Altruismo

Participar en un proyecto común es una fuente de satisfacción enorme y nos impulsa hacia la parte superior del círculo. Las personas solidarias consideran que su vida tiene más sentido y se saben más conectadas con los demás. La afirmación «si ayudas a los demás, te ayudas a ti mismo» tal vez no sea muy original, pero se ha repetido hasta la saciedad porque es cierta. Cuando somos solidarios y nos unimos a un equipo para mejorar las vidas de otros, nuestra motivación y energía aumentan, la tristeza y la depresión disminuyen y nuestros problemas se ven desde una perspectiva muy distinta. Diría más: es muy probable que la respuesta a nuestros problemas la tengan las personas con quienes colaboramos. La solidaridad y la colaboración son fundamentales.

A lo largo de mi carrera he vivido incontables experiencias de personas que, movidas por la intención de ayudar a los demás, han participado de forma altruista en proyectos que, tarde o temprano, han transformado sus vidas y las ajenas. Todas ellas afirman que, sorprendentemente, al final recibieron más de lo que habían dado.

Muchos amigos o pacientes que conocen mi apretada agenda y saben que me levanto a las cuatro de la mañana todos los días y que viajo al extranjero al menos una vez por semana quieren saber cómo logro no estar agotado. Yo también me lo pregunto, especialmente ahora que he cumplido setenta años y me siento con más vigor que nunca. Los proyectos científicos y sociales que lidero son sin duda mi principal fuente de energía, el combustible que me mantiene ilusionado y con ganas de seguir adelante. Dar a los demás y participar en proyectos solidarios proporciona una energía formidable que repercute en el bienestar de uno. Es una fuente de satisfacción enorme.

Se equivocan quienes creen que con una actitud individualista podrán navegar por las aguas de la crisis económica actual sorteando sus escollos. Ese «sálvese quien pueda» que da la espalda al sector más vulnerable de la sociedad es una actitud egoísta, pero también contraproducente. ¿Están seguros de que sus hijos, nietos o hermanos no van a contraer una enfermedad crónica que requiera el apoyo del sistema sanitario? ¿Nunca van a necesitar el apoyo de sus vecinos o de su comunidad? ¿Creen que pueden ser felices en una sociedad que no valora la colaboración entre los individuos? ¿Creen que un país donde no se fomenta el altruismo es sostenible y competitivo?

El altruismo y la labor de voluntariado tienen muchas ventajas. Para empezar, son actividades no obligatorias que pueden acompañarnos a lo largo de nuestra vida o ser puntuales y esporádicas. Otra ventaja es su efectividad: la mayoría de las veces se obtienen resultados concretos y podemos apreciar el impacto que ha tenido nuestra acción. Así es, por ejemplo, si le compramos unas gafas a un niño, trabajamos en un comedor social o hacemos de voluntarios en un hospital.

Todos somos útiles. El contable puede llevar la contabilidad de una fundación afectada por los recortes. El óptico puede promover una campaña para que cientos de niños del país tengan las gafas graduadas que necesitan. La pintora puede impartir clases de pintura en un centro infantil. El peluquero puede cortarles el pelo a los ancianos de un geriátrico. El albañil puede reparar una pared en un centro de discapacitados que no recibe las ayudas prometidas.

Todos los casos que acabo de mencionar son reales. Y les puedo decir que el albañil que trabajó como voluntario para esa institución le explicó a su director que lo hacía porque no tenía trabajo desde hacía meses y prefería ayudar a quedarse en casa con los brazos cruzados. Pronto empezó a recibir llamadas de familiares de residentes en ese centro y ha reformado cocinas, baños y paredes. Su decisión de ponerse al servicio de los demás le ha proporcionado un grupo de apoyo y una fuente de ingresos.

Las personas egoístas suelen terminar deprimidas y tristes, nunca tienen suficiente y se sienten vacías. Piensan, erróneamente, que cuando tengan más dinero, más reconocimiento, una casa más grande o un trabajo más imponente se sentirán mejor. Y cuando por fin consiguen todo eso siguen sintiéndose vacíos y quieren más. Es una rueda que no tiene fin. Van de trabajo en trabajo, de pareja en pareja, sin hallar la salida a una sensación permanente de vacío.

