HÉLICES
12. Hamburguesa
Escuchad ésta. El periódico que estáis leyendo en este momento vive porque ingresa dinero de tres maneras distintas: vendiendo el periódico, vendiendo espacios publicitarios en el periódico y vendiendo otras cosas que van unidas al periódico (libros, discos, DVD…). Según vuestra opinión ¿con qué ingresa más? La publicidad, es comprensible. (Aunque en el fondo no sea tan lógico: un libro gana por lo que es, no por algo que lo acompaña y que nada tiene que ver con él). Bueno. ¿Y, en segundo lugar, qué tenemos? Uno diría que el periódico. Pues no. En 2005 se verificó el histórico enlace: los suplementos proporcionaron más o menos los mismos beneficios que el periódico. Quizá sea una casualidad, una coyuntura histórica particular: sin embargo, ha pasado, y este asunto debería hacernos reflexionar.
Siempre es útil saber cómo se mueve el dinero. Mirad la geografía de este caso: hay un centro, el periódico, y también hay una periferia, representada por lo que no es el periódico, pero que es puesta en movimiento por el periódico: publicidad y suplementos. ¿Adónde va el dinero? A la periferia. Ante esta situación, no es difícil que el periódico acabe costando menos, o incluso nada: en ese momento todo el dinero estaría en la periferia. Qué curioso. Tened en cuenta que de todas maneras nada de todo esto existiría si no estuviera, en el centro, el periódico. Es éste el que produce el combustible para llegar a los suplementos. Así que el corazón de ese sistema se nos aparece como una gran fuente de energía donde se genera prestigio, una firma que después expele hacia los lados el movimiento del dinero. No tengo datos actualizados, pero recuerdo con claridad haber leído cómo en Las Vegas, hace algunos años, ocurrió algo análogo: los restaurantes, los hoteles, los night clubs, los teatros, habían superado, en cuanto a ingresos, a los casinos. Lo que en un principio había sido durante años el equipamiento adicional de amenidad, estudiado para arrastrar al desgraciado a vaciar sus bolsillos en un casino, ahora se ha convertido, hablando desde una perspectiva económica, en la sustancia de Las Vegas. La gente sigue yendo allí porque se trata de Las Vegas, la capital del juego: pero luego hace otras cosas.
Es verdad que el asunto, en sí mismo, recuerda determinados apocalipsis poéticos de principios del siglo XX: ¿os acordáis del palco vacío del emperador? El mundo sin centro, tan cantado por los artistas de Europa central. Pero entonces se trataba, precisamente, de apocalipsis: o sea, de una forma elegante y sofisticada de pérdida del sentido. En cambio, los modelos que tenemos ahora delante de nuestras narices parece más bien que produzcan sentido, no que lo quemen. Lo multiplican. No parecen el fin de un mundo, sino el principio. El principio del mundo bárbaro.
Quizá uno de los recursos existenciales de los bárbaros es precisamente este esquema: un centro fundacional que motiva el sistema y una periferia que magnetiza el sentido. ¿Puedo poner un ejemplo plebeyo? La hamburguesa. En su acepción bárbaramente más elevada y perfecta: la hamburguesa de McDonald’s. El centro es la carne picada. ¿Alguien recuerda qué sabor tiene? En la práctica, casi no tiene. El sentido de esa cosa para comer está en el resto. De hecho ella, la carne picada, en la práctica es única e inamovible: el movimiento se libera cuando uno elige qué quiere ponerle encima, y alrededor, y detrás. A estas alturas ya estamos acostumbrados: pero tenéis que admitir que el asunto es un poco raro. En teoría, y según los principios de monsieur Bertin, si lo que uno quiere es comer carne picada tendría que poder elegir entre muchos tipos de carne picada, y éste sería el sentido del asunto: elegir buey argentino en vez de ternera danesa. Pero no es así: a nadie le importa un comino la carne picada. Es el resto lo que supone la diferencia.
Es un esquema mental, admitidlo. Una migración del sentido hacia las regiones periféricas de lo accesorio. El sentido nómada que sustituye al sentido sedentario. Bárbaros.
Así que vamos a enormes multisalas a ver películas que suelen ser la previsible carne picada, a menudo, de alegres paseos familiares en que se consume de todo. O compramos cualquier cosa que produzca Armani, incluso los salvamanteles, pese a que ni siquiera se nos pase por la cabeza vestirnos de Armani. O votamos a partidos cuyo programa no hemos leído nunca. O vemos el fútbol en la tele y abandonamos los estadios. O vamos a Las Vegas para comer. O compramos la Repubblica para llevarnos a casa un curso de inglés para niños.
En cierta manera, si uno quiere encontrar a los bárbaros, lo que puede hacer es ir a los Estados Unidos, entrar en un supermercado y decidirse a comprar un pollo al horno, simplemente un pollo al horno. De eso existen, como mínimo, cuatro. Uno con curry, uno con limón, uno con romero y uno con ajo. Las dimensiones siempre son idénticas, la cocción también, la procedencia, me imagino, también. Puedo añadir además que el pollo, en sí mismo, no sabe casi a nada. No sé qué dieta harán esos pobres animales, pero se diría que se alimentan con poliestireno. El pollo con sabor a pollo no existe. En compensación, donde nosotros tenemos una única opción («deme un pollo al horno») ellos tienen, como mínimo, cuatro. Que pueden ser muchas más: basta con que nos adentremos en la vorágine de las salsas.
