AUTENTICIDAD

8. Auténtico

Una magnífica expresión que se utilizaba con fervor en tiempos de la civilización era ésta: lo auténtico. A menudo lo poníamos en estrecha relación con otro término que nos era grato: el origen. Teníamos esta idea de que en el fondo, en el origen de las cosas y de los gestos, se encontraba el lugar primigenio de su salida a la creación: allí, donde comenzaban, se podía captar su auténtico perfil. Lo imaginábamos, obviamente, elevado y noble: y se medía la tensión moral de un gesto, o de una idea, o de un comportamiento, precisamente midiendo su proximidad con respecto a la autenticidad originaria. Era un modo más bien frágil de plantear las cosas, pero era claro, y felizmente normativo. Permitía entrever una regla: y era una regla hermosa. Estéticamente apreciable y, por tanto, de alguna manera, fundada.

Pero ¿y ahora? Si hay algo que los bárbaros tienden a pulverizar son precisamente las nociones de auténtico y de origen. Están convencidos de que el sentido se desarrolla tan sólo donde las cosas se ponen en movimiento, entrando en secuencia unas con otras, por lo que la categoría de origen a ellos les suena más bien insignificante. Es casi un lugar de soledad inalterada donde el sentido de las cosas todavía está por llegar. Donde nosotros veíamos el nido sagrado de lo auténtico, de lo originario, ellos ven la caverna de una prehistoria en la que el mundo es poco más que una promesa. Donde nosotros situábamos el existir por excelencia, auténtico y puro, ellos tan sólo perciben un momento inicial de peligrosa fragilidad: para ellos, la fuerza del sentido está en otra parte. Está después.

Dicho así, produce impresión, pero traducido en algún ejemplo ya veréis como suena menos traumático. Marilyn Monroe. ¿Cuál era la cara auténtica de esa mujer? ¿Le importa a alguien saberlo de verdad? ¿No es más importante constatar lo que ha representado para millones de hombres, lo que fue y lo que es en el imaginario colectivo? Y si os dicen que en realidad el sexo le resultaba molesto, ¿os va a importar mucho? Pongamos una hipótesis por un instante y aceptemos que le resultara realmente molesto: ¿no percibís hasta qué punto este rasgo auténtico, originario, no restaura de ninguna de las maneras el sentido que esa mujer ha tenido para la cultura occidental? En su figura, lo que es realmente auténtico es lo que de esa figura ha cristalizado en la percepción colectiva. Marilyn Monroe es Marilyn Monroe, no Norma Jean Mortenson (que era su nombre auténtico y originario).

Trasladad un razonamiento como éste a cualquier acontecimiento: y tendréis el sentido, por ejemplo, de este periódico que estáis leyendo. ¿Pensáis que en estas páginas se está intentando reconstruir la cara auténtica del mundo? No hay ni rastro de semejante ambición. Lo que sí hay, en cambio, es un formidable talento (aquí y en todo el periodismo contemporáneo) para cristalizar como realidad el frágil material que los hechos liberan al entrar en conexión con otros hechos y con el público. Es como si ellos (los periodistas) fueran capaces, más que otras gentes, de seguir las trayectorias de los hechos y de descubrir el punto exacto en el que éstas se entrecruzan con una atención colectiva, un nervio al descubierto, una disponibilidad de ánimo: sólo ahí, en esa feliz conjunción, los hechos se convierten en realidad. ¿Cuánto conservan de sus rasgos originales y, como decíamos, auténticos? Muy poco, por regla general. Pero esos rasgos, por convención, se han convertido en residuos no esenciales. Algo como el nombre verdadero de Marilyn Monroe.

