Accidentes y crímenes
La ciudad me los prometía cada mañana de nuevo y por la noche quedaba debiéndomelos. Cuando ocurrían, desaparecían tan pronto como yo llegaba al lugar de los sucesos, al igual que los dioses que sólo disponen de un instante para los mortales. Una vitrina robada, una casa de la que habían sacado un muerto, el lugar de la vía donde cayera un caballo, me plantaba allí para saciarme de la fugaz esencia que los sucesos dejaron, pero en el mismo instante se fue esfumándose, dispersada y llevada por la multitud de curiosos que acabaron de disgregarse. ¿Quién podía competir con los bomberos que, a galope, eran llevados a incendios desconocidos, quién podía mirar a través de los cristales opacos al interior de una ambulancia donde al lado de la camilla estaría sentado un acompañante? En estos coches se deslizaba por las calles la desgracia tempestuosa cuyo rastro no lograba alcanzar. Había vehículos aún más extraños que guardaban su secreto con la misma tenacidad que los carros de los gitanos. Y en esos otros también fueron las ventanas las que me parecían sospechosas. Barrotes de hierro las protegían. Y aunque la distancia de unos a otros fuera tan pequeña que, en ningún caso, nadie hubiese podido pasar por entre ellos, siempre estaba pendiente, sin mostrarlo, de los malhechores y criminales que en el interior estaban presos, como yo mismo me sugería. En aquel entonces no sabía que eran solamente coches que transportaban expedientes, aunque por eso los comprendía mejor aún como depósitos sofocantes de la desgracia. De cuando en cuando me entretenía también el Canal en el que las aguas fluían oscuras y lentas, como si se tratasen de tú a tú con toda la tristeza del mundo. Inútilmente cada uno de los muchos puentes estaba desposado con la muerte por el aro de un salvavidas. Siempre que los pasaba los encontré vírgenes, y al fin, aprendí a contentarme con las tablas que muestran los esfuerzos para reanimar a los ahogados. No obstante, tales luchas me resultaron tan indiferentes como los guerreros del Museo de Pergamon. De esta manera la desgracia rondaba por doquier; la ciudad y yo la hubiésemos acogido dulcemente, pero no se dejaba ver por ninguna parte. Si al menos hubiese podido mirar a través de las contraventanas firmemente cerradas del Hospital de Santa Isabel. Me había dado cuenta, cuando pasaba por la calle de Lützow, que algunas ventanas estaban cerradas en pleno día. A mi pregunta, se me había dicho que en aquellas habitaciones estaban los «enfermos de gravedad». Desde entonces, siempre miraba hacia ellas. Puede que los judíos, cuando oyeran hablar del Ángel de la Muerte que con su dedo señalaba las casas de los egipcios cuyos primogénitos debían morir, se figurasen estas casas con el mismo horror que yo las ventanas que permanecían cerradas. Pero ¿en realidad el Ángel de la Muerte llevaba a cabo su cometido? ¿O tal vez las contraventanas se abrirían un buen día y el enfermo de gravedad convaleciente se asomaría por la ventana? ¿Acaso no hubiera gustado ayudar a la Muerte, al fuego o simplemente al granizo que golpeaba los cristales de mi ventana, sin romperlos jamás?
Y resulta asombroso que, cuando, por fin, se presentaron la desgracia y el crimen, la experiencia aniquiló todo lo que lleva consigo, incluso el umbral entre la Muerte y la Realidad. Por ello no recuerdo si procede de un sueño o si tan sólo se repetía con frecuencia en el mismo. En todo caso, estaba presente en el momento de tocar la «cadena». «No olvides poner la cadena», me decían, cuando se me permitía abrir la puerta. El miedo al pie que se coloca en la puerta me ha acompañado toda mi infancia. Y en medio de los temores se expande, infinito como un tormento infernal, el horror que sentí sólo porque la cadena evidentemente no estaba puesta. En el gabinete de trabajo de mi padre hay un señor. No viste mal y no parece notar en absoluto la presencia de mi madre; habla como si no existiera. Mi presencia en el cuarto de al lado le importa menos aún. El tono con el que habla resulta tal vez cortés y en ningún caso demasiado amenazador. Más temible es el silencio cuando se calla. En la casa no hay teléfono. La vida de mi padre pende de un hilo. Tal vez no lo sabe, y al levantarse del secreter, que ni siquiera tuvo tiempo de abandonar para echar al señor que se había colado y se había instalado, éste se le adelantará, echará la llave y se quedará con ella. A mi padre se le corta la retirada, y con mi madre, el otro no tiene problemas. Lo terrible es que le haga caso omiso como si ella cooperara con él, el asesino y chantajista. Pero como esta tribulación de las más tenebrosas también pasó sin darme la solución del enigma, siempre he comprendido a aquellos que corren para acogerse al primer avisador de incendios que encuentran. Estos están en las calles como altares, ante los cuales se hacen votos a la Diosa de la Desgracia. Me imaginaba que para uno de esos valientes, más excitante que la llegada del coche de bomberos debía de ser el momento en el que, siendo el único transeúnte, oyera tocar, aún lejos, la alarma. Era como si este lugar tuviera que realizar todavía un largo trabajo antes de que pudiera parar el coche. No obstante, en estos momentos se disfrutaba de la mejor parte de la catástrofe, ya que en el supuesto de que se llegara a tiempo a una de ellas no se veía nada. Era como si la ciudad cuidara celosamente de aquellas raras llamas, nutriéndolas en las profundidades de un patio o en el entramado del tejado, envidiando a todo el mundo la vista de las aves candentes y magníficas que venía criando. Y aunque los bomberos salieran de cuando en cuando del interior, no parecían ser merecedores del espectáculo que debía de llenarles. Sólo los mirones estaban atentos a todo. Si luego se presentaba una segunda brigada de bomberos, con mangueras, escaleras y coche cisterna, parecía caer en la misma rutina, tras las primeras maniobras apresuradas, y los refuerzos, con casco, parecían ser más los guardianes de un fuego invisible que sus enemigos. Por lo general, no llegaban más coches; al contrario, de repente se notaba que incluso los policías se habían ido uno tras otro y que el fuego estaba apagado. No había quien quisiese confirmar que había sido intencionado.