GOOGLE 3

Para ser exactos, era 1996. Cuanto más se movían por los motores de búsqueda existentes, más se convencían Page y Brin de que podía hacerse mucho mejor. Una vez descubrieron a alguien que no se encontraba a sí mismo. Se llamaba Inktomi. ¡Si uno tecleaba Inktomi, no obtenía respuesta! Era urgente hacer algo.

Como dijimos, el problema principal era la clasificación de los resultados: cómo darle un orden jerárquico a las toneladas de páginas que aparecían si uno realizaba una búsqueda. Cuando las cosas iban bien, los motores de búsqueda existentes ponían al principio las páginas en las que la palabra buscada aparecía más veces. Eso siempre era mejor que nada. Por eso Page dedicaba su tiempo a ver cómo se las apañaba el mejor de esos motores de búsqueda, AltaVista. Y fue ahí cuando empezó a notar algo que llamó su atención. Eran palabras, o frases, subrayadas: si uno clicaba ahí acababa directamente en una página web. Se llamaban links. Ahora nosotros los utilizamos con toda normalidad, pero en esa época (hace diez años, ya ves tú), estábamos aprendiendo a utilizarlos. Tanto es así que AltaVista no sabía muy bien qué hacer con ellos: los catalogaba, y tras eso se lavaba las manos.

Para Page y Brin, en cambio, eso significó el principio de todo. Fueron de los primeros en intuir que los links no eran únicamente una opción útil de la red: eran el sentido mismo de la red, su conquista definitiva. Sin los links, Internet[46] se habría quedado en un mero catálogo, nuevo en su forma, pero tradicional en su esencia. Con los links se convertía en algo que iba a cambiar la forma de pensar.

Está claro que uno puede tener intuiciones, pero el problema es creer luego en ellas. Page y Brin creyeron en ellas. Buscaban un sistema para evaluar la utilidad de las páginas web respecto a una búsqueda determinada: lo encontraron en un principio en apariencia elemental: son más relevantes las páginas a las que se dirigen un mayor número de links. Las páginas que son más citadas por otras páginas.

Prestad atención. Hay una manera muy expeditiva e inútil para comprender esta intuición: y se trata de colocarla junto al principio comercial por el que vale más lo que más se vende. En sí mismo es un principio tosco, que nos lleva hacia un círculo vicioso: lo que se vende más tendrá más visibilidad y, en consecuencia, se venderá todavía más. Pero en realidad Page y Brin no pensaban en eso. Lo que tenían en su cabeza era algo muy distinto. Habían crecido en familias de científicos y especialistas, y en su cabeza tenían el modelo de las revistas científicas. Ahí podía uno calibrar el valor de una investigación a partir del número de citas que de la misma se hacía en otras investigaciones. No era un asunto comercial, era un asunto lógico: si algunos resultados eran convincentes, eran utilizados por otros investigadores, quienes, en consecuencia, los citaban. Page y Brin estaban convencidos de que los links podían ser considerados las citas de un ensayo científico, por lo que un sitio era plausible y útil en la medida en que lo citaban. Dicho así, tendréis que admitirlo, el asunto suena ya más sutil. Aventurado, pero sutil.

Su intuición se convirtió en algo verdaderamente perturbador cuando se decidieron a dar el siguiente paso. Se dieron cuenta de que si querían ser todavía más eficaces, tendrían que tomar en cuenta el valor del sitio del que procedía el link. En la práctica, y volviendo al caso de las revistas científicas, si quien te cita es Einstein es una cosa, pero si quien lo hace es tu primo, es otra. ¿Cómo establecer, en el maremágnum de la red, quién era Einstein y quién tu primo? La respuesta que dieron era impecable: Einstein es el sitio hacia el que se dirige el mayor número de links. Por tanto, un link que procede de Yahoo![47] es más significativo que un link que procede de la página personal de Mario Rossi. No es porque Rossi sea bobo o porque tenga un nombre menos bonito: sino porque hay miles de links que, desde todas partes, se dirigen hacia Yahoo!: hacia Rossi, con suerte, hay tan sólo un par (su hija, su grupo de petanca).

