CAPÍTULO TERCERO

1

Por fin La Princesa en su torre estaba terminada. Vernon sufrió el asalto de una tremenda crisis nerviosa. Le parecía que su obra no valía nada y que mejor sería echarla al fuego. La dulzura de Nell y sus palabras de aliento fueron como el maná para él durante el tiempo en que revisó la partitura para darle los últimos toques. Tenía la rara cualidad de decirle siempre lo que él deseaba escuchar. Sin ella, como el propio Vernon solía afirmar, hubiese cedido al desaliento.

Durante el invierno se había visto menos con Jane. Gran parte de aquellos meses habían sido para la cantante tiempo de intenso trabajo con la Compañía de Ópera Inglesa.

Cuando cantó la Electra de Strauss en Birmingham, Vernon acudió a verla, quedando hondamente impresionado. Le maravilló a la vez la música y la caracterización de Jane en el papel de la heroína. Admiró la voluntad férrea que lo hacía exclamar:

Nada digas. Baila.

Comunicaba la sensación de ser más espíritu que carne. Sabiendo perfectamente que su voz carecía de la fortaleza requerida por el papel, suplía tal limitación recurriendo a recursos dramáticos que hacían olvidar aquel hecho. Jane era la propia Electra, es decir, aquel fanático instrumento de venganza.

En Birmingham aprovechó para permanecer unos días con su madre. La estancia no le resultó por cierto agradable. Cuando fue a ver al tío Sydney, éste le recibió con manifiesta frialdad. Enid se había comprometido en matrimonio con un abogado, que no era del agrado de su padre.

Nell y su madre pasaron fuera de Londres la temporada de Pascua. De vuelta en la ciudad, Vernon llamó a la muchacha por teléfono, diciéndole que tenía que hablarle de inmediato. Llegó a la casa muy pálido y con los ojos irritados.

—Nell, ¿sabes lo que he oído decir? Que vas a casarte con George Chetwynd. ¡Con George Chetwynd!

—¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo lo repite. Afirman que se te ve con él en todas partes.

Nell estaba atemorizada y se sentía desgraciada.

—Sería mejor que no prestaras atención a lo que la gente dice. ¿Por qué me miras con gesto acusador? Es cierto que me ha pedido en matrimonio. Dos veces, para ser exactos.

—¿Ese viejo?

—Vernon, haz el favor de no ser ridículo. Sólo tiene cuarenta y uno o cuarenta y dos.

—Es decir, que te dobla en edad. Es gracioso. Pensé que a quien quería era a tu madre.

Nell se echó a reír a pesar suyo.

—Ah, cariño. ¡Ojalá fuese así! Mamá todavía es hermosa.

—Aquella noche en que cené con vosotros estaba convencido de que el americano se inclinaba por ella. Ni se me pasó por la cabeza que sus intenciones tuvieran que ver contigo. ¿Ya había algo entonces?

—Pues sí, ya había algo, como tú dices. Eso te explicará el enfado de mamá, si lo recuerdas, por haberme quedado a solas contigo en el puente.

—¡Y yo sin darme cuenta de nada! Debías habérmelo dicho.

—¿Decirte qué? Por entonces no había nada que decir.

—Comprendo. He sido un perfecto majadero. De todos modos, dicen que es inmensamente rico. A veces tengo miedo. Oh, Nell, ha sido ruin y mezquino de mi parte dudar de ti, así fuera por un minuto. Como si a ti te importara tanto dinero que pueda poseer la gente.

Nell exclamó irritada:

—¡Rico! ¡Rico! ¡Rico! Deja de decir tonterías. También muy bueno y simpático.

—Oh, no lo dudo.

—Lo es, Vernon. Realmente lo es.

—Es muy noble de tu parte salir en su defensa; tiene que ser un individuo bastante insensible para seguir detrás de ti después de haber sido rechazado dos veces.

Nell no dijo nada. Se limitó a mirar a Vernon con una expresión que éste no logró comprender. Había algo de contrito e indefenso en su expresión; algo que se conjugaba con el reto de sus límpidos ojos. Era como si le contemplara desde un mundo tan distante del suyo que bien podrían hallarse en las antípodas.