Los más desconfiados o cínicos pueden pensar que con ello quiero ganar algún premio o conseguir algún cargo. A estas alturas ya no tengo que demostrar nada. Las paredes de mi despacho en el hospital tienen suficientes reconocimientos y no puedo llevarme ninguno a casa porque mi mujer prefiere los cuadros y las fotos de familia.

Lo que sí les diría a los más cínicos es que, efectivamente, soy altruista por conveniencia: no hay nada más conveniente que dar y recibir. De hecho, y todo el que ha llevado a cabo una labor solidaria lo sabe muy bien, siempre recibes más de lo que das. Colaborar en proyectos sociales, o en mi caso también científicos, proporciona una gran satisfacción, aumenta la autoestima, nos permite ampliar horizontes más allá de nuestro ombligo y nos permite conocer a personas valiosas. Además, de esos proyectos suelen salir amistades y oportunidades profesionales. ¿Han oído hablar de las redes sociales? La solidaridad es una de las redes más potentes que existen.

Un médico que se tome en serio su profesión y el juramento hipocrático que hizo al terminar la carrera busca el bienestar de sus pacientes. El primer paso es prevenir y tratar enfermedades. El segundo preocuparse por la sociedad en la que éstos viven.

No recuerdo mi paso por el colegio de jesuitas como una etapa feliz de mi vida porque, creo, el sistema rígido de la época chocaba con mi necesidad de cuestionarlo todo y hacer las cosas a mi manera. Sin embargo, de ellos aprendí la importancia de ayudar a los demás si estás en posición de hacerlo. Me inculcaron el concepto de justicia social y agradezco a mis profesores que nos mostraran las tremendas desigualdades que había en la Barcelona de la época.

Como ya he comentado, yo me crié en Pedralbes, el barrio más señorial de Barcelona, y mi vida cotidiana transcurría en la parte alta de la ciudad, pero mi infancia no fue la de un niño mimado. Al fin y al cabo vivíamos en una casa de alquiler y mis padres trabajaban, sin horarios, incluidos los fines de semana, en el sanatorio mental que habían fundado en la casa de enfrente, también alquilada. No fui un niño consentido, pero vivía mejor que muchos otros críos de mi ciudad. Me parecía normal disfrutar de agua corriente, jugar al tenis o viajar con mi familia a otros países de Europa.

Cuando cumplí quince años, los jesuitas empezaron a asignarme labores de asistencia. Durante un tiempo consistieron en visitar a ancianos necesitados los fines de semana o en ayudar a niños más pequeños con las matemáticas. Fueron pasando los meses y me fui alejando de mi barrio hasta que empecé a hacer labores sociales en las barracas de Montjuïc y el frente marítimo. Iba solo. Me subía a un autobús, cruzaba la ciudad y aparecía allí, a veces con comida, a veces con las manos vacías. Solía visitar una barraca del Somorrostro donde vivían veinte miembros de una misma familia. Niños de tres y cuatro años jugando descalzos sin vigilancia paterna y con los pies metidos en aguas fecales. Estos asentamientos insalubres eran peligrosos por un doble motivo: por la violencia de algunos individuos que merodeaban por allí y también, pero muy especialmente, porque estaban literalmente en la playa, al lado del agua, y se inundaban con facilidad. Las olas se llevaban las casas y las pocas pertenencias de quienes vivían en las chabolas más cercanas a la orilla.

Cuando entré en la Facultad de Medicina seguí visitando las chabolas del Somorrostro y Montjuïc una vez por semana. Era voluntario en un centro de salud y hacía la labor de un médico de familia. Atendía a niños con bronquitis, infecciones en la piel o problemas de malnutrición, a mujeres embarazadas y a hombres febriles o agotados.

Pienso en el Somorrostro cada vez que viajo a Brasil y veo las favelas. En ciudades como Río de Janeiro conviven apartamentos de lujo con barracas de cartón. En la Barcelona de finales de los cincuenta, un viaje en autobús de una hora me transportaba desde mi casa en Pedralbes hasta la chabola de una familia que se bañaba en el mar.

