Transmitir optimismo

No hay nada más peligroso que la negatividad. Debemos rodearnos y dejarnos guiar por personas que transmitan optimismo a los demás. De hecho, los grandes líderes que contagian optimismo a la sociedad no emergen en tiempos de bonanza, sino en momentos de crisis, caos y desconcierto. Son hombres y mujeres que tienen el entusiasmo o la visión suficiente para intuir que el cambio es posible. No sólo consiguen subir por la pendiente del círculo, sino también motivar a otras personas para que sigan sus pasos e inicien el ascenso. La negatividad es muy contagiosa, pero también lo son la positividad y el optimismo.

Muy a menudo asociamos el liderazgo con la política, cuando en realidad es una característica que puede poseer una señora de la limpieza, un pintor, un médico, un albañil, un estudiante, una trabajadora social o un maestro de escuela; y desde luego cualquier padre o madre. También lo asociamos a actividades con una amplia repercusión pública, pero las personas que son capaces de guiar a otras lo hacen con frecuencia a muy pequeña escala y sólo tienen impacto en sus familias, sus barrios, sus comunidades de vecinos, sus empresas o sus amigos.

El liderazgo del médico es el rasgo más valorado por los enfermos. Al final, los galenos más apreciados son aquellos que aúnan sus conocimientos técnicos con la capacidad para transmitir confianza al paciente dándole la tranquilidad de que estarán junto a él durante el tratamiento y tomarán las decisiones acertadas.

En realidad, un líder es alguien que, por lo general, ha sido capaz de superar vicisitudes adversas y ha salido reforzado tras la experiencia. Hoy se utiliza el neologismo «resiliencia» para designar esa capacidad, aunque yo prefiero el término «elasticidad» porque es más gráfico: son personas que con una crisis o sinsabor se doblan pero no se quiebran; es decir, no se doblegan. Son como las gomas elásticas, luego salen disparadas hacia delante. «Del sufrimiento surgen las almas más fuertes. Los caracteres más sólidos están plagados de cicatrices» afirmaba el poeta libanés Kahlil Gibran.

Los líderes que tienen un impacto más amplio e irradian optimismo a su entorno están dotados de la capacidad para tomar impulso y avanzar con fuerza tras los momentos difíciles, y cuando lo hacen también saben captar los sentimientos o necesidades de la gente que los rodea para conducirla por el camino que ellos consideran correcto. Conectan emocionalmente con su entorno y logran convencer, motivar y emocionar a quienes los escuchan. Si observamos el último siglo, vemos que la capacidad de liderazgo puede tener consecuencias tan positivas como, por ejemplo, el fin del apartheid en Sudáfrica. Por desgracia, el carisma no siempre va unido a causas nobles y sus efectos pueden ser tan devastadores como el régimen de Adolf Hitler en Alemania.

Por mi trabajo he tenido la suerte de conocer a políticos, pontífices y artistas, así como a muchas otras personas de todas las profesiones y clases sociales. Los líderes genuinos practican con el ejemplo: cuando hablan de esfuerzo, perseverancia, estoicismo y lucha no emplean palabras vacías, sino conclusiones a las que han llegado tras una infancia difícil y una vida plagada de obstáculos. Me fascinan las personas que han logrado superar sus limitaciones, que han roto barreras y han desafiado estadísticas que les daban posibilidades muy bajas o nulas de éxito. La tenacidad es un ingrediente fundamental del espíritu de superación. Detrás de todo líder hay una persona extremadamente obstinada e irreductible; una persona incluso obsesiva. La tenacidad de los atletas paralímpicos me produce una admiración enorme. En el mundo del deporte son muchos los casos de futbolistas, ciclistas, tenistas o nadadores que no tenían las mejores aptitudes físicas para competir al más alto nivel y que, sin embargo, lo han logrado. Uno de mis ídolos cuando jugaba al tenis era el ecuatoriano Pancho Segura. Aquel tipo era increíble: había estado al borde de la muerte al nacer y más tarde enfermó de malaria y raquitismo. Tenía las piernas arqueadas y no era corpulento, pero era imbatible en la cancha. Y a pesar de esa infancia enfermiza, ahora es un venerable nonagenario y una leyenda del tenis.

