VINO 2

Cierto es que «bárbaros» es una palabra un poco fuerte para definir a los consumidores de vino hollywoodiense, pero, como decíamos, en su elección, hay cierta degradación del vino: y el hecho de que se multiplique en progresión geométrica hace pensar que estamos ante un expolio real de una cultura exquisita y compleja. La llegada de una forma de (elegante) barbarie.

Ahora bien. Lo que me gusta del saqueo de esta aldea periférica reside en que es bastante pequeña y, por tanto, es más fácil estudiar cómo han ocurrido, fehacientemente, las cosas. Así se descubre, por ejemplo, que una determinada pérdida del alma es, aquí, el resultado de una serie de pequeños pero significativos movimientos de tropas, por decirlo de alguna manera. Es una especie de acontecimiento que se compone de innumerables subacontecimientos simultáneos. Voy a intentar describir los que yo soy capaz de descifrar.

El primero es quizá el más fácil de ver. La disminución de la calidad ha coincidido con un aumento de la cantidad. Desde que circula un vino simple y espectacular hay muchas más personas que beben vino. En este caso, como en muchos otros, la pérdida del alma parece ser el precio que hay que pagar por la expansión de un negocio que, de otra forma, tendría dificultades. Es sencillo: comercialización en auge igual a pérdida del alma. Se trata de un aspecto importante: ahí se encuentra la base de uno de los grandes tópicos que anidan desde siempre bajo la superficie del miedo a los bárbaros: la idea de que ellos son la avidez contrapuesta a la Cultura; la certeza de que se mueven por una hipertrófica, una casi inmoral, sed de ganancias, de ventas, de beneficios. (Quizá valga la pena recordar que éste fue uno de los aspectos de los que, desde una perspectiva histórica, brotó el odio racial europeo por los judíos: se imaginaban una guerra subterránea en la que una cultura elevada y noble se veía obligada a luchar contra el cinismo ávido de un pueblo al que le interesaba únicamente el acopio de dinero). Es un aspecto importante también por otra razón: de aquí nace una deducción lógica e infundada, pero comprensible y muy difundida: si algo se vende mucho, es que vale poco. La adhesión irracional a un principio de esta clase es con probabilidad uno de los pecados capitales de toda gran civilización en su propia fase de decadencia. Volveremos sobre esto, porque es un tema interesante, por lo que tiene de delicado. Pero de momento quedémonos con este indicio sugerido por la historia del vino: el alma se pierde cuando se dirige hacia una comercialización en auge.

Otro movimiento: la innovación tecnológica. Os parecerá absurdo, pero probablemente nada de cuanto he explicado habría sucedido sin la invención del aire acondicionado. Me explico. ¿Por qué ahora hacen vino (hollywoodiense) en Chile, Australia, California y lugares incluso más absurdos, mientras que antaño lo hacían sólo franceses e italianos? A menudo se suele pensar que la tierra que poseían franceses e italianos era la única apta para cultivar los viñedos apropiados: lo demás eran conocimientos artesanales acumulados con el tiempo. De aquí nace la idea de una aristocracia del vino, bien asentada sobre el privilegio de sus valiosísimas tierras. Pero esto, en gran parte, es un mito. En realidad, tierra para cultivar chardonnay, cabernet sauvignon o merlot la hay a espuertas y en muchas regiones del planeta. Pues, entonces, ¿qué los detenía? En parte, la sumisión al mito, sin lugar a dudas. La misma razón por la que parece imposible criar búfalas en otro lugar que no sea la Campania y, en consecuencia, ni se oye hablar de mozzarella hollywoodiense. Pero en parte también era, por el contrario, una cuestión técnica. El aspecto más delicado de la fabricación del vino es el de la fermentación. La uva puede madurar bien incluso a temperaturas muy elevadas, pero la fermentación, si uno intenta hacerla con un calor bestial, o con una temperatura que sube y baja, se vuelve verdaderamente complicada. Y elaborar un vino como es debido se convierte en algo imposible. Ahora bien, ¿y si uno tiene aire acondicionado? Entonces sí puede elaborarlo. A eso se le llama fermentación controlada. La temperatura la decide uno mismo: ¿qué carajo importa encontrarse en medio del desierto? De manera que lo que parecía ser un arte reservado a una aristocracia agrícola de antiguo linaje europeo se convierte en una práctica al alcance de mucha gente: en tierras mucho menos caras: con artistas que no provienen de generaciones de maestros: con creadores que no tienen tabúes. Es fácil que te salga un vino hollywoodiense. Volviendo al microacontecimiento: hay una revolución tecnológica que rompe de repente con los privilegios de la casta que ostentaba la primacía del arte. Memorizadlo y guardadlo.

