estuviéramos de vacaciones, manteniéndonos apartados de la orilla.

—Ojalá todas las campañas fueran como ésta —comentó el selandio, que estaba demostrando que era el parlanchín de la nave.

Para entonces, casi todos los tripulantes habían aprendido a sacarle el máximo partido al apretado espacio, estirándose sobre la tapa de los cofres que contenían las armas y empleando las velas plegadas y los jubones acolchados a modo de almohadones. Observé que Thrand no se unía a nosotros. Durante la travesía, tomaba posiciones en el modesto castillo de proa, donde contemplaba el horizonte o, con más frecuencia, escrutaba la línea de la costa mientras nos dirigíamos acompasadamente hacia el norte.

Poco antes del mediodía me di cuenta de que no había apartado la mirada desde hacía algún tiempo. Estaba mirando fijamente hacia tierra. Había algo en su actitud que hizo que me volviese hacia el capitán, que estaba oteando en la misma dirección y a continuación se volvía hacia la popa para observar las olas y el cielo, como si quisiera comprobar la dirección, la velocidad del viento y la veleta de bronce en el poste de popa. Parecía que todo estaba en orden. Las dos naves navegaban tranquilamente; no había cambiado nada.

El selandio, que estaba tendido bocarriba, disfrutando del calor del sol en la cara, se dio la vuelta perezosamente sobre el costado y alzó la cabeza para asomarse sobre la borda del drakkar.

—Enseguida pasaremos ante la entrada de la ensenada de Stege —dijo, añadiendo—: Ah, sí, ahí está, veo velas al otro lado de esa pequeña isla. Deben de venir de Selandia occidental. —Volvió a tumbarse sobre el costado y se instaló confortablemente—. Probablemente sean mercaderes que se dirigen al brazo de mar.

—Pues habrán venido a comerciar con espadas, no con monederos. Son naves de guerra —intervino el fornido danés, que estaba en el banco de remos, protegiéndose los ojos del reflejo del sol en el agua con el brazo mientras observaba las velas lejanas. Hubo un repentino revuelo entre la tripulación. Los marineros se incorporaron y miraron en derredor; algunos se levantaron y se volvieron en aquella dirección con los ojos entrecerrados.

—¿Cómo sabes que son naves de guerra? —le preguntó uno de los vendos. Era uno de los remeros de agua dulce y saltaba a la vista que era la primera vez que se hacía a la mar.

—Algunas de esas velas tienen rayas. Es el símbolo de una nave de combate —contestó el danés.

Miré nuestra nueva vela. No tenía marcas.

—A lo mejor también nos han confundido con naves mercantes.

—Lo dudo —repuso el danés—. Las naves mercantes no tienen unas velas tan bajas y anchas como las nuestras. Sus velas son más altas y no tan anchas. En cuanto sorteen la isla y nos vean bien reconocerán el contorno del casco de un drakkar y sabrán que no somos un par de inofensivas naves mercantes. Pero puede que esto sea un golpe de suerte. Selandia occidental está bajo el mando del jarl Ulf, uno de los vasallos de Canute, y puede que esas naves vayan a reforzar su flota de guerra. Podríamos navegar con ellas y, si nos topamos con los enemigos del rey, se lo pensarán dos veces antes de atacar a un contingente tan numeroso.

Cuando las naves desconocidas salieron del otro lado de las dunas y se hicieron claramente visibles comprobamos que el corpulento danés estaba en lo cierto, al menos en parte. Salieron cinco naves del brazo de mar. Tres de ellas eran drakkars como los nuestros y las otras dos eran knorrs mercantes a los que aparentemente estaban escoltando. Estaban ligeramente a contraviento y trazaron un rumbo paralelo al nuestro, cerrando poco a poco el espacio que nos separaba, como si quisieran unirse a nosotros.

Se suele decir que en el mar las cosas pasan despacio hasta el último momento y que luego se vuelven apresuradas y frenéticas, y es cierto. Durante un rato apenas hubo incidencias y las siete embarcaciones prosiguieron tranquilamente la marcha; las cinco naves danesas iban juntas y nuestros remeros se aseguraban de que los dos barcos de los jomsvikingos estuvieran cerca, a menos de cincuenta pasos de distancia. Mientras se acortaba el espacio que nos separaba, observamos a los desconocidos, tratando de averiguar más cosas sobre ellos, hasta que finalmente el danés confirmó que, en efecto, se trataba de los hombres del jarl Ulf. Conocía la librea del jarl y hasta creía haber reconocido a algunos de los guerreros que se encontraban a bordo. Sin duda, los dos knorrs eran barcos de transporte de tropas que llevaban reclutas daneses y, como navegaban más despacio, el encuentro entre los dos escuadros era pausado.

Al fin, a primera hora de la tarde, el drakkar danés que iba en cabeza se adelantó un poco a sus acompañantes y se acercó lo bastante para que el capitán juto lo saludara a grandes voces.

—En buena hora —exclamó, ahuecando las manos a ambos lados de la boca para que sus palabras se escucharan al otro lado de las olas que lamían el costado de la embarcación—. ¿Alguna noticia de la flota de Canute? Vamos a unirnos al rey.

Hubo una larga pausa y el capitán danés se volvió para consultar a sus colegas en el castillo de popa. A continuación se volvió hacia nosotros y meneó la cabeza señalando que no había entendido. Nos hizo señas para que aminorásemos, de modo que las naves se acercaran más y se llevó la mano a la oreja.