No todos los líderes que tienen un gran impacto necesitan estar en el candelero y salir en los medios de comunicación. Algunos ejercen su liderazgo desde un modesto segundo plano. Es el caso de J. K. Rowling, autora de la saga de Harry Potter, que ha conseguido entusiasmar a millones de niños de todo el mundo sin apenas conceder entrevistas. El pequeño mago es su mejor representante porque ha creado un mundo mágico y al mismo tiempo verosímil donde las fuerzas del bien (la inteligencia, la amistad y la valentía) son más poderosas que las fuerzas del mal. Aunque es discreta y tímida, Rowling tiene madera de líder: en un momento muy difícil de su vida, cuando era una madre soltera que no podía pagar el recibo de la luz, logró crear un personaje fantástico y no se rindió cuando varias editoriales rechazaron su manuscrito. La editorial que apostó por aquella desconocida nunca lo ha lamentado.

El brasileño Oscar Niemeyer, fallecido recientemente, es otro personaje de genio y carisma indiscutibles. Considerado como uno de los arquitectos más influyentes del último siglo, intervino decisivamente en la construcción de Brasilia y participó en proyectos que han mejorado la calidad de vida de millones de personas. No es casual que fuera uno de los arquitectos que diseñaron la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Era un visionario y puso su imaginación al servicio de la humanidad. Su funeral en Brasilia fue tan espectacular y solemne como el de un estadista.

En el terreno más personal, mis comienzos en Nueva York fueron duros: tuve que luchar para mantener el ánimo y la energía e invertí muchas horas en transmitir optimismo a un equipo que no me recibió con los brazos abiertos.

Viví diez años en Minnesota hasta que una llamada telefónica lo cambió todo: el director médico del hospital Mount Sinai de Nueva York me ofreció encabezar la Unidad de Cardiología. Al principio decliné la oferta, pero cuando esa noche llegué a casa mi esposa me pidió que lo reconsiderara porque a ella la atraía vivir en Manhattan. Para María Ángeles ese cambio representaba dejar atrás la Minnesota de los inviernos extremos. Además podría cumplir uno de sus sueños: estudiar Historia del Arte en la Universidad de Columbia.

Cuando dejé la clínica Mayo y me mudé a Nueva York para trabajar en el Mount Sinai, mis amigos aseguraban que las posibilidades de fracasar se aproximaban al cien por cien. En esa ciudad, decían, hallaría una atmósfera ferozmente competitiva y unos médicos que se habían formado en una mentalidad y una cultura muy distintas a la mía.

Recuerdo perfectamente mi llegada al centro médico. Encontré la zona de aparcamiento sin problemas, pero el vigilante de seguridad me cerró el paso. Me pidió que me identificara. Yo aún no disponía de ninguna identificación, ya que nunca había puesto los pies en aquel lugar. Le dije que era el nuevo responsable del Departamento de Cardiología. «Y a mí qué me cuenta —me respondió—. Sin identificador no le puedo permitir el paso, aunque sea el presidente de Estados Unidos». Ése fue el primer intercambio de opiniones nada más llegar. De hecho, el comportamiento de aquel guarda es muy interesante y altamente positivo: ser jefe no te autoriza a saltarte las normas; aunque seas un subordinado tienes la obligación de aplicarlas, y esa conducta no tendrá ninguna consecuencia porque estás cumpliendo con tu deber. Supongo que dejé el coche en la calle o que alguien de administración me ayudó. Cuando finalmente llegué al despacho, organicé una reunión para esa misma tarde de todos los cardiólogos del departamento.

El hospital contaba en 1981 con setenta y cinco cardiólogos: sesenta tenían consultas externas y mandaban a sus pacientes al centro médico para determinadas pruebas, diagnósticos o intervenciones quirúrgicas; se consideraba que este grupo trabajaba a tiempo parcial. Los quince restantes trabajaban a tiempo completo y eran buenos conocedores de la tecnología más avanzada. Uno de mis objetivos era ampliar la plantilla de facultativos a tiempo completo, pero los dos grupos no se llevaban bien.

Estaba convencido de que el futuro residía en la combinación de ambos elementos. El grupo interno trabaja totalmente arropado por la institución y utiliza lo último en tecnología; el grupo externo de cardiólogos más generales consulta casos complicados y no necesariamente domina la tecnología más moderna ni puede sostener su coste, en contraste con la institución hospitalaria. En resumen, no tenía ninguna duda de que ampliar la plantilla de cardiólogos a tiempo completo era beneficioso para ellos, era beneficioso para el hospital y era beneficioso para los enfermos.

