CAPÍTULO TERCERO
1
Supliendo a Winnie entró a servir una nueva criada. Era chica delgada y muy blanca, cuyos ojos parecían salírsele de las órbitas. Se llamaba Isabel, pero le decían Susan porque era más «adecuado». El detalle intrigó mucho a Vernon, de modo que quiso saber el porqué del cambio, y a tales efectos interrogó a su niñera.
—Hay nombres que son propios de señores, niño Vernon, y otros que se prestan más para la servidumbre. No hay más que decir.
—Pero ¿por qué entonces se llama Isabel?
La mujer se impacientó.
—Hay personas que al bautizar a sus hijos tratan de imitar a las clases elevadas, copiando los nombres que suelen ser frecuentes en ellas.
Aquello de imitar distrajo la atención de Vernon. Era lo que solían hacer los monos en el parque zoológico. ¿Sería que algunas personas bautizaban a sus pequeños en los zoológicos y no en las iglesias?
—Yo creía que los bautizos se hacían en las iglesias.
—Así es, niño.
Curioso. ¿Por qué todo era tan extraño? ¿Por qué las cosas eran más complicadas de lo que parecían? ¿Por qué alguien afirmaba algo y luego otro te decía exactamente lo contrario?
—Dime, ¿de dónde vienen los bebés?
—Ya me has preguntado eso antes, niño Vernon. Los ángeles los traen por la noche, entrando en las casas por las ventanas.
—Esa señora am… am… amer…
—No tartamudees, niño.
—La señora americana que vino días atrás me dijo que se encontraban debajo de las matas de fresas.
—Así será en América —repuso su niñera con dignidad.
Vernon dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Vaya, claro! Le invadió un sentimiento de gratitud hacia su niñera. En ella se podía confiar. Sabía. Gracias a ella, el contradictorio universo se tornaba coherente. No bromeaba, como su madre. Te informaba sobre las cuestiones importantes con toda seriedad y no se reía de ti a tus espaldas. Cierta vez había oído a su madre decir a unas amigas suyas:
—Me pregunta las cosas más inesperadas. Oíd esto, por ejemplo… ¿Verdad que los pequeños son adorables y graciosísimos?
Pero Vernon no se consideraba adorable ni gracioso. Sólo pretendía saber. Saber es algo necesario. Sin ello nunca se deja de ser pequeño. Y cuando se deja de serlo todo es más fácil, porque todo lo sabes y tus bolsillos están llenos de soberanos de oro.
2
El mundo siguió ampliándose.
Existían, por ejemplo, tíos y tías.
El tío Sidney era hermano de su madre. Bajo y fuerte, lucía un rostro más bien rojizo. Tenía por costumbre cantar por lo bajo y marcar el compás de la música haciendo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Le gustaba bromear, pero Vernon no siempre consideraba que sus bromas fueran graciosas.
—Supón —decía el tío Sidney— que me pongo tu sombrero. ¿Qué aspecto te parece que tendría? ¿Eh? ¿Qué te parece?
Vaya preguntas que hacía la gente mayor… Curiosas y también difíciles de responder, puesto que una de las lecciones fundamentales de su niñera hacía hincapié en las ventajas de que los niños se abstuvieran de insinuar observaciones demasiado personales.
—Venga —insistía el tío Sidney—. Dime qué te parecería,
Y echando mano al sombrero de Vernon, lo colocaba sobre su cabeza, manteniéndolo en equilibrio.
—¿Qué parezco? Anda, dime. ¿Qué parezco?
Bueno, pensó Vernon, si era preciso responder, mejor sería no mentir.
—Pues pareces algo tonto.
—Tu pequeño carece de sentido del humor, Myra —dijo el tío Sidney a su hermana—. Por completo. Lástima.
La tía Nina, hermana de su padre, era completamente distinta.
