CAPÍTULO SEGUNDO
1
Nell estaba de vuelta en Londres y Vernon corrió a verla. Ella notó de inmediato que en su enamorado se había producido un cambio. Parecía ansioso y excitado.
—He dejado mi trabajo en Birmingham, Nell —le dijo súbitamente.
—¿Qué?
—Escúchame. Te lo explicaré.
Habló inquieto y atribulado. Le dijo que debía dejar todo para dedicarse por entero a la música. Se refirió a la ópera que estaba componiendo.
—Mira, ésta eres tú, en tu torre, con tu pelo dorado cayéndote por el antepecho de la ventana y brillando al sol.
Fue hasta el piano, explicándole a medida que tocaba las alternativas de la acción.
—Aquí violines, y aquí arpas… Éstas son las joyas redondas…
Arrancaba del instrumento lo que a Nell le parecían desagradables disonancias. En su interior pensaba que aquello era simplemente intolerable, aunque quizá sonara de otra modo ejecutado por una orquesta.
Pero le amaba; y como le amaba, todo cuanto Vernon hacía no podía menos que ser bueno. Sonrió.
—Encantador, Vernon.
—¿Realmente te gusta, Nell? Oh, cariño, eres tan maravillosa… Siempre entiendes. Eres tan comprensiva y dulce en todo…
Fue hacia ella y, arrodillándose, hundió la cabeza en su seno.
—Te amo.
Nell le acarició la cabeza.
—Cuéntame el argumento de tu ópera.
—¿De veras te interesa? Bueno, pues hay una princesa en su torre. Tiene largos cabellos rubios. Reyes y caballeros procedentes de todas partes llegan hasta ella para convencerla de que se case con ellos. Sin embargo, la princesa es demasiado altiva para mirarlos siquiera. Ya sabes, puro cuento de hadas. Hasta que, al fin, aparece alguien con aspecto de gitano; lleva un traje raído y un sombrerito verde. Tiene una pequeña flauta, a la que arranca maravillosos sonidos. Además canta. Y le ofrece las más bellas alhajas: las gotas de rocío. Los cortesanos afirman que está loco y le arrojan fuera de palacio. Pero esa misma noche, cuando la princesa se encuentra en su lecho, le llega a los oídos el sonido de su flauta y presta atención. La música viene de los jardines.
Tras una pausa, Vernon prosiguió:
—Aparece entonces un viejo buhonero judío en la ciudad y le ofrece al muchacho oro y otros tesoros con los que, según dice, conquistará el corazón de su amada. El gitano se echa entonces a reír, preguntándole con qué cree él que podría pagarle. El judío declara que se contentará con el sombrero y la flauta; pero el muchacho le responde que nunca renunciará a sus más preciados bienes.
»Cada noche toca en el jardín una canción que dice:
Sal, mi amor.
Sal.
»Y cada noche la princesa, incapaz de dormirse, le escucha. En el palacio hay un viejo trovador, que narra una historia, según la cual, cien años antes, cierto príncipe de la casa real fue encantado por una doncella gitana; huyó con ella y, desde entonces, jamás se supo de él. La princesa presta atención a la leyenda y una noche se asoma al balcón para oír a su enamorado. Éste le pide que se quite todas sus costosas ropas y alhajas, y que se vista pobremente para irse con él. La princesa asiente, pero piensa que será mejor asegurarse y coloca una gran perla en el dobladillo de su vestido. Después sale en busca del gitano y ambos huyen. La luz de la luna ilumina el camino, mientras él canta… Pero la perla que ella lleva comienza a pesar demasiado, y la impide continuar andando. El muchacho no advierte que la princesa va quedando cada vez más atrás…
Se detuvo.
—Te he contado todo muy desordenadamente, Nell. Bueno, éste es el final del primer acto: él sigue caminando solo, mientras ella queda atrás, llorando. Hay tres escenas: los salones de recepción del castillo, el mercado y el jardín, al cual dan los ventanales de la torre.
—¿No será muy costoso tanto despliegue? Me refiero a los decorados.
—No lo sé. En realidad no he pensado en eso; pero estoy seguro de que se podrá arreglar de algún modo.
A Vernon le fastidiaban aquellos prosaicos detalles.
—Bueno, el segundo acto transcurre en la plaza del mercado. Se ve a una muchacha remendando los vestidos de sus muñecas. Tiene el pelo negro y éste le cae sobre el rostro. El gitano llega hasta ella y le pregunta qué es lo que está haciendo, a lo cual ella responde que remienda los vestidos de sus muñecas. Tiene en la mano la más maravillosa de las agujas y se sirve de un hilo mágico. Entonces él le narra la historia de la princesa y el modo en que la ha perdido. Le dice que se propone ir en busca del judío para venderle su sombrero y su flauta; y, aunque ella le advierte que no debe hacerlo, el chico insiste en que no tiene más remedio.
