CAPÍTULO CUARTO
1
Vernon despertó largo rato después. Estaba en cama, lugar habitual cuando uno despierta. Pero lo que no era habitual era algo, parecido a una joroba, que estaba ante él. Mientras la contemplaba, alguien habló. Resultó ser el doctor Coles, a quien Vernon conocía muy bien.
—Bueno, bueno —dijo el médico—. ¿Cómo nos sentimos?
Vernon ignoraba cómo se sentía el doctor Coles. En lo que a él respectaba podía decir que con mareos, y así se lo manifestó.
—Ya veo, sí —asintió el médico.
—Y creo, además, que me he herido —agregó Vernon—. Una herida gorda.
—Ya veo, sí —repitió el doctor Coles.
Su tono no era muy esperanzador y el niño pudo advertirlo.
—Tal vez me sintiera mejor si pudiera levantarme —dijo Vernon—. ¿Puedo hacerlo?
—Me temo que no, por ahora —repuso el médico—. Te has dado un fuerte golpe.
—Es que La Bestia me perseguía.
—¿Qué? ¿La Bestia? ¿Qué Bestia?
—Nada.
—Sería un perro —dijo el doctor Coles—. Tal vez se ha subido hasta la cumbre del montón de ladrillos y te haya ladrado. Sin embargo, no has de tener miedo a los perros, muchacho.
—No les tengo miedo.
—Y a todo esto, ¿qué hacías tú tan lejos de casa, Vernon? No tenías nada que hacer en el bosque y tú lo sabes.
—Nadie me lo prohibió.
—Eso es lo que tú dices. Bueno, de todos modos, pagaste las consecuencias. Creo que aún no lo sabes; pero te has roto una pierna.
—¿De verdad?
Vernon se sentía muy contento. Se había roto una pierna. Era alguien importante.
—De verdad. Tendrás que permanecer en cama durante un tiempo y cuando puedas ya levantarte, te verás obligado a usar muletas. ¿Sabes lo que son las muletas?
—Oh, sí.
Claro que lo sabía. El señor Jobber, padre del herrero, usaba muletas. ¡Y él podría andar ahora con ellas! Aquello era maravilloso.
—¿Puedo probarlas ahora?
El médico rió.
—¿De modo que te atrae la perspectiva? No; por ahora no puedes. Creo que habrás de esperar un poco y tener paciencia, hijo. Cuanto mejor te portes, más rápido sanarás.
—Gracias —dijo Vernon cortésmente—. La verdad es que no me siento muy bien. ¿Puedes quitar eso que tengo ante mí? Creo que estaré más cómodo si lo haces.
Pero resultaba que aquello llevaba por nombre artesa móvil y no podía quitarse de allí. Se enteró asimismo de que no podría moverse mucho en la cama, porque su pierna estaba ligada a una tabla. De pronto, romperse una pierna no pareció a fin de cuentas tan agradable.
El labio inferior de Vernon tembló ligeramente. Trató de contenerse y no hacer pucheros: era un hombre y los hombres no lloran. Por lo menos eso era lo que su niñera decía. De pronto advirtió que la echaba mucho de menos. Sí: mucho. Necesitaba su presencia tranquilizadora, su inagotable sabiduría, su almidonada y crujiente majestad.
—Pronto estará de vuelta —repuso el doctor Coles cuando el pequeño preguntó por ella—. Muy pronto. Entretanto esta señorita cuidará de ti. Se llama Frances.
La enfermera Frances salió de las sombras, entrando en el campo de visión de Vernon. El niño la estudió sin pronunciar palabra. Llevaba una túnica almidonada que dejaba escapar ligeros susurros al desplazarse. Un punto a favor de Frances. Pero era mucho más pequeñita; de hecho, más menuda aún que su madre y casi tan delgada como su tía Nina. Con todo, no estaba seguro de que…
Entonces ambas miradas se encontraron. Los ojos de la enfermera eran resueltos, de un verde grisáceo, aunque más verdes que grises. Vernon intuyó —como mucha gente antes que él— que con aquella mujer las cosas no iban a resultar fáciles.