Sentido nómada.
13. Hélice
Bueno, éste es el último pensamiento. El último retratito de los bárbaros. La última página del cuaderno. Qué satisfacción. Dedico el último esbozo a la hélice. Es una imagen que me ayuda a comprender: hasta qué punto puede pensarse, hoy en día, con cierto grado de razón, que Thomas Mann es un escritor inútil y sobrevalorado. ¿Son accesos de locura? No. Es la hélice. Me explico.
Algo para lo que hay que estar preparados es que, cuando ocurre una mutación, en ese momento las jerarquías del juicio desaparecen. No resulta agradable, pero es así. Lo digo de la manera más simple: en la historia de los mamíferos, el delfín es un excéntrico. En la de los peces, un padre fundador. Al margen de cualquier matiz de gusto, de comprensión, de juicio, lo que queda es el hecho de que cualquier civilización juzga a sus predecesores por la relevancia que han tenido al crear el habitat mental en que esa civilización vive. Si una generación de mutantes traslada al mundo a vivir debajo del agua, estimulando el nacimiento de branquias detrás de las orejas, es evidente que para ese mundo, desde ese momento en adelante, la jirafa ya no volverá a ser ese gran punto de referencia. El cocodrilo tendrá cierto interés. La ballena sería Dios. Si por alguna anomalía del destino histórico el Ancien Régime hubiera seguido dominando el mundo, Boccherini[68] sería hoy uno de los grandes, y Beethoven, un excéntrico. Pero en el mundo que nos ha tocado vivir a nosotros, Beethoven es, indiscutiblemente, un padre fundador. Hasta el más oscuro de los artistas se merece algún reconocimiento, a los ojos de una civilización, si ha contribuido a anticipar en una pequeña parte el medio mental donde esa civilización acabará residiendo más tarde. Esto tiene que incitarnos a darnos cuenta de hasta qué punto también es posible lo contrario: cualquier grande puede acabar siendo un inútil comparsa si una mutación cambia el punto de vista y hace difícil contarlo entre los profetas del nuevo mundo (Bach, nada menos, fue casi invisible durante un montón de tiempo antes de que una mutación mental volviera perceptible para los radares su inconmensurable presencia).
Es como la pala de una hélice. Dependiendo de dónde uno se sitúe, puede verla desaparecer detrás de la afilada línea de su hoja o ensancharse, muy amplia, ante sus ojos. No se trata tanto de una cuestión de fuerza de determinada obra o de determinado autor: es la perspectiva la que dicta la regla: después, y sólo después, interviene esa fuerza, orientando los juicios.
Así que nosotros vemos, de manera retrospectiva, únicamente el paisaje que puede observarse desde aquí, y de esta forma reconocemos las cimas más altas, y medimos su grandeza.
Ahora pensad en los bárbaros. Pensad en dónde se han ido a vivir, en su nomadismo mental. Pensad en el paisaje que se abriría ante sus ojos en el caso de que intentaran darse la vuelta hacia atrás. Y observad si, elevada e inmutable, brilla con todo su esplendor la cima de Thomas Mann. No sé. Tal vez. Pero yo no lo daría por descontado.
Porque es verdad que existen cimas que prácticamente ninguna mutación ha borrado del paisaje de los seres vivos. Las llamamos los clásicos. Homero. Shakespeare. Leonardo. Cada vez que nos hemos desplazado, han seguido ahí, increíblemente. Por razones secretas, o por una forma de vertiginosa capacidad profética que sabía imaginar no ya un nuevo mundo, sino todos los mundos posibles: en ellos estaba inscrita cualquier clase de mutación. Pero Thomas Mann: ¿estamos seguros de que está a esa altura? ¿O se trata más bien de la cima de un paisaje concreto, uno de tantos, tal vez ni siquiera de entre los más arraigados y difundidos, casi el paisaje privado de una civilización local, breve y ya desaparecida?
Digo esto para aclarar que si se acepta la idea de una mutación, y alegremente nos inclinamos a dejarla pasar, es necesario que estemos preparados para la pérdida brusca de cualquier clase de jerarquía preexistente, para el derrumbe de toda nuestra galería de monumentos. Algo quedará en pie, sin duda alguna. Pero nadie puede decir, hoy en día, qué será. Temblará la tierra, y sólo después, cuando todo se haya parado de nuevo en la plena permanencia de una nueva civilización, miraremos a nuestro alrededor: y será sorprendente ver qué es lo que, de los paisajes de nuestra memoria, todavía sigue ahí.
Que podría ser incluso la última línea de este libro, pero no lo es, porque lo cierto es que ya se han terminado las páginas del cuaderno, pero es necesario un epílogo, y lo habrá. Nada más que una entrega. Pero que tenga el sabor de lo que, antaño, llamábamos fin.
En definitiva, un epílogo. Como prometí, desde la Gran Muralla china.