»Quisiera saber contar mejor mi historia. En realidad te la estoy contando seguida, es decir, cosas sobre las cuales aún no he llegado a una solución que me satisfaga. En cambio, ya tengo la música, que es lo principal: la del palacio es pesada y vacía; la de la plaza, ruidosa y con mucha percusión, y la de la princesa, que en cierto modo está dentro de aquella estrofa poética:
El arroyo canta en el valle silencioso…
»También tengo la música de la muchacha que repara sus muñecas, así como la de los árboles y la del bosque oscuro que se parece al de Abbots Puissants. Ya sabes: encantado misterioso y un poco intimidante… Creo que para esto necesitaré instrumentos no convencionales…, pero no entraré en detalles al respecto. No te interesarían, porque son demasiado técnicos y áridos.
»¿Dónde estaba? Ah, sí. Pues el gitano vuelve al palacio. Esta vez, vestido con todas las galas de un rey, con espada y montando un caballo ricamente enjaezado. La princesa queda entusiasmada. Se disponen a casarse y todo parece desarrollarse a la perfección hasta que él comienza a palidecer y a mostrar signos de agotamiento. Cada día se encuentra peor, pero cuando se le pregunta qué es lo que le sucede responde invariablemente: nada.
—Como tú cuando eras niño en Abbots Puissants —comentó Nell sonriendo.
—¿Sí? No lo recordaba. Bueno, pues la víspera de la boda ya no puede soportar más su creciente malestar, de modo que se escabulle, yendo a casa del judío, a quien despierta en plena noche. Le dice que necesita su sombrero y su flauta. Agrega que le devolverá todo cuanto le había dado a cambio. El viejo judío suelta la carcajada y arroja a los pies de su visitante el sombrero hecho trizas y la flauta, rota también en varios pedazos.
»El muchacho siente que su corazón se marchita, como si ya no quisiera seguir latiendo en este mundo. Vaga con aquellos restos en sus manos hasta llegar al lugar donde se encuentra la chica de las muñecas, a quien le cuenta sus desventuras. La respuesta de ella es que se tienda allí y duerma. A la mañana siguiente despierta para encontrarse con que su sombrero y su flauta han sido tan hábilmente reparados que nadie diría que alguna vez estuvieron casi deshechos.
»Entonces se echa a reír de alegría. La chica abre una caja y saca un sombrero y una flauta similares a los de él. Ambos se van a pasear por el bosque y, cuando el sol se levanta por el este, él la mira y la reconoce. Le dice: «Vaya, hace cien años dejé mi palacio y mi trono por ti». A lo que ella responde: «Sí; pero como temías por tu porvenir escondiste oro en el forro de tu chaqueta. La visión del oro encantó tus ojos y nos perdimos el uno del otro en el bosque. Pero ahora el mundo es nuestro. Vagabundearemos por él siempre juntos, sin separarnos jamás».
Aquí Vernon volvió a detenerse, mirando a Nell entusiasmado.
—El final tiene que ser magnífico; absolutamente maravilloso. Si llego a encontrar la música que oigo en mi cabeza para acompañar la escena… Veo a los dos con sus sombreros verdes, soplando sus flautas, rodeados por el bosque mientras el sol se levanta en el horizonte…
Su rostro adquirió una expresión aún más ensoñadora y extática. Parecía haber olvidado por completo a Nell, que estaba a su lado.
Nell sentía contradictorias impresiones al escucharle. Le asustaba un poco aquel Vernon extraño y ensimismado. En otras ocasiones le había hablado de música, pero nunca con aquel tono exaltado por la pasión. No ignoraba que Sebastián Levinne opinaba que Vernon llegaría algún día a escribir cosas maravillosas. Sin embargo, le venía ahora a la cabeza lo que leyera referente a la vida de músicos famosos, y deseaba ardientemente que Vernon no estuviera provisto de tan maravilloso don. Le quería como había sido hasta entonces: un apasionado joven que la adoraba y que tejía a su alrededor un sueño, dentro del cual ambos tenían cabida.
La vida de los músicos siempre era desgraciada, según había leído en alguna parte. No deseaba que Vernon llegara a ser un gran compositor porque, en tal caso, el precio une debía pagar sería exorbitante. Prefería que ganara rápidamente dinero para ir a vivir con él a Abbots Puissants. Quería una vida apacible, sana, normal y rutinaria. El amor y Vernon…
En cambio, aquello… aquella especie de exaltación, era peligrosa.
Pero no podía reprimir el ardor de Vernon. Le quería demasiado para eso. Al hablar, trató de que su voz sonara comprensiva e interesada.
