Un fantasma

Era una tarde, cuando tenía siete u ocho años, delante de nuestra residencia veraniega. Una de nuestras muchachas permanece todavía un rato junto a la verja que conduce a no sé qué avenida. El gran jardín, por cuya periferia cubierta de maleza había merodeado, quedó cerrado para mí. Ha llegado el momento de acostarse. Puede que me haya hartado de mi juego favorito, tirando en alguna parte de los arbustos que crecen junto al cerco de alambre, con mi pistola «Eurecka», a los pájaros de madera que, por el bote del proyectil, se cayeron del panel donde estaban posados en medio del follaje pintado. Todo el día había guardado para mí un sueño —el sueño de la última noche pasada—. En el mismo se me había aparecido un fantasma. Difícilmente hubiera podido describir el lugar donde estaba atareado en sus negocios. Sin embargo, tenía algún parecido con otro que me era familiar, aunque de manera impenetrable. Era el cuarto donde dormían mis padres; un rincón revestido de una raída cortina violeta de felpa, detrás de la cual estaban colgadas las batas de mi madre. La oscuridad detrás de la cortina era insondable. El rincón, sin embargo, hacía un desacreditado juego con el paraíso puro que se me abría en el ropero de mi madre. Los estantes del mismo, por cuyos cantos se extendía, sobre ribetes blancos, un texto tomado de La Campana de Schiller, soportaban pilas de ropa de cama y de casa, sábanas, sobrecamas y servilletas. Un olor a lavanda salía de los pequeños saquitos repletos que colgaban de la parte interior de ambas puertas del armario, por encima del forro fruncido. Era ésta la antigua y misteriosa magia del tejido y de la hilatura, que antaño tuvo su lugar en el torno de hilar, dividido en paraíso e infierno. Pues bien, el sueño tenía que ver con este último: un fantasma se atareaba en un anaquel del cual colgaban cosas de seda. Las sedas las robó el fantasma. No las recogía, ni las llevaba a ninguna parte; bien mirado, no hacía nada de ellas ni con ellas. Y, no obstante, yo sabía que las robaba, al igual que en las leyendas las gentes que descubren un festín de fantasmas que no comen ni beben se dan cuenta que se está celebrando un banquete. Este era el sueño que había guardado para mí. La noche siguiente observé, a una hora desacostumbrada —y fue como si un segundo sueño se sobrepusiera al primero—, que mis padres entraban en mi cuarto. El que se encerrasen conmigo ya no lo vi. Por la mañana, cuando desperté, no había nada para desayunar. Comprendí que habían robado la casa. A mediodía vinieron unos parientes con lo más indispensable. Una banda numerosa de ladrones se había introducido furtivamente. Y era una suerte, así decían, que el ruido que hicieron en la casa permitiera inferir su número. La peligrosa visita duró hasta la madrugada. En vano mis padres habían aguardado el crepúsculo con la esperanza de poder hacer señales a la calle. Yo también quedé envuelto en el suceso. Aunque no supe declarar nada acerca del comportamiento de la muchacha que al atardecer había estado junto a la verja, mi sueño de la noche anterior llegó a ser atendido. Al igual que la mujer de Barba Azul, la curiosidad temeraria penetró en su alcoba mortífera. Aterrado me di cuenta, al hablar, de que jamás debía de haberlo revelado.