ESFUERZO
Nosotros, en consecuencia, aún seguimos llamándola alma, o la perseguimos dando vueltas en torno al término espiritualidad, cuando lo que pretendemos es transmitir la idea de que el hombre es capaz de una tensión que lo empuja más allá de la superficie del mundo y de sí mismo, a un territorio donde aún no se ha desplegado la omnipotencia divina, sino que simplemente respira el sentido profundo y laico de las cosas, con la naturalidad con que cantan los pájaros o fluyen los ríos, siguiendo un diseño que tal vez de verdad provenga de una bondad superior, aunque es más probable que surja de la grandeza del ánimo humano, que con paciencia, esfuerzo, inteligencia y gusto lleva a término, por así decirlo, el noble deber de una primera creación, que para los laicos será la única, y para los religiosos, por el contrario, será el regazo para el encuentro final con la revelación. Aquí podéis tomaros un respiro. Releed si os parece la frase, y después tomaros otro respiro. Estábamos intentando entender hasta qué punto todo esto es hijo de monsieur Bertin. Es el paisaje que la burguesía del siglo XIX había elegido para sí, intuyendo que en un campo de esa clase no podría perder. Nosotros lo heredamos con una aprobación mental tan ilimitada que lo confundimos con un escenario perenne, eterno e intocable. Nos cuesta un gran esfuerzo imaginarnos que el hombre pueda ser algo digno al margen de ese esquema. Pero lo que sucede a nuestro alrededor, en esta época, nos obliga a poner de nuevo en movimiento nuestras certidumbres. Si dejáis por un momento de considerar que los bárbaros son una degeneración patológica que llevará al vaciado del mundo, e intentáis imaginaros que el suyo es un modo de volver a estar vivos, huyendo de la muerte, entonces la pregunta que debéis plantearos es: ¿qué clase de camino inédito es este que busca el sentido de la vida a través de la eliminación del alma? Y más aún: ¿qué hay, en el alma, que los asusta, que les repele, como si en vez de un lugar de vida fuera un lugar de muerte?
Se me pasan por la cabeza dos respuestas posibles: con seguridad no explican todo el problema, pero las anoto aquí porque pueden ayudaros a pensar que existen respuestas posibles: existen pensamientos, o incluso sólo presentimientos, que pueden llevar a la ilógica convicción de que tenemos que librarnos del alma cuanto antes.
La primera tiene que ver con el placer. Y con la verdad. Terreno minado. Pero vamos a intentarlo. En el escenario de monsieur Bertin existía una categoría que era la que imperaba: el esfuerzo. Voy a decirlo de la manera más simple: el acceso al sentido profundo de las cosas presuponía esfuerzo: tiempo, erudición, paciencia, aplicación, voluntad. Se trataba, literalmente, de ir al fondo, excavando en la superficie pétrea del mundo. En la perfumada penumbra de sus escritorios, la burguesía propietaria reproducía, sin ensuciarse las manos, el que en aquella época era el trabajo agotador por excelencia: el del minero. Perdonad si me sirvo otra vez de la música clásica, pero nos ayuda a comprender: pensad en cómo, en esa música, el hecho de que sea, de alguna manera, difícil, supone la garantía de ser un viatico hacia algún lugar noble, elevado. ¿Os acordáis de la Novena, verdadero umbral para acceder a la civilización de monsieur Bertin? Bueno, cuando la escucharon los críticos por primera vez, quiero decir en su estreno, empezaron a decir que tal vez para entenderla bien tendrían que volver a escucharla. Ahora nos parece algo normal, pero en esa época era una excentricidad absoluta. Al público de Vivaldi, la idea de volver a escuchar Las cuatro estaciones para entenderlas debía de parecerle como la pretensión de volver a ver los fuegos artificiales para darse cuenta de si habían sido bonitos. Pero la Novena exigía esto: el gesto de la mente que regresa sobre el objeto de estudio y esfuerzo, y acumula nociones, y profundiza, y al final comprende. Hace cuatro días, a nuestros abuelos les costaba un gran esfuerzo seguir a Wagner, y volvían a escucharlo innumerables veces, hasta que conseguían permanecer despiertos hasta el final, y comprenderlo: y, por fin, en consecuencia, disfrutarlo. Es necesario entender que este clase de tour de force le gustaba a monsieur Bertin, era del todo compatible con su persona, y esto puede explicarse con facilidad: la voluntad y la aplicación eran precisamente sus mejores armas y, ya puestos, eran el defecto de una aristocracia blandengue y cansada: si acceder al sentido más noble de las cosas era un asunto de determinación, entonces acceder al sentido de las cosas se convertía casi en un privilegio reservado a la burguesía. Perfecto.
La aplicación a gran escala —y, en cierto modo, la degeneración— de este principio (el esfuerzo como salvoconducto hacia el sentido más elevado de las cosas), creó el escenario en el que nos encontramos hoy. El mapa que transmitimos de los lugares en los que está depositado el sentido es una colección de yacimientos subterráneos que únicamente se alcanzan mediante kilómetros de galerías agotadoras y selectivas. El mero gesto originario de detenerse a estudiar con atención, a estas alturas se ha perfeccionado hasta llegar a convertirse en una verdadera y auténtica disciplina, ardua y muy articulada. En 1824 uno podía pensar aún que para comprender la Novena tenía que escucharla de nuevo. Pero ¿y en la actualidad? ¿Tenéis idea de cuántas horas de estudio y de audición son necesarias para crear lo que Adorno llamaba un «oyente avisado», es decir, el único capaz de apreciar verdaderamente la obra de arte? ¿Y tenéis una idea de con cuánta constancia se ha demonizado cualquier otra forma de aproximación a la gran obra de arte, a lo mejor buscando con sencillez el chisporroteo de una vida inmediatamente perceptible, y olvidando todo lo demás? Como nos enseña la música clásica, sin esfuerzo no hay premio, y sin profundidad no hay alma.