—¡Qué cuento de hadas tan inesperado! ¿Quieres decirme que lo recuerdas desde tu infancia?
—Más o menos, sí. Me acudió a la cabeza aquella mañana en Cambridge, junto al río, momentos antes de verte a ti bajo los árboles en flor. Mi amor, estabas tan encantadora… tan esplendorosa… Siempre serás así de hermosa, ¿verdad? No podría soportar que cambiaras. Pero ¡qué insensateces digo! Y luego aquella noche, en el puente, cuando te dije por primera vez que te amaba, toda la música me invadió por entero. Sólo que en aquella ocasión no pude recordar el cuento completo. Sólo la parte de la torre.
»Sin embargo, tuve mucha suerte. Conocí casualmente una chica, la sobrina de la enfermera que cuidó de mí cuando me rompí la pierna, y a la cual le debo esa narración. Pues bien, esa chica la recordaba perfectamente y me ayudó reconstruirla con toda claridad. ¿No es extraordinario lo que a veces sucede?
—¿Quién es esa chica?
—Bueno, ya tiene más de treinta años, pero es realmente una persona excepcional, según creo. Simpatiquísima y sumamente inteligente. Es cantante y se llama Jane Harding. Suele encarnar papeles en óperas difíciles, como Electra, Brunilda, Isolda. Forma parte del elenco de la Compañía de Ópera Inglesa y quizá cante la temporada que viene en el Covent Garden. La conocí en el curso de una fiesta que dio Sebastián. Me gustaría que tú también la conocieras. Estoy seguro de que estarías de acuerdo conmigo.
—¿Qué edad tiene, concretamente?
—Como te he dicho: treinta y tantos. Tal vez algo menos. Su aspecto es juvenil. Cuando se la trata deja una impresión extraña e imborrable. En cierto modo, uno se siente inclinado a no tomarle simpatía; pero luego adviertes que te da fuerzas y seguridad en ti mismo. Ha sido muy bondadosa conmigo.
—Así parece.
¿Por qué había dicho Nell aquello? ¿Por qué habría de sentir antipatía por Jane, a quien no conocía?
Vernon miraba a Nell con expresión intrigada.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo—. Te has expresado en un tono extraño.
—No lo sé —repuso ella tratando de sonreírle—. Sentí algo. Se me puso la piel de gallina.
—Curioso —musitó él frunciendo el ceño—. Alguien más adoptó tu misma expresión hace poco.
—No es extraño.
Nell se rió. Luego se hizo un silencio.
—Sabes, Vernon, quisiera conocer a esa amiga tuya. Me gustaría, realmente.
—Estupendo, porque también yo deseo que la conozcas. Le he hablado mucho de ti.
—Hubiese preferido que no lo hicieras. No olvides que prometimos a mamá no hablar de nuestras cosas.
—Oh, nadie sabe nada, aparte de Sebastián y de Joe.
—Bueno, si es así no me importa. Os conocéis de toda la vida.
—Naturalmente. Sólo he hablado con ellos. De todos modos no te he nombrado. ¿No estarás enfadada conmigo, verdad, mi amor?
—Claro que no.
Pero aun a los propios oídos de Nell, su voz sonó dura. ¿Por qué la vida era tan terriblemente complicada y difícil?
Temía la música de Vernon, que ya le había hecho abandonar un trabajo bien remunerado y, sobre todo, con porvenir. Pero ¿había sido la música la única causa de aquella decisión? ¿No tendría Jane Harding algo que ver?
Pensó desolada que hubiese preferido no haber conocido nunca a Vernon Deyre, no haberle amado, no sentirse tan enamorada de él. Tenía miedo.
2
¡Bueno, ya estaba! ¡El paso estaba dado! Por supuesto, había sido desagradable. El tío Sydney se puso furioso y Vernon comprendió que con razón. Hubo, además, escenas con su madre, lágrimas, recriminaciones. Una docena de veces estuvo a punto de abandonar la lucha; pero, sin saber cómo, resistió.
Todo el período que duró aquello se sintió solo y desamparado. Ni la propia Nell estaba totalmente de su parte, por mucho que le amara y dijera comprenderle. Vernon sentía que su decisión la había sorprendido desfavorablemente, llegando a dañar su fe en el futuro de ambos. En cuanto a Sebastián, le dijo que consideraba prematura su resolución. Consideraba que, de momento, lo sensato era sacar el mejor partido de la ambigüedad con que se plantearan las cosas. No lo dijo así porque Sebastián nunca brindaba consejos a la ligera, pero era evidente su modo de ver el caso. En lo referente a Joe, el sentimiento que la dominaba era la duda. Comprendía que para Vernon romper toda relación con los Bent era algo muy serio, y además no tenía tanta fe en las dotes musicales de Vernon como para aplaudir sin reserva su gesto.