En este tipo de cosas el periodismo y en general los medios de comunicación representan de hecho la avanzadilla de una barbarie triunfante. Más o menos de una manera consciente, llevan a cabo una lectura del mundo que desplaza el baricentro de las cosas desde su origen hasta sus consecuencias. Nos guste o no, para el periodismo moderno el aspecto importante de un hecho es la cantidad de movimiento que es capaz de generar en el tejido mental del público. A un nivel extremo, un conflicto importante y sanguinario en un país de África para un periódico occidental sigue siendo una no-noticia hasta el momento en el que entra en secuencia con porciones de mundo en posesión del público occidental. Sería necesario, por ejemplo, que Bertinotti[65] no hablara nunca, ni siquiera tomándose un café: entonces sí podría convertirse en noticia. Por muy absurdo que pueda parecer, es exactamente lo que esperamos de los medios de comunicación, pagamos por tener esa clase de lectura del mundo. En eso nos alineamos, no se sabe cuán conscientemente, con una idea de fondo, exquisitamente bárbara, que en teoría no compartimos pero que, en realidad, practicamos sin ninguna dificultad: el sentido de las cosas no reside en un rasgo originario y auténtico propio, sino en la huella que de ellas se libera cuando entran en conexión con otros fragmentos de mundo. Podría decirse: no son lo que son, sino aquello en lo que se transforman. Sea como sea que se juzgue semejante modo de pensar, lo que aquí nos importa es percibir el rasgo bárbaro del mismo: o sea, percibir que no se trata de una degradación dictada por una forma de locura, sino que es la consecuencia de determinado modo de pensar el sentido del mundo: es el corolario de una lógica precisa. Discutible, pero precisa.

Por eso hoy en día se ha vuelto tan difícil remitirse a un sentido auténtico de nuestros gestos: porque nos encontramos en equilibrio entre dos visiones del mundo tendemos a aplicar, simultáneamente, ambas. Por una parte, conservamos aún templado el recuerdo de cuando el sentido de las cosas se le concedía a quien tuviera la pureza y el rigor de remontar el curso del tiempo, y de arribar hasta el lugar de su origen. Por otra, ahora ya bien sabemos que únicamente existe lo que se cruza con nuestras trayectorias, y a menudo existe tan sólo en ese momento: intuimos que es en el momento de su máxima ligereza y velocidad cuando las cosas llegan a formar parte de figuras más amplias, donde nosotros reconocemos la gravidez de una escritura, y donde hemos aprendido a leer el mundo. Así que deambulamos más bien perdidos, añorando la época en que los gestos eran auténticos, y viviendo ésta en que la autenticidad se ha convertido en sinónimo de existencia.

No es que sea una posición particularmente cómoda.

9. Diferencia

Y ya que estamos en una entrega difícil, liquidemos también el asunto este de la diferencia. Algo que no resulta fácil. Pero sí importante. También aquí es útil hacer referencia a la civilización prebárbara. Y sirvámonos de nuevo de la música clásica como un ejemplo más claro que otros. ¿Cuál era el modelo de desarrollo de ese mundo? Quiero decir, ¿cuál era su modo de crecer, de perfeccionarse, de transformarse? Por regla general, lo que determinaba el movimiento era un paso adelante: una mejora, una superación, un progreso. Mozart lleva el sinfonismo de Haydn a nuevos cauces expresivos. Beethoven lleva el sinfonismo de Mozart más allá del siglo XVIII. Schubert hace que salgan a la superficie las implicaciones románticas del sinfonismo beethoveniano. Etc., etc. Toda la historia de la música resulta legible como una constante autosuperación en la que cada paso continúa y completa el precedente. La unión de lo nuevo con lo viejo aseguraba la autoridad; la liberación de lo nuevo respecto de lo viejo aseguraba el éxito. De este modo, el movimiento de un determinado gesto creativo venía a parecerse a una floración progresiva que manifestara, al final, toda la riqueza de la semilla primigenia. En los orígenes de un modelo dinámico como ése puede identificarse una convicción fuertemente arraigada en el ADN de la civilización burguesa y romántica: la idea de que lo bello se encuentra unido indisolublemente a una determinada forma de progreso. El gesto creador era valioso cuando producía un paso adelante, y lo nuevo era valioso cuando llevaba lo viejo a su apogeo. Evidentemente inspirada en el culto al progreso aprendido en la cultura científica (para esa civilización, un tótem indiscutible), una convicción de esa clase llevaba a interpretar el desarrollo de lo humano como un ascenso casi objetivo, imparable, puesto en movimiento en cada ocasión por el genio singular de un individuo particular.