Olía de maravilla, como un jardín en verano, y su voz encantaba a Vernon porque era suave y modulada. Pero eso no era todo: no te besaba cuando tú no querías que lo hiciera ni te gastaba bromas tontas. Era deplorable que fuese con tan poca frecuencia a Abbots Puissants.
Vernon pensaba que debía ser muy valiente, porque sabía lo que era La Bestia y cómo hacerle frente.
La Bestia vivía en el gran salón. Tenía cuatro patas y un cuerpo pardo y brillante. Poseía una hilera de algo que, cuando Vernon era muy pequeño, consideraba eran sus dientes. Dientes inmensos, amarillentos y refulgentes. Desde que podía recordar, Vernon se había sentido a la vez fascinado y aterrado por La Bestia. Si se la irritaba, emitía extraños sonidos: gruñía o aullaba con estridencia, al punto que llegar a causar verdadero dolor de oídos o, mejor, una sensación penosa en alguna parte muy íntima e indefinible del cuerpo, lo cual te daba escalofríos y náuseas, aparte de la sensación de ardor que sentías de inmediato en los ojos. Sin embargo, era tal la fascinación de La Bestia, que resultaba imposible huir de ella.
Cuando comenzaron a leerle historias de dragones, siempre pensó en éstos como seres parecidos a La Bestia; y algunos de los mejores juegos que practicaba con el señor Green consistían en matarla. Vernon hundía su espada en el cuerpo oscuro y refulgente de la fiera, mientras los cien hijos del señor Green voceaban su triunfo y cantaban detrás de él.
Ahora que ya era grande, sabía más del asunto, naturalmente. Sabía que el nombre de La Bestia era Piano de Cola; y que golpearle los dientes deliberadamente se llamaba «tocarelpiano». Las señoras solían hacerlo después de cenar, cuando había invitados. Sin embargo, su temor por el aparato no le pasó fácilmente. En el fondo seguía casi intacto y a menudo soñaba aún con La Bestia que le perseguía hasta el cuarto de juguetes. En tales ocasiones solía despertar gritando de pánico.
En sus sueños, La Bestia vivía en el bosque y emitía sonidos siempre salvajes, demasiado espantosos para poder soportarlos.
A veces su madre jugaba al «tocarelpiano», juego que Vernon apenas soportaba, pues le hacía temer que sus vacilantes y dolorosos golpes despertaran a la fiera allí encerrada. Pero el día en que tocó la tía Nina, todo fue diferente.
Vernon se había dedicado a jugar en una esquina de la habitación. Llevaba a cabo uno de sus imaginarios juegos con el Perro, la Ardilla y el Árbol. Estaban en un picnic, comiendo langosta y dulces de chocolate.
La tía Nina ni siquiera se había apercibido de que el pequeño se encontraba en la habitación. Tomó asiento sobre la banqueta y tocó con cierto abandono.
Verdaderamente fascinado, Vernon fue olvidando su juego y acercándose más y más a su tía. Por fin ella le vio. El niño la miraba fijamente y grandes suspiros entrecortados escapaban de su pecho agitándole todo el cuerpo. La tía Nina se interrumpió.
—¿Te sucede algo, Vernon?
—Me duele, me duele aquí —repuso el pequeño.
Se oprimía el vientre con ambas manos.
En aquel momento, Myra penetró en la habitación riendo.
—¿Verdad que es raro? Este niño odia la música con todas sus fuerzas.
—¿Pues por qué no se marcha si la odia tanto?
—No puedo —dijo Vernon.
—¿Has visto alguna vez algo más ridículo? —preguntó Myra a Nina.
—Pues yo diría que esto es algo muy notable. Me interesa mucho.
—A la mayoría de los chicos les gusta aporrear el piano. Días pasados traté de enseñarle a tocar «palillos chinos», pero no le interesó en absoluto.
Nina seguía con la mirada puesta insistentemente en el pequeño.
—Es claro que me resulta inconcebible que a un hijo mío le disguste la música —continuó diciendo Myra con voz plañidera y algo agresiva—. Yo era capaz de tocar muchas piezas diferentes cuando sólo contaba ocho años.