El encuentro empezó con una breve presentación por mi parte. Uno de los facultativos que tenía consulta externa levantó la mano y me preguntó si podía hacer una aclaración. Y continuó: «Sólo quería decirle, en mi nombre y creo que en nombre de los médicos que tienen consulta, que usted no es nuestro jefe y no nos representa».

Mi primer día en aquel edificio fue un verdadero desastre. Las palabras del vigilante de seguridad primero y del cardiólogo después parecían confirmar que, como habían vaticinado mis amigos, iba a fracasar en ese entorno.

¿Y cómo luchar contra esa bienvenida? ¿Cómo imponer tus ideas cuando acabas de llegar? Creo que lo consigues cuando no estás intentando imponer una visión porque te beneficia, sino porque consideras que es la correcta y la más justa para esa comunidad. Debes huir del ruido, centrarte y seguir adelante. Si tienes el convencimiento de que no lo haces para mayor gloria personal, sino porque, basándote en tu experiencia y conocimientos, ése es el camino adecuado, no puedes dejar que las pequeñas mezquindades cotidianas y los intereses de uno u otro se interpongan en tu camino. Combatir porque tienes una misión te da más fuerza que luchar en defensa de tu interés. Hoy en día, el hospital tiene sesenta cardiólogos en plantilla y veinticinco con consulta externa. El tipo que levantó la mano para puntualizar que él no me había contratado ha sido uno de mis mejores amigos.

Años más tarde fui contratado en Boston como director del Departamento de Cardiología del Massachusetts General Hospital de la Universidad de Harvard para impulsar un proyecto similar. De nuevo me volví a encontrar con un grupo de cardiólogos en pie de guerra. Y de nuevo decidí que dotar el hospital con facultativos en plantilla era el camino correcto. En tres años, el departamento pasó a tener veintiún médicos en plantilla cuando antes no tenía ninguno.

Cada vez que he empezado un proyecto me he tropezado con un sinfín de obstáculos y dificultades. Nadie se libra de las envidias o la competitividad mal entendida; los problemas de ego, las luchas de poder y la falta de química con otros son inevitables. Ese ruido no me interesa porque te incapacita para ser efectivo. La convicción y una actitud positiva son esenciales.

Y no hay que olvidar a los conspiradores, los chismosos y los susceptibles. Deben de estar bastante descontentos conmigo porque cada vez que algún amigo suelta la frase «Te comentaré lo que han dicho…», mi respuesta es «No me interesa, en serio». Luego están los que se ocupan de minucias: quieren salir en la foto, sentarse en una mesa determinada, ser mencionados en un discurso, figurar en no sé qué lista.

No fue fácil, pero en Nueva York y en el hospital Mount Sinai me convertí en el primer médico no judío que dirigía un instituto médico. A lo largo de los años en Nueva York he intentado transmitir optimismo a mi equipo y, en muchas ocasiones, cuando han visto que yo estaba pasando por un mal momento, mis colegas han conseguido animarme. Con orgullo diré que nuestro instituto cardiovascular, formado por cerca de mil profesionales, es por lo general altamente positivo y entusiasta.

Necesité, no obstante, que un médico amigo me transmitiera optimismo cuando en 2008 me diagnosticaron un cáncer de próstata. Muchos hombres de mi familia han tenido ese tipo de dolencia y por ello me hacía regularmente la prueba del antígeno prostático específico (PSA, por sus siglas en inglés). En una de esas revisiones salió que los niveles eran demasiado altos y saltaron todas las alarmas. Una biopsia confirmó que tenía cáncer, aunque afortunadamente poco avanzado. Cuando recibí la noticia sentí inquietud y pensé que debía actuar rápido. Algunos hombres eligen esperar porque no quieren padecer los efectos secundarios de los tratamientos agresivos. En mi caso, «esperar» y «cáncer» no son compatibles; tenía la necesidad de extirpar esa dolencia de mi cuerpo. En eso fui contundente y radical porque estaba inquieto. Tenía claro que pasar por el quirófano era la mejor opción en mi caso. Sin embargo, debía decidir qué cirujano me operaría y qué técnica sería la más adecuada.

