CAPÍTULO OCTAVO

1

La amistad con Sebastián Levinne se fue haciendo cada vez más íntima. Mucho tenía que ver en ello el secreto que los tres chicos habían resuelto guardar. La madre de Vernon se hubiera horrorizado de haber advertido la nueva relación de su hijo y su sobrina. La familia Levinne no hubiese pensado nada por el estilo, pero sin duda se habría sentido en la obligación de actuar en consecuencia, de modo que los resultados serían a la postre los mismos.

Los meses en que Vernon se hallaba en el colegio resultaban muy pesados para la pobre Joe, que tenía que vérselas con una maestra que llegaba diariamente a la casa por la mañana y a quien no parecían adecuadas las maneras francas y rebeldes de su discípula. Joe sólo vivía pensando en las vacaciones. En cuanto éstas llegaban, ella y Vernon se encaminaban hacia el lugar secreto de reunión, situado junto a una abertura de la cerca que separaba ambas propiedades. Habían puesto, a punto todo un código de silbidos y de señales. A veces, Sebastián se encontraba allí antes de la hora convenida, acostado sobre los helechos.

Allí jugaban, pero también solían tener largos ratos de charla. Sebastián les contaba largas historias sobre Rusia y así supieron de la persecución de los judíos y de los pogromos. Sebastián nunca había estado en Rusia, pero había vivido con ciertos hebreos rusos. Su familia había escapado por los pelos de un pogromo. A veces decía frases en ruso, cuando Vernon y Joe se lo pedían insistentemente. Todo aquello era apasionante para los tres.

—Todo el mundo nos odia por aquí —dijo cierta vez Sebastián—. Pero no importa. No podrán con nosotros porque papá es muy rico. Con dinero se puede comprar lo que sea.

Cuando hablaba así descubría cierta enfática arrogancia.

—No —repuso Vernon—. No puede comprarlo todo. El hijo del viejo Nichols volvió a su casa tras perder una pierna en la guerra. Y todo el dinero del mundo no hubiera bastado para hacerla crecer de nuevo.

—Es que yo no me estaba refiriendo a ese género de cosas —admitió Sebastián—. Con todo, con dinero se puede comprar la mejor pata de palo y el mejor par de muletas.

—Yo usé muletas durante un tiempo —dijo Vernon—. Fue muy divertido. Tenía la más formidable enfermera que puedas imaginarte.

—Ya ves —observó Sebastián—. Todo porque eras rico. De ser pobre, te hubieses quedado sin ella.

«¿Era rico? —pensaba Vernon—. Sí, seguramente lo era». Nunca lo había pensado.

—Yo quisiera ser rica —dijo Joe.

—Pues podrías casarte conmigo cuando seas mayor —propuso Sebastián.

—Pero entonces nadie iría a visitarla —observó Vernon.

—Pues eso me importaría muy poco —protestó Joe—. Me tendría sin cuidado lo que tía Myra o cualquier otra persona pensara o dijera. Me casaría con Sebastián si quisiera.

—Y la gente sí que la visitaría —agregó Sebastián—. Vosotros no lo sabéis, pero los judíos son muy poderosos. Dice mi padre que no es posible la vida sin nosotros. Ya sabéis que Sir Charles Alington tuvo que vendernos Deerfields.

Un súbito escalofrío recorrió a Vernon. Sentía, sin poder articular aquel sentimiento, que estaba confraternizando con un miembro de cierta raza enemiga. Sin embargo, no albergaba antagonismo alguno contra Sebastián. Sólo al principio; y de eso ya había pasado bastante tiempo. Ahora ambos eran amigos y en cierto modo estaba convencido de que así sería siempre.

—El dinero —dijo Sebastián— no sólo sirve para comprar cosas, sino para mucho más. Proporciona poder sobre otras personas. Y sobre todo te permite reunir y coleccionar cosas bellas.

Al decir aquello hizo un gesto extraño, muy poco inglés, con ambas manos.

—¿Qué quieres decir con eso de reunir cosas bellas? —preguntó Vernon.

