Tepet Ejava, más conocida como la Rosa Negra, se agachó tras la borda del Cosecha Amarga. Podía ver entre las olas al resto de su escuadra, los remos clavándose en el mar, sincronizados, en dirección a la orilla. Tras ellos, ardían los cascos arruinados del escuadrón pirata. Se dirigían al refugio de bucaneros El Diente del Tiburón. Su localización era un secreto bien guardado, a pesar de los esfuerzos de las agencias del Reino.
Alineados en la orilla los esperaba un ejército de piratas. Armados con espadas y hachas, ganchos y garfios de estibador, había tres asesinos por cada uno de sus mercenarios. Aquí y allá, los pendones multicolores de los forajidos ondeaban henchidos por la brisa marina. Eran bandidos y forajidos, iba a ser una dura pelea. Para que un barco funcione hace falta una disciplina de hierro, no importa que sea mercante, pirata o un buque de guerra. Muchos de aquellos hombres también tenían experiencia en infantería, dado que muchos de los piratas no se limitaban a abordar otros barcos; también habían asediado puertos y pueblos costeros. La Rosa Negra miró a izquierda y derecha a las galeras que se dirigían hacia la orilla, y se sintió segura. Aunque sus tropas estaban compuestas por mercenarios y asesinos de la Legión del Pis Rojo, podía enfrentarlos contra cualquier legión imperial, o incluso las tropas de choque de la Casa Tepet, perdidas recientemente en el norte.
El rostro de Ejava se endureció cuando recordó a su hermano muerto y a sus primos, tíos y tías, todos desaparecidos en la batalla. Los miembros de su casa habían pagado cara la bravura derivada de su condición de Vástagos. Ahora moraban con los Dragones, y no había forma de cambiar aquello. Su sacrificio no sería en vano, el honor de la casa quedaría por encima de todo lo demás. No importaba que tuviese que utilizar mercenarios y oficiales no Vástagos para conseguirlo. La Dinastía podía reírse de sus métodos, pero sus resultados eran impecables.
La galera se aproximaba a la playa, cambió el ritmo del tambor. Comenzaron a llover las flechas. La Rosa Negra miró hacia atrás y vio cómo uno de sus hombres caía sin hacer ruido a su lado, muerto. La galera que estaba a la izquierda del Cosecha Amarga tembló sobre el agua cuando un proyectil de ballesta gigante penetró en la cubierta, atravesando la bodega donde se encontraban los esclavos.
Los gritos de los keleustes del barco eran audibles hasta en la proa de la galera. Los bogadores soltaron sus remos y el barco, cargado hasta los topes, aminoró su marcha. No le preocupaba salvar el barco, sólo quería que llegase a la playa, aunque una colisión demasiado fuerte podría matar o herir a la mayoría de los hombres a bordo.
La armadura de jade de la Rosa Negra brilló bajo el sol de la tarde. Saltó a tierra tan pronto como sintió que el casco encallaba en la arena. Sintió el agua, y las flechas rebotando en su armadura. Ejava se enderezó, su armadura chorreando, y caminó tierra adentro, hacia el grueso de los piratas. Tras ella, su flotilla. Los barcos volcaban o se hundían al llegar a la playa, aunque muchos atracaban sin problemas. En cuestión de segundos, las tropas, ordenadas en garras, saltaban de las bordas de las galeras, siguiendo a su comandante, directas a la contienda.
Quemando Esencia en gran cantidad, la Rosa Negra se lanzó hacia el grupo de bucaneros. El daiklave de jade brillaba en su mano, rápido y flexible como una vara de sauce. En su otra mano había una retorcida jabalina llena de espinas, que acabó clavada en el pecho de un gigante sin armadura que llevaba un hacha en cada mano. Alzó la espada sobre su cabeza y apuntó hacia delante. “¡Hacia el estandarte!”, gritó, y sus palabras se perdieron en el fragor de la batalla. Sus hombres no necesitaban grandes arengas. Se abrieron paso haciendo mucho daño, feroces como el lobo que los representaba.
“¡Victoria!”, gritó ella. “¡Victoria o muerte!”.