Llamé a un experto en cáncer de próstata de alta calidad científica y humana a quien habíamos fichado y a quien quería y admiraba. De hecho, él ha operado a muchos de mis pacientes. Le expliqué que quería operarme tan pronto como fuera posible y le pregunté cuál era el mejor camino. Me infundió mucha calma y optimismo; me habían detectado la enfermedad a tiempo y todo iría bien. También me pidió que confiara en él y en la técnica que iba a proponerme. «Creo que debería operarte un robot», dijo. Primero dudé. El robot en cuestión había llegado poco antes al centro médico. Si me dejaba intervenir por él sería uno de sus primeros pacientes en el mundo. Mi amigo me explicó que el robot y él trabajan en equipo; él le daba las órdenes y la máquina, con un pulso mucho más preciso y firme que el de un ser humano, las ejecutaba. «Esta técnica permite un resultado mucho mejor que el obtenido por una mano humana. El riesgo de dañar nervios o vasos sanguíneos disminuye», añadió.

La explicación de mi colega tenía sentido… en teoría. Sin embargo, precisamente porque se trataba de una técnica pionera, no había precedentes para corroborar que esa máquina era la mejor solución a mi problema de salud. Confié en mi amigo y, al final, pronuncié la misma frase que he oído en mi consulta en numerosas ocasiones: «Me pongo en tus manos». Pasé por el quirófano unas semanas después y la operación fue un éxito. Tuve un postoperatorio muy corto y cuatro días más tarde ya trabajaba al ritmo habitual. Y lo más importante: me sentía muy bien atendido y ya no estaba preocupado.

En la actualidad, ese robot, que tiene el sabio nombre de Da Vinci, ya se encuentra en multitud de hospitales del mundo y ha operado a miles de pacientes. Fui un adelantado en ese campo de la medicina, y no como médico, sino como paciente. Y puedo afirmar, una vez más, que dejarse guiar por alguien en quien confías y que te transmite optimismo en un momento de confusión y miedo puede ser trascendental en la vida.

Éste no es el único momento de gran ansiedad que he vivido durante mi etapa en el hospital Mount Sinai. Un golpe inesperado se convirtió en una pesadilla que duró varios meses. Durante quince años traté a un paciente con una enfermedad cardíaca grave. La esperanza de vida para ese tipo de dolencia es de unos cinco años. Él vivió trece años. Seguí muy de cerca su enfermedad, como uno haría con un familiar, e hice todo lo que pude para que estuviera bien atendido. Lamentablemente, un día tuvo un paro cardíaco. Su esposa pidió una ambulancia y cuando ya se encontraban en el vehículo llamaron a mi consulta. Una ayudante les dijo que yo estaba de viaje y les aconsejó que llevaran al paciente al hospital más cercano. Efectivamente, en un caso así el mejor hospital es el más próximo, si bien nada se podía hacer para salvar la vida de aquel hombre. Mi amigo murió. Unos días después, su mujer me demandó por negligencia médica.

A la tristeza por la muerte de mi paciente se sumó la desazón por la demanda. La cultura de la querella está muy arraigada en Estados Unidos, y por esta razón todos los hospitales tienen equipos legales y todos los médicos un seguro que cubre esa eventualidad. A mí nunca me habían demandado. De hecho, nunca más me ha vuelto a suceder. Además, no me podía creer que la demandante fuera la viuda de alguien a quien yo había apreciado tanto.

Cuando muere un ser querido, es una reacción bastante normal enfurecerse contra el médico que lo trataba y sospechar que éste no ha hecho lo suficiente. Pero lo cierto es que vivió muchos más años que los que uno podía predecir y en esta circunstancia final el desenlace era inevitable. Yo había hecho todo lo que estaba en mi mano para proporcionarle la mejor atención médica y garantizar que tuviera una buena calidad de vida. No puedo hacer milagros, pero esa incapacidad no es una negligencia médica. Aturdido y muy afectado, hablé con la abogada del hospital. Desde el primer momento me transmitió serenidad y confianza. Me dijo que el caso no dejaba margen de dudas y que ningún tribunal le daría la razón a la mujer. Por otra parte, me recomendó a una joven abogada que, en su opinión, era la mejor letrada para ese tipo de pleitos.