—Siento vergüenza de mí mismo, Nell —dijo Vernon— pero es que eres tan maravillosamente bella que todos los hombres han de enamorarse de ti…

De pronto, algo más fuerte que Nell cedió en su interior y se echó a llorar a pesar de sus esfuerzos por contenerse, Vernon la miró sorprendido mientras ella, incapaz ya de controlarse, lloraba desconsoladamente con la cabeza apoyada en el hombro del muchacho.

—No sé qué hacer, no sé qué hacer… Soy tan desgraciada. Si sólo consiguiera explicarte…

—Pero puedes explicarme lo que quieras, Nell. Te escucho.

—No, no. Nunca podría. Nunca me comprenderías. Es inútil…

Vernon la besó, tratando de calmarla, expresándole todo el amor…

Cuando se marchó, la señora Vereker entró en la estancia. Llevaba una carta en la mano.

No pareció notar que su hija lloraba.

—George Chetwynd se embarca para los Estados Unidos el treinta de mayo —dijo.

Se dirigió a un escritorio que se hallaba cercano.

—No me importa que se vaya ni tampoco cuándo —repuso Nell con acento de rebeldía.

La señora Vereker no respondió.

Aquella noche, Nell permaneció más tiempo del habitual arrodillada junto a su lecho blanco.

—Oh, Dios mío, permite que me case con Vernon. Es lo que más deseo en el mundo. Que todo se arregle de modo que podamos estar juntos… Le amo tanto… Haz que suceda algo… Dios mío…

2

A fines de abril se arrendó Abbots Puissants. Vernon, apenas firmado el contrato, corrió a ver a Nell, muy excitado.

—Nell, ¿quieres casarte conmigo ahora? Podríamos arreglarnos. El alquiler es bajo, sumamente bajo; pero tuve que aceptarlo porque los intereses de la hipoteca llevaban atraso y había muchos gastos que pagar. La casa debía ponerse en condiciones antes de que la ocuparan los nuevos inquilinos. Tuve que pedir dinero prestado para todo eso, y era preciso arrendar la propiedad sin demora para saldar las cuentas. Durante un año o dos tendríamos que vivir modestamente; pero luego todo sería un poco mejor.

Siguió explicándole una serie de pormenores referentes a sus posibilidades.

—He examinado cuidadosamente todo, Nell. Te aseguro que hice un estudio detallado y razonable de la situación. Podríamos alquilar un pisito, tener una criada y aún disponer de un dinerito para imprevistos. ¿Verdad que no te importaría ser pobre a mi lado, cariño? Una vez me dijiste que no sabía lo que era ser pobre, pero ya no puedes oponerme el mismo argumento: en Londres he tenido que vivir con una suma insignificante. Sin embargo, no me ha importado en absoluto.

Nell sabía muy bien que no le había importado. La afirmación, en consecuencia, contenía un leve reproche. Pero el caso suyo era algo muy especial. En realidad, Vernon parecía no entender que una mujer ve las estrecheces de otro mudo, que necesita alegría, vestirse bien, sentirse admirada y divertirse. Nada de eso es importante para los hombres.

A ellos, por ejemplo, tanto les da vestirse de un modo u otro.

Pero ¿cómo explicar todo eso a Vernon? Imposible. Vernon no era George Chetwynd. Éste sí que comprendía.

—Nell.

La muchacha no contestó, permaneciendo indecisa mientras él la rodeaba con sus brazos. Había llegado el momento de las decisiones. Ante sus ojos desfilaban distintos escenarios. Amelie… la pequeña y modesta casita de los suburbios los niños llorando, George en su Rolls Royce, un pequeño piso sin aire, una criada sucia y torpe, bailes, vestidos, el dinero que ella y su madre debían por las ropas caras y los alquileres atrasados… Se veía a sí misma en el hipódromo de Ascot, sonriente, charlando con personas alegres y despreocupadas, vestida con un modelo encantador y exclusivo… De pronto se veía en el puente, con Vernon a su lado…

Casi en el mismo tono de voz que había usado durante toda la entrevista, dijo:

—No sé, Vernon… No sé…

—Nell, cariño, dime que nos casaremos.

Se deshizo de su abrazo, poniéndose en pie.