La enfermera le sonrió… pero no del modo que usaban los extraños cuando iban de visita a su casa. Ésta era una sonrisa grave; amistosa pero también reservada.
—Siento mucho verte en cama —dijo—. ¿Quieres un poco de zumo de naranja?
Vernon consideró un instante la oferta, decidiendo por fin aceptarla. El médico se marchó entonces y la enfermera Frances, que había salido con él, volvió casi en seguida con un vaso de forma muy extraña. Tenía como un pitorro en un lado. Y parecía que debía beberse el zumo acercando aquello a la boca.
La situación le hizo reír. Pero en seguida se contuvo, pues la risa le causaba daño. La enfermera dispuso que debía dormirse de nuevo. No obstante, Vernon no tenía sueño y así se lo dijo.
—Entonces yo tampoco dormiré. Me pregunto si eres capaz de contar el número de lirios que se ven en el papel que cubre esta habitación. Puedes empezar por la derecha y yo lo haré por la izquierda. ¿Sabes contar, no es así?
—Pues claro. Cuento ya hasta cien.
—Vaya, eso se llama estar adelantado. De todos modos no habrá cien lirios en esa pared. Yo diría que apenas hay unos setenta y nueve. ¿Cuántos dices tú?
Vernon opinaba que habría unos cincuenta. Le parecía imposible que hubiese más. Comenzó en seguida la cuenta; pero sin saber cómo, sus párpados se le hicieron pesados y los cerró. Estaba dormido.
2
Ruido… ruido y dolor… Despertó sobresaltado. Sentía calor; mucho calor. Una corriente dolorosa le recorría el costado. Y el ruido se acercaba más y más. Era el ruido que él siempre asociaba con la presencia de su madre…
En efecto, era ella. Entró en la habitación como un huracán. La capa que llevaba sujeta al cuello flotaba tras de sí. Se la hubiese tomado por un gran pájaro. Al llegar junto a la cama de su hijo, fue como si se posase sobre el suelo.
—Vernon… hijito mío… nenito de mamá… ¿Qué es lo que te han hecho? ¡Qué horrible! ¡Qué espantoso! ¡Mi pequeñín!
Lloraba, de modo que Vernon también se echó a llorar. De pronto sintió miedo. Myra se lamentaba mientras las lágrimas manaban en abundancia de sus ojos.
—Mi hijito… Tú eres lo único que yo poseo en este mundo. ¡Dios mío, no me lo arrebates! ¡Si él muere, yo también moriré!
—Señora…
—Vernon, Vernon, nenito mío…
—Por favor, señora Deyre…
Había más de orden que de súplica en aquella voz.
—Haga usted el favor de no tocar al niño, señora. Podría hacerle daño.
—¿Hacerle daño? ¿Yo, su propia madre?
—No parece usted comprender, señora Deyre, que tiene la pierna rota. Ahora debo pedirle encarecidamente que abandone esta habitación.
—Ustedes me esconden algo. Díganme la verdad… díganme: ¿Piensan amputarle la pierna?
Vernon lanzó un grito. Aunque no tenía idea de lo que aquella palabra significaba, su sonido era amenazador y evocaba padecimientos. El pánico hizo presa en él y gritó con más fuerza.
—Se muere —exclamó Myra—. Se muere y no me habían dicho nada. Pero ha de morir en mis brazos.
—Señora…
Efectuando una experta maniobra, la enfermera consiguio colarse entre Myra y la cama. Asió a la madre por ambos hombros. Al hablar, su voz tenía el acento de la de su niñera cuando se dirigía a criadas que no se hallaban a su altura.
—Señora Deyre, escuche. Es preciso que domine usted sus nervios. Es preciso.
