CAPÍTULO PRIMERO
Jane Harding vivía en un piso situado en el ático de un edificio de Chelsea que daba al Támesis.
Allí, en la tarde siguiente a la reunión en la cual la chica había cantado, fue a visitarla Sebastián Levinne.
—Todo arreglado, Jane —dijo—. Radmaager vendrá mañana a verte. Prefiere hacerlo así. Sin embargo, no me ha precisado la hora.
—«Vamos, cuéntame cómo vives, exclamó» —dijo ella citando un libro familiar a ambos—. Pues bien, el Gran Hombre verá que vivo muy decentemente, y sola. ¿Quieres comer algo, Sebastián?
—¿Qué tienes?
—Huevos revueltos con champiñones, tostadas con anchoas y café. Quédate tranquilito aquí que ya te traeré todo.
Dejó el tabaco y las cerillas junto a su visitante y salió de la habitación. Un cuarto de hora más tarde, la comida estaba lista.
—Sabes, Jane —dijo Sebastián—. Me gusta venir a verte. Nunca me tratas como al opulento judío a quien sólo las delicias del Savoy pueden interesarle.
Jane sonrió sin decir nada.
—Y a mí me pareció magnífica tu chica, Sebastián.
—¿Joe?
—Joe, sí.
—¿Qué es lo que realmente piensas de ella, Jane? —preguntó con cierto enfado.
Su acento era áspero. Jane se tomó su tiempo antes de responder.
—Que es joven —afirmó por fin—. Tremendamente joven.
Sebastián se echó a reír.
—¡Se enfadaría si te oyese!
—Es probable. —Jane hizo una pausa, tras la cual continuó—: La quieres mucho, ¿no es cierto, Sebastián?
—Sí, aunque parezca raro. Y no lo es menos que uno posea prácticamente todo menos a la mujer que ama. Joe es lo que más me importa en el mundo y no me quiere. Comprendo que soy un tonto; pero no puedo remediarlo. ¿Qué diferencia hay entre Joe y todas las demás chicas? Ninguna. Lo cual no impide que ella sea lo que más me importa de momento.
—En parte, porque no puedes conseguir su amor.
—Tal vez. Pero no creo que sea ésa la única explicación.
—No, sin duda.
Jane cambió de asiento, cubriéndose la cara del calor irradiado por la chimenea.
—¿Y de Vernon qué piensas?
De nuevo Jane dejó pasar unos momentos antes de responder.
—Es interesante —repuso lentamente—. Me llamó la atención su falta de ambiciones.
—¿Lo crees así?
—Sí. Sólo piensa en llevar una vida cómoda.
—De ser así, nunca llegará a abrirse un camino en la música. Para ello se requiere voluntad.
—Claro que se requiere voluntad; pero la voluntad a su vez requiere una fuerza impulsora y la suya bien podría ser la música.
Sebastián la contempló con interés y admiración.
—Sabes, Jane —dijo—. Creo que tienes razón.
Ella sonrió, sin responder.
—Me pregunto qué podría hacerse con la chica de la que está enamorado —continuó Sebastián.
—¿Qué tal es?
—Bonita. Algunos podrían llegar a afirmar que es encantadora. No muy diferente de las demás chicas de su clase, aunque acaso sea más simpática. Me temo… sí, me temo que también ella tiene interés por Vernon.
—Oh, no temas nada. Tal vez nada pueda apartar a tu amigo el genio de lo que realmente le obsesiona. Son cosas que no suceden. Cuanto más vivo, más comprendo que es así.
—Nada te apartaría a ti de lo que te obsesiona, Jane. Pero tú tienes voluntad.
—Sin embargo, te diré algo, Sebastián. Probablemente sería más fácil que me apartara yo de mi camino que él del suyo. Yo sé perfectamente lo que quiero y actúo en consecuencia. En cambio, él no lo sabe o no quiere saberlo. Pero su vocación podrá más que él. El resultado será que terminará aceptando su vocación y poniéndose a su servicio, cualquiera que sea el precio que se vea obligado a pagar por ello.
—¿Un precio a costa de quién?
—Oh, bueno…
Sebastián se puso en pie.
—Debo irme. Gracias por la comida, guapa.
—Soy yo la que debe agradecerte lo que has hecho por mí. Me refiero a lo de Radmaager. Eres un buen amigo, Sebastián, y no creo que, por muchos que sean tus éxitos, llegues a cambiar.