El apoyo de la jurista del hospital primero y de la joven letrada después fue clave para que yo no me desanimara. Me transmitieron optimismo y el convencimiento de que estaba en buenas manos. Fue un proceso largo y doloroso, y durante más de un año tuve que lidiar con papeleos, llamadas, reuniones y, finalmente, el juicio. Tolero muy bien la tensión del día a día, pero no estaba preparado para lidiar con la presión de un juicio, me sentía indefenso y muy vulnerable. Recuerdo la tristeza que sentí cuando me senté en el banquillo y mi mirada se cruzó con la de la viuda de mi paciente, que volvió la cara y ya no me dirigió la vista durante todas las horas que permanecimos en la sala. El momento más doloroso fue el interrogatorio al que me sometió un médico contratado por la demandante. Ese facultativo, experto en querellas por negligencia médica, se abalanzó sobre mi yugular. Y lo hizo sin ningún escrúpulo porque cualquier estudiante de Medicina sabe que la dolencia de aquel hombre era incurable y entiende la naturaleza de una urgencia médica. Él estaba labrando su fama en el sector y pensó que un cardiólogo que había sido el presidente de las asociaciones estadounidense y mundial del corazón sería un trampolín increíble para su carrera. El fallo del tribunal fue unánime: mi comportamiento no había sido negligente. Pese a la sentencia favorable, tuve que superar la pérdida de mi amigo, la pérdida de la amistad con su viuda y una tristeza que se había acumulado durante meses. Fue duro, pero afortunadamente conté con el apoyo del hospital, de un excelente equipo legal y de mi familia.

Perder amigos forma parte del duro aprendizaje de la vida; personas que estaban a tu lado y, un buen día, ya no están o, peor aún, los tienes en contra. Y aunque duele y puede afectar nuestra autoestima, debemos superar esa pérdida, apoyarnos en familiares o amigos y mirar hacia delante.

He compartido estas experiencias para poder hacer la siguiente afirmación: tendremos que superar momentos duros y pérdidas, pero la vida sigue y nosotros debemos ir a su ritmo. Y aunque la crisis económica y los recortes nos preocupen, hemos de ver también el lado positivo de la realidad y transmitir optimismo a los demás. Como científico les puedo asegurar que hay razones para el optimismo y que la humanidad nunca vivió mejor que ahora. Además, creo que, pese a muchos retos, algunos de gran envergadura, en pocos años haremos grandes avances en el campo de la medicina y muchos tratamientos tendrán menor coste y un mayor alcance.

En mi campo, hemos conseguido grandes avances en la prevención de la enfermedad cardiovascular. Los medios de comunicación y las redes sociales nos permiten llevar a cabo una labor de difusión para explicar a la población cómo puede cuidarse. En realidad, ahora el gran reto es convencer a los ciudadanos de que seguir esos consejos es vital. Sabemos que la hipertensión y los altos niveles de colesterol son factores de riesgo importantes y podemos controlarlos. Ya nadie duda de que fumar es malo para la salud, también para la de nuestro corazón. Con chequeos médicos regulares para mantener la tensión arterial y el colesterol a raya, una dieta equilibrada que limite la cantidad de grasas y azúcares, un poco de ejercicio y una vida libre de humo reducimos las posibilidades de tener problemas cardíacos.

Los científicos tenemos motivos para ser optimistas porque en los últimos años los Gobiernos de un gran número de países se han apoyado en nuestros estudios para impulsar medidas que fomentan un estilo de vida saludable para la población. Países como Australia han endurecido las leyes antitabaco y libran una dura batalla judicial con la poderosa industria tabacalera, temerosa de que otros Estados puedan seguir el ejemplo. Ese país ha uniformizado el diseño de los paquetes de cigarrillos, que son de color verde oliva con independencia de la marca, y ha prohibido la publicidad. El alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, ha implantado medidas que impiden fumar en lugares cerrados o comercializar bebidas azucaradas de más de 473 mililitros en restaurantes, cines y recintos deportivos, y que obligan a los establecimientos a informar a los clientes de la cantidad de calorías que tiene el plato que van a consumir. La ley antitabaco española también prohíbe fumar en espacios públicos cerrados. Aunque algunas voces críticas afirman que estas prohibiciones atentan contra los derechos y libertades individuales, lo cierto es que son muy efectivas y unas grandes aliadas de la salud pública.