—¡Vamos a unirnos al rey! —gritó de nuevo el patrón. El capitán danés se encaramó al macarrón del barco mientras uno de sus hombres lo asía del cinturón, como si el sonido se percibiera más claramente desde una distancia un poco más corta—. ¿Tenéis noticias de la flota real? —chilló el capitán, moviendo el timón de tal manera que el viento resbalara de la vela y el drakkar perdiera velocidad sobre las aguas.

—¡Cuidado! —alguien rugió de pronto en la cubierta de proa. La mayoría de la tripulación se dio la vuelta y descubrió que Thrand estaba haciendo aspavientos para advertirles. Los que no lo estaban mirando vieron que uno de los daneses apostados en el castillo de popa se agachaba y empuñaba una jabalina oculta tras el macarrón para entregársela al patrón. Éste echó el brazo hacia atrás y arrojó el proyectil al otro lado de la menguante distancia. Puede que el danés tuviera mucha suerte o que fuera un magnífico tirador; en todo caso, el arma voló entre las naves y alcanzó al capitán juto en el costado. A pesar del fragor de las olas, escuché el suave impacto de la punta metálica del arma al hundirse en sus costillas desprotegidas. El juto se tambaleó antes de desplomarse derribando al timonel. Thrand recorrió a toda prisa la pasarela central, aplastando estruendosamente las tablas con los pies. Llegó a la cubierta de popa, saltó sobre el timón y aplicó su peso a la barra, empujándola hacia un lado para que la embarcación virase a favor del viento, ofreciéndole la popa a la nave danesa hostil.

»¡Soltad la escota de estribor y preparaos para huir a todo trapo! —exclamó.

A los demás nos había cogido completamente desprevenidos. Estábamos de pie o sentados, aturdidos por el asombro.

—¡Espabilad! —vociferó Thrand. Miró por encima del hombro, calculando la distancia que separaba nuestra embarcación del dragón danés enemigo. El repentino viraje del drakkar había sorprendido a los daneses, que sobrepasaron momentáneamente a su presa. Hubo confusión en la cubierta mientras manipulaban la vela para seguirnos.

—Creía que los hombres de Ulf estaban al servicio del rey —gritó el vendo que estaba a mi lado.

—Parece que no todos —musitó el selandio, tan sorprendido como cualquiera de nosotros ante el inesperado ataque—. Hay traidores en todas partes.

Toda la tripulación estaba agitada. Algunos buscaban los escudos y las armas, mientras otros se ponían a toda prisa los jubones acolchados y abrían los cofres para sacar las cotas de malla. Solo había un puñado de marineros lo bastante juiciosos para hacerse cargo de la nave, asegurándose de que las escotas y las drizas estuvieran en tensión y el vulnerable drakkar navegara al máximo de sus posibilidades.

El drakkar jomsvikingo que nos acompañaba había presenciado la emboscada y la sobresaltada tripulación también estaba haciendo ajustes en la vela. El repentino viraje también los había sorprendido a ellos y estuvimos a punto de estrellarnos cuando modificamos la trayectoria, pasando a diez pasos de distancia. Aquel encuentro tan cercano estuvo a punto de causarles la ruina, pues estábamos a barlovento del drakkar y cuando pasamos le quitamos el viento de la vela y perdió velocidad. Al momento, nuestros perseguidores daneses dejaron de hostigarnos para volverse hacia nuestros vacilantes compañeros. Se abalanzaron sobre ellos, acercándose lo bastante para arrojarles una andanada de lanzas y piedras que llovieron sobre los desventurados jomsvikingos; varios hombres cayeron ante nuestros ojos.

Los daneses profirieron gritos de triunfo. Uno de ellos enarboló un escudo pintado de rojo, el símbolo de la guerra. Un guerrero que estaba sentado delante de mí masculló una maldición y abandonó el banco de remos para precipitarse hacia la cubierta de popa con una jabalina en la mano. Cuando se disponía a lanzarla, Thrand, sin darse la vuelta siquiera, alargó el brazo para contenerlo.

—No malgastes el arma —le advirtió—. No están a tiro. Reserva tus fuerzas para remar si es necesario.

Para entonces, nuestros acompañantes habían logrado ajustar la vela a la trayectoria y empezaban a ganar impulso. El capitán del dragón danés que iba en cabeza era reacio a acercarse y abordarlo, pues temía que volviésemos para ayudarlo y se encontrase haciendo frente a dos drakkars al mismo tiempo. La tripulación se deshizo cuidadosamente del viento de la enorme vela con franjas rojas, verdes y blancas para frenar en el agua de modo que le dieran alcance los otros dos dragones daneses. Los knorrs de transporte de tropas se quedaron atrás ahora que la trampa había saltado. Los daneses estaban decididos a acabar con sus presas, pero pensaban tomarse su tiempo para hacerlo.

El resultado de la persecución estaba claro desde el principio. Nuestros drakkars estaban construidos conforme a un diseño anticuado. Estaban trasnochados y deteriorados y no eran rivales para las veloces naves danesas. Además, la inexperiencia de nuestras tripulaciones aumentaba nuestra desventaja. Los hombres de tierra firme que había entre nosotros estaban manoseando los cabos más importantes, interponiéndose en el camino de los que sabían lo que estaban haciendo y se ocupaban de la delicada tarea de que el drakkar acelerase todo lo posible. Les ordenaron ásperamente a los novatos que se sentaran y no se movieran a menos que se lo ordenaran, dirigiéndose rápidamente al lugar que les indicaran y quedándose allí hasta que les dijeran lo contrario. Eran lastre movedizo. Solo se implicaron activamente cuando Thrand, que había tomado el mando, les ordenó que arrojasen por la borda todos los objetos sueltos que hubiese a bordo, excepto las armas y los remos, para aligerar la nave. Entonces los hombres de tierra sacaron de las sentinas las pesadas piedras que hacían las veces de lastre y las tiraron en nuestra estela. Pero eso apenas marcaba una diferencia en la persecución. Vimos salpicaduras cuando los perseguidores daneses aligeraron sus barcos y se acercaron lentamente a nosotros.