Hasta entonces nunca en su vida se había visto Vernon en la situación de mostrarse abiertamente en contra de la opinión general. Cuando todo hubo pasado, y se encontró instalado en unas habitaciones muy baratas que eran lo único que podía permitirse en Londres, le pareció como si hubiese presentado batalla contra algún enemigo invencible. Fue entonces cuando se decidió a visitar de nuevo a Jane Harding.
Esto sucedía antes de que Nell volviera a Inglaterra. Era la segunda vez que llegaba a casa de la cantante. Previamente había entablado con ella imaginarias conversaciones. La realidad, como siempre, sería distinta.
—Me he decidido a hacer lo que usted me aconsejó.
—Magnífico. Siempre pensé que no le faltaría el coraje.
Vernon mostraría una actitud modesta, pero ella iba a aplaudir su decisión, con lo cual el muchacho se sentiría estimulado.
Pero el episodio se desarrolló de otro modo, como ya sucediera en otra ocasión. Cada vez que planeaba una entrevista con ella, tejía en su mente una serie de diálogos que más tarde no guardarían relación con la verdad.
Ahora, al anunciarle, con la debida modestia, lo que acababa de hacer, Jane pareció tomar el asunto como algo natural, que no merecía aplausos especiales.
—Supongo que sus deseos de obrar así eran muy intensos. De otro modo nunca los hubiese llevado a la práctica.
Se sintió chasqueado y un poco colérico. Siempre que se encontraba en presencia de Jane le invadía cierta timidez. No acertaba a comportarse con verdadera naturalidad en su presencia. Tenía tantas cosas que contarle… Sin embargo, era incapaz de encontrar las palabras aptas para expresarse. Hablaba torpemente, interrumpiéndose a menudo, esperando que súbitamente la niebla que envolvía su lucidez se disipara para dejarle expresar lo que pretendía.
Pensó de nuevo por qué tenía que sentirse embarazado en su presencia, cuando ella misma actuaba con la mayor naturalidad. Poco después se marchó de su casa.
Era algo que le preocupaba. Ya en la primera entrevista se había sentido nervioso, inseguro de sí mismo, y hasta un poco atemorizado. Le echaba las culpas por el efecto que causaba en él, aunque no estuviese dispuesto a admitir la fuerza con que dicho efecto le sacudía.
Más tarde, el intento de establecer una amistad entre ella y Nell iba a fracasar. Vernon advertía que detrás de la aparente cordialidad que la cortesía dictaba en tales casos, no cabía esperar que simpatizaran.
Al preguntar a Nell lo que pensaba de Jane, repuso:
—Me parece muy simpática e interesante.
No fue tan cómodo abordar a Jane para hacerle una pregunta parecida, pero lo consiguió.
—¿Quieres saber lo que pienso de Nell? Pues que es encantadora y muy dulce.
—¿Crees que podrías llegar a ser amiga suya? —le preguntó Vernon.
—No, claro que no. ¿Por qué habríamos de ser amigas?
—Bueno, es que…
Se detuvo, confuso.
—La amistad —dijo Jane— no es un triángulo equilátero. A es amigo de B y ama a C, C y B… etcétera. Tú, Nell y yo no tenemos nada en común. Como tú, ella espera que la vida le resulte un cuento de hadas. Mejor dicho, esperaba; ahora, la pobrecilla comienza a albergar sus dudas. Parece la Bella Durmiente que despierta en el bosque. Para ella el amor es algo maravilloso, algo sumamente bello.
—¿Y para ti, no?
Tenía que hacer aquella pregunta porque sentía verdadera necesidad de saber lo que Jane pensaba al respecto. Tantas y tantas veces se había preguntado sobre las relaciones de su amiga con Boris Androv. Habían durado nada menos que cinco años…
Su interlocutora le contempló con ojos inexpresivos.
—Algún día… te responderé.
Vernon estuvo a punto de instarla a que le contestara de inmediato; pero, pensándolo un poco, prefirió preguntarle:
—Dime, Jane, ahora que nos conocemos y tuteamos, ¿qué es la vida para ti?
Ella permaneció pensativa.
—Una aventura —repuso—. Una aventura difícil pero muy interesante.
1
Por fin estaba en condiciones de trabajar. Comenzó a apreciar cabalmente la dicha de la libertad. Nada consumía sus nervios ni malgastaba sus energías. Su vigor creativo podía discurrir en una continua y única corriente, sin riesgo de distracciones. En cuanto a dinero, tenía apenas para lo imprescindible. Abbots Puissants estaba de momento desalquilada.
Así pasó el otoño y buena parte del invierno. Veía a Nell una o dos veces a la semana, en el curso de entrevistas furtivas e insatisfactorias.