La España de los años cincuenta y sesenta era una sociedad muy injusta con grandes desigualdades y enormes bolsas de pobreza. Mucho hemos avanzado desde entonces para construir un Estado del bienestar que no excluya a los más débiles. Hoy es necesario que el Gobierno, las empresas y los ciudadanos se unan para proteger a los que están en una situación más precaria.

Como científico, me interesan los proyectos que tienen una vertiente educativa o social. Me muevo por la sensación de que puedo promover ideas que tendrán un impacto en la sociedad. Por ejemplo, decidí involucrarme en el proyecto del CNIC porque estaba convencido de que los científicos españoles tienen mucho potencial y es posible competir en excelencia con otros países de Europa y con Estados Unidos. También lo hice porque creo en la figura del educador o tutor y me gustaría hacer por los jóvenes lo mismo que un médico y científico hizo por mí más de medio siglo atrás.

Cuando me ofrecieron este cargo, algunos dijeron que yo sólo quería ir a España a jubilarme. Cualquier persona que conozca mi situación en el hospital Mount Sinai sabe que esto es absurdo. El tiempo ha demostrado que yo no tenía ninguna intención de utilizar el CNIC para vivir del cuento y descansar. De hecho, es una responsabilidad que sobrecarga mi agenda ya que todas las semanas me subo a un avión, trabajo un día entero en esa institución y regreso a Nueva York. No es la más tranquila de las jubilaciones…

Gran parte de mi trabajo es difícil de percibir: ver a decenas de pacientes, redactar solicitudes de ayudas para proyectos de investigación, participar en la edición de publicaciones sobre hallazgos científicos e investigar. Sin embargo, unos años atrás decidí que también debía llevar a cabo una labor de difusión porque a pesar de conocer los malos hábitos que conducen a una persona hacia el infarto (mala alimentación, tabaquismo, consumo de drogas, consumo inmoderado de alcohol y una vida sedentaria), no hemos sido capaces de emitir mensajes convincentes para que los ciudadanos abandonen esas malas costumbres.

Participo en proyectos científicos que me interesan porque no sólo pueden mejorar la calidad de vida de los enfermos en países ricos, sino también la de quienes viven en países no desarrollados. La polipíldora es un ejemplo excelente. Se trata de una pastilla «tres en uno» porque tiene la misma eficacia que tres fármacos administrados para prevenir enfermedades cardiovasculares. Esas píldoras son costosas para los pacientes de países en vías de desarrollo y uno de los factores que las encarecen es la distribución. Además, el enfermo debe tomar tres píldoras: incluso si las pudiera pagar, en muchos lugares no está arraigada la cultura de la medicación y tres… son multitud. Con la polipíldora obtenemos idénticos resultados, el paciente sólo tiene que tomar una pastilla y el coste de la distribución baja. El consumo masivo de la polipíldora por parte de la población de alto riesgo (pacientes con infarto de miocardio o cerebral previo) podría reducir la mortalidad de modo sustancial. Es un tratamiento relativamente barato y tiene pocos efectos secundarios.

El proyecto de la polipíldora se impulsó desde el CNIC con la participación de los laboratorios Ferrer Internacional de Barcelona, que se entusiasmaron con el proyecto y la fabricaron. Se está ensayando con éxito en España, Italia, Paraguay, Brasil y Argentina. Y se ha aprobado ya para consumo público en Guatemala, México y Nicaragua.

