GUERRA
Un apunte más -el último, lo juro- sobre esta historia del alma, de la espiritualidad burguesa, del rito de la profundidad. Cuando pienso en qué es lo que puede inducir a los bárbaros a dar al traste con todo esto, no consigo dejar de pensar que también tiene que ver -no sólo, pero también- con la memoria de lo que sucedió en el siglo pasado. Casi como si fuera la sedimentación de un sufrimiento ilimitado, generado por dos guerras mundiales y una guerra fría en el umbral del holocausto nuclear. Como si hubiera pasado de padres a hijos el shock de ese largo terror, y se hubieran jurado que eso, y de esa manera, ya no volvería a suceder. No lo tomaría yo como una nueva vocación por la paz, yo no me esperaría tanto: pero creo, por muy desagradable que resulte decirlo, que ese largo hálito de sufrimiento suscitó, inconscientemente, una arraigada desconfianza hacia el tipo de cultura que generó todo eso, o que cuando menos lo permitió. Deben de haberse preguntado, de la forma más simple, y en algún oculto recodo de su mente: ¿no será que precisamente esa idea de espiritualidad y de culto a la profundidad se encuentra en la raíz de ese desastre?
Preguntas como éstas son difíciles de asimilar: uno se imagina el aire impertinente con el que el último de los llegados, ayuno de toda reflexión, tan orgulloso de su rudimentario bagaje mental propio, descarga sobre lo mejor de la inteligencia de los siglos XIX y XX la responsabilidad de un desastre. Cuando nosotros sabemos que fue precisamente un debilitamiento semejante del límite de la reflexión lo que permitió a las masas confundir un aparente sentido común con una inteligencia revolucionaria. Poniendo sus cerebros en reposo al servicio de visiones delirantes. Pero, pese a todo, esa pregunta señala una duda que de forma subterránea debe de haber ido madurando con el tiempo, hasta llegar a convertirse en un tácito lugar común: la pregunta apunta directamente a esa desconcertante continuidad entre el sistema de monsieur Bertin y el horror que cronológicamente le siguió: y se pregunta si se trata tan sólo de una coincidencia.
Me gustaría dedicar unas páginas a las respuestas que se han dado a esa sospecha, pero no es éste el libro apropiado. Lo que aquí nos importa es percibir que, sea cual sea la respuesta, se trata de una pregunta legítima y que de ninguna manera ha surgido de la nada. Pensad aunque sea sólo en esto: es lógico imaginar que esa pretensión de espiritualidad, de nobleza de alma y de pensamiento representase para muchos burgueses un objetivo tan necesario como dificultoso; y es lógico pensar que mucha de esa tensión espiritual, que en vano buscarían tantos individuos en su interior, haya ido fluyendo hacia la perspectiva más cómoda de una espiritualidad colectiva, general: la idea, elevada, de nación, y hasta incluso de raza. Lo que no se podía hacer aflorar con facilidad en la pequeñez del individuo, resultaba evidente en el destino de un pueblo, en sus raíces míticas y en sus aspiraciones. El hecho de que una acumulación de sentido como ésa se concentrara de forma obsesiva en un ideal circunscrito y, en el fondo, inmaduro, el de la identidad nacional, puede ayudarnos a comprender cómo en un tiempo relativamente breve la defensa de ese perímetro mental sentimental llegó a convertirse en una cuestión de vida o muerte. Una vez emprendido un camino casi darwiniano en el que el elemento espiritualmente más noble maduraba el derecho al dominio, ya no era tan sencillo detenerse a la distancia justa del desastre. La propia cultura burguesa, además, no parecía tener en sí misma el antídoto para una escalada de ese calibre. Al matadero de las dos guerras mundiales llegaron en calidad de protagonistas culturas como la alemana, la francesa, la inglesa, o sea, exactamente las mismas que habían concebido la civilización de la profundidad y de la espiritualidad laica: aun sin pretender atribuirles responsabilidades concretas, no es ninguna idiotez señalar una continuidad desconcertante. Uno puede que se olvide hasta de cómo era el entourage de Cosima Wagner[54], pero no puede dejar de constatar, por lo menos, cómo tanta inteligencia capital y tanta sublime diligencia fueron incapaces de hacer más difícil el hecho de concebir y hacer realidad una idea como la de Auschwitz.