Ambos tenían conciencia de que los primeros y deliciosos arrebatos amorosos ya eran cosa del pasado. Ella le preguntaba sobre los adelantos de su ópera: ¿cómo iba? ¿Cuándo esperaba terminarla? ¿Qué posibilidades tenía de ser estrenada?
Las respuestas de Vernon a preguntas tan prácticas resultaban vagas, porque de momento sólo le interesaba la tarea creativa. Su ópera nacía lentamente, en medio de muchas dudas y de no menos dolores, debidos en gran medida al hecho de que los aún escasos conocimientos musicales de que disponía y su falta de experiencia paralizaban a veces su labor. Su conversación solía girar en torno a problemas de instrumentación y a las posibilidades que cada instrumento musical ofrecía. Se entrevistaba con la mayor cantidad posible de individuos que tocaban en diferentes orquestas.
Nell iba a menudo a los conciertos y la música le agradaba, aunque difícilmente llegaba a distinguir un oboe de un clarinete. Siempre había pensado que el corno inglés y la trompa eran lo mismo. Los conocimientos técnicos requeridos por una partitura la sobrepasaban completamente y la indiferencia con que Vernon respondía a sus preguntas, al preguntarle sobre la fecha en que podría ser estrenada su ópera, le causaban perplejidad.
El propio Vernon no tenía conciencia de lo mucho que sus ambiguas respuestas desalentaban a Nell. Cierto día, Vernon se sorprendió mucho cuando ella le dijo casi al bordo de las lágrimas:
—Oh, Vernon, no me atosigues demasiado con tus tecnicismos. Todo lo que me explicas es muy difícil para mí. ¿No comprendes que no estoy preparada para penetrar en lo que te apasiona?
—Pero Nell —replicó él mirándola con verdadero estupor—. No hay por qué ponerse así. Tendrás que tener paciencia.
—Lo sé, mi amor. No debía decir nada. Pero es que sabes…
Se interrumpió.
—Me haces las cosas aún más difíciles, cariño —le dijo Vernon—, porque creo hacerte desgraciada.
—No, no lo soy —exclamó Nell—. No lo seré nunca.
Sin embargo, en su interior, apenas ahogada por su voluntad, cierta sensación de fastidio volvió a despertar. Vernon no entendía o no quería entender hasta qué punto eran difíciles las cosas para ella. Podía decirse que ni siquiera sospechaba la magnitud de los esfuerzos que le estaba exigiendo casi diariamente. Acaso los subestimaba tanto como para considerar que su actitud era tonta. Claro que, en cierto sentido, lo era; pero la perspectiva de pasar una vida en medio de nociones tan áridas no podía considerarse halagüeña. Vernon no se daba cuenta de que ella vivía librando una dura y constante batalla. Si tan sólo fuese capaz de comprender y de estimularla, mostrándole con su actitud que entendía su difícil posición… Pero no era así.
Una abrumadora soledad la invadió. Así eran los hombres. Nunca se detenían para intentar comprender o demostrar cariño. El amor, en su más cruda expresión, solucionaba todo para ellos. Pues bien, no. Para Nell no solucionaba todo, ni mucho menos. A veces casi odiaba a Vernon porque se sumía egoístamente en su trabajo, llegando a decirle, muy fresco, que le dificultaba aún más una obra, ya difícil de por sí.
Ella llegó incluso a pensar que cualquier mujer normal la entendería.
Movida por un impulso súbito y no fácilmente explicable para ella misma, decidió ir a ver a Jane Harding.
La encontró en su casa. Si se sorprendió de ver a Nell, no lo demostró. Durante un rato hablaron de generalidades; pero la visitante sentía que Jane esperaba algo y que estaba dispuesta a encararlo.
«¿Por qué habré venido?», se preguntaba Nell. Lo ignoraba. En verdad temía a Jane y estaba lejos de tenerle confianza. ¡Acaso en esa paradoja se encontraba la razón de su visita! Jane era su enemiga, sin duda; pero esa enemiga parecía poseer una sabiduría que ella no hubiese podido emular. Era una mujer lista y mayor que ella. Mala, muy probablemente… Sí, mala. Sin embargo, de un modo u otro, los malos pueden brindar lecciones útiles.
No entró muy airosamente en el tema. ¿Pensaba Jane que la música de Vernon tenía posibilidades… es decir, posibilidades más o menos inmediatas de…? Trataba inútilmente de que su voz no flaqueara.
Sintió la mirada de los fríos ojos verdes de Jane en los suyos.
—¿Se han puesto difíciles las cosas?
—Bueno, sí, en cierto modo…
A trancas y barrancas fue contándole muchas cosas. Le habló de sus dificultades, de la inconfesada fuerza de los silencios maternos y hasta de la existencia de alguien (a quien no citó por su nombre) que la entendía, que era bueno con ella, y que disponía de una gran fortuna.