En el Mount Sinai estamos impulsando un proyecto que podría tener un gran impacto en la prevención y el control de la hipertensión en el África subsahariana. El 80 por ciento de las muertes por enfermedad cardiovascular en el mundo se produce en los países de ingresos bajos y medianos. De hecho, en el África subsahariana es la primera causa de muerte de los adultos de más de treinta años. Nos proponemos demostrar que los profesionales de la salud con un nivel de formación y experiencia menor al de los médicos pueden realizar un control eficaz de la hipertensión de la población. Concretamente, en colaboración con el Gobierno de Kenia y la Facultad de Medicina de la Universidad de Moi, en la ciudad de Eldoret, hemos impulsado un programa piloto en varias zonas rurales del oeste del país. Estas aldeas remotas carecen de la cifra de médicos necesaria para llevar a cabo un control eficaz de la hipertensión de los habitantes, pero sí disponen de enfermeros y voluntarios a los que se podría delegar esta tarea. Además, estos profesionales estarían conectados a una red de apoyo y control a través de la tecnología móvil. Si conseguimos probar que la delegación de funciones es eficaz en el control de la hipertensión, se pueden poner en marcha proyectos similares para otras enfermedades crónicas. Sin duda, la telefonía móvil es una gran aliada para proyectos educativos y de salud que se impulsen en la región, y a nosotros nos permitirá coordinar a los profesionales y tener un impacto muy positivo en la vida de miles de familias.

Los países pobres también se beneficiarán de los avances logrados durante los últimos años en tecnología de imagen. La primera vez que entré en contacto con una de estas técnicas, la resonancia magnética, fue en 1992. Como ya he comentado, Joaquín, mi hermano mayor, es psiquiatra y neurofisiólogo. Visité su laboratorio de Los Ángeles y su grupo estaba examinando los cerebros de unos monos con esa tecnología. En aquel momento intuí que podíamos utilizar la resonancia para estudiar las arterias. Me parecía obvio que serían sensibles a la tecnología de imagen y podríamos ver su interior en profundidad sin necesidad de un procedimiento invasivo y sin radiactividad. El proceso es sencillo: se introduce una sustancia de contraste en la vena, la tecnología de imagen permite visualizar la arteria y analizar su estado en diferentes enfermedades.

Lo cierto es que entre 1992 y 2002 nadie nos hizo caso, y fue una experiencia muy frustrante. Mi grupo de investigadores y yo acudíamos a congresos científicos donde dábamos charlas sobre los beneficios de la resonancia magnética y otras tecnologías para visualizar las arterias, y los auditorios estaban prácticamente vacíos. De hecho, cuando gané el Premio Príncipe de Asturias en 1996, había obtenido buenos resultados estudiando las arterias coronarias mediante resonancia en estudios post mórtem, pero todavía no había logrado resultados concluyentes con material vivo. A pesar de una década de desinterés y silencio, no me rendí. En este caso, mi intuición de investigador fue el motor de mi motivación; tenía el absoluto convencimiento de que estaba en el camino correcto. En la actualidad, las tecnologías de imagen para el estudio de las arterias son una realidad y en muy poco tiempo preveo que algunas de estas pruebas tendrán un coste inferior a los treinta euros. Esto permitirá que se puedan practicar en países poco desarrollados.

También participo en iniciativas dirigidas a niños. Ésta es la mejor inversión de futuro y, además, es una excelente inversión porque a esas edades aún están a tiempo de adquirir unos hábitos de vida saludables y una visión del mundo que les permita liderar un cambio y construir una sociedad mejor.

El programa de televisión «Barrio Sésamo» pidió mi colaboración para que explicara cuáles son los hábitos más saludables a niños de entre tres y cinco años. Pensé que podría convertirme en el médico de Triqui, el Monstruo de las Galletas. Acepté encantado porque, aunque ese monstruo es cautivador, como cardiólogo debo decir que tiene sobrepeso, colesterol elevado y unos hábitos de vida poco recomendables (normalmente, mi relación con un paciente es confidencial, pero éste me ha autorizado a detallar sus problemas). Tras una larga charla, Triqui comprendió que si quería seguir en horario de máxima audiencia mucho tiempo debía limitar la cantidad de dulces que comía. Se decidió que tomaría manzanas a diario y que reservaría las galletas para los fines de semana. Esa decisión repercutió muy favorablemente en su salud y también en la de millones de niños que lo siguen a través de la pequeña pantalla.

