El hombrecillo jorobado
Cuando era pequeño me gustaba mirar durante los paseos por aquellas rejas horizontales que permitían colocarse delante de un escaparate incluso cuando se abría el escotillón que servía para proporcionar un poco de luz y aire a los tragaluces que se encontraban en las profundidades. Los tragaluces no daban afuera, sino, antes bien, a lo subterráneo. De ahí la curiosidad por mirar por entre los barrotes de cada reja que iba pisando, para quedarme con la vista de un canario, de una lámpara o de uno de los moradores. No siempre era posible. Si de día lo intentaba en vano, podía ocurrir lo contrario por las noches, y era preso por miradas que me apuntaban. Gnomos con caperuzas las lanzaban. Pero apenas me había asustado hasta los tuétanos, cuando ya desaparecían. Para mí no había ninguna diferencia estricta entre el mundo que animaba esas ventanas durante el día y el otro que por las noches me asaltaba en mis sueños. Por eso supe enseguida a qué atenerme cuando encontré en mi Libro para niños, de Georg Scherer, el pasaje que decía:
Cuando a mi bodega quiero bajar
y un poco de mi vino sacar,
un enano gibado voy hallando
que la jarra me está quitando.
Conocía a esa pandilla que se empeñaba en hacer daño y travesuras; no tenía nada de extraño que se sintiera en el sótano como en su casa. Eran «gentuza». Pensándolo, recordaba enseguida los dos compinches del cuento que al anochecer topan con el gallo y la gallina; me refiero al alfiler y a la aguja de coser, que gritan que «pronto estaría oscuro como boca de lobo[14]». Lo que hicieron luego con el posadero que los acogió les parecería una broma tan sólo. A mí me producía horror. El jorobado era de la misma casta. Sólo ahora sé cuál era su nombre. Mi madre me lo reveló sin saberlo. «El Torpe» te envía saludos, decía cuando había roto algo o me había caído. Y ahora comprendo de qué hablaba. Hablaba del hombrecillo jorobado que me había mirado. A quien este hombrecillo mira, no pone atención, ni en sí mismo ni tampoco en el hombrecillo. Se encuentra sobresaltado ante un montón de pedazos:
Cuando a la cocina quiero ir
y mi sopita hacer hervir,
un enano gibado voy hallando
que mi marmita está cascando.
Llevaba las de perder, donde apareciera. Las cosas se sustraían, hasta que, pasando el tiempo, el jardín se hubiera convertido en jardincillo, mi cuarto en un cuartito y el banco en un banquillo. Se encogían y parecía que les crecía una joroba que las incorporaba por largo tiempo al mundo del hombrecillo. El hombrecillo se me adelantaba a todas partes. Atento, me atajaba el paso. Por lo demás, no me hacía nada, este genio protector gris, sino recaudar de cualquier cosa que tocaba el tributo del olvido:
Cuando a mi cuartito quiero ir,
y mi papillita quiero moflir,
un enano gibado voy hallando
que el plato está limpiando.
Así encontré al hombrecillo muchas veces. Sin embargo, jamás lo vi. En cambio él me veía, y tanto más claro cuanto menos veía yo de mí mismo. Pienso que eso de «toda la vida» que dicen pasa ante los ojos del moribundo se compone de las imágenes que el hombrecillo tiene de todos nosotros. Pasan corriendo como esas hojas de los libritos de encuadernación prieta que fueron los precursores de nuestros cinematógrafos. Con una ligera presión, el pulgar pasaba por el canto; entonces aparecían por segundos unas imágenes que apenas se diferenciaban las unas de las otras. En su fugaz decurso se podía reconocer al boxeador en su faena y al nadador luchando con las olas. El hombrecillo tiene también imágenes de mí. Me vio en el escondrijo, delante de la piscina de la nutria, en la mañana de invierno, en el teléfono del pasillo, en el Brauhausberg con las mariposas, en el patinadero, con las charangas, delante del costurero, inclinado sobre mi cajón, en el Blumeshof y cuando estaba enfermo en la cama, en Glienicke y en la estación del ferrocarril. Ha terminado su labor. Sin embargo, su voz, que recuerda el zumbar de la mecha del gas, me sigue murmurando más allá del fin del siglo las palabras: «Hijo mío, te lo ruego, reza también por el hombrecillo».