Al fin y al cabo no había sido tan difícil hablar, pensaba Nell. Era más fácil con las mujeres, aunque fuesen como Jane, quien ni siquiera conocía mayores detalles sobre las relaciones suyas con Vernon. Las mujeres eran capaces de penetrar en los problemas de otra mujer y no se limitaban a decir: ¡bah!, ante situaciones que para los hombres carecían de importancia.
Cuando terminó sus confidencias, Jane hizo un movimiento de cabeza.
—Sí, claro. Comprendo que sea algo duro para ti. Al fin y al cabo, cuando os conocisteis no tenías idea de lo de la música.
—Nunca pensé que la situación se orientaría de este modo.
—En cualquier caso, no vale la pena perder tiempo en considerar qué pensabas por entonces, ¿no crees?
—Supongo que no.
A Nell no le cayó del todo bien aquella observación ni el tono con que fue pronunciada. Pero ya no podía detenerse.
—Tú crees, naturalmente, que todo ha de supeditarse a su música, que Vernon es un genio y que yo tendría que sentirme feliz de sacrificarme.
—De ninguna manera —repuso Jane—. Estoy muy lejos de pensar así. Por otra parte, no sé distinguir entre verdaderos genios y otros que parecen serlo. Algunas personas nacen con la creencia de que son superiores al resto de los mortales, mientras otras opinan lo contrario, sin que las obras respectivas respondan a tales creencias. Es imposible decir si tienen o no razón. Lo mejor que podrías hacer sería convencer a Vernon para que vendiese Abbots Puissants y abandonase la música. Podríais vivir de la renta. Sin embargo, tengo la impresión de que no accederá a abandonar la música. Cosas como el genio, el arte y otras por el estilo son mucho más fuertes que nosotros. Ya podrías ser el propio rey Canuto al borde del mar. Nunca apartarás a Vernon de la música.
—¿Qué puedo hacer?
—Pues casarte con ese otro hombre al que le referiste y ser razonablemente feliz con él, o bien casarte con Vernon y ser seguramente desgraciada, aunque disfrutando de breves periodos de dicha.
Nell la miró.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—Oh, preferiría casarme con Vernon y ser desdichada; pero no tomes en cuenta mis preferencias; soy de las que saco placer de la tristeza.
Nell se puso en pie… Ya en el umbral echó una mirada a Jane, que no se había movido. Seguía recostada en la pared, fumando un cigarrillo con los ojos entrecerrados. Parecía una gata o un ídolo chino. Nell sintió que la azotaba una súbita furia.
—¡Te odio! —exclamó—. Estás tratando de quitarme a Vernon. Tú, sí. Eres malvada y pérfida. Lo sé. Puedo sentirlo. Eres una mujer mala.
—Estás celosa —repuso Jane sin inmutarse.
—¿Admites, pues, que hay razones para albergar celos? Pero Vernon no te ama, puedes estar segura. Nunca te amaría. Eres tú la que quieres cazarle.
Siguió un silencio cargado de electricidad. Hasta que Jane, siempre en el mismo lugar, lanzó una carcajada. Nell se precipitó fuera del apartamento, sabiendo apenas lo que estaba haciendo.
4
Sebastián visitaba muy a menudo a Jane. Habitualmente iba a su casa después de cenar y, para asegurarse de encontrarla en casa, la solía llamar antes por teléfono. Ambos encontraban un extraño placer al hallarse juntos. Jane le contaba el trabajo que el papel de Solveig le imponía, las dificultades encerradas en la música de Radmaager y lo trabajoso que era complacer al compositor, por no hablar de las exigencias que ella misma se planteaba en su tarea. Sebastián la escuchaba, extendiéndose luego sobre el tema de sus propios proyectos y ambiciones. Le exponía asimismo sus planes presentes y sus vagos ideales para el futuro.
Una noche, tras el largo silencio que sucediera a una animada conversación, Sebastián le dijo:
—Me resulta más fácil hablar contigo que con cualquier otra persona, Jane. No podría darte las razones, pero es así.
—Bueno, es que, en cierto modo, somos de la misma clase de personas, ¿no te parece?
—¿Tú crees?
—Pienso que sí. No me refiero a las apariencias ni al trato superficial, sino a lo básico. A los dos nos gusta la verdad. Yo diría que vemos las cosas tal como son.
—¿Y no estimas que la mayoría de las personas las ven como nosotros?
—Claro que no. Toma a Nell Vereker, por ejemplo. Para ella las cosas son como le han dicho que eran, o como ella cree que deben ser.
—Esclava de las convenciones, ¿no?
Jane asintió.