—Eso de los éxitos…
Le tendió la mano, pero Jane, colocando las suyas sobre los hombros de Sebastián, le besó.
—Amigo, espero que al final consigas a tu Joe. Pero, aunque así no fuera, estoy segura de que a la larga lograrás todo lo demás.
2
En realidad, el señor Radmaager no acudió a la casa de Jane hasta pasados unos quince días. Cierta mañana, a las diez y media, se presentó sin aviso, entrando en el apartamento de ella sin darle ninguna excusa ni pedirle disculpas, tomando asiento, paseó su mirada por la pequeña sala.
—¿Decoró usted misma este piso?
—Sí.
—¿Vive sola?
—Sí.
—Pero no ha vivido siempre sola, ¿verdad?
—No.
—Bueno, eso está muy bien —replicó Radmaager inesperadamente.
Poniéndose en pie, se encaminó a la ventana.
—Venga —ordenó.
La cogió con ambas manos, acercándola más a la luz. Estudió su rostro y su cuerpo con gran atención, de pies a cabeza. Pellizcó sus carnes acá y allá, le abrió la boca y finalmente puso sus grandes manos en la cintura de la cantante.
—Respire hondo. Muy bien. Exhale el aire con fuerza.
Extrajo de uno de sus bolsillos una cinta métrica y pidió que repitiera el ejercicio de respiración, tomándole las medidas cuando ella retenía el máximo de aire y después de expulsarlo. Guardó la cinta de nuevo. Ni él ni Jane parecieron encontrar nada extraño en todo aquello.
—Bueno, bueno —afirmó Radmaager—. Su pecho es excelente y su garganta, fuerte. Es usted inteligente, lo cual ha quedado probado por el hecho de no haber interrumpido mis averiguaciones. En realidad podría disponer de varias cantantes mejores que usted, aunque su voz es muy pura, magnífica, clara, un hilo de plata. Lo malo es que no puede forzarla, porque entonces la perdería. Así, pues, ¿qué hacer? En cuanto a lo que usted canta hoy en día, puede considerarse absurdo. Si tuviese más conocimientos (porque no creo que los que posee sean gran cosa) cambiaría de repertorio. Sin embargo, he de decir que la respeto. Es usted una artista.
Hizo una pausa.
—Ahora escúcheme bien —prosiguió—. Mi música es estupenda y no dañará su voz. Ibsen, al crear a Solveig, creó el carácter femenino más admirable de toda la literatura. Mi, ópera se apoya en ese hecho y, en consecuencia, no me basta una mujer que se limite a ser una cantante, por buena que resulte su voz. La Cavarossi, Mary Wontner, Jeanne Dorta y muchas más quisieran encarnar el papel, pero yo no las quiero. ¿Por qué? Porque apenas son otra cosa que inteligentes animalillos con magníficas cuerdas vocales. Para mi Solveig necesito un instrumento perfecto, es decir, un instrumentó con inteligencia. Usted es joven y nadie la conoce. El año próximo cantará mi Peer Gynt en el Covent Garden, si me satisface. Entonces… Ahora escuche lo que voy a ejecutar.
Se sentó al piano de Jane y comenzó a tocar una extraña, rítmica y monótona sucesión de notas…
—Ésta es la nieve, ¿me entiende? La nieve de los países nórdicos. Eso es lo que ha de parecer su voz: nieve. Esto es como una rica tapicería de damasco, de extremada blancura, sobre la cual se inscribirán los dibujos musicales. Pero los dibujos están dados por la música, no por su voz.
Siguió tocando. La monotonía no tenía aparente final. La música se repetía sin cesar. Hasta que, de pronto, el dibujo de que hablara se hizo presente.
Se detuvo.
—¿Y bien?
—Será muy difícil de cantar.
—Exactamente. Pero usted tiene un oído excelente. ¿Verdad que querrá interpretar a mi Solveig?
—Claro. Es la oportunidad de su vida para una cantante. Si usted me cree apta…
—La creo.
Volvió a ponerse en pie y posó ambas manos sobre sus hombros.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y tres años.
—Ha sido usted muy desgraciada, ¿no es así?
—Así es.
—¿Con cuántos hombres ha vivido?
—Con uno solo.
—¿Y no era bueno?
Jane permaneció un momento silenciosa.
—No. Muy malo —repuso con voz serena.
