El regreso

Daniel De Leo

Argentina

Hoy me acuerdo de ellas otra vez. Las maestras, las llamábamos. Habrán pasado veinte años, pero hay cosas que no se olvidan, personas que no se olvidan, anécdotas que asoman desde lo hondo de su noche sin que uno pueda impedirlo o explicarlo. Entonces, más vale entregarse a esos instantes antiguos que trepan hasta la conciencia.

Las maestras. Dos hermanas que daban clases particulares en una casa de tejas descoloridas y fachada devorada por la hiedra. Ayudaron a varias generaciones de niños y adolescentes. Yo fui uno de sus chicos, y también mi madre había recurrido a ellas en su juventud. Dictaban las clases en una sala espaciosa de la planta baja. La sala sonaba a hueco cuando uno hablaba, y todo se traducía en murmullos bajo una tranquilidad de iglesia o biblioteca. Había un par de mesas, un pizarrón y libros amontonados en los estantes. Una cortina gris ocultaba el acceso al primer piso.

Cada vez que sonaba el timbre, las maestras espiaban por las rendijas de la persiana, casi siempre baja. A mí me intrigaba un poco verlas moverse con avidez, pegarse a la ventana como si se sintieran perseguidas. Timbrazo, y entonces Herminia o Leonor se levantaban para curiosear la calle. A veces, asomadas las dos, intercambiaban palabras en un cuchicheo escurridizo, como si manejaran otros códigos.

Herminia tenía el mentón sembrado de vellos casi imperceptibles, el pelo entrecano y coronado con un rodete. La papada le ensanchaba la cara. Leonor, en cambio, era morocha; mejor dicho, se teñía de castaño. Usaba una lupa para leer: inclinada sobre algún cuaderno, deletreaba la tarea deslizando el lente redondo por los renglones.

Era común que nos sentáramos varios chicos a la misma mesa. Herminia, una eminencia en matemática, me explicaba las cuentas paso por paso, con su voz dócil y paciente que convenía a esa atmósfera de una luminosidad casi de ensueño. Después me daba algunos ejercicios y, mientras me demoraba en resolverlos, se dedicaba a atender a los demás. Todavía hoy, al cerrar los ojos y evocarla —evocarla tal como se veía por ese entonces, no como lo que fue después—, la entreveo sonriéndome, susurrándome con su aliento a libro viejo o a madera. En la otra mesa, Leonor se encargaba de ayudar a los que andaban flojos en lengua y literatura.

Se me hacía mentira que pudieran ser tan amables. Yo me distraía imaginando cómo se comportarían aquellas dos solteronas en el hermetismo del hogar. Me las figuraba desplazándose con bruscos ademanes, moviéndose con la nerviosidad de ciertas personas cuando no se saben observadas. Las voces delicadas se tornarían ásperas al caer la noche, cuando ya no quedaban alumnos en la casa.

Sin duda vivieron años de renuncia, al margen del amor. Años de observar las facciones de una en la cara de la otra. Años de tentaciones reprimidas —eran sensibles y humanas lo mismo que cualquiera, y también en sus corazones latiría el deseo, secreto y tenaz.

Un recuerdo: ya no me aguantaba las ganas de ir al baño, y le pedí a Herminia que me mostrase el camino. Ellas cruzaron las miradas. Leonor dio su aprobación en un gesto sutil que fui capaz de cazar al vuelo, y recién entonces Herminia resolvió acompañarme. Atravesamos la cortina gris y subimos hasta el primer piso por una escalera alfombrada que despedía un olor húmedo.

—Es allá, Julito —dijo, señalando una puerta blanca al fondo del pasillo.

Herminia bajó, y yo caminé hacia el baño. Cuando salí, mientras me ajustaba el cinto, se me dio por estudiar las puertas a los costados. Seis en total, tres a la derecha y tres a la izquierda. Demasiadas para dos mujeres solas.