—Pero las convenciones —dijo— pueden actuar en doble dirección. Joe, por ejemplo, se precia de ser anticonvencional, pero actúa realmente en función de las convenciones, lo cual la lleva a cierta estrechez de miras y a muchos prejuicios.
—Sí, claro; hay gente que considera las cosas al margen de lo que, en realidad, son. Joe forma parte, sin duda, de esa especie de seres. Se cree obligada a ser rebelde y nunca examina una situación buscando en ella la verdad desnuda. Eso es precisamente lo que juega en contra de mí: yo conozco el camino del éxito y Joe admira a los fracasados; soy rico, de modo que saldría ganando, si se casara conmigo. Y el ser judío no es nada perjudicial para uno, hoy en día.
—¡Hasta estáis de moda! —exclamó Jane riendo.
—Sin embargo —continuó Sebastián—, te diré algo: siempre he tenido la extraña sensación de que Joe me quiere, aunque no lo reconozca.
—Tal vez sea así; pero creo que ha habido una confusión de tiempos. Aquel sueco que estaba en tu fiesta dijo algo extraordinariamente lúcido, a mi modo de ver. Que estar separados por el tiempo era mucho peor que verse separados por el espacio. Si tu tiempo no es el de la otra persona, nada en el mundo os separará de forma más irremediable. Puedes estar hecho a la medida de otra persona, pero, si no has nacido dentro del mismo tiempo que ella, te verás distanciado. ¿Te parece que digo insensateces? Creo que, cuando Joe tenga unos treinta y cinco años, podría enamorarse de ti. Quiero decir de tu ser esencial. Podría enamorarse locamente. Porque a ti no te puede querer una niña, Sebastián, sino una mujer hecha y derecha.
Sebastián tenía la mirada perdida en el fuego de la chimenea. Era una noche fría de febrero y Jane había colocado unos leños sobre los carbones. Tenía particular repugnancia por la calefacción y también por las estufas de gas.
—¿Nunca te has preguntado, Jane, por qué tú y yo no nos hemos enamorado? La amistad platónica no explicaría del todo esta vinculación. Por otra parte, eres muy atractiva. Algo así como una sirena, aunque tú misma, quizá, no lo percibas.
—Tal vez nos hubiésemos enamorado en condiciones más normales.
—¿Qué? ¿Acaso no estamos en condiciones normales? ¡Ah! Ya veo lo que quieres decir: que los dados están echados.
—Claro. Si no amaras a Joe…
—Y si tú…
Se detuvo.
—Bueno. Ya lo sabes. ¿O no? —dijo Jane.
—Supongo que sí. ¿No tienes reparos en hablar del asunto?
—En lo más mínimo. Si las cosas son como son, ¿qué importa ya?
—¿Eres de esa clase de personas que creen que basta desear ardientemente una cosa para que suceda?
Jane reflexionó brevemente.
—No… No lo creo. Son tantas las cosas que suceden… y, naturalmente, una está siempre ocupada. No se tiene tiempo para salir en busca de más cosas. Apenas nos quedan opciones. Los hechos se presentan y puedes aceptarlos o rechazarlos, eso es todo. El destino. Y una vez que has optado, es mejor que aceptes las consecuencias sin mirar atrás.
—Hablas con el espíritu de la tragedia griega. Llevas a Electra en las venas, Jane.
Cogió un libro que estaba sobre la mesa más cercana.
—¿Peer Gynt? Veo que te empapas de Solveig.
—Oh, es que, sabes, la ópera debiera llamarse así y no Peer Gynt. El papel femenino es el principal. Un carácter teatral magnífico: fascinador, impasible, sereno… Lo cual no impide que Solveig considere que su amor por Peer es lo único que importa en el cielo y en la tierra. Sabe que lo desea y lo necesita, pero no se lo dice. Al fin Peer la abandona. Pero ella consigue dar la vuelta a la situación de tal forma que el abandono se transforma en la suprema y confirmatoria evidencia de su amor por ella. De paso te diré que la música de Radmaager para la escena de Pascua de Pentecostés es algo absolutamente celestial. Ya conoces aquello: Bendito sea quien ha hecho de mi vida una bendición.
—¿Y Radmaager está de acuerdo contigo?
—A veces. En otros casos no tanto. Ayer, sin ir más lejos, me envió varias veces al infierno y, en cierta ocasión, se dedicó a sacudirme con tal fuerza que por poco no me rompió algún hueso. A decir verdad, con toda razón, pues canté un pasaje de manera completamente errada. Como lo hubiera hecho una niña cursi y dada al melodrama barato. En cambio, es preciso que el personaje que encarno se vea cargado de energía contenida; la fuente de su vigor ha de ser una voluntad serena pero férrea. Solveig es suave y tierna, lo cual no le impide ser tremendamente enérgica. Lo dijo Radmaager el primer día que estuvo aquí: Solveig es nieve, nieve suave y monótona por la cual corre un dibujo muy claro y preciso.