La mujer percibió entonces la figura de un hombre en el umbral. Era el padre de Vernon.
—Señor Deyre, háganos usted el favor de llevarse de aquí a su esposa. No es bueno que el paciente se excite y se trastorne.
Su padre asintió con la cabeza. Su gesto era sereno comprensivo. Miró por un momento a Vernon.
—Mala suerte, compañero. También yo me rompí una hueso. El de este brazo.
De pronto, el mundo se tornaba menos aterrador. De modo que también otras personas se rompían huesos, de las piernas y los brazos… Su padre tomó a su madre por un hombro y la acompañó fuera del cuarto, mientras le decía algo en voz muy baja. Pero ella le interrumpía con exclamaciones en las que vibraba una intensa emoción.
—¿Cómo podrías comprender? A ti nunca te preocupó el pequeño como a mí. Hay que ser madre para entenderlo. ¿Cómo voy a permitir que unos extraños cuiden de él? Necesita a su madre… ¿No lo entiendes? Yo le quiero. Nada puede suplir los cuidados de una madre. Todo el mundo lo dice.
»—Vernon, mi pequeño… —deshaciéndose del brazo de su padre, había vuelto junto a la cama. Se arrodilló—. Vernon, ¿verdad que quieres que tu mamaíta se quede contigo? ¿Verdad que sí?
—No. ¡Quiero a la enfermera! —exclamó Vernon—. ¡Quiero a la enfermera!
—¡Oh! —dijo Myra.
Poniéndose de pie, le contempló con asombro.
—Vamos, querida —dijo su padre con voz bondadosa—. Salgamos de aquí.
Myra se apoyó en su hombro y ambos salieron de la habitación. La voz de su madre llegaba, cada vez más tenue, hasta los oídos del pequeño.
—¡Mi propio hijo! ¡Apartarlo de su madre para ponerlo al cuidado de extraños!
La enfermera alisó con la mano las sábanas y le ofreció un vaso de agua.
—Tu niñera estará aquí muy pronto, Vernon. Le escribiremos hoy mismo. ¿Qué te parece? Tú me dirás lo que quieres que le ponga y yo escribiré.
Una extraña sensación invadió al pequeño. Una especie de gratitud. Por fin, alguien parecía haber comprendido…
3
Cuando, años más tarde, Vernon dirigía sus miradas hacia el pasado, aquel período de su vida iba a presentarse siempre muy claro ante él, destacándose del resto. «El día que me rompí la pierna» y los subsiguientes marcarían una era fundamental.
También destacaría diversos incidentes que en su momento aceptó como cosa natural. Por ejemplo, la violenta discusión entre su madre y el doctor Coles, la cual no tuvo naturalmente por escenario la habitación de Vernon. Pero tanto gritaba Myra que su voz atravesaba las paredes y las puertas cerradas. Su acento era indignado.
—No sé qué quiere usted decir con eso de que estoy trastornando al pequeño. Considero que mi deber es cuidar personalmente de él.
Otras frases le llegaban, entrecortadas.
—Cierto que estaba fuera de mí. No soy de esas personas que carecen por completo de corazón. De esas madres desnaturalizadas. Ni como su padre: ¿No ha visto usted a Walter? Tan tranquilo como siempre.
También tuvieron lugar algunas batallas campales entre Myra y la enfermera Frances, que esta última ganaba casi siempre, aunque no con facilidad. Myra Deyre albergaba celos desordenados y furiosos contra la que ella denominaba «esa samaritana a sueldo». Tuvo que doblegarse, sin embargo, a las órdenes del doctor Coles, aunque las aceptó de muy mal humor. Y con una evidente rudeza que la enfermera no pareció advertir nunca.