Sebastián no supo qué responder. Él mismo no sabía qué significaba. Las palabras le habían acudido a los labios por sí solas.

—De todos modos —concluyó Vernon—, las cosas nada tienen que ver con la belleza.

—¡Oh, sí! Deerfields es maravilloso, aunque no tanto como Abbots Puissants.

—Pues cuando Abbots Puissants sea mío —dijo Vernon— podrás venir y estarte allí todo el tiempo que desees. Siempre seremos amigos, ¿no es así? Que la gente diga lo que quiera.

—Sí; siempre seremos amigos —confirmó Sebastián.

2

Poco a poco, los Levinne fueron imponiéndose. La iglesia necesitaba un órgano nuevo y el señor Levinne lo donó. Para conmemorar la ocasión, Deerfields fue abierto a toda la comunidad y los chicos del coro asistieron, recibiendo fresas y helados. La Liga de la Primavera recibió una amplia dádiva. Llegó el momento en que, se mirara adonde se mirase, la opulencia y la generosidad de los Levinne saltaba a la vista.

—¡Naturalmente que son impresentables! —decían las gentes—. Pero la señora Levinne es un portento de prodigalidad.

Y agregaban otros comentarios:

—Sí, claro, son judíos; pero es absurdo que mostremos prejuicios contra ellos. Muchas buenas personas son y han sido judías.

Se rumoreaba que también el vicario había emitido una opinión:

—El propio Jesucristo fue judío.

Pero nadie le creía en realidad. El vicario, para comenzar, era soltero. Algo extraordinariamente desusado. Tenía, además, extrañas ideas sobre la comunión. No era raro que pronunciara incomprensibles sermones, aunque nadie estaba en condiciones de afirmar que alguna vez dijese algo que pudiera considerarse sacrílego.

Fue el vicario quien presentó a la señora Levinne a la Sociedad de Señoras que se reunían dos veces a la semana para tejer y coser ropas para los soldados que estaban combatiendo en Sudáfrica. Tener a la señora Levinne entre ellas dio lugar al principio a algunas situaciones embarazosas.

Finalmente, Lady Coomberleigh, con el ánimo suavizado por la pródiga donación hecha por los Levinne a la Liga de la Primavera, decidió hacer de tripas corazón y visitar a los hebreos en su casa. Fue el comienzo de una corriente general: lo que Lady Coomberleigh hacía no tardaba en ser imitado por todos.

No obstante, los Levinne no fueron tratados como íntimos. Sí que se les aceptó, si se quiere, oficialmente, pero con ciertos límites.

Aquello bastaba, de todos modos, para que los vecinos dijeran:

—Es una señora muy bondadosa. Aunque hay que admitir que los vestidos que usa no son en absoluto apropiados para la vida en el campo.

La objeción tuvo, empero, escasa vigencia pues la señora Levinne, como todos los integrantes de su raza, era un portento de adaptación. Al poco tiempo vestía ropas de tweed como la mejor.

Poco después, Joe y Vernon fueron oficialmente invitados a merendar en Deerfields.

—Bueno —suspiró Myra—. Supongo que habréis de ir por esta vez, aunque tendréis que comportaros con educación y evitar una excesiva intimidad. El niño tiene realmente un aspecto rarísimo, pero no has de ser descortés con él, Vernon. ¿Me lo prometes?

Joe y Vernon entraron así oficialmente en relación con Sebastián. Aquello los divertía mucho.

Pero la aguda Joe creyó comprender que la señora Levinne sabía mucho más sobre la relación entre los tres niños de lo que pudiera saber tía Myra. La señora Levinne no tenía un pelo de tonta. Era como Sebastián.

3

Walter Deyre murió pocas semanas antes de que acabara la guerra contra los boers. Su fin se debió a un despliegue de valor. Herido cuando volvía atrás para rescatar a un camarada rodeado por intenso fuego, recibió poco después una descarga que dejó a ambos sin vida. Se le concedió a título póstumo la Cruz de la Reina Victoria por servicios distinguidos.