Las cosas estarían bien incluso así, pero el hecho es que a estas alturas la desproporción entre el nivel de profundidad que hay que alcanzar y la cantidad de sentido que puede obtenerse se ha vuelto clamorosamente absurda. Visto así, la mutación bárbara se dispara en ese instante de lucidez en que alguien se ha dado cuenta de ello: si decido emplear en efecto todo el tiempo necesario para llegar hasta el corazón de la Novena, es difícil que me quede tiempo para nada más: y aunque la Novena sea un inmenso yacimiento de sentido, por sí sola no produce una cantidad suficiente para la supervivencia del individuo. Es la paradoja que podemos encontrar en muchos estudios académicos: la máxima concentración en un único rincón del mundo consigue esclarecerlo, pero lo aísla de lo demás: en definitiva, produce un resultado mediocre (¿de qué sirve haber entendido la Novena si uno no va al cine y no sabe qué son los videojuegos?). Es la paradoja que denuncian las miradas extraviadas de los jóvenes en la escuela: necesitan sentido, el simple sentido de la vida, e incluso están dispuestos a admitir que Dante, pongamos, podría proporcionárselo: pero si el camino que tienen que hacer es tan largo, y tan cansador, y resulta tan poco acorde en relación con sus aptitudes, ¿quién les asegura que no van a morir por el camino, sin llegar nunca a la meta, víctimas de una presunción que es nuestra, no suya? ¿Por qué no han de buscarse un sistema para encontrar oxígeno antes y de un modo que concuerde mejor con su manera de ser?
Mirad, no se trata de un problema de esfuerzo, de miedo al esfuerzo, de comodidad. Os lo repito: para monsieur Bertin ese esfuerzo era un placer. Necesitaba sentirse cansado, ese tour de force lo engrandecía, y le daba seguridad en sí mismo. Pero ¿quién dice que tiene que ser igual para nosotros? Y, por otra parte, escuchar la Novena un par de veces o a Wagner una docena es una cosa: leer a Adorno para ir al concierto, otra. Ese esfuerzo se ha convertido en un tótem y en una mortal horca caudina por la que es necesario pasar. Pero ¿por qué? ¿En esta liturgia burguesa, no se pierde la sencilla intuición originaria de que el acceso al corazón de las cosas era una cuestión de placer, de intensidad de vida, de emoción? ¿No sería lícito exigir que fuera así de nuevo? ¿No sería justo reivindicar un tipo de esfuerzo que fuera placentero para nosotros, igual que ese esfuerzo era placentero para monsieur Bertin?
Así es como los bárbaros se han inventado al hombre, horizontal. Se les debe de haber pasado por la cabeza una idea como la siguiente: ¿y si yo empleara todo ese tiempo, esa inteligencia, esa aplicación, para viajar por la superficie, por la piel del mundo, en vez de condenarme a bajar a fondo? ¿No podría ocurrir que el sentido custodiado por la Novena se volviera visible si lo dejáramos vagar en libertad por el sistema sanguíneo del saber? ¿No es posible que cuanto de vivo hay ahí adentro sea lo que es capaz de viajar horizontalmente, por la superficie, y no lo que yace, inmóvil, en el fondo? Tenían enfrente el modelo del burgués culto, inclinado sobre el libro, en la penumbra de un salón con las ventanas cerradas y las paredes acolchadas: lo sustituyeron, de un modo instintivo, por el surfista. Una especie de sensor que persigue el sentido allí donde se encuentre vivo sobre la superficie, y que lo sigue por todas partes de la geografía de lo existente, temiendo la profundidad como se teme un precipicio que no llevaría a nada, salvo a la aniquilación del movimiento y, por tanto, de la vida. ¿Opináis que algo semejante no requiere esfuerzo? Claro que lo requiere, pero es un esfuerzo para el que los bárbaros están constituidos: para ellos es un placer. Es un esfuerzo fácil. Es el esfuerzo en el que se sienten grandes, y seguros de sí mismos. Mister Bertin.
La idea del surfista. ¿Sabéis una cosa? Sería necesario llegar a pensar que no es un modo de conseguir eliminar la tensión espiritual del hombre, y de aniquilar el alma. Es una forma de superar la acepción burguesa, decimonónica y romántica de esa idea. El bárbaro busca la intensidad del mundo, del mismo modo que la perseguía Beethoven. Pero tiene sus propios caminos, que para muchos de nosotros son inescrutables o escandalosos.
¿He sido capaz de explicarme? Bien mirado, hay una buena razón para deshacerse del alma, o por lo menos de esa alma que hoy en día nosotros seguimos cultivando. No es un pensamiento imposible, me gustaría que esto lo comprendierais. Y éste es el motivo por el que, en la próxima entrega, voy a intentar esbozar otra buena razón para deshacerse de monsieur Bertin. Tiene que ver con el sufrimiento, y con la guerra.