—Ya veo. Sí, lo lleva usted todo escrito en el rostro. Ahora escúcheme: todos sus sufrimientos y todas sus alegrías tendrán que aparecer en mi música. Pero no con abandono ni con excesiva extraversión, sino con fuerza controlada y sujeta a una disciplina estricta. Es usted inteligente y valerosa. Sin coraje no se consigue nada. Quienes carecen de él dan la espalda a la vida, cosa que Jane Harding no hará jamás. Suceda lo que suceda, usted se plantará, inconmovible ante los hechos, encarándolos con la frente alta y la mirada resuelta… Aunque espero, hija, que no la hieran demasiado…
Se volvió.
—Le enviaré la partitura para que se la estudie cuidadosamente.
Salió de la habitación, dando un rápido portazo.
Jane tomó asiento junto a la mesa. Miró la pared que tenía ante ella, sin verla. Su oportunidad había llegado.
—Tengo miedo —murmuró.
3
Durante una semana entera Vernon reflexionó sobre si debía o no creer en las palabras de Jane. Podía viajar a Londres aquel fin de semana; pero acaso ella no estuviese esos días en la capital. Se sintió dolorosamente inseguro y tímido. Tal vez Jane hubiese olvidado ya la invitación que le hiciera en casa de Sebastián.
Dejó pasar aquel fin de semana, seguro de que la cantante ya no le recordaba; pero poco después recibió carta de Joe dándole cuenta de que la había visto dos veces. Esto le decidió a ir. El sábado siguiente se presentaba en casa de Jane. Eran las seis de la tarde cuando llamó a su puerta. La propia Jane la abrió, quedándose un tanto sorprendida al reconocer a Vernon. Sin embargo, no se dejó llevar por efusión alguna.
—Entre —dijo—. Estaba terminando de estudiar. Espero que no le moleste esperar un poco.
La siguió hasta una habitación, cuyas ventanas daban al río. Había pocos muebles: un piano, un diván y dos sillas. El papel de las paredes tenía dibujos de flores silvestres de color chillón, a excepción de una, verde oscuro, sobre la cual se veía un solo cuadro, algo extraño, que representaba un grupo de árboles desnudos. Algo en él, recordó a Vernon sus infantiles aventuras en el bosque.
Sentado al piano estaba aquel hombrecillo insignificante que ya había visto en casa de Sebastián, y que se encargaba del acompañamiento de Jane.
La mujer dejó cerca de Vernon una cajetilla de cigarrillos y luego se dirigió al hombre del piano.
—Ahora, señor Hill —le dijo con tono autoritario, casi brutal.
Se puso a recorrer la habitación de un lado a otro, mientras el señor Hill atacaba las notas con maravillosa destreza y exactitud. Jane cantó la mayor parte del tiempo sotto voce, casi en secreto, aunque de vez en cuando dejaba sonar su voz con gran fuerza. Una o dos veces se interrumpió lanzando una exclamación de furiosa impaciencia y el señor Hill tuvo que reemprender el fragmento a partir de unos cuantos compases más atrás.
Puso fin al ensayo de manera súbita, golpeando ambas manos. Dirigiéndose a la chimenea tocó un timbre. En seguida se volvió al señor Hill, hablándole por primera vez como a un ser humano.
—Se quedará a tomar el té con nosotros, ¿no es así, señor Hill?
Pero el interpelado se excusó. Haciéndole varias reverencias, salió de la habitación. Una criada trajo café y tostadas calientes con mantequilla, lo cual parecía constituir la merienda habitual de Jane.
—¿Qué cantaba usted?
—Electra, de Richard Strauss.
—Me gustó. Parecía una riña de perros.
—A Strauss le gustaría su comentario. De todos modos, comprendo lo que usted quiere decir. Sí, es bastante agresivo.
Empujando hacia él las tostadas, agregó:
—Su prima ha estado aquí dos veces.
—Lo sé. Me ha escrito.
Vernon se sentía embarazado e incómodo. Había deseado mucho hacerle aquella visita y ahora no acertaba a decir nada. Había algo en Jane que le ponía nervioso.
—Dígame la verdad —dijo por fin, hablando desordenadamente—. ¿Me aconsejaría usted que enviase al diablo mi trabajo y me dedicara por entero a la música?
—¿Cómo puedo saber yo lo que le conviene? Ignoro lo que se propone, en realidad.
