Catáfilas

Ivana Zacarías

Argentina

«Encore un moment, monsieur le bourreau, encore un moment.»

MADAME DU BARRY

La arrastró detrás de los carteles que anunciaban la conferencia y la llevó contra la pared. Arrancó de un tirón los botones de su blusa, descubriendo su torso para recorrerlo todo. Le quitó la pollera, hizo que se quedara sólo en tacos.

Ella se dejaba. Quería más. La excitaba la situación: experto en historia moderna francesa, él acababa de exponer sobre los amores de Madame du Barry frente a un público ávido de inertes discusiones académicas. Atenta, había percibido que él, durante la charla, ya la buscaba, la descubría entre la audiencia: sin dudas, incitándola a acercarse con sus preguntas, o tan sólo a acercarse, no había dejado de mirarla un instante. De penetrarla con la mirada.

Un hombre de verdad —fuerte, musculoso, seguro—. Si no fuera porque se ocultaba detrás de abstrusas palabras, nadie lo consideraría un intelectual: estilo salvaje, porte fornido, mirada insinuante. Y, aunque sus labios no eran carnosos, ella los encontraba terriblemente irresistibles.

Abrió los ojos y notó su propio brazo derecho levantado y extendido hacia atrás, por encima del asiento del colectivo: volvía de una conferencia en la Biblioteca Nacional. La cabeza reposaba contra la ventanilla. Su respiración había empañado el vidrio alrededor de su mano, que patinaba lentamente hacia abajo, quizás acariciando a aquel varón. Se dio cuenta de que en algún momento había abandonado la bufanda que tejía. Miró a su alrededor temiendo que algún pasajero la hubiera pescado soñando despierta, y supo que se había sonrojado.

Rubia, esbelta, de piel dorada, su pelo caía hasta la cintura por encima del camisolín de satén rosa con puntillas.

Y él. Él, que llegaba con un anillo brillante y un ramo de jazmines, las flores que ella siempre prefería. Encendió velas. Esa canción —She— sonaba de fondo. Ella se deslizaba sensualmente en la habitación —sonreía provocadora, todavía no se dejaba atrapar—. Preso de la lujuria, él la seguía con la mirada, que casi llegaba a tocarla; contemplaba su hermosura, sus sugestivas curvas. Cuando se acercó a su hombre, ella recorrió su boca, su cuello, su barba suavemente áspera… lentamente… con cada uno de sus dedos… sólo para volverlo loco.

Esta vez fueron el olor de la cebolla que estaba picando y el ardor en los ojos los que la devolvieron a la realidad. Corrió al baño a lavarse: se vio las manos arrugadas, resquebrajadas, cubiertas de manchas; sus uñas, amarillentas… ¿Cómo una sexagenaria, una vieja como ella, podía tener esos pensamientos?

Verificó en el espejo la mirada triste rodeada de ojeras y lágrimas a punto de brotar.

—Soy vieja. Soy una vieja sucia. Vieja como el mundo. Vieja como una pasa de uva vieja.

Y ahora sí, sin resistencia, las lágrimas fluyeron sobre sus mejillas ablandadas.

Un nudo en la garganta la perforó. La melodía de Charles Aznavour seguía resonando… Vestía un corsé: el blanco traslucía su desnudez, y guantes de encaje cubrían sus brazos hasta los codos. Lo desvistió, lo tiró a una silla, y con sogas lo ató al respaldo. No lo soltaría hasta que se incendiara en placer. Acercándose con meneo felino, se arrodilló mirándolo fijamente. Se le subió encima y lo lamió entero. Volcó su cabeza hacia atrás con fuerza, como si eso la hiciera sentirlo más. Se le cortó el aliento cuando notó que hasta lo había hecho llorar.

Al verse reflejada en la ventana, descubrió una marca en su cuello. ¿Algún apasionado, quizá, con hambre de satisfacerla?

Lanzó un alarido de horror, y el gato huyó a esconderse detrás de la silla hamaca. Respiraba jadeante. Tomó el frasco de Clonazepán y lo vació en su garganta. Y así se durmió, por varias horas, abrazada al retrato de sus nietos. La rodeaba, en sus sueños, una fragancia a hombre.

El dolor en sus muñecas, con huellas de ataduras, la hizo volver en sí. Debajo de las medias de red bordó, sus piernas aparecían marcadas, lastimadas, como si hubiera recibido… ¿latigazos? Sintió que enloquecía.

Se quitó sus gruesos anteojos y se cubrió la cara con un repasador que alcanzó a manotear. No podía controlar el temblequeo de sus dedos, la mandíbula rechinando. Su corazón agitado y la rigidez de sus miembros hacían difícil cada movimiento. Volvió al ansiolítico. Quiso pegar un grito, pero el miedo ahogó su voz, y todo fue silencio y tormento. Musitó con timidez breves gemidos: hasta sufrir la avergonzaba.

Como pudo, se irguió y alzó el mentón: aún era una mujer fuerte. Se encontró en los espejos que recubrían las paredes, y ahora su mirada ardía de deseo. Tenues luces azules bañaban el juego que comenzaba. Labios de un rojo intenso, párpados pincelados de negro, pestañas alargadas. Sus piernas, recubiertas por medias elásticas de cuero negro que terminaban en un finísimo taco aguja. No llevaba nada más.

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Ilustración: Pedro Belushi

Gritos de mujer, que nunca se supo si eran de gozo o de desesperación, quizá de terror, se oyeron en el piso de arriba.

—La vieja del 1º «C» —murmuró para sí el joven sereno del edificio, sin atinar a inmiscuirse en asuntos ajenos.

Pero el hedor que a los pocos días salió del departamento intranquilizó al muchacho, empujado entonces a curiosear.

Usó el duplicado de la llave, y en la habitación se encontró con el espanto y la belleza en comunión: sobre la cama, muerta, apenas vestida, yacía una hermosa mujer de unos sesenta años. Parecía que el paso del tiempo la hubiera bendecido.

¿Era…?

No, no podía ser.

Un gato dormía acurrucado en su flanco, envuelto por el batón desteñido. Era atractiva, completa, única: acaso la primera mujer verdadera que el sereno había visto en su vida. Advirtió que, con esposas forradas de plumas, le habían amarrado una mano a los barrotes de la cabecera. Un anillo de piedra brillaba en esa mano. Había una expresión de vivo placer en su rostro: embelesado, no pudo resistirse a besarla en la boca.

Corrió a la comisaría y relató lo que había visto. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, no descubrió más que un par de esposas en la almohada. Y, sobre el colchón, un puñado de uvas, de esas pasas. Se dice que las sábanas olían a jazmín.


Ivana Zacarías nació en Munro, en 1981. Estudió en Argentina y también en el exterior. Trabaja en proyectos educativos desde los ámbitos académicos y públicos. Cree que el primer libro que lee una persona tiene una influencia ineludible en el devenir de su vida: el suyo fue Mujercitas.

Este es su primer cuento publicado en Axxón.

Axxón 2013
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