Otro aspecto de salud pública fundamental es que muchos países del mundo, entre ellos España, están fomentando la instalación de desfibriladores en lugares muy concurridos (centros comerciales, aeropuertos, instalaciones deportivas, etc.). Esos aparatos portátiles, que pueden ser utilizados por personal no médico que haya completado un curso de formación, emiten un impulso eléctrico con el objetivo de que el corazón recupere el ritmo tras una parada cardiorrespiratoria.

El descubrimiento en los años setenta del siglo pasado de las estatinas, un grupo de fármacos que disminuye el nivel de colesterol en personas que lo tienen alto, nos ha permitido reducir el riesgo de arteriosclerosis y otras enfermedades cardiovasculares. Lo mismo ha ocurrido con medicamentos antitrombóticos como la aspirina o los anticoagulantes.

Por otra parte, las técnicas de circulación extracorpórea han posibilitado operar a corazón abierto. El by-pass cardiopulmonar, también conocido como máquina corazón-pulmón, suplanta temporalmente las funciones del corazón y los pulmones. Esa máquina oxigena y hace circular mecánicamente la sangre del cuerpo mientras el cirujano interviene el corazón del enfermo.

El uso de la tecnología informática está a punto de revolucionar la medicina en Estados Unidos. Con ella podremos acceder al historial médico completo de un paciente y saber de forma muy precisa qué enfermedades ha tenido, qué medicamentos ha tomado o qué pruebas se le han practicado. Digitalizar millones de historiales clínicos supone una inversión considerable de tiempo y dinero, pero hacerlo facilitará el tratamiento y será extraordinariamente beneficioso tanto para el facultativo como para el paciente.

Hemos conseguido avances científicos impensables tan sólo una década atrás y estamos muy cerca de otros que podrían revolucionar el campo de la medicina. Hemos desarrollado vacunas para prevenir enfermedades que antes eran mortales y antibióticos que las tratan. Robots dirigidos por expertos pueden operar con absoluta precisión. Pronto esos expertos podrán dar órdenes a las máquinas a miles de kilómetros de distancia. Eso nos permitirá salvar las vidas de muchos enfermos que viven en países en vías de desarrollo. También hemos sido capaces de crear una polipíldora que previene un nuevo infarto de miocardio en personas que ya han tenido un primer aviso y que es igual de eficaz, menos difícil de olvidar y más económica que las tres píldoras administradas anteriormente. El bajo coste de esa única píldora permite distribuirla con éxito en países en vías de desarrollo.

La fecha de un descubrimiento científico representa la frontera entre los afortunados que se podrán salvar y aquellos cuya salud está muy deteriorada o ya han fallecido. Por ejemplo, la llegada de los antirretrovirales convirtió el sida en una enfermedad crónica, cuando antes era mortal. El reto de los próximos años es seguir avanzando en prevención y tratamiento, y también compartir estos avances con los países menos desarrollados.

La cooperación y la solidaridad entre naciones es fundamental si queremos construir un mundo más sostenible. Muchas tragedias acaecidas en los últimos años demuestran que la bondad y la generosidad de los ciudadanos son más fuertes que la crueldad y la codicia humana. La cola de cientos de personas dispuestas a donar sangre que se formó en la puerta de mi hospital tras los atentados del 11 de septiembre, las manifestaciones de solidaridad ciudadana tras los atentados del 11 de marzo en Madrid y todas las muestras de apoyo ante masacres, bombardeos o actos de represión lo demuestran.

Vivimos en una sociedad abierta con libertad de movimiento y asociación. Estamos conectados y la información fluye de forma inmediata. Las redes sociales nos dan la oportunidad de denunciar agresiones, abusos de poder o actos degradantes. Los ciudadanos sólo necesitan un teléfono móvil para que un acto cobarde o cruel se convierta en una fotografía o un vídeo que circula por la Red de forma imparable. Cientos de miles de jóvenes de distintas nacionalidades y creencias religiosas o políticas comparten un ideal de cambio.

Son muchos los motivos para transmitir optimismo a los demás. No perdamos esta oportunidad. No nos autodestruyamos, pues, con actitudes pesimistas y derrotistas.