Google nace de ahí. De la idea de que las trayectorias sugeridas por millones de links irían trazando los caminos guía del saber. Lo que faltaba era encontrar un algoritmo de una complejidad monstruosa para encargarse de ese cálculo vertiginoso de links que se entrecruzaban: pero de eso se encargó Page, que tenía un cerebro matemático. Hoy, cuando buscáis «lasaña» en Google, os encontráis con una lista infinita de la que únicamente leeréis las primeras tres páginas: en esas tres páginas están los sitios que necesitáis, y Google los ha localizado entrecruzando muchas formas de valoración: la receta es secreta, pero todos saben que el ingrediente principal, y genial, se encuentra en esa teoría de los links.

Éste no es libro sobre los motores de búsqueda y por tanto no me interesa comprender si Page y Brin tenían o no razón. Lo que me interesa es aislar el principio en torno al que fue construido Google, porque creo que hay ahí una especie de trailer de la mutación en curso. Voy a daros al respecto, lo más pedestremente posible, una primera enunciación imperfecta: en la web, el valor de una información se basa en el número de sitios que os dirigen hacia la misma: y, en consecuencia, en la velocidad con que, quien la busque, vaya a encontrarla.

Para explicarme mejor, a Page le gustaba poner a sus inversores un ejemplo (para convencerlos, obviamente). Intentad entrar en la web de una página cualquiera y desde allí buscad la fecha de nacimiento de Dante, utilizando únicamente los links. El primer sitio en el que la encontrareis es, para vuestro tipo de búsqueda, el mejor. Habéis entendido bien: no es el hecho de haceros ahorrar tiempo lo que lo hace mejor: es el hecho de que todos os han dirigido allí. Porque en realidad lo que habéis hecho no es otra cosa que pasearos por ahí dentro y preguntar a quien os encontrabais dónde podíais hallar la fecha de nacimiento de Dante. Y ellos os han contestado dándoos su propio juicio de calidad. No os indicaban un atajo: os indicaban el lugar que en su opinión era mejor y donde estaría esa fecha y sería correcta. La velocidad es generada por la calidad, no al revés. Los proverbios, decía Benjamin con una hermosa expresión, son los jeroglíficos de un cuento: la página web que os encontráis a la cabeza de los resultados de Google es el jeroglífico de todo un viaje, hecho de link en link, a través de toda la red.

Y, ahora, mucha atención. Lo que me sorprende de un modelo como éste es que reformula de manera radical el concepto mismo de calidad. La idea de qué es importante y que no. No es que destruya por completo nuestro viejo modo de ver las cosas, sino que lo sobrepasa, por decirlo de alguna manera. Voy a poneros dos ejemplos. Primero: es un principio que procede del mundo de las ciencias, donde goza de cierta consideración la querida y vieja idea de que una información es correcta e importante en la medida en que se corresponde con la verdad: pero si el único sitio capaz de decir la verdad sobre la frase de Materazzi[48] estuviera en sánscrito, Google sin duda alguna no lo pondría entre los treinta primeros: lo más probable es que os señalara como el mejor sitio el que dice la cosa más cercana a la verdad en una lengua comprensible para la mayor parte de los seres humanos. ¿Qué clase de criterio de calidad es éste que está dispuesto a trocar un poco de verdad a cambio de una cuota de comunicación?

Segundo ejemplo. Por regla general, nosotros depositamos nuestra confianza en los expertos: si en su conjunto los críticos literarios del mundo deciden que Proust es grande, nosotros pensamos que Proust es grande. Pero si vosotros entráis en Google y tecleáis: «obra maestra literaria», ¿quién, con exactitud, va a empujaros con la rapidez suficiente hasta que os topéis con la Recherche? ¿Los críticos literarios? Sólo en parte, en una mínima parte: quienes van a empujaros hasta allí serán sitios de cocina, del tiempo, información, turismo, comics, cine, voluntariado, automóviles y, por qué no, pornografía. Lo harán directa o indirectamente, como las bandas de un billar: vosotros sois la bola, y Proust es el agujero. Y ahora yo me pregunto: ¿de qué clase de sabiduría se deriva el juicio que nos proporciona la red, y que nos lleva hasta Proust? Algo de ese calibre, ¿tiene nombre?