En años posteriores Vernon no recordaba casi los dolores de la fractura, ni el tedio de la impuesta quietud. Sólo permanecieron en su memoria, como recuerdos felices, los juegos y las charlas, muy distintos de otros juegos y charlas, pues en la enfermera Frances encontró a una persona mayor que no se refería siempre a hechos y a sucesos como «graciosos» o «tontos». La mujer sabía escuchar sensatamente, ofreciendo sugerencias serias y atinadas. A Frances podía hablarle largamente de Perro, Ardilla y Árbol, como también del señor Green y de sus cien hijos. Al oírle, la mujer no salió con comentarios como: «¡Qué juego tan gracioso!», sino que mostró interés por saber si los hijos del señor Green eran varones o hembras, un aspecto del asunto que había escapado hasta entonces al propio Vernon. Ahora, con el consejo y ayuda de la enfermera, Vernon decidió que había cincuenta de cada género. Un arreglo simple que ponía fin al dilema.
Si algunas veces, por descuido, soñaba en voz alta, Frances no parecía advertir nada anormal. En realidad no prestaba atención. Había en ella algo de sereno y reconfortante que le hacía pensar en su niñera; pero ambas se distinguían en que la enfermera, cuando el niño le hacía preguntas, no hacía alarde de conocimientos de los que carecía. Y si contestaba claramente algo, Vernon sentía que era la verdad.
No era raro que dijese:
—Pues ignoro la respuesta. Tendrías que hacer la pregunta a otra persona. No soy bastante lista como para saberlo.
No pretendía nunca abarcar todas las cosas.
A veces, después del té, contaba cuentos al niño. Los relatos nunca eran iguales. Un día podían girar en torno a niños y niñas que hacían travesuras y al siguiente tener por tema a una princesa encantada. Vernon prefería estos últimos y sobre todo le gustaba uno que hablaba de una princesa de cabellos de oro y de un príncipe vagabundo vestido de harapos y tocado con un gorro verde. La historia terminaba en medio de un bosque y tal vez Vernon la prefiriera por esta razón.
Algunas veces se encontraba con él un oyente imprevisto. El padre de Vernon se presentaba ocasionalmente después del té, que era cuando la enfermera Frances le contaba los relatos. Poco a poco las visitas fueron tornándose más asiduas hasta constituirse en hábito. Walter Deyre se sentaba en una esquina de la habitación, casi en la penumbra detrás de la silla de Frances. Desde allí podía ver no al pequeño, sino a la enfermera. En cierta ocasión Vernon pudo ver que la mano de su padre se extendía disimuladamente hasta donde se encontraba la enfermera y que cogía la muñeca izquierda de ésta con gran suavidad y ternura.
Entonces sucedió algo que sorprendió mucho al pequeño. Frances se puso en pie.
—Me temo que he de pedirle que se marche usted por hoy, señor Deyre —dijo con voz serena—. Vernon y yo tenemos cosas que hacer.
El asombro del niño crecía al preguntarse qué cosas serían, y llegó al máximo cuando su padre susurró:
—Perdóneme usted.
Frances bajó un poco la cabeza pero permaneció en pie. Sus ojos encontraron con firmeza los del padre de Vernon quien dijo con voz tranquila:
—¿Me creerá usted si le digo que siento de veras lo sucedido? Le solicito que me permita volver mañana.
Después de aquel suceso, los modales de su padre cambiaron, sin que Vernon acertara a definir la razón. Si tomaba asiento cuando Frances le narraba sus cuentos, se colocaba lejos de ella y si hablaba, se dirigía más bien a su hijo En algunos casos los tres practicaban el juego favorito de Vernon: el de la solterona. Siempre que lo hacían, la velada resultaba insuperable.
Un día, cuando no estaba la enfermera en la habitación el padre de Vernon le preguntó inesperadamente:
—¿Te gusta mucho tu enfermera, Vernon?
—¿Frances? Oh, sí; muchísimo. ¿Y a ti?
—Sí —dijo Walter Deyre—. A mí también.
Su voz tenía un deje de tristeza que llamó la atención del pequeño.