—Déjame, Vernon. Debo pensar en esto… Sí, debo pensar y no puedo hacerlo cuando estás a mi lado.

Aquella misma noche decidió escribirle.

Mi querido Vernon:

Esperemos un poco más. Digamos seis meses. No creo tener deseos de casarme por ahora. Por otra parte, pasado ese plazo, podríamos saber qué ha sucedido con tu ópera. Tú crees que me atemoriza la perspectiva de ser pobre; sin embargo no es eso sólo lo que está en juego, sino lo que trae como consecuencia… He visto a parejas que se amaban y que dejaron de hacerlo por culpa de la estrechez y las preocupaciones. Pienso que si tenemos paciencia y sabemos esperar, todo se arreglará. Sé, Vernon, que así ha de ser y que luego todo irá de maravilla. Debemos esperar y tener paciencia…

Vernon leyó la carta y, al terminarla, no pudo contener su impaciencia y su ira. No se la enseñó a Jane; pero hablando con ella fue lo suficientemente indiscreto como para que su amiga se enterase de todo. No tardó en decirle con su lenguaje desconcertante:

—¿Te crees un excelente candidato para cualquier chica, verdad, Vernon?

—¿Qué quieres decir?

—Que piensas alegremente que cualquier mujer bonita y admirada, que concurre a fiestas de toda índole y se divierte de continuo, estará dispuesta en cualquier momento a enterrarse contigo en un agujero y a renunciar a todo cuanto hasta entonces constituyera su vida.

—Me tendría a mí y yo a ella.

—No puedes galantearla y hacer el amor las veinticuatro del día. ¿Qué haría ella mientras tú trabajas?

—¿Acaso no piensas que una mujer puede ser pobre y feliz?

—Claro. A condición de que se den las condiciones necesarias.

—¿Es decir, amor y lealtad?

—No, hombre. Pareces un crío. Sentido del humor, pellejo duro y sobre todo la admirable cualidad de bastarse a sí mismos. Tú hablas del amor en medio de la pobreza, centrando todo en el problema puramente sentimental, como si con el amor estuviera todo arreglado. En realidad, se trata de algo que depende del planteamiento que la mujer se haga del caso. A ti tanto te da. Ya se sabe. Tanto podrías hallarte en el palacio de Buckingham o en medio del desierto del Sahara, porque tienes tu propia vida interior, la que tiene que ver con la música. En cambio Nell depende del mundo exterior para alcanzar su plenitud. Al casarse contigo, perderá a todas sus amistades.

—¿Por qué habría de perderlas?

—¡Es que pareces tonto! Porque no hay nada más difícil que mantener amistades cuando los niveles económicos son distintos. Como es natural, cada uno lleva la vida que sus medios le permiten; y los niveles cambian. A cierta altura ya no hay temas comunes que tratar.

—Tú siempre te las arreglas para dejarme el lado más ingrato. Por lo menos, siempre tratas de hacerlo.

—Es que me fastidia ver que pretendes trepar a un pedestal para admirarte mejor. Te equivocas —dijo Jane con voz tranquila— si crees que sería fácil para Nell sacrificar sus amistades y su vida en aras del amor por ti. Tú mismo no harías ese sacrificio que, tan alegremente, esperas de ella.

—¿Qué sacrificio? Estoy dispuesto a hacer lo que sea.

—Pero no a vender a Abbots Puissants, por ejemplo.

—No comprendes que…

Jane le miró con simpatía.

—No; tal vez no comprenda. Sin embargo, creo que sí. Que comprendo y muy bien. Pero no vayas a hacerme un despliegue de nobleza varonil. Cambiemos de tema. Cuéntame de La Princesa en su torre. Quisiera que le enseñaras la partitura a Radmaager.

—Es que no vale nada. No podría hacer eso. Sabes, ni yo mismo había advertido la basura que es hasta terminarla.

—Nadie advierte eso —comentó Jane despreocupadamente—. Por fortuna, porque si así fuera ninguna obra quedaría terminada. Muéstrasela a Radmaager. Lo que te diga te resultará útil, de todos modos.