La carta en la cual su coronel daba cuenta a Myra de las circunstancias de la muerte de Walter fue considerada por la madre de Vernon como su más preciada posesión.

Nunca —escribía el coronel— conocí a alguien que despreciara tanto el peligro. Sus hombres le veneraban y le hubiesen seguido donde fuera. Arriesgó repetidas veces la vida con extraordinaria bizarría. Puede usted, señora, sentirse realmente orgullosa de él.

Myra leía y releía la carta para sí y también para las que la visitaban. La misiva amortiguaba el vago dolor de que su marido no le hubiese enviado un último adiós.

«Aunque, como buen Deyre, nunca lo habría hecho», se confesaba a sí misma.

Sin embargo, Walter dejó en realidad una carta, en cuyo sobre constaba la inscripción: «En caso de que resulte muerto». No estaba, sin embargo, dirigida a su mujer y ésta nunca se enteró de su existencia. Aunque apenada, se sentía feliz. Su marido era suyo en la muerte como nunca lo fuera en vida, y gracias a su fácil capacidad para imaginar las cosas como nunca lo eran en realidad, no tardó en tejer toda una fantasía sobre los amores de la pareja y lo maravillosamente feliz que había sido la vida matrimonial entre ambos, en vida de Walter.

Es difícil decir de qué modo Vernon se vio afectado por la muerte de su padre. No sintió verdadera pesadumbre y su aparente estoicidad se vio sin duda acrecentada por los deseos de su madre de que desplegara emociones dramáticas. Sentía orgullo de ser hijo de Walter; un orgullo que casi le causaba un secreto dolor. Sin embargo comprendió lo que Joe quiso decir al sostener que era mejor para su madre que las cosas hubiesen ocurrido así. Recordaba con toda precisión el último paseo con su padre por la propiedad, lo que él le dijera y el sentimiento que silenciosamente habían compartido.

Ahora comprendía que él no quería volver. Sintió compasión por su padre. Siempre le había compadecido, sin saber por qué…

No era pesar lo que sentía por su muerte, sino más bien una especie de soledad en algún secreto resquicio del corazón. Su padre y tía Nina estaban muertos. Quedaba su madre, cierto; pero ésta pertenecía a otro género de realidades. No podía darle plena satisfacción. Nunca pudo. Siempre estiba apretujándole, hablándole fuerte, diciéndole que debían vivir el uno para el otro. Pero él no podía decir las frases que ella esperaba que pronunciase. Ni siquiera se sentía capaz de devolver sus caricias.

Deseaba ansiosamente que terminasen de una vez las vacaciones. Le disgustaba ver a su madre con los ojos enrojecidos y su ropa de luto, en la que no quedaba detalle por cuidar. De algún modo, se las ingeniaba para llevar siempre las cosas a niveles exagerados.

El señor Fleming, abogado de Londres, llegó a Abbots Puissants, dispuesto a pasar allí unos días y, por su parte, el tío Sydney se trasladó desde Birmingham. Al cabo de dos días, Vernon fue llamado a la biblioteca.

Los dos hombres estaban sentados junto a la larga mesa que se veía en el centro de la habitación y Myra en una silla baja junto al fuego, enjugando lágrimas que manaban quietamente de sus ojos.

—Bueno, bueno, hijo —habló el tío Sydney—. Hay algo que debemos decirte. Nos gustaría hablar un poco contigo. Para comenzar ¿qué dirías de venirte conmigo y la tía Carne a Birmingham?

—Gracias —repuso Vernon—. Pero preferiría quedarme aquí.

—¿Pero no te parece un poco triste esto? Allá tenemos una casa espaciosa, no demasiado grande pero confortable, grata y alegre. Tendrías a tus primas contigo y podríais jugar todos durante las vacaciones. Yo pienso que sería bueno para ti venirte con nosotros un tiempo.

—Creo que es una buena idea —contestó Vernon con deferencia—. Sin embargo, insisto en que prefiero quedarme aquí. Muchas gracias, de todos modos.

—Ah, ejem —comenzó el tío Sydney.