—¿Pasa algo, papá?
—No, hijo. Nada que tenga solución. El caballo que se queda en el establo no recibe muchas oportunidades de lucirse; y el hecho de que la culpa sea del caballo no cambia las cosas. Pero nada de eso tiene que ver contigo, compañero. Disfruta de la compañía de la enfermera Frances mientras la tienes cerca. No hay muchas como ella.
Entonces Frances volvió al cuarto y los tres jugaron a las cartas. Pero las palabras de Walter quedaron en la mente de su hijo, desatando una serie de reflexiones. A la mañana siguiente preguntó a la enfermera:
—¿Piensas quedarte aquí para siempre?
—No. Sólo hasta que te pongas bueno del tono… o casi del todo.
—A mí me gustaría que no te fueras.
—Pero hijo, mi trabajo aquí no sería lo mío una vez que tú estuvieras bien. Yo me dedico a cuidar enfermos.
—¿Y tanto te gusta eso?
—Sí, mucho.
—¿Por qué?
—Bueno, es que, sabes, todos tenemos algún tipo de actividad particular que nos gusta desarrollar y que se nos da mejor que otro.
—Mamá no lo tiene.
—Oh, sí. Su trabajo consiste en llevar esta casa enorme, cuidando de que todo vaya como es debido y de que tú y tu padre estéis satisfechos.
—Papá ha sido soldado. Me ha dicho que si hubiese una guerra volvería a serlo.
—¿Quieres mucho a tu padre, Vernon?
—Prefiero a mamá, naturalmente. Pero papá dice que los niños siempre quieren más a sus madres. Me gusta estar con papá; pero no sé, es diferente. Supongo que, siendo un hombre… ¿Qué piensas tú que seré cuando llegue a mayor? Quisiera ser marinero.
—Tal vez escribas libros.
—¿Sobre qué?
—Sobre Perro, Ardilla y Árbol, por ejemplo —repuso Frances sonriendo.
—Oh, no. Todo el mundo diría que ésas son puras sandeces.
—Los niños no. Por otra parte, cuando seas mayor llevarás en la cabeza personajes diferentes. Serán como el señor Green y sus hijos; pero éstos ya habrán crecido. Entonces podrás escribir sobre ellos.
Vernon reflexionó unos momentos. Por fin movió la cabeza negativamente.
—No. Creo que seré soldado, como papá. La mayoría de los Deyre han sido soldados, según me ha dicho mamá. Es verdad que hay que ser muy valiente para guerrear, pero yo creo que no me faltará el coraje.
Durante un breve momento, la enfermera Frances guardó silencio. Pensaba en lo que el padre del pequeño le dijera sobre éste:
—Es un hombrecito arrojado. No sabe lo que es el miedo. Tendría que verle usted montado en su «pony».
Sí, Vernon era valiente. Y tenía, además, capacidad para tolerar el dolor. El modo cómo soportaba los padecimientos e incomodidades de su pierna rota era algo realmente excepcional en un chico de su edad.
Sin embargo, hay temores que no son sólo físicos.
—Cuéntame otra vez cómo te caíste aquel día —dijo Frances tras otra pausa.
Ya sabía todo sobre La Bestia, porque había puesto buen cuidado en no tomarse la narración del pequeño a la ligera ni ridiculizarla. De nuevo escuchó su aventura y, cuando Vernon terminó la crónica, le dijo con acento bondadoso:
—Pero tú ya sabías desde hacía tiempo que La Bestia no era real, ¿verdad? Lo que tú llamabas así es un mueble de madera que lleva unos cables dentro.
—Lo sé —repuso Vernon—. Pero cuando sueño lo olvido. Aquella tarde, al verle en el bosque viniendo hacia mí…
—Saliste corriendo, y esto te costó el accidente. Mucho mejor hubiese sido permanecer donde estabas y hacer frente a la situación. Mirar. Si no te hubiese faltado el coraje de mirar, habrías visto a los hombres y comprendido de qué se trataba. Siempre es bueno mirar. Luego ya podrás salir corriendo, si quieres. Aunque en general comprendes que no vale la pena. Además, debo decirte algo.