Con el viento en popa, nuestra única esperanza era mantenernos por delante de los perseguidores daneses el tiempo suficiente para evadirlos en la oscuridad o, en el mejor de los casos, toparnos con embarcaciones amistosas de la flota de guerra de Canute que los ahuyentasen. Entretanto, todos los miembros de nuestra tripulación observaban atentamente, intentado determinar si la distancia que nos separaba de los dragones que nos perseguían aumentaba o disminuía. De tanto en tanto mirábamos a nuestro acompañante, que imitaba todas nuestras maniobras y estratagemas porque era fundamental que nos mantuviésemos juntos para que, cuando (y no «si») los daneses nos diesen alcance, al menos la proporción no fuese más que dos o tres contra nosotros.

Parecía que los dioses, ya fueran vendos o aesires, nos sonreían. Arreció el viento, que hasta entonces había sido inconstante, lo que beneficiaba a las embarcaciones más antiguas, porque con un viento fuerte eran menos lentas frente a las naves danesas de construcción más reciente, y a medida que cubríamos distancia aumentaban las posibilidades de que nos encontráramos con la flota de Canute. De modo que seguimos navegando a toda vela, aunque el pie del mástil rechinaba audiblemente en la ranura de madera. El viento desencadenó una sucesión de fuertes marejadas que pasaron bajo nosotros, levantando los antiguos cascos, que cabecearon y gruñeron. Las marejadas dieron paso a largas olas que rompían contra las proas, arrojando espuma; a medida que los barcos descendían y se contoneaban, se hacía cada vez más obvia la tensión que estaban sufriendo los antiguos cascos.

Entonces aconteció el desastre. Puede que fuera la ausencia de lastre o la incompetencia de las tripulaciones inexpertas lo que hizo que nuestro acompañante, el segundo drakkar jomsvikingo, cometiera un error fatal. El accidente fue tan repentino que no supimos si se había roto una escota mayor, si el escalón del mástil se había deslizado en la sobrequilla o si acaso había sido simplemente mala suerte que una gran ola alzara la popa del drakkar en el mismo momento en el que la proa se sumergía a sotavento y se deslizaba hacia un lado debido al impulso del agua. El morro del drakkar se hundió abruptamente en la estela de una ola, el barco se tambaleó, desviándose de la trayectoria, y el agua inundó el casco abierto. Sin lastre para mantenerlo firme, se precipitó hacia delante impulsado por la vela y el remolino de agua se lo tragó aún más, hundiéndolo bajo el agua. En un momento estaba navegando a toda vela en la superficie y al siguiente estaba inclinado, con la proa hacia abajo y medio sumergido. Se frenó tan bruscamente que la mayoría de los tripulantes salieron despedidos de cabeza al agua mientras los demás se aferraban a la cubierta de popa, que era lo único que quedaba sobre la superficie del mar.

Los daneses prorrumpieron en exclamaciones de triunfo y hubo frenéticas señales a bordo del dragón que iba en cabeza, a todas luces el comandante del escuadrón. En respuesta, la embarcación que se hallaba más cerca del drakkar en apuros arrió rápidamente la vela, haciéndose a los remos para aproximarse velozmente a la víctima tullida. Mientras nuestro barco escapaba, miramos hacia atrás con los nervios crispados y vimos que los daneses daban alcance a nuestros camaradas y los alanceaban como si fueran salmones atrapados en una red, apuñalando repetidamente a los que nadaban. Los que no fueran aniquilados se ahogarían, arrastrados por el peso de las cotas de malla. No habría supervivientes.

Thrand era el único que se mostraba impertérrito ante la catástrofe. Estaba en el castillo de popa, intenso y enjuto, aferrando el timón con ambas manos, y su rostro no traslucía ninguna emoción mientras mantenía la atención en la disposición de la vela, la fuerza y la dirección del viento y el equilibrio del barco. Solo en dos ocasiones observó por encima del hombro la carnicería que dejábamos atrás y entonces, sin previo aviso, empujó de un lado a otro el timón de modo que el drakkar se escorase poniéndose bruscamente a favor del viento en dirección a la lejana orilla. No nos dio ninguna explicación sobre el repentino cambio de rumbo y aquella maniobra tan abrupta sorprendió de nuevo a los daneses. Les sacamos unos preciosos cuerpos de ventaja. En los bancos de remos nos mirábamos unos a otros y nos preguntábamos qué sería lo que Thrand tenía en mente. Ninguno de nosotros cuestionó su decisión. Desde el momento en el que se había apoderado del timón se había convertido en nuestro líder indiscutible. Me di la vuelta en el asiento y miré hacia delante sobre la proa. A ambos lados se extendía la homogénea y baja costa de Selandia, sin rastro de puertos ni canales en los que pudiéramos refugiarnos. Pero Thrand dirigía la embarcación directamente hacia la lejana orilla como si tuviera un plan para salvarnos.