Que existía un talón de Aquiles en el sistema de monsieur Bertin, y que coincidía precisamente con su falta de antídoto y, en consecuencia, con su identidad potencial de veneno incontenible, letal, era algo que, por otra parte, no se les escapaba a los más avisados. Una forma de comprender las vanguardias consiste en darse cuenta de hasta qué punto esos hombres, a las puertas del desastre, intentaron la acrobacia suma: implantar antídotos en la sangre de la civilización burguesa y romántica. En términos generales, no se les pasaba por la cabeza desmantelarla, sino utilizar sus principios fundacionales para crear un contramovimiento que la salvara de la autodestrucción. En cierto sentido, fueron el último intento técnicamente sofisticado para salvar el alma, llevándola de nuevo a una inocencia posible. Ahora nosotros sabemos que fue un intento tan refinado como fallido: lo que ocurrió fue que la gente -sí, la gente no adoptó esas voces como su voz propia. Las vanguardias pronunciaban las frases que todo el mundo necesitaba, pero lo hacían en una lengua que no llegó a ser la lengua del mundo. Hoy pueden contarse con los dedos de una mano las obras que, surgidas en el seno de las vanguardias, se han convertido en iconos colectivos. No hay ni una sola composición de Schönberg[55] que haya llegado a tanto. Y cito al más grande, en términos musicales. Esto no tendría que sonar como un juicio de valor: el valor de esas trayectorias artísticas no es algo para discutir aquí: únicamente quería explicar que si hubo alguien que intentó invertir esa extraña continuidad entre cultura burguesa y desastre del siglo XX, no lo hizo, pese a todo, en los modos que le habrían permitido a la gente ir detrás de semejante contramovimiento. Eran mensajes dentro de una botella, y siguieron siendo eso. Los numerosos monsieur Bertin que de buena gana se habrían alejado del desastre, de hecho siguieron huérfanos de una bandera, de la que fuera.
Los bárbaros tienen escaso aprecio por la historia. Pero lo cierto es que el movimiento instintivo con que evitan el poder salvífico del alma se parece mucho al del niño que se aleja del tubo de escape con el que se quemó Es poco menos que un razonamiento: es un movimiento nervioso, animal. Buscan un contexto (una cultura) en el que un siglo como el XX vuelva a ser absurdo, como tendría que habérseles aparecido incluso a quienes lo fabricaron. Y si pensáis en el surfing mental, en el hombre horizontal, en el sentido disperso en la superficie, en la alergia a la profundidad, entonces podréis intuir algo sobre el animal que va a buscarse un hábitat que lo proteja del desastre de sus padres. El escaso tiempo que los bárbaros dedican a los pensamientos ¿no os parece un sistema para prohibirse ideas que puedan generar idolatrías? Y ese modo de buscar la verdad de las cosas en la red, y que mantienen en la superficie con otras cosas, ¿no os parece una estrategia infantil pero precisa para evitar hundirse en el abismo de una verdad absoluta y fatalmente parcial? Y el miedo a la profundidad ¿no es tal vez, también, un reflejo condicionado del animal que ha aprendido a desconfiar de cuanto tiene raíces demasiado profundas, tan profundas que se acercan al peligroso estatuto del mito? Y la continua degradación de la reflexión, que va a buscarse formas vulgares y pastiches impensables, ¿no os parece hija del instinto de llevar siempre consigo un antídoto contra las ideas propias, antes de que sea demasiado tarde? Si pensáis en el tema, se trata de movimientos que podéis encontrar, todos, punto por punto, en los gestos de impaciencia de las vanguardias: lo que ocurre es que aquí se obtienen con un movimiento natural, no con un doble salto mortal de la inteligencia. (Estaré loco, quizá, pero de vez en cuando pienso que la barbarie es una especie de inmensa vanguardia convertida en sentido común. El sueño de Schönberg, que el cartero silbara por la calle música dodecafónica, se ha hecho realidad de una manera perversa: el cartero existe, no es nazi, silba, lo que ocurre es que la música es la de Vodafone. Hay algo ahí que aún tenemos que comprender…). En fin: que tienen miedo a pensar en serio, a pensar a fondo, a pensar en lo sagrado: la memoria analfabeta de un sufrimiento sobrellevado sin heroísmos debe de chisporrotear, en algún lado, en ellos. ¿No es una memoria que deba respetarse? ¿O, por lo menos, comprenderse?
Era lo justo para poneros la mosca detrás de la oreja. Era una especie de entrenamiento para acostumbraros a pensar lo lógica, lo razonable que puede ser, contra toda lógica y razón, la idea de desmantelar el alma. De ir a buscarla a otra parte. Drásticamente, en otra parte. Si uno no da un paso de este tipo, los bárbaros siguen siendo un ente incomprensible. Y a todo lo que no se comprende, se le tiene miedo.
A propósito de los bárbaros, aquí tenemos algo inútil: tenerles miedo.
Dado que me había impuesto la tarea de intentar dibujarlos, como un naturalista de otra época, lo único que necesitaba era ponerme, junto con vosotros, las lentes apropiadas para verlos. Ahora que lo he hecho, puedo llevaros a la última parte de este libro. Una serie de bocetos: dibujitos de los bárbaros. Tengo pensado volver hacia atrás para ver de nuevo algunas de sus aparentes aberraciones e identificar ahí el perfil de una figura, a la luz de las cosas descubiertas hasta aquí. Intentémoslo.