Bueno… —dijo Nina con acento vago—, hay muchas maneras de entender la música.
Las palabras de Nina, pensó Myra, eran muy propias de los Deyre, tan pródigos en eso de hablar tontamente. O se es músico y se tocan diferentes piezas, o no se es. Con toda claridad, Vernon no lo era.
3
La madre de la niñera enfermó, hecho que vino a constituir una catástrofe sin precedentes en todo cuanto se relacionaba con el mundo de Vernon. Mientras, con la cara muy roja y expresión preocupada, hacía sus maletas asistida por Susan-Isabel, Vernon la contemplaba muy perturbado y lleno de comprensión, pero ante todo interesado. Por lo mismo no cesaba de hacer toda suerte de preguntas.
¿Es muy vieja tu madre? ¿Tiene cien años?
—Claro que no, niño. ¡Cien años! ¡Cien años! ¡Vaya!
—¿Crees que va a morir? —preguntó, tratando ardientemente de ser amable y condescendiente.
La madre de la cocinera se había puesto enferma y casi en seguida ya estaba muerta.
La niñera no le respondió.
—La bolsa de los zapatos, Susan —dijo dirigiéndose a la criada—. Está en el último cajón de la cómoda. Hala, date prisa, hija.
—Oye, ¿tu madre…?
—No tengo tiempo de contestar a tus preguntas, Vernon.
El niño tomó asiento en un extremo del sillón tapizado de chintz y se puso a reflexionar. Su niñera le había afirmado que aquella señora no tenía cien años; pero sin duda debía ser muy vieja, porque la niñera parecía tener muchísimos años. Pensar que había un ser de edad y sabiduría superior a su niñera resultaba positivamente inconcebible. De algún extraño modo, aquel razonamiento redujo a su niñera, colocándola a la altura de un ser humano normal. Ya no era alguien que venía inmediatamente después de Dios en la escala de la sabiduría.
El universo cambiaba y era preciso reajustar valores. Su niñera, Dios y el señor Green se fueron haciendo más vagos y borrosos. Su madre, su padre y hasta la tía Nina comenzaron a cobrar creciente importancia. Su madre sobre todo, ya que su aspecto recordaba al de las princesas de los cuentos, con sus largos cabellos dorados. Se sentía capaz de enfrentarse a un dragón para defenderla, aunque éste se pareciese a La Bestia.
¿Qué palabra era aquélla, mágica y misteriosa? Relumbrón. Eso era: relumbrón. ¡Qué término encantador, «la princesa Relumbrón»! Sí que sonaba. Repetía y repetía aquellas palabras por la noche, antes de dormirse, junto con «maldito sea» y «corsé».
Pero nunca, nunca, su madre debía enterarse de que él las conocía. Sabía demasiado bien que, si las pronunciaba en su presencia, ella soltaría la carcajada. Siempre lo hacía; y la suya era de esas carcajadas que te provocan como un estremecimiento interior y el deseo de huir de la presencia de quien las suelta. Haría asimismo sus típicos comentarios, que tanto desagradaban al niño. Cosas como: «¿No son graciosísimos los críos?».
Vernon no se consideraba gracioso. Más aún: no le atraían las gracias. El tío Sidney ya lo había advertido. Si tan sólo su madre quisiera…
Sentado sobre el sofá, frunció el ceño, intrigado. Percibiría de pronto, de manera un poco confusa, dos madres. Una era la princesa, la encantadora mamá con la que soñaba, unida en su mente a los crepúsculos cálidos, a la magia y a la lucha con los dragones. La otra reía con gesto poco agradable, exclamando: «¿No son graciosísimos los críos?». Las dos no formaban una sola persona.
Se movió con desasosiego, suspirando. Su niñera, acalorada tras el esfuerzo de inclinarse, ponerse de pie, andar esforzarse por cerrar su equipaje, se volvió de pronto hacia él en actitud bondadosa.