Los capitanes de las dos naves danesas debían de estar tan perplejos como nosotros, porque moderaron el frenético ritmo de la persecución mientras conferenciaban a grandes voces sobre la distancia que separaba a las naves. Entonces decidieron que, fuera lo que fuese lo que nos habíamos propuesto, todavía podían darnos alcance antes de que llegáramos a tierra. Vi que volvían a alzarse blancas olas ante sus proas y que aumentaba la inclinación de los mástiles cuando las dos naves hicieron frente al viento y reanudaron la persecución. A bordo de nuestro drakkar, toda la tripulación, con la excepción de cinco hombres que se encargaban de las velas, se apretaba en el lado de barlovento para aumentar el equilibrio de la nave. Hasta los reclutas más novatos sabían que nuestras vidas dependían de que le sacáramos el máximo partido a nuestra venerable embarcación.

Lenta e inexorablemente, las naves danesas recortaban distancias, mientras a lo lejos la tercera embarcación, después de haber acabado con nuestros camaradas, izaba la vela y se sumaba a la persecución. No podíamos sino quedarnos sentados mirando los progresos del enemigo y advertimos que los mejores guerreros se habían congregado en las proas, dispuestos a lanzar jabalinas al timonel en cuanto se pusiera a tiro, con la esperanza de abatirlo y frenar nuestra huida.

Uno de los vendos buscó bajo el banco de remos, sacó la loriga y se la puso.

—Con eso te ahogarás si zozobramos —le advirtió su vecino—. ¿Es que no has visto lo que le ha pasado al otro drakkar?

—Me da igual —replicó el vendo—. No sé nadar.

La tensión aumentaba mientras la línea costera se acercaba rápidamente. Seguía siendo monótona; una playa baja, arenosa y amarilla que daba paso a dunas y hierba verde. Aquel paraje estaba deshabitado. No había esquifes de pesca amarrados en la playa, casas ni otra cosa que gaviotas hambrientas que volaban en círculos, disputándose un banco de arenques.

—Aquí no vive nadie. Es demasiado estéril —comentó el selandio que había navegado antes en aquella costa—. Solo hay bajíos, bancos de arena y algunas lenguas de tierra.

Los daneses estaban a punto de alcanzamos. La primera nave se había acercado lo suficiente para arrojarnos jabalinas y algunas flechas silbaron sobre nuestras cabezas, aunque no causaron daños. Thrand esperó el momento oportuno y empujó de nuevo la barra del timón, alterando abruptamente la trayectoria. El drakkar viró y, como dos sabuesos que se adelantan a una liebre cuando esta da un brinco, los barcos daneses pasaron de largo y tuvieron que contener el impulso hacia delante antes de reanudar la persecución. La maniobra de Thrand había tenido éxito. El barco danés que iba en cabeza se interpuso ante la proa de su compañero y hubo una confusión momentánea mientras manipulaban las velas para evitar una colisión.

Para entonces, Thrand había retomado el rumbo y nos dirigíamos de nuevo hacia la orilla en línea recta a toda vela. Miraba fijamente hacia delante, haciendo caso omiso de las naves que nos hostigaban mientras nos apresurábamos hacia la costa. Estábamos en el perímetro de espuma cuando me di cuenta de lo que se proponía. Ante nosotros se extendía un largo banco de arena paralelo a la playa. Las olas rompían sobre la elevación, inundando la laguna poco profunda que había al otro lado.

—Nos haremos pedazos cuando choquemos —musitó el hombre que estaba sentado a mi lado—. A esta velocidad los tablones estallarán como las estacas de los barriles cuando les quitan los aros.

—No tenemos elección —contesté—. Si no, nos arrollarán los dragones.

El rumbo parecía suicida, en efecto. Las olas impulsaron al drakkar los últimos cincuenta pasos que nos separaban del banco de arena, arrojándolo de lleno hacia delante. Oíamos el siseo de la espuma en todas partes. La vela hinchada continuaba empujando al barco hacia delante, sin aflojar el paso en ningún momento, hasta que sufrimos un movimiento violento y tambaleante. Cuando las aguas descendieron y las olas se hicieron más empinadas, observé que Thrand quitaba de repente la barra del timón. Un momento después, la pala del timón, que sobresalía bajo la quilla, se estrelló contra la arena y la cabeza del timón giró hacia delante. Ahora estábamos completamente fuera de control, sin ninguna dirección. El casco sufrió una sacudida abrupta y chirriante cuando la quilla se estrelló contra la elevación del banco de arena. Hubo un siseo más profundo cuando la quilla surcó la arena y sentimos que el casco estaba arañando el banco bajo nuestros pies. El mástil se quebró con el impacto y se derrumbó hacia delante, llevándose consigo la vela y derribando al marinero que estaba en la cubierta de proa, que afortunadamente se aferró a la borda mientras caía y consiguió sostenerse, balanceándose, hasta encaramarse de nuevo a la nave. El drakkar titubeó momentáneamente en la cima llana del banco de arena, con el mástil tendido sobre la borda, arrastrando la vela por el agua. Pero la fuerza del impulso lo había llevado hasta la cumbre de la barrera sumergida y al cabo de un instante una ola afortunada rompió en el momento preciso y lo empujó sobre el banco de arena. La embarcación, que ya era más una tartana que una nave, se arrastró ruidosamente hasta la laguna.

Los perseguidores daneses se pusieron enseguida los cascos y viraron para alejarse. Sus capitanes se habían dado cuenta de que habíamos estado a punto de sufrir una destrucción completa.