Otro acontecimiento. El éxito del vino hollywoodiense nace también de una revolución lingüística. Hasta hace veinte años quienes hablaban de vino, lo juzgaban, eran ingleses en su mayoría, o en todo caso europeos. Eran poquísimos, tenían una gran autoridad, y escribían de una forma tan exquisita y tan sabia que eran pocos los que de verdad los entendían. Una casta de críticos sublimes. Después llegó Robert M. Parker. Parker es un americano que se puso a escribir sobre vinos con un lenguaje sencillo y directo. Entre otras cosas empezó a decir abiertamente una cosa que, a escondidas, pensaba mucha gente, y es que muchos vinos franceses que eran idolatrados, en realidad no había quien los bebiera, o poco más o menos. Demasiado complejos, artificiosos, inaccesibles. Más cultos que buenos, digamos. Cuestión de gustos, podría decirse: pero él oficializaba un tipo de gusto que no era exclusivamente suyo, era común a millones de personas en el mundo, sobre todo las que no tenían una gran cultura enológica: los americanos a la cabeza. Lo importante, de todas formas, es que las cosas que debía decir las dijo con otra lengua, que tenía muy poco que ver con la de los sublimes críticos europeos. Su pequeña revolución se sintetiza en este sacrilegio: empezó a poner notas a los vinos. Ahora la cosa os parecerá normal, pero cuando empezó a hacerlo no lo era en modo alguno: ¿creeríais a un crítico literario que pusiera notas a los grandes clásicos de la literatura? Flaubert, un 8; Céline, un 9,5; Proust, un 6 (demasiado largo). ¿No tiene cierto regusto a barbarie? Y eso debió de parecerle a la aristocracia europea del vino. Pero el hecho es que de esa forma la gente por fin empezaba a comprender. Se orientaba. Él ponía (pone) notas del 50 al 100. Hay personas que todavía hoy entran en una enoteca y piden «un 95, por favor». Nada menos. Era una nueva lengua: en cierto modo, era degradante, pero funcionaba. Con esa lengua Parker contribuyó de manera significativa a imponer a escala planetaria el amor por el vino hollywoodiense: no lo hacía con mala fe, realmente le gustaba, y lo dijo de una forma que la gente pudiera comprender. En cierto sentido, el propio vino hollywoodiense se alineó con esta simplificación lingüística, al darse cuenta de que ahí había una puerta abierta que había que traspasar. Por ello, por ejemplo, los vinos hollywoodienses tienen un nombre fácilmente memorizable, y no requieren, por la forma en la que están producidos, una atención particular a la cosecha. Os parecerá poco, pero antes de Parker tenías que entrar en una enoteca y pedir un barolo, especificar el nombre de las bodegas, agregar el nombre de una finca en concreto, y terminar con una filigrana especificando el año: era algo que uno tenía que prepararse en casa, antes de salir. Después de Parker, si uno no es tan grosero como para pedir un 95, lo único que ha de hacer es decir un nombre. La Segreta, por favor (es un ejemplo, no un anuncio). No hay más que añadir. No seáis tan esnobs como para no comprender que se trata de una pequeña pero enorme revolución: si los libros se pudieran pedir de esa forma, ¿cuántas personas más entrarían en las librerías y comprarían libros? (de hecho, si se trata sólo de decir El código Da Vinci, es lo que hacen). Por tanto, un nuevo indicio: los bárbaros utilizan una nueva lengua. Naturalmente más simple. Llamémosla moderna.

Otro indicio. El vino hollywoodiense es simple y espectacular. Algunos críticos lo liquidan con una palabra horrible pero eficaz: resultón. Casi siempre se destaca que se trata de un vino culpablemente fácil. A menudo se alude de manera contundente a la manipulación que debe de haber sufrido: que es un vino «tratado», dicen. Intento explicarlo de un modo más elegante: lo que disgusta de ese vino es el hecho de que busque el camino más corto y más rápido para el placer, incluso a costa de perder por el camino elementos importantes del gesto de beber. Utilizando términos románticos, y por tanto plenamente nuestros: es como si la idea de belleza fuera sustituida por la de espectacularidad; es como si se privilegiara la técnica frente a la inspiración, el efecto frente a la verdad. El asunto es de importancia precisamente por el tipo de demostración que adquiere en una cultura como la nuestra, todavía fuertemente romántica: ese vino niega uno de los principios de la estética que nos es propia: la idea de que para alcanzar la alta nobleza del valor auténtico hay que pasar por un tortuoso camino si no de sufrimiento, al menos de paciencia y de aprendizaje. Los bárbaros no tienen esta idea. A su escala, por tanto, el caso del vino hollywoodiense nos permite ver otro microacontecimiento que no tiene nada de insignificante: la espectacularidad se convierte en un valor. El valor.