Se sonó ruidosamente la nariz y en vez de proseguir con su intento, dirigió la mirada al abogado, quien se la devolvió, haciendo a la vez un gesto afirmativo casi imperceptible.

—Es que las cosas no son tan simples, hijo —añadió entonces el tío Sydney—. Creo que eres ya suficientemente mayor para entender lo que voy a explicarte. Ahora que tu padre ha… ejem, muerto, Abbots Puissants te pertenece.

—Lo sé.

—¿Cómo que lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Acaso los sirvientes han estado chismorreando?

—No. Papá me dijo que así sería en caso de que muriese en la guerra.

—Oh —murmuró tío Sydney con gesto de sorpresa—. Ya veo. Bueno, pues como te decía, Abbots Puissants es tuyo ahora, pero sucede que un lugar como éste es sumamente caro de mantener. Hay que pagar muchos sueldos e impuestos, ¿sabes? Cosas por el estilo, que cuestan mucho dinero. Por otra parte, existen unos tributos, es decir, dinero que es preciso pagar al Estado en caso de muerte y transmisión de la propiedad. Impuestos de herencia.

Vernon permaneció callado.

—Ahora bien, tu padre no era rico. Al morir tu abuelo y encontrarse él con esta casa, advirtió que tenía tan poco dinero en efectivo que le sería preciso vender la propiedad, pues no podía pagar los impuestos ni mantenerla.

—¿Vender la propiedad? —preguntó Vernon mirándole con incrédula sorpresa.

—Sí. Nadie le obligaba a conservarla.

—¿Qué quieres decir con eso de que nadie le obligaba a conservarla?

El señor Fleming tomó aquí la palabra para explicarle que, de acuerdo con el derecho inglés, hay propiedades que el heredero puede vender y otras que no. Su padre estaba en condiciones de hacerlo si así lo deseaba.

—Pero… pero ¿no iréis a vender Abbots Puissants, verdad?

Miraba alternativamente a su tío y al abogado con ojos ansiosos e implorantes.

—Claro que no —repuso el señor Fleming—. La propiedad es tuya y nadie puede disponer de ella hasta que llegues a la mayoría de edad, es decir, hasta que cumplas veintiún años.

Vernon dejó escapar un suspiro de alivio.

—Pero hay un problema, Vernon —prosiguió el tío Sydney—. Y es que el dinero no alcanza para seguir viviendo aquí. Como te he dicho, tu padre, que era mayor de edad, hubiese tenido que vender esta casa. Felizmente, conoció a tu madre, se casó con ella y tuvo la suerte de que su mujer tuviera suficiente dinero para poder seguir aquí. Ahora, la muerte de tu padre crea una situación nueva: A excepción de Abbots Puissants, sólo ha dejado deudas. Y tu madre insiste en pagarlas.

Vernon oyó que su madre se sonaba las narices. El tío Sydney se mostraba cada vez más embarazado y resolvió terminar de una vez.

—Lo único sensato sería arrendar Abbots Puissants por un tiempo. Hasta que tú cumplas los veintiún años, por ejemplo. Tal vez las cosas mejoren, ejem, con el tiempo. Y tu madre sería feliz, entretanto, volviendo a encontrar a sus viejas amistades de Birmingham. Y a sus parientes. Has de pensar en tu madre, sabes, hijo.

—Sí —repuso Vernon—. Papá así me lo pidió antes de marcharse.

—¿De modo que lo dejamos así?

Qué crueles eran todos, pensó Vernon… Solicitarle opinión y consentimiento, cuando todo estaba arreglado de antemano. Podían actuar como les venía en gana y estaban dispuestos a hacerlo. ¿Para qué llamarle y representar aquella comedia?

Gente extraña se instalaría en Abbots Puissants.

¡Pues no importaba! ¡Ya llegaría la hora en que cumpliera veintiún años!

—Queridito hijo —dijo Myra—. Hago todo esto por ti. Este lugar sería tan triste sin papá… ¿No te parece?