—¿Qué le sucede a mi niño?
—Nada.
Era mejor responder así. Si callas lo que piensas, nadie sabrá lo que te preocupa.
4
Bajo el reinado de Susan-Isabel, las habitaciones de Vernon cambiaron de régimen. Ahora podía hacer travesuras, las hacía con mucha frecuencia. Susan le decía que no hiciera algo; pero si lo hacía, era igual. Ella rezongaba:
—Se lo contaré a tu madre.
Pero nunca le contaba nada.
Al principio gozó de la posición y autoridad de la niñera. De hecho, de no ser por Vernon, sus privilegios podrían haber durado.
A veces intercambiaba impresiones con Katie, otra de las criadas.
—No sé lo que le sucede a veces. De pronto parece un verdadero demonio. Se mostraba, sin embargo, muy sumiso bien educado con la señora Pascal.
A lo que Katie contestaba:
—Es que esa mujer es única. ¿No te perseguía constantemente?
Luego murmuraban, dejando escapar risas que sofocaban a medias.
—¿Quién es la señora Pascal? —preguntó un día el pequeño.
—Pero, niño, ¿aún no conoces el nombre de tu niñera?
De modo que su niñera se llamaba señora Pascal. Se llevó una gran sorpresa. Era como si de pronto le dijeran que el verdadero nombre de Dios era Robinson.
Cuanto más pensaba en todo ello, más extraordinario le resultaba. Pero ahora veía un poco más claro; su niñera era la señora Pascal, como su madre era la señora Deyre y su padre el señor Deyre. Pero Vernon nunca pensó que existiese el señor Pascal. El nombre de su niñera no provenía de ningún vínculo con otra persona. Si se le llamaba señora, el hecho nada tenía que ver con el estado civil, sino con el respeto y reverencia que merecía. Era como el caso del señor Green. Su niñera y el señor Green pertenecían al mismo reino magnífico. Aunque este último tuviese cien hijos (además de Perro, Ardilla y Árbol) a nadie se le ocurriría que para ello fuera necesario que existiese una señora Green.
Los pensamientos de la inquisitiva mente de Vernon se dirigieron hacia otro lado.
—¿Te gusta que te llamen Susan? ¿No preferirías que te llamasen Isabel?
Susan-Isabel esbozó su acostumbrada risilla.
—No importa lo que yo pueda preferir, niño.
—¿Por qué?
—Las personas, en este mundo, han de hacer lo que se les dice.
Vernon permaneció en silencio. Aquélla había sido su opinión hasta días antes. Ahora comenzaba a sospechar que era errónea. No; no era preciso hacer lo que a uno se le ordena. Por lo menos no en todos los casos. Era algo que dependía de la persona que daba la orden.
No se trataba de castigos. Muy a menudo tenía que estarse quieto, sentado en una silla, por orden de Susan; y no era raro que ella le dejase sin caramelos. Su niñera, en cambio le castigaba muy raras veces. Le bastaba con mirarle con gesto severo a través de sus gafas, asumiendo cierta expresión. Como resultado, pensar en otra cosa que no fuera en la capitulación sin condiciones hubiese sido ridículo.
La autoridad de Susan era muy diferente. Podía decirse que no tenía autoridad por sí misma. Esto lo advirtió pronto Vernon y fue causa de que descubriera las delicias de la desobediencia impune. Hasta llegaba a atormentarla, y cuanto más inquieta e infeliz lograba hacerla, más se divertía. Se encontraba, como era propio a sus años, en la Edad de Piedra y saboreaba a sus anchas el placer de la crueldad.
Susan inició el hábito de dejar que Vernon saliese solo a jugar al jardín. Como no tema atractivos, las vueltas por el jardín no implicaba para ella lo que para Winnie. Por otra parte. ¿Qué podría suceder de malo al pequeño?
—No te acercarás a los estanques, ¿verdad, niño?
—No —respondía Vernon, planeando de inmediato hacerlo.