—Sin embargo, la otra noche fue usted muy explícita. Habló como si cada uno pudiera hacer en la vida lo que más le gustara.
—Tal es mi opinión. Admito que puede haber excepciones; pero casi siempre es posible seguir las inclinaciones más profundas. Si se desea matar a alguien, nadie lo podría impedir. Aunque, naturalmente, el asesino sea colgado después.
—No deseo matar a nadie.
—No, claro. Usted quisiera que su cuento de hadas terminara felizmente. Muere el tío y deja mucho dinero; el beneficiario se casa con la mujer de sus sueños; se instala en Abbots Puissants, o como sea que el lugar se llame, y vive muy feliz componiendo música hasta el fin de su larga vida.
Vernon se sintió fastidiado.
—Quisiera que dejara de reír a costa mía.
Jane permaneció un momento silenciosa.
—No me reía —dijo luego—. Estaba haciendo algo que, según parece, no debe hacerse: interferir en la vida ajena.
—¿Qué quiere decir con eso de interferir en la vida ajena?
—Me refería a tratar de que viera usted la realidad de las cosas —dijo cambiando el tono de voz— y olvidara que es, pongamos, unos ocho años más joven que yo.
«Podría decirle lo que fuera —pensó Vernon—. Lo fuera. Nunca me contestaría del modo que yo quiero».
—Por favor, prosiga —pidió Vernon—. Supongo que soy muy egoísta al acaparar de este modo la conversación, pero me siento solitario y preocupado. Quisiera saber qué es lo que quiso insinuar usted la otra noche cuando me aseguró que, de las cuatro cosas que deseaba, tendría que conformarme con una sola.
Jane reflexionó un minuto.
—¿Qué quise decir? Pues eso. Que para obtener lo que se desea hay que pagar normalmente un precio o correr un riesgo. Algunas veces es preciso pagar y arriesgar a la vez. Yo, por ejemplo, soy cantante y me gusta la música; al menos parte de ella. Pero, precisamente, mi voz no se presta para cantar esa parte que más me atrae. Es una buena voz de concierto, pero no operística, a menos que se trate de óperas ligeras. He cantado Wagher, Strauss y mucha música que me interesa. No pagué el precio y corrí riesgos enormes. Ahora, mi voz podría quebrarse en cualquier momento y lo sé. Sin embargo, he hecho frente a la verdad y he decidido que el juego merecía la pena.
Tras una pausa, continuó:
—En su caso, se presentan cuatro situaciones que usted mismo ha enumerado. En cuanto a la primera, supongo que si permanece trabajando en casa de su tío durante un número suficiente de años, terminará siendo un hombre rico sin correr mayores peligros. Pero la eventualidad no parece muy tentadora. Respecto a la segunda, vivir en Abbots Puissants, no le supondría ningún problema, si se casa con una mujer rica. En cuanto a la chica que ama y con la que quiere casarse…
—¿Cómo hacer para que sea mía mañana mismo?
—Pues no veo mayor dificultad.
—¿Cómo?
—Venda Abbots Puissants. La propiedad es suya al fin y al cabo.
—Sí; pero no puedo venderla. Nunca lo haré.
Jane se echó atrás en su asiento y sonrió.
—¿Prefiere seguir pensando que la vida puede ser un cuento de hadas?
—Tiene que haber otro camino.
—Oh, sí, naturalmente. El más simple, sin duda. ¿Por qué no lleva a su chica hasta el registro matrimonial más próximo? Es algo que está al alcance de cualquiera.
—Es que usted no comprende. Hay muchas dificultades por el camino. No puedo pedir a Nell que enfrente una vida de privaciones. No quiere ser pobre.
—Acaso no pueda serlo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Justamente eso. Que no pueda. Hay personas que no pueden ser pobres, ¿no lo sabía?
Vernon se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Luego se fue hacia Jane, dejándose caer en la alfombra, a los pies de su asiento. La miró.
—¿Y la cuarta eventualidad? Me refiero a la música. ¿Cree usted que podría…?
—Eso es algo que, naturalmente, no puedo saber. Que a Usted le interese escribirla podría resultar insuficiente. Tendría que entregarse a ella por entero y todo lo demás iría por la borda: Abbots Puissants, el dinero, la niña… Amigo mío, no creo que la vida le resulté fácil, en definitiva. Ah, se me pone la piel de gallina si lo pienso mucho. Pero cuénteme algo sobre esa ópera que, según me ha dicho Sebastián, está usted escribiendo.
