Blumeshof 12

No había timbre que sonara más amable. Detrás del umbral de este piso estaba más a salvo que en el de mis propios padres. Por cierto, no se decía Blumes-Hof, sino Blumezoof, y era una gigantesca flor de felpa, metida en un envoltorio rizado, que me daba en la cara. En su interior estaba sentada mi abuela, la madre de mi madre. Era viuda. Si se visitaba a la anciana dama en su mirador cubierto de alfombras y adornado con una pequeña balaustrada que daba al Blumeshof, difícilmente se podía creer que hubiera realizado largos cruceros e incluso expediciones al desierto organizadas por «Viajes Stangen», a las que se unía siempre desde hacía algunos años. La Madona di Campidoglio y Brindisi, Westerland y Atenas y de donde quiera que mandase tarjetas en sus viajes: en todas ellas existía el aire del Blumeshof. Y la letra de grandes y agradables rasgos que envolvía la parte inferior de las estampas o que cubría cual nubes su cielo, las mostraba totalmente animadas por mi abuela, de tal manera que se convertían en colonias del Blumeshof. Cuando la patria la recibía de nuevo, yo pisaba las tablas del entarimado del suelo con tanto respeto como si hubiesen bailado junto a su dueña sobre las olas del Bósforo o como si en las alfombras persas se ocultase todavía el polvo de Samarcanda. ¿Con qué palabras se podría describir la sensación desconocida de seguridad burguesa que emanaba de esta vivienda? Los objetos de sus muchas habitaciones hoy no harían honor a ningún baratillero. Por muy sólidos que fueran los productos de los años setenta, como posteriormente lo serían los del Art Nouveau, lo inconfundible en ellos era el descuido al que se abandonaban las cosas en el transcurso del tiempo, confiándose, en lo que respecta a su porvenir, a la solidez del material, y no en modo alguno al cálculo racional. Para la miseria no había sitio en estas estancias, donde ni siquiera lo tenía la muerte. En ellas no había sitio para morirse. Por eso sus moradores morían en los sanatorios; los muebles, en cambio, pasaron en la primera transmisión hereditaria a manos del trapero. Para ellos no estaba prevista la muerte. Por eso aquellas casas durante el día parecían acogedoras y de noche se convertían en escenario de malos sueños. La escalera que subía resultaba ser la sede de una pesadilla que, al principio, hacía que mis miembros se volvieran pesados y sin fuerzas, para encantarme finalmente, cuando sólo faltaban unos pocos pasos hasta el umbral anhelado. Tales sueños eran el precio con el que pagaba mi sosiego. Mi abuela no murió en el Blumeshof. Frente a ella vivió durante largo tiempo la madre de mi padre, que era ya mayor. También ella murió en otra parte. Así, aquella calle llegó a ser para mí el Eliseo, el reino de las sombras de mis abuelas inmortales, aunque desaparecidas. Y puesto que a la fantasía, una vez que echa el velo sobre el lugar, le gusta rizar sus bordes con unos caprichos incomprensibles, convirtió una tienda de ultramarinos, que se encontraba cerca, en monumento a mi abuelo que era comerciante, por la única razón de que el propietario se llamaba también Jorge. El retrato de medio cuerpo del que falleciera antes de tiempo, de tamaño natural y haciendo juego con el de su mujer, estaba colgado en el pasillo que conducía a las partes más apartadas de la casa. Diferentes circunstancias las volvían a la vida. La visita de una hija casada abría una habitación que hace tiempo no se utilizaba, otro cuarto interior me recogía a mí cuando los mayores dormían la siesta, y había un tercero del cual salía el ruido de la máquina de coser los días que una costurera venía a la casa. Para mí, la más importante de esas estancias era la galería, fuera porque los mayores la apreciaban menos por estar amueblada más modestamente, fuera porque el ruido de la calle subía amortiguado, fuera porque me franqueaba la vista sobre patios ajenos con porteros, niños y organilleros. Por otra parte, el barrio era distinguido y la vida de sus patios no estaba nunca muy movida; algo del sosiego de los ricos, para los cuales se llevaban a cabo trabajos en ese lugar, se había comunicado a éstos, y todo parecía dispuesto a abandonarse de repente a una profunda paz dominical. Por eso mismo, el domingo era el día de las galerías. El domingo, al que las otras habitaciones, como si estuvieran en mal estado, no pudieron captar nunca del todo, pues se filtraba a través de ellas. Únicamente la galería, que daba al patio y a las otras galerías, con sus barras para sacudir alfombras, lo captó y ninguna de las vibraciones de las campanadas con las que las iglesias de los Doce Apóstoles y de San Mateo la colmaban, se deslizaba, sino que se quedaban amontonadas allí arriba. Las habitaciones del piso no sólo eran numerosas, sino que algunas de ellas eran muy vastas. Para darle los buenos días a la abuela en su mirador, donde al lado del costurero encontraba frutas o chocolate, tenía que atravesar el gigantesco comedor y cruzar seguidamente la habitación donde estaba aquel mirador. Sin embargo, sólo el día de Navidad ponía de manifiesto para qué servían estas habitaciones. El comienzo de la gran fiesta creaba todos los años unas extrañas dificultades. Se trataba de las largas mesas que estaban repletas, en función del reparto de los regalos, debido al número de los agasajados. Se obsequiaba no sólo a la familia en todas sus ramas, sino que también la servidumbre tenía su sitio debajo del Árbol y, al lado de la activa, también la antigua ya jubilada. Por muy próximos que estuviesen por ello los asientos, jamás se podía estar a seguro de pérdidas inesperadas de terreno, cuando, a medio día, al final del gran banquete, se servía todavía a algún antiguo factótum o a algún niño del portero. No obstante, la dificultad no radicaba en eso, sino en la puerta de dos hojas que se abría al comienzo. En el fondo de la gran sala brillaba el Árbol. En las largas mesas no había sitio que no invitase al menos con un plato de mazapán y sus ramas de abeto, además de los muchos juguetes y libros. Más valía no comprometerse demasiado. Me hubiera podido estropear el día estando de acuerdo precipitadamente con los regalos que luego, por derecho, pasaran a ser propiedad de otros. Para evitarlo, me quedaba inmóvil en el umbral, con una sonrisa en los labios, de la cual nadie hubiese podido decir si era provocada por el resplandor del Árbol o por los regalos destinados para mí, a los que no me atrevía a acercarme, embargado por la emoción. Pero quizás había otro motivo que era más profundo que las razones fingidas e incluso más auténtico por ser el mío personal. Pues allí los regalos pertenecían todavía un poco más a los que los hacían que no a mí mismo. Eran frágiles; grande era el miedo de tocarlos con torpeza delante de los ojos de todo el mundo. De nuestros nuevos bienes sólo podíamos estar totalmente seguros fuera, en el vestíbulo, donde la criada los envolvía en papel de embalar y su forma desaparecía en paquetes y cajas para dejarnos en su lugar la garantía de su peso. Esto ocurría horas más tarde. Luego, cuando salimos al crepúsculo con las cosas bien envueltas y atadas bajo el brazo, el coche de alquiler estaba esperando en la puerta, la nieve pura en las cornisas, sobre las vallas y más deslustrada sobre el adoquinado, cuando se comenzaba a oír desde el Lützowufer el tintineo de los trineos y se encendían uno tras otro los faroles de gas marcando el rumbo del farolero, quien tuvo que echarse al hombro su pértiga incluso en la tarde de esta dulce fiesta, entonces la ciudad estaba abismada como un saco que se me hacía pesado a causa de mi felicidad.