—Pensará que tengo una cara…

—No. De eso puedes estar seguro. Tiene en muy alta estima lo que opina Sebastián, y tú sabes que Sebastián siempre ha creído en ti. Radmaager siempre está diciendo que el juicio de tu amigo, a pesar de ser alguien tan joven, es verdaderamente asombroso por su justeza y precisión.

—Ah, mi viejo amigo Sebastián… Es un tío estupendo —exclamó Vernon, entusiasmado.

—Casi todo cuanto ha llevado a cabo ha sido un éxito y el oro parece acudir a él. Dios mío, cómo le envidio a veces.

—Pues no debes hacerlo. No es tan feliz como para suscitar envidia.

—¿Te refieres a lo de Joe? Oh, ya verás que todo ha de salir bien. ¿La ves a menudo?

—Bastante, aunque no tanto como antes. No puedo aguantar a los integrantes del grupo dentro del cual se mueve ahora. Creen que con dejarse largo el pelo y evitar los baños adquieren títulos para delirar en torno a los grandes problemas del arte y de la vida. No se parecen en nada a personas como tú, es decir, a las que, en realidad, hacen cosas.

—Oh, es que la gente como nosotros es lo que Sebastián llama una propuesta comercial exitosa. Pero, hablando en serio, me preocupa Joe. Temo que termine haciendo tonterías.

—¿Con el tonto de La Marre?

—Sí. Pero te equivocas si le crees tonto, Vernon. Es muy listo con las mujeres, sabes. Algunos hombres lo son, por si lo ignorabas.

—¿Crees que llegará a fugarse con él o algo así? Claro que Joe es una condenada insensata en muchas cosas.

De pronto miró a Jane con curiosidad.

—Sin embargo, yo diría que tú…

Se detuvo, poniéndose súbitamente muy rojo. Jane parecía ligeramente divertida.

—No tienes que ponerte nervioso por mis actitudes morales.

—No… Quiero decir que… siempre me he preguntado… Sí, me he preguntado mucho…

Su voz se fue apagando y se hizo el silencio. Jane estaba erguida en su asiento y no miraba a Vernon. De pronto comenzó a hablar con voz tranquila e igual, desprovista de arranques emotivos, como si en lugar de referirse a ella, hablase de lo ocurrido a otra persona. Su relato fue una enumeración fría y concisa de horrores, que a Vernon le resultaba más terrible por el sosiego desapegado que reinaba en las inflexiones de su voz. A veces creía estar escuchando a un científico, que exponía algún caso con frialdad y de manera impersonal.

Hundió la cabeza entre sus manos poco antes de que Jane terminara su narración.

—¿Y fuiste capaz de soportar todo eso? —dijo en voz baja y algo temblorosa—. No sabía que pudieran suceder cosas así.

—Era un ruso degenerado —repuso Jane con su invariable calma—. A los anglosajones les resulta difícil comprender tales refinamientos en materia de crueldad. Comprendemos lo brutal, nada más.

Vernon le preguntó, sintiéndose un poco infantil y también incómodo:

—¿Le… amabas?

Ella negó con la cabeza y se dispuso a contestar. Pero se detuvo.

—¿Para qué volver al pasado? —Terminó por decir—. Era un artista importante. Realizó obras que perdurarán. Hay una en South Kensington. Es macabra, pero buena.

De inmediato se puso a hablar de la obra de Vernon.

Dos días más tarde, Vernon fue a South Kensington y no tardó en dar con la escultura de Boris Androv. Representaba a una mujer ahogada. Su rostro era horrible: estaba descompuesto, inflamado y parcialmente deshecho. Pero su cuerpo no había sufrido aparentemente nada. Era magnífico, realmente perfecto. Vernon no necesitó que nadie le dijera que el de Jane había servido de modelo.

Permaneció un buen rato contemplando la desnuda imagen de bronce, cuyos brazos estaban abiertos y cuyos cabellos caían suavemente…

Un cuerpo maravilloso. El de Jane. Androv lo había copiado.

Por primera vez en muchos años le vino al recuerdo La Bestia que aterrara su niñez. Sintió miedo.

Se volvió rápidamente dejando tras de sí la escultura y el edificio en el que se encontraba. Al salir casi corría.