Cuando Vernon terminó de hablar, eran las nueve. Se asombraron de que se hubiese hecho tan tarde. Resolvieron ir a un restaurante. Al despedirse de ella, Vernon sintió que de nuevo le asaltaba la timidez.
—Pienso que es usted una de las mejores… de las mejores personas que he conocido. ¿Me permitirá que vuelva a visitarla, no es así? Quiero decir, en caso de que no la haya importunado mucho.
—Venga siempre que quiera. Buenas noches.
4
Myra escribió a Joe.
Mi querida Josephine:
Estoy realmente preocupada por Vernon. Va muy a menudo a ver a una mujer que, según parece es algo así como cantante de ópera, y además mucho mayor que él. Es horrible que mujeres mayores se dediquen a enamorar a chicos jóvenes. No sé qué hacer. He hablado del asunto con tu tío Sydney, pero no pudo brindarme mucha ayuda. Se limita a decir que los muchachos son muchachos. Sin embargo, no quiero que el mío sea como el resto.
Me he estado preguntando si no sería conveniente que yo fuera a ver personalmente a esa mujer para pedirle que dejara en paz a mi hijo. Creo que hasta una mala mujer prestaría oídos a una madre. Vernon es demasiado joven y podría arruinar su vida. En verdad estoy desconcertada. No sé qué hacer, porque me parece haber perdido toda influencia sobre él.
Recibe todo el cariño de tu tía que te quiere,
Myra.
Joe enseñó la carta a Sebastián.
—Supongo que se refiere a Jane —dijo éste—. Me gustaría asistir a una entrevista entre ambas. Hablando francamente, sospecho que Jane se divertiría mucho si pudiéramos arreglar algo por el estilo.
—Es una majadería —repuso Joe—. A decir verdad, yo quisiera que Vernon se enamorara realmente de Jane. Sería mil veces mejor para él que seguir detrás de esa tonta de Nell, de la que parece estar enamorado. Esa bobalicona…
—Ya sé que Nell no te gusta nada, Joe.
—Ni a ti.
—Te equivocas. Me agrada, en cierto modo. Aunque ciertamente no me interesa en absoluto su conversación, puedo comprender qué Vernon se sienta atraído por ella. A su modo es encantadora.
—Su carita estaría muy bien en la tapa de una caja de bombones.
—Te repito que a mí no me atrae. En realidad, creo que es una chica que no ha madurado bastante. La verdadera Nell es algo que no ha nacido todavía. Pensándolo mejor, acaso no nazca nunca. Pero tienes que estar de acuerdo conmigo en que esa misma imprecisión, que parece propia de Nell, atrae porque ofrece toda suerte de posibilidades.
—De todos modos, creo que Jane es cien veces mejor que Nell. Cuanto antes deje Vernon su amor infantil por ésta, mejor para él.
Sebastián encendió un cigarrillo.
—No estoy tan seguro de eso.
—¿Por qué?
—Bueno, no es fácil de explicar. Jane es una mujer real. Muy real. Enamorarse de ella podría implicar un trabajo constante. Estamos de acuerdo, ¿verdad?, en que Vernon es probablemente un genio. Pues bien, no creo que los genios deban casarse con personas reales sino con mujeres corrientes, cuyas personalidades no incidan en sus obras. Y lo que digo vale para Nell. De momento, ella representa… No sé cómo expresarlo. «El manzano, el canto, el oro…». Algo así. Una vez que se casara, todo eso se disiparía. Admito que Nell sea una chica buena, simpática y de buen carácter. También acepto que Vernon la quiera. Pero una vez pasada la pasión, Nell será la mujer corriente que el genio necesita; la que no incide para nada en su obra, simplemente porque carece de la personalidad necesaria para influenciar el trabajo creativo. En cambio, Jane tiene una personalidad acusada y, aunque no quisiera interferir en la obra de Vernon, no podría evitar hacerlo. Lo que atrae en Jane no es su belleza, sino ella misma. Créeme que podría ser muy perjudicial para Vernon.
—Bueno —dijo Joe—. Una vez más, estoy en desacuerdo contigo. Creo que Nell es tonta a más no poder y, en consecuencia, me repugna la idea de verla casada con Vernon. Espero que el asunto quede en nada.
—Que, por cierto, será lo más probable —completó Sebastián.