Todavía me quedan un par de acontecimientos. Resistid. El imperialismo. Podría hablarse de globalización, pero en este caso me parece más preciso «Imperialismo». El vino hollywoodiense se ha impuesto en el mundo también por la obvia razón de que es de matriz americana. Uno puede inventarse todas las razones refinadas que quiera, pero al final, si lo que uno pretende es comprender por qué motivo hoy en Yemen beben vino hollywoodiense, y en Sudáfrica producen vino hollywoodiense, y hasta en las Langas lo hacen, la respuesta más simple es ésta: porque la cultura estadounidense es la cultura del Imperio. Y el Imperio está en todas partes, incluso en las Langas. Puede parecer un eslogan irracional, pero resulta muy práctico si uno piensa en todas las cadenas americanas de hoteles, y en cada uno de sus restaurantes, en cualquier parte del mundo, y ve su carta de vinos, y al abrirla uno se encuentra casi en exclusiva vino hollywoodiense. Es así, sin maldad pero con medios formidables, como se puede incluso llegar a sugerir (¿a imponer?) un determinado gusto a todo el mundo. Si las olivas ascolanas las hubieran inventado en Nebraska, seguramente hoy las comerían también en Yemen. Por tanto, no infravaloremos tampoco este indicio: en las consignas de los bárbaros se escucha el suave diktat del Imperio.

Uno más y ya está. Pensad en el productor de vino francés, riquísimo, con un nombre celebérrimo, anclado en el orden perfecto de sus valiosísimas tierras, sentado sobre una mina de oro, fortalecido por una aristocracia que le ha sido conferida por un mínimo de cuatro generaciones de artistas formidables. Y ahora fijaos en el productor de vino hollywoodiense, con su nombre cualquiera, sentado sobre su tierra chilena, una cualquiera; hijo, en el mejor de los casos, de un importador de vinos y nieto de alguien que se dedicaba a cualquier otra cosa distinta; en consecuencia, privado de títulos de nobleza. Poned al uno frente al otro: ¿no notáis ese querido y viejo tufillo a revolución? Si luego miráis con atención las cifras de consumo e intentáis traducirlas a personas de verdad, a seres humanos reales que beben, lo que veréis será esto: de una parte, una aristocracia del vino que más o menos ha permanecido intacta, que sigue llenando barricas con caldos refinadísimos y que los comenta con una jerga de iniciados, orientándose en la jungla de las cosechas con un paso seguro y fascinante; y, a su lado, una masa de homines novi que probablemente nunca habían bebido vino y que ahora lo hacen. No son capaces de llenar las barricas sin sentirse ridículos, comentando el vino con las mismas palabras que utilizan para hablar de una película o de coches, y tienen en la nevera muchas menos cervezas que antes. Me explico: se trata también de una cuestión de lucha de clases, como se decía antaño, pero como ya no es antaño, yo diría: es una competición entre un poder consolidado y unos outsiders ambiciosos. Pensad en ese parvenu americano que intenta comprar la colina del Bordelés[17], templo del vino valioso, y veréis clarísimamente la imagen de un asalto al palacio. Y he aquí el último microacontecimiento que, por debajo de la superficie de una aparente pérdida del alma, el mundo del vino nos sugiere que constatemos: lo que está sucediendo por ahí debajo es también que una determinada masa de gente invade un territorio al que, hasta ahora, no tenía acceso: y cuando toman posiciones no se contentan con las últimas filas: es más, a menudo cambian la película y ponen la que a ellos les gusta.

Ya está. Es el momento de recoger y de subir las redes de nuestra pequeña pesca. Estudiando la restringida invasión bárbara que ha sacudido a la aldea del vino, uno puede llegar a dibujar el mapa de la batalla, y es éste: con la complicidad de una determinada innovación tecnológica, un grupo humano esencialmente alineado con el modelo cultural del Imperio accede a un gesto que le estaba vedado, lo lleva de forma instintiva a una espectacularidad más inmediata y a un universo lingüístico moderno, y consigue así darle un éxito comercial asombroso. De todo esto, lo que los asaltados perciben es sobre todo el rasgo que emerge a la superficie y que, a sus ojos, es el más evidente para constatar: un aparente declive del valor integral de ese gesto. Una pérdida de alma. Y, por tanto, un asomo de barbarie.

Ya lo he dicho, es sólo una hipótesis. Y, lo que es más importante: no es una hipótesis que nos ayude a comprender a los bárbaros, sino únicamente a entender su técnica de invasión: cómo se mueven, no quiénes son ni por qué son así (que es, ésta sí, la pregunta fascinante). A mí me parece, de todas formas, un paso necesario para llegar, tarde o temprano, a comprender: una estación intermedia. Uno entiende cómo combaten y a lo mejor comprende quienes son. Si os apetece, podéis jugar un poco con esta hipótesis. Intentad pensar en un ejemplo de mutación, de invasión bárbara que más os inquiete, y buscad en su seno el mapa de la batalla. A lo mejor encontraréis todos los indicios que he apuntado. U otros, tal vez. No lo sé. Pero de todas formas tengo motivos para pensar que será un modo de formular mejor el problema, y de ir un poco más allá de la queja esnob o de la charla de bar. Yo, por mi parte, tengo la intención de hacer este jueguecito con otras dos ideas saqueadas que me gustan: el fútbol y los libros. Pero en las próximas entregas.