—Supongo que sus quillas son más profundas que la nuestra —comentó uno de nuestros marineros—. Sería una imprudencia asaltar el banco, poniendo en peligro unas naves tan nuevas y buenas, no como nuestro casco viejo y destartalado.

—Se ha portado bien, ¿verdad? —inquirió uno de los hombres de tierra.

—Sí —contestó el marinero—. Por ahora.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el otro pero, tras pensarlo un momento, añadió—: Estamos atrapados, ¿verdad?

Antes de que nadie tuviera ocasión de contestarle, Thrand llamó nuestra atención. Nos estaba mirando desde la cubierta de popa mientras la embarcación tullida flotaba suavemente en la laguna. En el silencio que reinaba tras el estrépito y el pánico de la persecución, apenas tuvo que alzar la voz.

—Hermanos del felag —empezó—, ha llegado el momento de que hagamos honor al juramento de la hermandad. Ahora mismo nuestros enemigos están patrullando el banco de arena en busca de un canal para entrar en la laguna sin correr riesgos. Cuando lo encuentren nos atacarán, así que debemos prepararnos para combatir y, si los dioses lo han decidido, morir como jomsvikingos.

Nos quedaba un respiro antes de que los daneses volvieran a atacarnos. Entretanto, cortamos los despojos del mástil y nos ocupamos de la vela; los hombres más altos bajaron a la orilla para hacer acopio de piedras de gran tamaño de donde un arroyuelo desembocaba en la laguna y ponía al descubierto el lecho de roca. A continuación, le pusimos al drakkar los adornos de batalla, despejamos la cubierta de proa a popa, construimos una plataforma de batalla con los cofres y todos los hombres, armados y ataviados con cotas de malla, ocuparon sus puestos de combate. El mismo Thrand tomó posiciones de nuevo en la plataforma de proa, donde el peso extra de la popa abarquillada le otorgaba una ventaja estratégica. Cuando me disponía a acompañarlo, me empujó suavemente hacia atrás.

—No —dijo—. Aquí me hacen falta hombres curtidos en la batalla. —Y le indicó a un godo que lo acompañase. Me quedé perplejo, porque daba la impresión de estar un poco chiflado. Mientras preparábamos la nave para la batalla, se había mantenido apartado y solo, murmurando, riéndose para sus adentros y frunciendo el ceño como si hubiera visto a un demonio imaginario.

»Thorgils, tienes que hacer algo más importante —me susurró Thrand. Estaba desenrollando un pañuelo que se había atado alrededor de la cintura a modo de fajín—. Ve a la veleta de popa —continuó—. Quita la flecha de la barra y pon esto. —Me entregó el pañuelo. Era una tela blanca sucia, vieja y deshilachada—. Vamos —insistió bruscamente—. Deprisa. Es el estandarte de Odín. Ondeaba cuando nos enfrentamos al jarl Haakon.

Entonces lo supe. Thrand me había hablado del estandarte cuando era mi maestro en Islandia, pero no me había explicado que estaba hablando por propia experiencia. La bandera de Odín no ostenta ningún emblema. Pero en la batalla todos los que creen sinceramente en el Padre de todos pueden leer su destino en ella, pues en la tela ven la figura del cuervo, el pájaro de Odín. Si el cuervo se pasea y despliega las alas, la victoria está asegurada. Cuando agacha la cabeza con aire melancólico, la derrota es inevitable. Mientras ataba el pañuelo a la barra, traté de ver el símbolo del cuervo. Pero no vi nada, solo arrugas y antiguas manchas en el tejido.

El estandarte ondeaba flácidamente en la barra, pues el viento se había extinguido por completo. Alcé la vista al cielo. Era la calma que precede a la tormenta. A lo lejos, hacia el norte, se estaban arracimando unos nubarrones negros y el cielo encapotado tenía un aire pesado y ominoso. Divisé el destello distante de un relámpago y, mucho después, oí el eco tenue y lejano del trueno. Parecía que el dios de aquel día no era Odín, sino Thor.

Apenas había atado el estandarte, cuando los daneses aparecieron bogando en la laguna. Debían de haber hallado un canal de entrada seguro al banco de arena. Cuando se percataron de que estábamos indefensos y no hacíamos ademanes de huir hicieron una pausa deliberada para bajar los mástiles, preparándose para el combate. A continuación, trazaron el rumbo para abordarnos uno por cada lado con el fin de obligarnos a dividir las defensas. Pero para poner en práctica aquella maniobra tenían que remar, lo que anulaba su superioridad numérica, puesto que un tercio de sus hombres estaban sentados remando. Además, no esperaban que estuviésemos tan bien preparados. Cuando se acercaron confiadamente, fueron recibidos por una avalancha de piedras y rocas que habíamos reunido, algo que los pilló completamente desprevenidos. Los daneses solo pudieron contraatacar arrojándonos algunas flechas y lanzas que apenas causaron daños, mientras que nuestra andanada de proyectiles bien dirigidos había derribado a tres hombres encima de los remeros. La segunda andanada fue aún más precisa y los remeros de las dos naves danesas retrocedieron a toda prisa cuando los capitanes ordenaron una retirada momentánea para evaluar nuevamente la situación. Entonces se oyó un aullido indómito y extraño. Me volví hacia Thrand, que se encontraba en el castillo de proa, y comprobé que el godo se había despojado del casco y la loriga, quedándose desnudo hasta la cintura, y estaba chillando a los enemigos como un animal salvaje. Era un hombre corpulento, tenía el pecho hirsuto y aquella mata de vello le confería la apariencia de una bestia repugnante o un trol. Despotricaba y hacía muecas, se encaramaba a la borda y bailaba burlonamente al tiempo que insultaba al adversario y daba saltos en la cubierta, haciendo cabriolas de un lado a otro y blandiendo el hacha de batalla de una forma tan imprudente que temí que le diese accidentalmente a Thrand, que estaba a su lado. El berserker se tranquilizó al cabo de unos minutos, pero luego aferró el escudo y mordió con saña el borde de arriba.