Le tendió los brazos; pero Vernon hizo como si no la viera. Salió de la biblioteca. Pero antes dijo, no sin cierta dificultad:

—Gracias, tío Sydney. Gracias por explicarme las cosas.

4

Saliendo al jardín, se puso a dar vueltas al azar, hasta que llegó a la vieja abadía. Tomó asiento sobre una desgastada piedra, dejando descansar la cabeza sobre sus puños.

«¡Mamá podría! —se dijo—. Si quisiera, podría. Pero prefiere ir a vivir a una horrible casa de ladrillos, con las cañerías a la vista, como la de tío Sydney. A ella no le gusta Abbots Puissants. Nunca le gustó. Entonces ¿para qué fingir? ¿Por qué decir que se sacrifica por mí? Eso no es cierto. Hace afirmaciones que no son ciertas. Siempre ha sido así».

Su pecho ardía de indignación reprimida.

—¡Vernon, Vernon! Te he estado buscando por todas partes. No podía imaginar dónde te habías metido. ¿Qué te su cede? Cuéntame.

Era Joe, y Vernon le contó todo. Tenía ante él a alguien con quien podía hablar. Alguien que le comprendía. Pero Joe le sorprendió.

—Bueno ¿y por qué no? ¿Por qué habría de privarse tía Myra de ir a Birmingham y vivir con la gente que más le simpatiza? Pienso que te estás conduciendo mal, Vernon. ¿Para qué tendría que quedarse aquí? ¿Para que tú pasases las vacaciones en Abbots Puissants? El dinero es de ella. ¿Por qué no ha de gastarlo en lo que más le apetezca?

—Pero Joe, Abbots Puissants…

—¿Qué le importa Abbots Puissants a tía Myra? En el fondo de su corazón, ella piensa de este lugar lo mismo que tú piensas de su casa en Birmingham. O de la casa de tu tío Sydney. No veo por qué tiene que pasar estrecheces sólo para seguir viviendo donde no le gusta. Si tu padre la hubiera hecho feliz aquí, tal vez ella hubiera cobrado cariño al lugar. Pero no fue así y tú lo sabes, o debieras saberlo ya a estas alturas. A mí me lo dijo mamá. No tengo particular afecto a tía Myra, aunque sé que en el fondo es buena. No la quiero, pero soy capaz de ser justa con ella. Se trata de su dinero. Eso es algo que has de tener en cuenta.

Vernon la miró. Entre ellos había estallado el antagonismo. Cada uno tenía sus puntos de vista y era incapaz de ver los del otro. Ambos hervían de indignación.

—Creo que a las mujeres les toca pasar lo peor —dijo Joe—. Y estoy del lado de tía Myra.

—Pues muy bien —repuso Vernon—. Ya te he entendido. Ponte de su lado, no me importa.

Joe se marchó y él quiso quedarse sentado sobre un resto de la antigua abadía.

Por primera vez interrogaba a la vida… Nada era seguro en ella. ¿Quién sería capaz de adivinar lo que iba a suceder después?

Cuando tuviese veintiún años. Pero es que no podía estar seguro ni de llegar a ellos. Nada era firme; nada era permanente.

Pensó en los tiempos en que era más pequeño. Dios, su niñera, el señor Green… Todos ellos eran tan ciertos y positivos… Y ahora no quedaba nada de ellos.

Sí, pensó: Dios. Estaba aún allí, suponía. Pero no era el mismo Dios. En absoluto. ¿Qué quedaría de todo aquello en la época en que cumpliera veintiún años? Y lo más extraño de todo, lo más misterioso: ¿Qué le habría sucedido a él para entonces?

Se sintió atrozmente solo. Su padre y tía Nina estaban muertos. Sólo quedaban en el mundo de los vivos su madre y el tío Sydney. Y ninguno de ellos… le pertenecía. No eran como él. Impuso una pausa al frenético fluir de sus pensamientos. ¡Le quedaba Joe! Joe tendría que haber comprendido. Pero no. Joe tenía sus rarezas. Cerró los puños. Se mostraría firme. Todo saldría bien.

Cuando cumpliera los veintiún años…