—Dime.
—Las cosas nunca son tan terribles cuando están ante ti como cuando están detrás. Recuerda eso. Todo puede parecer aterrador cuando eres incapaz de mirarlo. De ahí que siempre resulte mejor volverse y enfrentar las cosas. Cuando se hace así, se advierte muy a menudo que no había de qué tener miedo.
—De haber actuado como tú dices no me habría roto la pierna, ¿verdad? —dijo Vernon, empezando a comprender.
—Así es.
Vernon suspiró.
—Bueno, sabes, no me importa tanto habérmela roto. Ha sido muy bueno esto de tenerte a mi lado todo el tiempo y de jugar juntos.
Le pareció que de labios de la enfermera escapaban las palabras «pobre niño»; pero, naturalmente, aquello era absurdo.
—También a mí me ha gustado —dijo ella sonriendo—. Algunos de mis enfermos no tienen ganas de jugar.
—Pero a ti te gusta jugar, ¿no es así? —preguntó Vernon—. Como le gusta al señor Green.
Luego, con acento un poco austero para ocultar su timidez, agregó:
—Por favor, no te marches demasiado pronto.
4
Pero las circunstancias quisieron que la enfermera Frances se marchara antes de lo previsto. Todo sucedió súbitamente, como pasaba a menudo en la vida de Vernon.
Comenzó con una simpleza: Myra quiso hacer ella misma algo que el pequeño prefería que realizara Frances.
Ya usaba muletas, aunque andaba tan sólo durante breves espacios de tiempo cada día. La brevedad se debía a que la experiencia era dolorosa. Sin embargo, a Vernon le divertía porque era nueva. Hasta que se cansaba y le era preciso volver a la cama. Aquel día, su madre le dijo que tratara de andar un rato con sus muletas, prometiéndole su ayuda. Pero Vernon ya conocía esa ayuda. Las manos grandes y blancas de su madre eran extraordinariamente torpes. Le hacían daño al pretender ayudarle. Rehusó, pues, hacer lo que su madre le solicitaba, por buenas que considerase sus intenciones. Le dijo que esperaría a que llegase la enfermera Frances, la cual nunca le hacía daño.
Pronunció sus palabras con la franca inoportunidad de los niños. Y, al minuto, Myra Deyre ardía de indignación.
Cuando, dos o tres minutos más tarde, la enfermera entró en la habitación, fue recibida por una descarga de reproches.
Volvía al niño contra su propia madre; era cruel, perversa. Como todos los demás. Todos, todos estaban contra ella. Sólo tenía a Vernon en el mundo y ahora resultaba que también querían arrebatárselo.
Sus palabras formaban un torrente incesante de acusaciones. La enfermera Frances lo soportó con bastante paciencia, sin mostrar sorpresa ni cólera. La señora Deyre, bien lo sabía ella, era así: escenas como aquélla parecían aliviar sus tensiones. En cuanto a las palabras, sólo hieren si quien las pronuncia es alguien a quien amamos. Sintió compasión por Myra Deyre al comprender cuánta infelicidad y miseria se ocultaban tras sus arranques histéricos.
Walter Deyre eligió un mal momento para entrar en la habitación. Por un momento se quedó parado, con la sorpresa pintada en su rostro, hasta que se dejó llevar por la ira.
—Realmente, Myra, me avergüenzas. No sabes lo que estás diciendo.
Myra se volvió hacia él, furiosa.
—Sé perfectamente lo que digo, como también sé lo que tú has estado haciendo: metiéndote en esta habitación cada día. Te he visto. Como siempre, enamorando a la primera mujer que se te cruza, sean criadas o enfermeras. Cualquiera te viene de perlas a ti.