Aquella bárbara visión hizo que nuestros enemigos fueran aún más precavidos y se tomaran su tiempo para el segundo ataque. Describieron un círculo alrededor del viejo drakkar como una pareja de lobos despachando a un ciervo tullido. Se abalanzaron contra nosotros al unísono, uno por cada lado, y se retiraron a toda prisa después de que los guerreros apostados en las plataformas de proa nos tirasen algunas jabalinas, obteniendo una respuesta de piedras y rocas. Lanzaron aquellos breves ataques tres o cuatro veces, hasta que vieron que menguaba nuestra reserva de proyectiles, y entonces volvieron, esta vez para acercarse y abordarnos.

Yo estaba en el centro del drakkar, mirando hacia estribor, de modo que lo único que vi fue la carnicería que hubo en aquella dirección. Fue terrorífica. En la proa había cuatro daneses armados hasta los dientes, dispuestos a saltar sobre nosotros cuando su barco arremetiera al nuestro en el centro. Eran hombres robustos, imponentes, aún más por el hecho de que contaban con la posición más elevada. Recordando el entrenamiento de batalla, me encaramé a un cofre y coloqué el escudo sobre el del vendo que tenía al lado, mientras el hombre que estaba a mi derecha hacía lo mismo conmigo, aunque era difícil mantener el equilibrio en aquella inestable plataforma. Probamos a sostener las lanzas hacia arriba, confiando en empalar a nuestros enemigos cuando saltaran sobre la cubierta pero, en aquella postura tan incómoda, la muralla de escudos era inestable y desigual y las puntas de las lanzas temblaban. Así las cosas, los preparativos fueron ineficaces. Nos habíamos preparado para la colisión con la proa, cuando a nuestras espaldas la segunda nave danesa embistió a la nuestra en el centro, el drakkar se estremeció violentamente, nos tambaleamos, resbalamos y los escudos se separaron, dejando amplios espacios entre ellos. Si nuestros enemigos hubieran estado atentos habrían podido abrirse paso a través de las aberturas, pero se equivocaron. El primer danés saltó demasiado pronto hacia nuestro barco y el pie derecho fue lo único que aterrizó en el borde del drakkar. Cuando estaba momentáneamente desequilibrado, yo tuve la presencia de ánimo necesaria para dar un paso hacia delante y estamparle el borde metálico del escudo en la cara, así que perdió el equilibrio y cayó de espaldas al mar. Por el rabillo del ojo vi que una punta de lanza venía desde atrás y me pasaba sobre el hombro izquierdo para hundirse limpiamente en la ingle desprotegida del segundo asaltante danés, que se dobló de dolor y aferró el astil de la lanza.

—Es como empalar a un jabalí en el bosque —comentó mi compañero el vendo con una sonrisa satisfecha mientras desprendía el arma. No le quedaba mucho tiempo para regodearse. El dragón danés estaba bien pilotado. Los remeros ya estaban virando para poner el barco al lado del nuestro y que lo abordasen el resto de los combatientes. Al cabo de un instante se oyó un golpe sordo cuando las dos naves se juntaron. Entonces nuestros enemigos saltaron sobre la nave en una avalancha estridente y desenfrenada.

Si los daneses esperaban una victoria sencilla, los desilusionamos enseguida. Puede que los jomsvikingos fueran unos marineros incompetentes, pero eran guerreros tenaces. Defendimos nuestro terreno en una proporción de dos contra uno, haciendo frente a la primera embestida de los daneses con habilidad y disciplina. Recordamos nuestro entrenamiento y luchamos como hermanos. Hombro con hombro con el desconocido vendo, hinqué deliberadamente la punta de la lanza en el escudo del siguiente danés que cargó contra nosotros, cuyo impulso la hundió profundamente en la madera. Entonces retorcí el astil de la lanza para apartar el escudo. En ese instante, el vendo se adelantó hábilmente blandiendo el hacha y le asestó un golpe en la base del cuello al danés desprotegido, derribándolo limpiamente como si fuera un buey en un matadero. El vendo emitió un gruñido de satisfacción. Yo tiré de la lanza para recuperarla, pero estaba bien clavada. La abandoné tal como me habían enseñado y me replegué hasta la línea, empuñando el hacha de batalla que me había echado al hombro izquierdo. Había hombres gritando y rugiendo en todas partes y se oía el constante ruido de los golpes y el estrépito de los metales entrechocando. A pesar del clamor, oí que el capitán danés les ordenaba a grandes voces a sus hombres que retrocedieran y se reagruparan. De pronto, teníamos al enemigo al alcance de la mano, alejándose de nosotros, abordando a toda prisa el dragón y empujándolo hasta liberarlo.

Durante el respiro que hubo a continuación me di la vuelta para ver lo que había pasado detrás de nosotros. Allí también habían rechazado la primera acometida de los daneses. Había algunos cadáveres tendidos en la cubierta del otro barco, que también se había apartado del nuestro. Nuestras bajas habían sido mínimas. Media docena de heridos y un muerto. Los heridos se habían desplomado sobre la cubierta y los cofres, gimiendo de dolor.