No me convertí en el cardiólogo del Monstruo de las Galletas y los demás vecinos de «Barrio Sésamo» por interés personal. Como ustedes comprenderán, rodearse de muñecos de trapo no es la actividad que da más prestigio a un científico. No lo he visto en el currículum de ningún premio Nobel. Y sin embargo, cambiar los hábitos de esos muñecos me ha permitido tener un impacto en las vidas de miles de niños de España y América Latina.

Mi experiencia con «Barrio Sésamo» fue tan gratificante que seguí colaborando en sus campañas de salud. Creamos material de divulgación para las escuelas de España y América Latina. Además, los creadores del programa decidieron incorporar un nuevo muñeco al barrio, el doctor Ruster, que guarda un curioso parecido conmigo…

Concretamente, sólo en Colombia, veinticinco mil menores están participando en estos programas. Eso nos permite inculcarles un estilo de vida más sano que los acompañará siempre. Los resultados obtenidos en la campaña escolar de «Barrio Sésamo» en ese país han sido increíbles. Organizamos unos talleres sobre hábitos de vida saludables para niños de entre tres y seis años. Si a esas edades les imbuimos nociones básicas sobre una educación correcta o sobre la importancia de hacer ejercicio y no consumir drogas, el mensaje queda en su «disco duro» el resto de sus vidas. No sólo eso: pudimos observar cómo esos niños cambiaron en muchos casos ciertos hábitos alimentarios nocivos de sus padres o lograron que éstos dejaran el tabaco. Este efecto se conoce como «educación invertida», ya que el niño ejerce un papel educador beneficioso sobre sus padres.

A través de nuestra Fundación SHE, nacida en España en 2007 y que fomenta la ciencia, la salud y la educación, unas setenta escuelas españolas también participan en este proyecto. Creemos que estos programas, también los muñecos de «Barrio Sésamo», llegarán a cientos de escuelas del mundo para explicar a los más pequeños la importancia de una alimentación sana, del deporte y de alejarse de las drogas. Si conseguimos que esos niños recuerden estas lecciones cuando sean adultos, ése será el mejor premio científico que pueda recibir. El éxito de esta iniciativa nos empuja a repetirla en otros lugares y ahora vamos a empezar una campaña similar en los barrios de Harlem y el Bronx de Nueva York.

Ser solidario es una actitud ante la vida. Las personas altruistas ayudan a sus parejas, a su familia, a sus amigos y a todos aquellos que se cruzan en su camino si tienen la posibilidad de hacer algo. Desde el inicio de la crisis, la sociedad española ha demostrado que el sistema familiar sostiene el país. Abuelos que mantienen a hijos y nietos, hermanos que se unen para ayudar a padres en apuros o se apoyan mutuamente. Para los lectores españoles de este libro, los comportamientos que acabo de describir parecerán normales. Tras vivir cuarenta años en el Reino Unido y en tres ciudades de Estados Unidos, les puedo asegurar que esos fuertes lazos familiares no son tan comunes en otros países.

Conozco a parejas de Barcelona y Madrid que todos los días cenan con sus hijos y nietos. Los sueldos por los suelos y las facturas por las nubes han obligado a jóvenes familias a regresar a la casa de sus padres para cenar. Éstos preparan no sólo la cena, sino también la comida del día siguiente. Hay abuelos que cuidan a los nietos porque sus hijos trabajan más horas que antes para no perder el empleo o porque no pueden pagar una guardería. Y conozco a decenas de familias que vuelven a tener en casa a un hijo adulto que ha perdido el trabajo o que con su sueldo actual ya no puede pagar el alquiler.

Esto es lo normal en España debido a que la sociedad de consumo ha puesto en peligro los valores tradicionales colocando a los más desfavorecidos en una situación de vulnerabilidad. Las familias evitan que uno de los suyos se hunda y, juntas, están evitando que se hunda el país. La comida del domingo con padres o suegros, la llamada diaria de una madre o hermana y el abrazo de un padre cuando todo va mal han sido la tabla de salvación de cientos de miles de personas que en otro tipo de sociedad navegarían a la deriva o dormirían en las calles.