3

Llegó el día del estreno de la nueva ópera de Radmaager, Peer Gynt. Vernon asistiría a la representación y más tarde a una fiesta que ofrecería el compositor para celebrar el acontecimiento, aunque antes iba a cenar con Nell en casa de la madre de ella. Nell no iba al teatro.

Ante la sorpresa de la señora Vereker y de Nell, Vernon no se presentó a la hora convenida. Tras esperarle un rato, decidieron sentarse a la mesa sin él, que llegó cuando estaban en los postres.

—Lo siento muchísimo, señora Vereker. No puedo expresarle cuánto. Me ha ocurrido algo… algo completamente inesperado. Ya se lo contaré más tarde.

Su rostro estaba tan pálido y descompuesto que la señora Vereker no creyó conveniente evidenciar su fastidio. Era una mujer de mundo, con mucho tacto, de modo que hizo frente a la situación con la reserva que derrochaba en tales casos.

—Bueno —dijo al levantarse de la mesa—. Ya que estás aquí, puedes hablar con Nell, aunque, si vas a la ópera, no tendréis mucho tiempo.

Salió de la habitación y Nell miró inquisitivamente a Vernon.

—Joe se ha fugado con La Marre —dijo él respondiendo a la pregunta no formulada.

—No puedo creerte.

—Pues así es.

—¿Quieres decir que se ha ido con él y que piensan casarse en seguida?

—Oh, no —repuso Vernon con voz sombría—. La Marre no puede casarse porque ya lo está. Con otra mujer.

—Oh, Vernon, ¡qué atrocidad! ¿Cómo ha podido hacer semejante cosa?

—Joe ha sido siempre una insensata. Se arrepentirá, ya lo sé. No creo que le ame realmente.

—¿Y Sebastián? Comprendo cómo ha de sentirse.

—Sí, pobre. He estado con él hasta hace poco. Está deshecho. No sabía hasta qué punto amaba a Joe.

—Sí que la amaba.

—Sabes, siempre estábamos juntos, siempre. Joe, Sebastián y yo éramos inseparables. En cierto modo nos pertenecíamos mutuamente.

Un ligero toque de celos acudió al corazón de Nell.

—Siempre juntos los tres —repetía Vernon—. Inseparables. Por eso siento como si la culpa de cuanto sucede fuera parcialmente mía. No debí dejar que Joe se vinculara a otras personas de las que yo sabía tan poco. Querida Joe… siempre tan leal y tan bondadosa. Más de lo que hubiese podido ser una hermana. Me duele recordar lo que solía decir cuando era pequeña: que de mayor no tendría ningún enredo con hombres. Mira tú en lo que ha venido a quedar su promesa.

—Un hombre casado —murmuró Nell con voz ahogada—. Eso es lo que hace las cosas tan terribles. ¿Tiene hijos ese hombre?

—¿Cómo quieres que sepa algo sobre los condenados hijos de ese bellaco?

—Vernon, no debes ponerte así.

—Lo siento, Nell. Estoy trastornado, eso es todo.

—Pero ¿cómo ha sido Joe capaz de cometer semejante locura? —preguntó Nell.

Siempre había observado que Joe la trataba con mal disimulado desdén; y en la circunstancia no habría sido un ser humano si hubiese dejado escapar la oportunidad de vengarse.

—¡Escapar con un hombre casado! ¡Qué acto más censurable!

—Bueno, al menos no podrá decirse de ella que ha sido cobarde.

Vernon sentía un súbito y apasionado deseo de defender a Joe. A ella que pertenecía a Abbots Puissants y a todos sus recuerdos.

—¿Que no ha sido cobarde? —preguntó Nell.

—Que ha sido valiente, sí; valiente. No midió sus actos de acuerdo con la prudencia; no pensó en lo que le costaría. Envió al diablo todo, impulsada por el amor. Es algo que no todo el mundo es capaz de hacer.

—¡Vernon!

Nell se puso en pie. Respiraba con dificultad.

—¿Lo dices en serio? —Todas sus luchas internas y sus rencores afloraron en ella—. ¿Te refieres a mí?