—¡Cerrad filas! ¡Manteneos firmes! Volverán a atacarnos —chilló Thrand. No se había movido del castillo de proa; llevaba un escudo astillado y maltrecho en el brazo izquierdo y empuñaba débilmente un hacha de batalla ensangrentada con la mano derecha. Era instantáneamente reconocible, pues era el único entre todos los jomsvikingos que se había calado el anticuado casco de batalla con los visores de búho, mientras que los demás nos habíamos puesto los cascos cónicos que nos habían dado en la armería. Ese equipo de batalla tan antiguo me recordó al estandarte de batalla de Odín honrado por el tiempo y me volví hacia la popa con los ojos entrecerrados. La bandera estaba ondeando y restallando en el viento. En el fragor de la batalla no me había percatado de que la tormenta se cernía sobre nosotros. El cielo estaba negro de un horizonte al otro. Las ráfagas de viento rizaban la superficie del mar. El viejo drakkar se bamboleaba cuando el viento azotaba el antiguo casco. Las tres naves estaban a la deriva en la superficie de la laguna y se dirigían a los bajíos. Además, divisé al tercer dragón danés, que llegaba con nuevos hombres a bordo; enseguida la proporción sería de tres contra uno. Supe entonces que no teníamos esperanza. Miré de nuevo el estandarte de Odín, pero solo vi el sencillo pañuelo blanco restallando en la ventisca que se estaba formando.

Los daneses eran astutos. La tripulación del dragón recién llegado amarró el barco al siguiente de forma que las dos naves formaran una sola plataforma de combate. Seguidamente, se pusieron a barlovento, retiraron los remos y se dirigieron hacia nuestro drakkar. Ya no necesitaban remos. Todos los hombres estaban disponibles para luchar. La tercera embarcación tomó posiciones para volver a atacarnos por el otro lado.

El crujiente impacto de los drakkars amarrados desfondó las tablas más altas del nuestro. La madera vieja se quebró cuando colisionaron los barcos. La embarcación se elevó con el impulso de la repentina embestida cuando saltó a bordo el grueso de los guerreros daneses. Algunos tropezaron, se tambalearon y fueron despachados con un hachazo en el cráneo. Pero el peso de los que se apretaban a bordo tras ellos empujaba a la vanguardia hacia delante y rompió nuestra línea. Nos vimos obligados a ceder terreno; a los pocos pasos nos encontramos espalda contra espalda con los camaradas que estaban intentando defenderse del ataque en el lado opuesto. Combatimos denodadamente, ya fuera debido a la desesperación o a la fe en el juramento al felag. En todo caso, ni un solo jomsvikingo rompió filas. Las lanzas eran inútiles a tan corta distancia, de modo que dábamos hachazos y puñaladas. Era imposible desenvainar una espada ni blandirla. Arrojábamos los escudos a un lado cuando se quebraban o se astillaban y enseguida recurrimos a los cascos y las cotas de malla para rechazar las armas de nuestros enemigos.

Reculamos poco a poco, paso a paso, hasta la popa del barco; nuestra menguante milicia estaba tan apelotonada que, cuando el vendo que estaba a mi lado recibió un hachazo en el cuello, el cuerpo se mantuvo en pie unos instantes antes de desplomarse al fin a mis pies. El brazo con el que sostenía el escudo me temblaba a causa del impacto de las hachas y los garrotes daneses y el escudo recubierto de piel empezaba a desintegrarse. Respiraba entrecortadamente a través de la cortina de malla que me colgaba sobre la cara. Tenía todo el cuerpo bañado en sudor tras el jubón acolchado bajo la loriga. Del casco manaban ríos de sudor que me irritaban los ojos. Estaba desesperadamente exhausto, apenas podía lanzar un contragolpe con el hacha. Estaba tan agotado que anhelaba bajar el brazo del escudo y descansar. Se me nublaban los ojos y vislumbraba a los daneses gritando con la boca abierta, asestando tajos y cuchilladas: a veces aquellos golpes iban dirigidos contra mí; otras veces, contra los camaradas que estaban a ambos lados. Empecé a tambalearme y bambolearme con una extraña lasitud. Era como si estuviera vadeando un pantano fangoso que me absorbiera los pies y las piernas.

Me estaba sumiendo en la inconsciencia y una densa negrura empezaba a formarse a mi alrededor, cuando experimenté una sensación gélida y punzante en los ojos. Cuando miré más allá de la guardia de la nariz me di cuenta de que una inesperada granizada de verano había velado la batalla. Grandes pedriscos golpeaban el casco metálico y de pronto me veía resbalando y deslizándome en la crujiente superficie blanca que tapizaba la cubierta. Hacía mucho frío. La granizada era tan intensa que las ráfagas de aire nos arrojaban copos de hielo a la cara bajo el borde del casco. Me costaba ver el otro extremo del drakkar, pero atisbé a lo lejos el estandarte de Odín ondeando en el poste de popa. Parpadeé para aclararme la vista y puede que el completo agotamiento ola sangre que me rugía en los oídos afectaran mi visión, pero vi al cuervo, negro y sediento de sangre, que se volvió para mirarme y agachó poco a poco la cabeza sabia y prudente. En ese momento sentí una terrible agonía en la garganta. Me quedé sin respiración.

