Incursión bélica
Ricardo Manzanaro
España
El soldado saltó del helicóptero. Inmediatamente se giró varias veces a un lado y al otro, con el fin de que su sensor calorimétrico neuroimplantado localizara posibles rivales. En ocho segundos había contabilizado catorce fuentes de calor, casi todas agrupadas en una zona de aquella meseta. «Ahí está el escondite enemigo», pensó.
Se lanzó hacia el objetivo, disparando a mansalva. Los proyectiles dirigidos hacia él los lograba esquivar gracias a su bioarnés que era capaz de detectar el acercamiento de cada bala y forzaba al cuerpo huésped a moverse lo justo para evitarlas. Por el contrario, sus disparos eran siempre certeros, orientados por el microcalorímetro que portaban las balas. Dio un inverosímil salto hiperneumático, y, desde lo alto, en unos instantes, acabó con el resto.
Poco después, con la misión cumplida, le recogió el helicóptero que le transportó, junto a sus compañeros de comando, al cuartel general.
Una vez allí, se libró de la pesada ropa de combate, y se vistió de traje y corbata. Accedió a una oficina y se sentó en el sillón tras la mesa principal de la estancia. Pulsó un botón en un lateral de un ordenador que reposaba sobre dicha mesa. Descendió del techo un casco, que se ajustó a su cabeza y luego se activó, destruyendo los enlaces neuronales creados en las últimas seis horas. A continuación el casco se elevó, volviendo a su localización inicial. El individuo miró un reloj que había en la oficina. Ya era hora de marcharse. Apagó el ordenador y la luz del despacho, y salió a la calle. Veinte minutos después llegó a su domicilio donde saludó a su esposa.
—¿Qué tal en la oficina? —le preguntó ella.
—¡Psche! Lo de siempre, un rollo.