Entonces retumbó un golpe en la pared. Antes de que pudiera escapar, sentí crujir una puerta en el otro extremo, cerca de la escalera. Se asomó un hombre, los pies descalzos, la cabeza rapada. Desde el pasillo se fijó en mí como esforzándose por recordar algo. No supe si avanzar o retroceder, y me quedé ahí esperando que se apartara o que me hablara o qué sé yo. Andaba con una túnica, o a lo mejor era una sábana eso que lo envolvía. El miedo y los años borronearon aquel detalle, pero todavía retengo con nitidez la pequeña cicatriz que le cruzaba una ceja.

—Julio… —dije por decir algo—. Me llamo Julio.

—Soy el Mesías —murmuró, y sospeché que me lo hubiera dicho igual aunque yo no me hubiese presentado.

Ignoraba entonces el significado exacto de aquella palabra, Mesías, aunque la relacionaba con la religión, con lo sagrado. ¿Qué me habría hecho perder el miedo? No lo sé. Pero, de un segundo a otro, yo dejaba de sentirlo como un peligro. Lo miré distinto. Lo vi igual que a un enfermo, que a un loco manso. Un pobre hombre, eso me pareció en el fondo. Abrió el puño y me mostró un bultito plateado. Al acercarme comprobé que se trataba de una cadenita con una cruz. Me la ofreció y no dudé en aceptarla —de chico era bastante pedigüeño, un caradura—. Alargué el brazo, y dejó caer en mi mano la cadenita. Pensé en colgármela del cuello, pero ¿qué diría Herminia al reconocerla? Seguro que me la pediría, así que me la guardé en el bolsillo.

Pasos huecos en la escalera. Herminia apareció detrás del tipo y me miró con los ojos muy abiertos, aterrada o confundida, como si la rareza fuese yo.

—Oscar, volvé a la pieza —ordenó, y fue la primera y última vez que la oí chillar.

El hombre entró sin un rezongo. Herminia lo encerró con llave y, mientras bajábamos, me confesó que era su hermano.

—¿Qué tiene? —dije.

Ella se llevó el índice a la altura de la sien y lo hizo girar en el aire, mientras entornaba los párpados rugosos como cáscaras de nuez.

—Cada tanto lo internamos —aclaró—, pero no aguanta estar lejos de nosotras.

Con sorpresa me enteré de que mis padres y muchos otros en el barrio sabían del hermano de las maestras, aunque la mayoría imaginaba que lo habían internado lejos, en algún hospicio de provincia.

Una tarde en que volvía del colegio, pasé frente a la casa de las maestras y lo descubrí sobre el tejado. Me detuve a mirar. El loco, parado junto a la chimenea, sin apoyarse en nada, vigilaba el cielo ensombrecido de nubarrones. Se va a matar, pensé. Extendió los brazos, las palmas hacia arriba, y vi estallar relámpagos detrás de su figura. En el resplandor advertí que me miraba con una bronca irracional o injusta, o eso me parecía.

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Ilustración: Tut

Saqué el crucifijo del bolsillo y se lo mostré, tratando de que recordase nuestro encuentro, que no había sido grato pero tampoco hostil; haciéndole notar que, de algún modo, yo estaba de su parte. Enseguida me di cuenta de que mi gesto podía ser tomado por una provocación, y me guardé la cruz.

Otro relámpago inflamó las nubes. Cayeron las primeras gotas, graves y dispersas. Luego resonó un trueno. Y no pude evitar la idea de que aquel rugido había sido destinado a alimentar a esa figura, dotándola de una fuerza que se traduciría en actos portentosos.

Dejé de mirarlo. Al momento, cuando alcé la cabeza, el loco ya no estaba. ¿Se habría caído? ¿Acaso vendría por mí? Eché a correr bajo la lluvia, calle abajo.

En los días siguientes no volví a visitar a las maestras. Evité pasar por esa calle al ir al colegio o al volver.

Dos o tres semanas después de la escena del loco en el techo, murió Herminia. De compras en la despensa de don Pablo, al enfilar hacia la puerta, las bolsas cargadas, cayó redonda al suelo. Don Pablo trató de reanimarla, pero ya era inútil. Confieso que la lloré, la lloré bastante. La enterraron en la Chacarita, donde también descansan mis abuelos.