Cuando desperté sentía un dolor espantoso en el gaznate al respirar. Estaba tendido bocabajo, empotrado entre dos bancos de remos. Algo pesado me aprisionaba el brazo izquierdo; era el cadáver del abodrita que nos había adiestrado en Jomsburgo. En sus estertores se me había caído encima y me había derribado. Cautelosa y dolorosamente, respirando con todo el cuidado posible a través de la tráquea magullada, me liberé a duras penas y alcé la cabeza para escrutar el barco. No se oía nada más que el débil embate de las olas contra el casco. No había ningún movimiento ni nadie de pie en la cubierta. Todo estaba en calma y oscuro. Había caído la noche y reinaba el silencio en el drakkar. Transido de dolor, desplacé el peso del cuerpo para arrastrarme por el banco de remos. Oí un gemido, pero no acerté a precisar de dónde venía. A mi alrededor, los bancos de remos estaban salpicados de cuerpos, tanto daneses como jomsvikingos. Mareado a causa del esfuerzo, fui arrastrándome al castillo de proa en el que había visto por última vez a Thrand.

Lo encontré derrumbado sobre la cubierta con la espalda apoyada en el macarrón. Hasta en la penumbra, veía el desgarrón de su loriga a la altura del pecho. Seguía llevando el anticuado casco y pensé que estaba muerto hasta que percibí el débil movimiento de los ojos tras los visores.

Debía de haberme visto acercándome a la manera de un cangrejo, pues murmuró suavemente:

—Odín debe de amarte, Thorgils.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —le pregunté con voz ronca.

—Allí donde el destino ha salido a nuestro encuentro —contestó.

—¿Dónde están los daneses?

—No andan lejos —dijo—. Se retiraron a sus naves cuando oscureció demasiado. Se hizo de noche al principio de la tormenta y les da miedo matar en la oscuridad por si las víctimas regresan en forma de no muertos para atormentarlos. Regresarán al alba para acabar con los heridos y desvalijar a los cadáveres.

—¿Es que no queda nadie? —quise saber.

—Hemos combatido bien —respondió—. Mejor que nadie. Pero los jomsvikingos están acabados.

—No todos. Puedo ayudarte a marcharte de aquí.

Thrand hizo un gesto exánime y miré hacia abajo. Tenía las piernas extendidas sobre la cubierta y vi que le faltaba el pie derecho.

—Éste es siempre el punto débil cuando combates a bordo de una nave —comentó—. Te defiendes con el escudo y alguien se agacha bajo el banco de remos hasta que se acerca lo bastante como para poder cortarte la pierna.

—Pero no puedo abandonarte —exclamé.

—Déjame, Thorgils. No tengo miedo a la muerte. —Y citó al Todopoderoso:

Los holgazanes creen que vivirán para siempre

si no libran ninguna batalla,

pero los años no les concederán el regalo del descanso

aunque las lanzas les perdonen la vida.

Se inclinó hacia delante y me asió el antebrazo.

—Odín nos ha mandado esa tormenta con un propósito. Ha hecho que anochezca pronto para que no te asesinen junto con los demás heridos. Ahora tienes que marcharte y encontrar al rey Canute. Dile que los jomsvikingos han cumplido su palabra. No debe creer que no hemos hecho honor a nuestro salario. Adviértele también que el jarl Ulf es un traidor y dile a Thorkel el Alto que la deshonra de la bahía de Jorunga ha sido reparada y que fue Thrand el que dirigió al felag en el cumplimiento de su deber.

Se apoyó de nuevo, exhausto. Hubo un largo silencio. Yo estaba tan desfallecido que sentía que no tendría fuerzas para abandonar el drakar aunque quisiera. Solo quería tumbarme en la cubierta y descansar. Pero Thrand no me dejó.

—Vamos, Thorgils, márchate —me apremió suavemente, y añadió, como si no hubiera ninguna duda—: Ya has visto el cuervo. Era la voluntad de Odín que nos derrotasen.

Me despojé de la pesada cota de malla, aunque hasta el menor movimiento me producía un dolor insoportable. La malla de la guardia de la garganta había impedido que el tajo me separase la cabeza de los hombros, pero me había cortado la respiración. Me quité el jubón almohadillado y fui hacia la abertura que los daneses habían hecho en el macarrón al estrellarse contra nosotros. Estaba demasiado magullado y exhausto para hacer otra cosa que descender por la abertura hasta la laguna. La impresión del agua fría me revivió momentáneamente y traté de nadar. Pero estaba demasiado cansado. Mis piernas se hundieron y decidí desasirme del barco y ahogarme de buena gana. Para mi sorpresa, mis pies tocaron el fondo. El drakar se había adentrado tanto en los bajíos que hacía pie. Poco a poco, medio nadando y medio caminando, llegué a la orilla y remonté la playa a trompicones. Los pies se me hundían en la arena más seca, tropecé con la primera mata de hierba de las dunas y me desplomé. Me levanté enseguida, sabiendo que tenía que alejarme todo lo posible de los daneses.

Cuando crucé la primera duna me volví a mirar el drakkar y vi un punto luminoso. Se trataba de una pequeña explosión de llamas. Se apagó y seguidamente se inflamó y se intensificó. Recordé la brea que habían usado los calafates para restaurar de dentro afuera aquella antigua embarcación y supe que ardería bien. Pero era imposible saber si le había prendido fuego Thrand o algún otro superviviente del combate. Solo sabía que al alba la última nave de guerra de los jomsvikingos habría ardido hasta la línea de flotación.