De eso se trata: lo que hay que aprender, de Google, es ese nombre. Yo no sabría encontrarlo, pero creo intuir el movimiento que le da un nombre. Una determinada revolución copernicana del saber según la cual el valor de una idea, de una información, de un dato, está relacionado no principalmente con sus características intrínsecas, sino con su historia. Es como si los cerebros hubieran comenzado a pensar de otro modo: para ellos, una idea no es un objeto circunscrito, sino una trayectoria, una secuencia de pasos, una composición de materiales distintos. Es como si el Sentido, que durante siglos estuvo unido a un ideal de permanencia, sólida y completa, se hubiera marchado a buscar un hábitat distinto, disolviéndose en una forma que es más bien movimiento, larga estructura, viaje. Preguntarse qué es algo significa preguntarse qué camino ha recorrido fuera de sí mismo.

Sé que la hermenéutica del siglo XX ya prefiguró, de una manera muy sofisticada, un paisaje de este tipo. Pero ahora que lo veo convertido en algo operativo en Google, en el gesto cotidiano de cientos de millones de personas, entiendo quizá por primera vez hasta qué punto eso, tomado en serio, comporta una auténtica mutación colectiva, no sólo un simple reajuste del sentir común. Lo que nos enseña Google es que en la actualidad existe una parte inmensa de seres humanos para la que, cada día, el saber que importa es el que es capaz de entrar en secuencia con todos los demás saberes. No existe casi ningún otro criterio de calidad, e incluso de verdad, porque todos se los traga ese único principio: la densidad del Sentido está allí por donde pasa el saber, donde el saber está en movimiento: todo el saber, sin excluir nada. La idea de que entender y saber signifique penetrar a fondo en lo que estudiamos, hasta alcanzar su esencia, es una hermosa idea que está muriendo: la sustituye la instintiva convicción de que la esencia de las cosas no es un punto, sino una trayectoria, de que no está escondida en el fondo, sino dispersa en la superficie, de que no reside en las cosas, sino que se disuelve por fuera de ellas, donde realmente comienzan, es decir, por todas partes. En un paisaje semejante, el gesto de conocer debe de ser algo parecido a surcar rápidamente por lo inteligible humano, reconstruyendo las trayectorias dispersas a las que llamamos ideas, o hechos, o personas. En el mundo de la red, a ese gesto le han dado un nombre preciso: surfing (acuñado en 1993, no antes, tomándolo prestado de los que cabalgan las olas sobre una tabla). ¿No veis la levedad de ese cerebro que está en vilo sobre la espuma de las olas? Navegar en la red, así decimos los italianos. Nunca han sido más precisos los nombres. Superficie en vez de profundidad, viajes en vez de inmersiones, juego en vez de sufrimiento. ¿Sabéis de dónde procede vuestro querido y viejo término buscar? Pues lleva en la panza el término griego, κίρκοζ, círculo: pensábamos en alguien que sigue dando vueltas en círculos porque ha perdido algo y quiere encontrarlo. Con la cabeza agachada, mirando una porción de suelo, con mucha paciencia y un círculo bajo sus pies que se hunde poco a poco. ¡Qué mutación, muchachos!

Quiero deciros algo. Si los libros son montañas, y si vosotros me habéis seguido hasta aquí, entonces nos encontramos ya a un paso de la cumbre. Todavía tenemos que entender cómo un principio deducido por un software[49] puede describir la vida que acaece fuera de la red. Es una pared vertical, pero también es la última. Después nos aguarda el arte sublime del descenso.