—¡Pero Myra, tranquilízate!
Su marido estaba ahora muy enfadado. Myra Deyre sintió un súbito temor; pero, cambiando su destinatario, lanzó un último ataque.
—Ustedes las enfermeras son todas iguales: especialistas en coquetear con los maridos de las demás. Tendría que darle vergüenza. ¡Delante de este niño inocente! ¡Vaya una a saber las ideas que le mete en la cabeza! ¡Pero ya puede usted disponerse a abandonar esta casa! Sí: fuera. Ya diré al doctor Coles lo que pienso de usted.
—¿No te importaría continuar esta edificante escena en otra parte?
La voz de su marido tenía el acento que ella más detestaba: frío y desdeñoso.
—¿No te parece poco adecuado representarla delante de tu «niño inocente»? Le pido disculpas, señorita, por lo que acaba de decir mi esposa. Vamos, Myra.
Myra salió. Comenzaba a llorar, ligeramente asustada por cuanto había dicho. Como era habitual en ella, había ido más lejos de lo que se había propuesto.
—Eres cruel —decía entrecortadamente—. Cruel. Quisieras verme muerta. Me odias.
Cuando ambos se hubieron marchado, la enfermera Frances acostó a Vernon. El pequeño tenía una serie de imperiosas preguntas; pero ella, adelantándose a las mismas, le habló un perro, un gran San Bernardo que tenía cuando era una niña pequeñita. Vernon se sintió tan interesado en la historia, que terminó olvidando lo que iba a preguntarle.
Mucho más tarde, ya de noche, el padre de Vernon volvió a la habitación del chico. Estaba pálido y mostraba un aspecto enfermizo. La enfermera, poniéndose en pie, fue hacia el umbral donde se había parado.
—No sé qué decirle… cómo pedirle disculpas… los denuestos que mi esposa ha pronunciado…
La enfermera le interrumpió con voz tranquila y gesto perentorio.
—Oh, no se preocupe. Comprendo perfectamente. Pero creo que será mejor que me marche de aquí en cuanto sea posible. Mi presencia causa disgustos a la señora Deyre y la inclina a perder el control.
—Si supiese ella lo absurdas que son sus acusaciones. ¡Insultarla a usted!
La enfermera rió, aunque quizá su expresión no resultaba del todo convincente.
—Siempre he pensado que es absurdo que la gente se queje por recibir insultos —dijo alegremente—. Es algo muy pomposo, ¿no lo cree usted así? Por favor, no se preocupe, ni piense que las palabras de la señora Deyre me han causado daño. Sabe, señor Deyre, a mi modo de ver, su esposa es…
—¿Qué es?
El tono de Frances cambió. Al proseguir, su voz era grave y triste.
—Una mujer muy desgraciada que se siente sola.
—¿Cree usted que la culpa es mía?
Hubo un silencio. La enfermera levantó su mirada, mostrando sus ojos verdes y su expresión firme.
—Sí —replicó—. Así lo creo.
Aspiró profundamente.
El padre de Vernon reflexionó brevemente.
Nadie más que usted sería capaz de decirme eso. Sólo usted. Sin duda es el valor que su alma encierra, y que tanto admiro, el que le ha hecho hablarme. Posee usted honestidad absoluta que nada sabe de cobardías. Deploro que Vernon la pierda antes de saberla apreciar.
—No se eche la culpa. Es inútil —dijo ella gravemente—. Lo que ha sucedido esta tarde no ha sido en absoluto culpa suya.
—Enfermera —era la voz de Vernon, que hablaba con acento anhelante—. Frances, no quiero que te marches. No te marches, por favor; no te marches esta noche.
—Pues claro que no. Antes tendremos que hablar con el doctor Coles.
Se fue tres días más tarde. Vernon lloró con amargura. Acababa de perder a la primera amiga de verdad que había tenido.