—¿Jugarás con el aro y el palo, como un niñito muy bueno?
—Sí.
Y así en el cuarto de juguetes reinaba la paz. Susan dejaba escapar un suspiro de alivio. Tomando un asiento cómodo echaba mano a uno de los cajones de un mueble y extraía de él un libro barato, forrado con papel, que llevaba por título «El duque y la lecherita».
Cierto día, Vernon, haciendo girar su aro, recorrió el muro que aislaba el jardín de los árboles frutales. Escapando a su control, el aro saltó por encima de una pequeña elevación y fue a dar a un trozo de jardín que en aquellos momentos recibía la meticulosa atención de Hopkins, el jardinero principal. El hombre, con firmeza y autoridad, solicito al niño que se marchase de allí y éste obedeció. Respetaba a Hopkins.
Abandonando el aro, trepo a un árbol y luego a otro. Llegó a alcanzar una altura de unos dos metros, tomando para ello toda clase de precauciones, y vio de pronto un lugar en el que podía sentarse a caballo sobre una rama. En tal posición se puso a reflexionar sobre qué podría hacer a continuación.
En resumidas cuentas, lo mejor sería ir a los estanques. Por algo le prohibía Susan acercarse a ellos. Sí: iría a los estanques. Pero cuando se disponía a bajar del árbol extendió la mirada para encontrarse con un espectáculo desusado.
¡La puerta que daba al bosque estaba abierta!
4
Algo así no sucedía desde que Vernon tenía recuerdos, Muchas veces ya había tratado de abrirla, encontrándola siempre cerrada con llave.
Se llegó hasta ella cautelosamente. ¡El bosque! Comenzaba a unos pasos de la valla. Bastaba darlos para internarse directamente en sus frescas y verdes profundidades. El corazón de Vernon latió con fuerza.
Siempre había alimentado el anhelo de penetrar en el bosque y hete aquí que la ocasión se le presentaba inesperadamente. Sería ahora o nunca, porque una vez que volviese su niñera, poner los pies allí sería ya imposible.
Sin embargo, vacilaba. No era que le acuciase sentimiento alguno de culpa o desobediencia. Estrictamente hablando, nunca se le había prohibido que penetrase en el bosque. Su infantil astucia sabría sacar partido de la omisión.
No; eso no era lo que le hacía vacilar, sino otro orden de consideraciones que giraban en torno al miedo a lo desconocido. Aquellas profundidades sombrías… Temores ancestrales parecían decirle que no entrara.
Deseaba hacerlo y también deseaba quedarse allí afuera. Acaso existieran en el bosque… cosas. Cosas como La Bestia; cosas que te persiguen y te obligan a salir corriendo y gritando.
Dejaba descansar alternativamente el cuerpo sobre una pierna y sobre la otra.
Las cosas no persiguen a nadie a plena luz del día. Por otra parte, el señor Green vivía en el bosque. Cierto que el señor Green ya no era la persona real que en otros tiempos fuera; pero sería divertido penetrar allí e imaginarse que encontraba su casa y le visitaba. También Perro, Ardilla y Árbol tendrían una casa que la fantasía de Vernon les proporcionaría. El pequeño ya las imaginaba: pequeñas y cubiertas de enredaderas.
—Vamos, Perro —dijo Vernon a un compañero invisible—. ¿Tienes ya tu arco y tus flechas?, muy bien. Dentro del bosque encontraremos a Ardilla.
Avanzó gallardamente. A su lado, de un modo claro y evidente para la imaginación del niño, trotaba Perro con unas ropas parecidas a las ostentadas por Robinson Crusoe en las ilustraciones de uno de sus libros.
El interior del bosque era magnífico. Por doquier reinaba la penumbra y el verdor. Los pájaros cantaban, saltando de una rama a otra. Vernon continuaba hablando a su amigo, cosa que no osaba permitirse en la casa, puesto que alguien podría oírle y exclamar: «¿No son graciosísimos los críos? Vernon cree hallarse en compañía de un amiguito suyo». En casa era preciso ser muy cuidadoso.