Resulta útil comprender que, probablemente, para los bárbaros este modelo de desarrollo no significa casi nada. No está en sintonía con su carácter. Probablemente ya no creen en el progreso tout court (aunque, ¿quién sigue creyendo en él?). Con seguridad lo que tienen en la cabeza es otra idea de movimiento. El paso adelante es algo que no comprenden: creen en el paso lateral. El movimiento se verifica cuando alguien es capaz de destrozar la linealidad del desarrollo y se desplaza de lado. No acaece nada relevante salvo en la diferencia. El valor es la diferencia, entendida como una desviación lateral del dictado del desarrollo. Fijémonos en la moda, por ejemplo. ¿Puede afirmarse que el pantalón bajo de cintura es la superación del Levi’s 501? No lo creo. ¿O que el ombligo al aire es un paso adelante respecto a la minifalda? Absurdo. La moda no se explica con la idea de un progreso lineal al que, de tanto en tanto, diseñadores singulares le dan un genial acelerón. Si uno va a ver el punto exacto en que el sistema cambia, lo que encuentra es poco más que un desplazamiento lateral, la génesis de una diferencia. Vosotros diréis: vale, muy bien, pero ¿qué pinta aquí la moda? De acuerdo, pongamos otro ejemplo y volvamos a la música. ¿Puede decirse que los Red Hot Chili Peppers o Madonna o Björk son la superación de algo, o un paso adelante respecto a algo? Puede que también lo sean, pero éste no es el tema. Su éxito está fundado, probablemente, más bien en la capacidad de dar un paso lateral, en su capacidad de generar una diferencia, sólida, bien estructurada, autosuficiente. Por otra parte, ¿no es esto lo que buscan de manera obsesiva las multinacionales de la música? Un sound diferente. No están buscando, de ninguna de las maneras, la superación de Springsteen. Buscan algo diferente a Springsteen. Realizan un enorme esfuerzo para encontrarlo en esta época, y esto debería hacernos comprender hasta qué punto el paso lateral no es nada fácil, al contrario, tal vez sea lo más difícil: cuando sería mucho más fácil encontrar a un Schubert, después de un Beethoven. Pero los bárbaros no sabrían qué hacer con un Schubert. Buscan la diferencia.

Una vez más: lo hacen porque es coherente con sus principios. Si el chisporroteo del sentido está inscrito en las secuencias dibujadas por la gente a través de la jungla de las cosas factibles, el objetivo de cualquier forma de creatividad no puede ser más que el de interceptar esas trayectorias y volverse una parte de las mismas: ¿no veis la necesidad de moverse en el espacio? Con el paso lateral, toda tradición creativa va en busca del sentido donde éste se produce. En la diferencia, y no en el progreso, es donde lo encuentra. Si os parece bien, precisamente el periodismo, que a estas alturas ya es una forma de arte, os proporciona el ejemplo más claro: ya no cuenta el mundo, sino que produce noticias; es decir, considera acontecimiento únicamente lo que se presenta como diferente respecto al día anterior. No lo que es su desarrollo, su progreso, o, en el límite, su empeoramiento. La continuidad de la transformación será reconstruida más tarde con cautela en los comentarios, o en los ocasionales reportajes que intentan reorganizar narraciones de mundo. Pero la técnica de base del periodismo consiste hoy en día en una secuencia de pasos laterales que interceptan el sentido del mundo, constatando todos los desvíos laterales. Aquí también tenemos un desarrollo horizontal, en el espacio y en la superficie, que sustituye al camino vertical de la profundidad y de la comprensión. Aparentemente, es una ruina: pero, entonces, ¿cómo es posible que luego, cada mañana, sea eso lo que buscamos?