Incapaz de asimilar el duelo, Leonor dejó de dar clases. A los chicos que iban a la casa les explicaba que no estaba en condiciones de ayudarlos. Venían alumnos de muy lejos, no enterados de la desgracia.

En el barrio se decía que, tarde o temprano, Leonor se repondría y volvería a la enseñanza. Hubiéramos querido verla trabajando, pero lo cierto es que se marchó una noche, semanas después de la muerte de la hermana. Lo hizo en silencio, sin comentarlo con nadie. Esa era la versión desparramada por la Maruja, y si la Maruja lo había dicho, conocedora de la zona y de cada movimiento, había que creerle.

No pasó mucho tiempo antes de que yo me pusiera a merodear frente a la casa de paredes ganadas por la hiedra. Volvía del colegio. Serían las seis y media de la tarde, o quizá las siete. Recuerdo que me sorprendí al ver la luz amarilla en las persianas. Me detuve tratando de distinguir adentro alguna agitación, alguna sombra. En eso, la puerta se abrió como si el viento la hubiera empujado. Desde la vereda apenas pude divisar, bajo la lámpara encendida, una silla vacía y parte del pizarrón. El loco, pensé, el único habitante. Me cargué al hombro la mochila, que venía arrastrando en una mano, y di unos pasos hacia el umbral.

Ahí estaba ella, concentrada en corregir quién sabe qué ejercicios. Los mechones, endurecidos y liberados del rodete, rozaban las páginas en la superficie de la mesa.

La curiosidad, más fuerte que el miedo —aunque del miedo se nutre—, me empujó a entrar en el salón. No me alejé de la puerta, que seguía abierta a mis espaldas.

Algunos creen que una luz intensa les señalará el camino; otros, que hay un pasillo largo donde un ser querido los espera al final. Muchos están convencidos de que no hay nada, sólo frío y oscuridad y silencio. Pero también hay quienes afirman que, en los instantes iniciales de esa nueva existencia, uno llega a su centro y comprende realmente quién es, o quién ha sido. ¿Qué hay más allá de la muerte? Sólo con la muerte misma lo sabremos. Pero yo, en aquel momento, estuve a punto de averiguarlo en vida.

Herminia soltó el lápiz y levantó la cabeza. Quedó como pensando en vaya uno a saber qué cosas. Apenas la reconocí. La muerte había dejado incompleto su trabajo: venillas amontonadas alrededor de los labios, la piel resquebrajada. El frío se le adivinaba en la opacidad de los ojos. Un templo desolado, sin esencia. Tal es la imagen que me viene ahora, pero en ese entonces me mareaban pensamientos y metáforas horribles.

El loco, el Mesías, asomó la cabeza por la cortina y asintió con orgullo o satisfacción. Me di cuenta de la trascendencia de su papel en el retorno «milagroso» de su hermana, y estuve seguro de que Leonor había escapado por temor a padecer un destino semejante.

De pronto Herminia reparó en mí, aunque en realidad no me miraba. Más bien parecía buscar algo por encima de mi hombro o más atrás, igual que un ciego que percibe una presencia y dirige su atención hacia los ruidos.

Hubiera querido saber, formularle esa pregunta que tenía en la punta de la lengua —«¿Qué hay allá, Herminia, qué viste?» —, pero no pude balbucear ni una palabra.

Con una voz que era el eco remoto de su voz, ella pronunció lo último que le escuché decir antes de que yo escapara para siempre.

—Vení, Julito —extendió hacia mí su mano tumefacta—. Mostrame tu cuaderno, mostrame esa cuentita que no te sale.


Daniel De Leo nació en Buenos Aires (1973). Obtuvo premios en concursos de Latinoamérica y España. Ha publicado notas en el suplemento Cultura del diario Perfil. Colaboró como redactor en la revista literaria Axolotl. Es autor del libro de cuentos Después de la tormenta, premiado por la Fundación Victoria Ocampo en 2010. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial, género cuento, por su libro Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.

Así aparece en Axxón por primera vez.

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