La recesión económica en Estados Unidos comenzó unos años antes y precisamente porque las familias están menos unidas vimos en el hospital problemas humanos que en España son menos frecuentes: padres con un bebé que no tenían dónde dormir, hombres con una enfermedad terminal que no sabían a quién llamar, jóvenes parados que pedían limosna en la calle porque su madre vivía en la otra punta del país, su padre en el extranjero y, además, sólo hablaban con ellos el Día de Acción de Gracias.

Aunque no puede etiquetarse exactamente de altruismo, tener una pareja y una familia que nos quieran incondicionalmente por nuestra importancia como personas y no por nuestra cuenta bancaria es una gran suerte. A todos los lectores desempleados que atraviesan momentos difíciles les puedo asegurar que si su pareja y su familia están junto a ellos son más ricos de lo que se imaginan.

Siguiendo en el marco del altruismo, volvamos a mis pacientes. A mi consulta vienen dos tipos de individuos: los que tienen un seguro privado que cubre los servicios del hospital y los que tienen un seguro público, que es excelente, al que acceden las familias de más bajos recursos o las personas ya jubiladas. Es importante explicarles que mi consulta tiene una ubicación muy particular: está situada entre la Quinta Avenida y la calle 101, exactamente en la frontera que separa el barrio del Upper East Side, muy señorial, del Harlem hispano, un barrio con fuerte presencia latina, un sentimiento de comunidad muy arraigado y muchas necesidades sociales.

Los enfermos que llegan a través del seguro público tienen problemas de todo tipo y la mayoría viven en condiciones muy precarias, pero sus parejas suelen estar a su lado mientras permanecen ingresados. Hay un sentimiento de lealtad a menudo ejemplar. En cambio, les puedo asegurar que las situaciones más tensas con las que tengo que lidiar a menudo se dan cuando el paciente es poderoso y la lealtad de sus familiares, menos patente. Lo que digo puede sonar demagógico o estereotipado, y obviamente estoy generalizando. Sin embargo, estas situaciones han hecho que reflexione mucho sobre la condición humana. Hombres y mujeres que te hablan de sus cónyuges como si éstos fueran un fondo de pensiones; individuos poderosos que se desesperan porque sus esposas, que podrían ser sus nietas, tienen un comportamiento poco edificante en el hospital o, simplemente, no acuden a diario porque se deprimen, se cansan o tienen algún compromiso. Esos hombres y mujeres acostumbrados a mandar pueden mantener sus vínculos mientras tienen poder. Cuando el dinero y el poder se desvanecen, ya no pueden controlar a sus parejas y el montaje se viene abajo. Evidentemente, todo se derrumba al mismo tiempo: el dinero, la salud y el matrimonio. Mi equipo y yo tenemos que lidiar con una situación de este tipo cada semana; las llamamos «relaciones apocalípticas».

Las «relaciones apocalípticas» son, por desgracia, tan frecuentes que algunos de los médicos solteros de mi equipo ocultan que son médicos cuando tienen una cita (es una de las profesiones más cotizadas en el fascinante mundo de los o las cazafortunas) y se inventan otra profesión hasta nueva orden. Y como saben que la «salud de su corazón» me importa mucho, me cuentan sus progresos y decepciones románticas.

Todas esas situaciones están en las antípodas de los pacientes que conocieron a sus parejas antes de enriquecerse y han estado juntos a las duras y a las maduras, o de las parejas que se conocieron cuando uno o los dos ya tenían éxito profesional, pero construyeron una relación auténtica. El amor, el respeto, el apoyo, la complicidad y la armonía que el médico siente cuando entra en la habitación de esos enfermos son muy reconfortantes.

Los seres humanos no estamos hechos para vivir solos. Necesitamos el apoyo de nuestros familiares y amigos para sobrevivir. La tensión y los pulsos de poder son inevitables en las relaciones humanas y sólo se pueden superar cuando esas personas se quieren de verdad.

