Libros

Los que más me gustaban los conseguía en la biblioteca del colegio. En las clases inferiores se repartían. El profesor de la clase pronunciaba mi nombre, y entonces el libro hacía su camino por encima de los bancos. Uno lo pasaba a otro, o se balanceaba por encima de las cabezas hasta que llegaba a mí, que lo había pedido. En sus hojas estaban marcadas las huellas de los dedos que las habían vuelto. El cordel que cierra la cabezada, y que sobresalía arriba y abajo, estaba sucio. El lomo, sobre todo, tenía que haber soportado mucho; de ahí que ambas cubiertas se dislocasen y que el canto del tomo formase escaleritas y terrazas. Sin embargo, al igual que el ramaje de los árboles durante el veranillo de San Martín, de sus hojas colgaban a veces los débiles hilos de una red en la que me había enredado cuando aprendí a leer. El libro estaba encima de la mesa, demasiado alta. Mientras leía me tapaba los oídos. Sordo de esa manera, recuerdo haber escuchado narrar. Desde luego no a mi padre. A veces, en cambio, en invierno, cuando estaba frente a la ventana en el cuarto caliente, los remolinos de la nieve, allí fuera, me contaban cosas en silencio. Lo que me contaban no lo pude comprender nunca con exactitud, pues era demasiado denso y sin cesar se mezclaba presuroso lo nuevo entre lo conocido. Apenas me había unido con fervor a un grupo de copos de nieve cuando me di cuenta que tenía que entregarme a otro que de repente se había metido en medio. Entonces había llegado el momento de buscar, en el torbellino de las letras, las historias que se me habían escapado estando en la ventana. Los países lejanos que encontraba en ellas jugueteaban, intimando los unos con los otros al igual que los copos de nieve. Y debido a que la lejanía, cuando nieva, no conduce a la distancia, sino al interior, en el mío habitaban Babel y Bagdad, Acón y Alasca, Tromsoe y Transvaal. El templado aire de la lectura, que lo penetraba, captaba irresistiblemente, con sangre y peligro, mi corazón que seguía fiel a los deslustrados volúmenes.

¿O acaso, seguía fiel a otros más antiguos, imposibles de hallar? Es decir a aquéllos, maravillosos, que sólo una vez en sueños pude volver a ver. ¿Cuáles eran sus títulos? No sabía sino que habían desaparecido hace mucho y que no había podido encontrarlos nunca más. Sin embargo, ahora estaban allí en un armario, del que, al despertar, me di cuenta que antes nunca me lo había encontrado. En sueños me parecía conocido desde siempre. Los libros no estaban de canto, sino tirados, en el rincón de las tempestades. Y tempestuoso fue lo que sucedía en ellos. Abrir uno de ellos me hubiese conducido a su mismo seno, en el que se formaban las nubes cambiantes y turbias de un texto preñado de colores. Eran burbujeantes, fugaces, pero siempre llegaron a componer un color violeta que parecía proceder del interior de un animal de sacrificio. Indecibles y graves como este condenado color violeta eran los títulos, de los cuales cada uno me parecía más singular y familiar que el anterior. Pero aun antes de que pudiera asegurarme de cualquiera de ellos, me había despertado, sin haber vuelto a tocar, siquiera en sueños, los antiguos libros de la infancia.