—Llegaremos al castillo a la hora de almorzar, amigo —decía Vernon—. Habrá leopardo asado. ¡Ah, por allí veo a Ardilla! Hola, Ardilla, ¿cómo te encuentras? ¿Has visto a Árbol?
Y luego:
—Te diré algo. Pienso que esto de andar es un poco cansado. Creo que sería preferible que cabalgásemos.
Los corceles estaban allí cerca, sujetos a un árbol. El de Vernon era blanquísimo, mientras el de Perro era negro como el carbón. No prestó atención al color del caballo de Ardilla.
Galoparon a través de los senderos que podían encontrar entre los árboles. Se veían por allí lugares mortalmente peligrosos. Menudeaban las serpientes venenosas que silbaban al verles pasar. Los leones les atacaban. Pero los briosos corceles cumplían su cometido a las mil maravillas librándole de todos los enemigos.
¡Qué soso era jugar en el jardín, o en cualquier otra parte! En el bosque estaba la verdadera sal de la tierra. Allí era posible divertirse con el señor Green, Árbol, Perro y Ardilla, sin riesgo de que alguien te escuchase y te hiciera notar que eras un niño graciosísimo a quien le gustaba inventarse amigos.
Vernon siguió avanzando, mientras su corcel hacía unas veces cabriolas y otras caminaba con solemne dignidad. ¡Era un gran tipo! ¡Era un individuo maravilloso! Lo único que le faltaba era un tambor que redoblara mientras él narraba sus propias hazañas.
¡El bosque! ¡Él siempre lo había imaginado tal como era en realidad! Frente a él apareció de pronto un muro en ruinas cubierto de musgo. ¡Era uno de los muros del castillo! ¿Se podía concebir algo más perfecto? Decidió escalarlo.
La escalada no era al fin y al cabo muy dificultosa, aunque, desde luego, implicara riesgos y llevara consigo agradables y encantadoras posibilidades de peligro. Vernon aún no había formado opinión sobre si aquello era parte de la casa del señor Green o si pertenecía a un ogro que se alimentaba de carne humana; pero cualquiera de ambas posibilidades le parecía espléndida. En principio se inclinaba por la segunda, porque de momento se encontraba en ánimo guerrero. Con el rostro rojo de excitación, alcanzó la cumbre del muro y pudo mirar hacia el otro lado.
Aquí hace su fugaz entrada en esta narración un personaje un poco especial: la señora Somers West, persona dada a la romántica soledad (por breves períodos) que, cediendo a tales impulsos, comprara «Woods Cottage» porque estaba «deliciosamente lejos de todo y en pleno corazón del bosque, donde una se siente en comunión con la Naturaleza». Y, puesto que la señora Somers West tenía un carácter artístico en general y se sentía inclinada en particular hacia la mímica, había hecho derribar una pared de la casa que adquiriera, con el fin de hacer de dos cuartos uno y lograr que entrara en él su piano de cola.
En el preciso momento en que Vernon alcanzaba la cima del montón de ladrillos que él considerara como un muro en ruinas, un grupo de sudorosos individuos estaban esforzándose por hacer pasar al piano por la ventana de la casa de la señora Somers West, puesto que era imposible hacerlo entrar por la puerta. El jardín de la propiedad no estaba cuidado. De ahí que su propietaria dijera de él que formaba parte del salvaje corazón del bosque.
De modo que todo cuanto vio Vernon fue, de nuevo, La Bestia. La Bestia viva y resuelta, arrastrándose hacia él, maligna y vengadora…
Por un momento permaneció inmóvil. Luego, lanzando un grito agudo, huyó dejando atrás el muro de ladrillos. La Bestia iba tras él, persiguiéndole… Ya se acercaba… Corría cada vez más veloz. Hasta que se le enredó un pie en las raíces de un árbol cubierto de hiedra. Se precipitó hacia delante y cayó, cayó…