No puede etiquetarse exactamente de altruismo, pero espero que mi familia me recuerde algún día como un hombre que les dio más de lo que recibió. Tengo la necesidad de compartir mi vida con mi mujer, mis hijos y mis nietos, y también con otros familiares que viven a miles de kilómetros de distancia. Hace más de cuarenta años decidí que también quería compartir los momentos más importantes de mi vida con mis bisnietos, y sus hijos, y los hijos de sus hijos. Para mí es muy importante que algún día los nietos de mis nietos sepan que muchos años atrás hubo un hombre que los quería, que ellos son parte de una cadena humana. Por este motivo me compré un equipo de cámaras y tengo más de cuatrocientas horas de imágenes con encuentros familiares, cumpleaños, bodas, cenas, excursiones o tardes en familia. He hecho documentales de nuestros viajes a Jerusalén, Londres, París, Leningrado, Moscú o Roma.

En honor a la verdad, cuando mi esposa y yo llegamos a Cardona en verano e invito a nuestros familiares a una sesión de vídeos, todos huyen despavoridos. En mi defensa les diré que luego todos quieren copias de esas cintas. Suelo editar esos vídeos en mis ratos libres. Añadiré que ir a la tienda Sony de Nueva York para comprar una nueva cámara o adquirir un nuevo programa de retoque fotográfico es una de mis actividades favoritas para el fin de semana. Lamentablemente, la tienda ya no ofrece un servicio tan personalizado como unos años atrás. Antes podías pasar horas allí, y un experto te mostraba las últimas novedades y contestaba todas y cada una de tus preguntas. Espero que dentro de cien años mis descendientes se diviertan mirando esas cintas y que mis esfuerzos no hayan sido en vano.

También he intentado, en la medida de mis posibilidades, hacer algo por el pueblo de mi mujer. Cardona tiene un pasado minero y un gran patrimonio medieval. Lamentablemente, se ha visto muy sacudida por la crisis económica unida al hecho de que la principal fuente de trabajo e ingresos del pueblo, las minas de sal, ya no están en funcionamiento. Un año atrás convoqué a los habitantes a una reunión. El encuentro tuvo lugar en el teatro municipal, que se llenó. Les quería hacer una propuesta: necesitaba su colaboración para llevar a cabo un proyecto de ayuda sanitaria mutua que iba a llamarse Fifty Fifty (cincuenta/cincuenta); si el ensayo funcionaba, intentaría exportarlo a otras partes del mundo.

Se presentaron unos setenta voluntarios. Les conté mi plan. Todos iban a asistir a cuatro charlas sobre salud cardiovascular y aprenderían a tomarse la tensión, a calcular su índice de masa corporal, a comer sano, a hacer ejercicio y a dejar de fumar. Tras las charlas se iban a formar dos grupos. Los primeros treinta y seis se iban a dividir en tres grupos de doce y tenían que cuidarse los unos a los otros. Para ello organizarían encuentros quincenales en los que se sincerarían sobre el número de cigarrillos consumidos, se tomarían la tensión, se pesarían y hablarían de sus dietas o sus avances con el ejercicio físico. Los otros treinta y cuatro participantes tenían que cuidarse por su cuenta con la única ayuda de una publicación informativa.

Un año más tarde ya tenemos los resultados sobre los grupos de ayuda mutua. Sus miembros estaban muy motivados y, en consecuencia, los factores de riesgo antes mencionados han descendido considerablemente. Creo que el hecho de que un miembro del grupo puede ayudar a otro, el altruismo, es el combustible de su motivación y, por otra parte, esos encuentros quincenales con personas del pueblo de distintas edades y no necesariamente amigas hasta ese momento también han sido una fuente de satisfacción.

Hemos desembarcado con el proyecto Fifty Fifty en la isla caribeña de Granada y muy pronto lo pensamos llevar a varios municipios españoles y a dos ciudades de Estados Unidos.

En resumen, intento que todos mis proyectos tengan una vertiente altruista y un impacto positivo en la sociedad. Busco que todos los avances lleguen también a países emergentes o en vías de desarrollo. Sé que las labores sociales me aportan felicidad y energía, son una fuente de motivación. Aunque dan desinteresadamente, las personas altruistas al final también reciben. Es una forma de relacionarnos con la sociedad muy positiva a partir de la cual nacen amistades, oportunidades y proyectos.