Jane se refirió luego a la obra de Vernon.
—Está casi terminada, sabes. Yo quisiera que Radmaager la viese.
—¿Querrá Vernon mostrársela?
—Pienso que sí. ¿Conoces tú algo de ella?
—Partes.
—¿Qué te parece?
—Prefiero oír primero lo que te parece a ti. Tu juicio, en lo que respecta a la música, es más autorizado que el mío.
—Creo que está cruda. También hay muy buenas cualidades en ella. Aún no ha aprendido a manejar diestramente sus materiales. Lo cual no significa, claro, que los materiales que ha seleccionado sean malos. Al contrario. ¿No estás de acuerdo?
Sebastián asintió con la cabeza.
—Totalmente. Cada día estoy más seguro de que Vernon va a revolucionar los lenguajes musicales, aunque le esperen tiempos muy difíciles. Tendrá que enfrentarse tarde o temprano a la constatación de que su obra, por buena que sea, carece de lo que podríamos llamar valores comerciales.
—¿Crees que no se podrá representar?
—Lo creo.
—Pero tú podrías producirla.
—¿Te refieres a un acto amistoso de mi parte?
—Claro.
Sebastián, poniéndose en pie, comenzó a pasear por la habitación.
—A mi modo de ver, algo así sería poco ético —dijo unos momentos después.
—Y además te disgusta la perspectiva de perder dinero.
—Así es.
—Sin embargo, podrías darte el lujo de perder algo sin que ello desequilibrara tu fortuna.
—Cualquier hecho adverso desequilibra mi fortuna. Afecta, como te diría… Afecta mi orgullo.
Jane hizo un gesto de asentimiento.
—Te comprendo. Con todo, insisto en que no tienes por qué perder necesariamente.
—Mi querida Jane…
—No discutas hasta conocer mis argumentos. Te dispones a presentar este verano una serie de espectáculos musicales pertenecientes a la categoría «A», es decir, destinados a los «entendidos». Pues bien, a principios de julio podrías estrenar La Princesa en su torre y mantenerla en cartel durante, digamos, dos semanas. Sin embargo, no tienes por qué presentar la obra como una ópera, sino como una comedia musical espectacular. Por favor, no digas a Vernon que yo te he dicho esto. Sí, ya sé que no le dirás nada; no eres tonto; pero te lo digo por si acaso. Como te decía: un despliegue teatral, con escenografías inesperadas y nuevos efectos lumínicos. Eres un experto en materia de luces; eso lo sabe todo el mundo. El ballet ruso te puede dar una idea de lo que digo. Elige a cantantes que no sólo tengan buena voz, sino también prestancia y hermosura. Y aquí voy a dejar de lado mi modestia y decirte algo: yo podría contribuir al éxito de la producción.
—¿Tú en el papel de la Princesa?
—No, hombre, en el de la chica que repara las muñecas. Es un personaje extraño, capaz de atraer la atención y retenerla. La música que Vernon compuso para ella es, además, la mejor de toda la obra. Tú siempre has dicho, Sebastián, que yo era, por encima de todo, una actriz; y si esta temporada canto en el Covent Garden es porque lo soy. Puedo asegurarte que triunfaré. Sé que soy una actriz y eso es algo que importa mucho en una ópera. Me siento capaz de arrebatar al público, de emocionarle. La ópera de Vernon requiere apoyo desde el punto de vista dramático. Deja eso de mi cuenta y ocúpate, asesorado por Radmaager, del aspecto musical. Si Radmaager quiere asesorarte, claro; porque los músicos son más complicados que el diablo. Te aseguró que la cosa puede hacerse, Sebastián.
Su cuerpo estaba inclinado hacia delante y en su rostro se reflejaba una expresión vivaz y tensa. En cambio, los rasgos de Sebastián, como sucedía siempre que se sumía en reflexiones profundas, habían adquirido un aspecto cada vez más impasible. Examinaba a Jane, sopesaba sus palabras y las consideraba, no desde su punto de vista, sino desde otro impersonal. Creía en ella, en su fuerza y dinamismo, en su carisma y en su maravilloso poder de comunicar emociones desde un escenario.
—Pensaré lo que me has dicho —terminó diciendo—. Puede que haya algo interesante en ello.
Jane se rió.
—Y en tal caso podrías ofrecerme un contrato muy ventajoso para ti.
—Así lo espero —repuso Sebastián muy serio—. Mis instintos judíos han de ser satisfechos de algún modo. Me estás presionando, Jane. No vayas a creer que lo ignoro.