—Claro que sí. Tú no eres capaz de sacrificar por mí ni un poco de tu comodidad. Te pasas diciendo: esperemos, esperemos. Aunque a veces prefieras susurrar: conviene ser prudentes. Eres incapaz de tirar todo por los aires, impulsada por la pasión.

—Oh, Vernon, qué cruel eres… qué cruel…

Las lágrimas asomaron a sus ojos y Vernon, al verlas, fue presa del arrepentimiento.

—Nell, te aseguro que no quise herirte. No lo hice adrede, mi amor.

La estrechó en sus brazos y el llanto de Nell se fue calmando. Vernon echó un vistazo a su reloj.

—Oye, debo irme de inmediato. Buenas noches, cariño. ¿Verdad que me quieres?

—Claro que sí, Vernon.

La besó precipitadamente, saliendo luego a toda carrera, Nell tomó asiento en una de las sillas, junto a la mesa, de la que aún no habían sido retirados los restos de la cena. Allí permaneció, perdida en sus pensamientos…

4

Al llegar al Covent Carden, la ópera ya había comenzado. Se desarrollaba la escena de las bodas de Ingrid, y Vernon entró en la sala en el momento en que tenía lugar el primer encuentro de Peer y Solveig. Se preguntó si Jane estaría nerviosa. Se la veía maravillosamente joven con su blanco vestido plisado y sus ademanes inocentes. No representaba más de diecinueve años. El acto terminó al llevarse Peer a Solveig.

Vernon prestaba más atención a Jane que a la música. Aquélla era una noche de prueba para su amiga. Si no triunfaba, acaso tuviera que enfrentar su ruina. Vernon sabía de sus ansiedades y de su ardiente anhelo de justificar la elección de Radmaager, quien la había preferido a otras divas internacionales.

No tardó en constatar que sus aprensiones eran innecesarias. Jane era la perfecta Solveig. Su voz, clara y sincera, contenía aquel hilo de cristal en el registro agudo que tanto elogiara Radmaager. Cantó sin desfallecimiento alguno y, desde el punto de vista de la actuación escénica, lo hizo extraordinariamente bien. La serena impasibilidad y la firmeza de propósitos de Solveig dominaron la representación.

Por primera vez, Vernon se sintió atraído por la historia del débil y apabullado Peer, aquel cobarde que huía de las realidades cada vez que alguna se le presentaba. La música que ilustraba su combate con el gran Boyg le apasionó, porque no dejó de traerle a la memoria su infantil terror por La Bestia. El de Peer era parecido, puesto que estaba producido por la misma clase de objeto vago e indefinible. La voz de Solveig, a menudo emitida sin hallarse ella en escena, le libraba de sus temores. La escena en el bosque, donde Solveig acude a encontrarse con Peer, era infinitamente bella. Termina con la petición que él hace a la muchacha de que permanezca allí mientras corre a asumir su responsabilidad. A la petición, Solveig respondía:

—Si tan dura es, mejor será que yo te ayude a cumplir con ella.

Luego venía la partida de Peer, su evasión final, que él comenta para sí:

—¿Acarrearle penas? No. Mejor será que te dediques a vagar, Peer, a vagar por el mundo.

La música para la Pascua de Pentecostés era tal vez lo mejor. Llevaba la marca inconfundible del estilo de Radmaager, pensó Vernon, la atmósfera particular que él infundía a sus composiciones. Estaba concebida para aumentar el efecto de la escena final y preparar la llegada de la misma. El agotado Peer duerme con la cabeza apoyada en el seno de Solveig, mientras ella, con sus cabellos plateados y vestida con un largo manto azul pastel, canta una larga y valerosa aria.

El dúo con Chavaranov, famoso bajo ruso, fue deslumbrante y mantuvo en vilo a la audiencia. La voz de Jane subía y subía, clara y vibrante, mientras la de Chavaranov llegaba a los graves sin perder su resonancia. Al final, la música quedaba a cargo de Jane, quien la emitía con increíble pureza mientras, al fondo de la escena, el sol se levantaba levemente…

Vernon, sintiéndose importante en su infantil alegría, fue a los camerinos en cuanto el telón cayó. Podía decirse que la representación había sido un éxito y que la ópera entraba, gracias a ello, en el repertorio de los grandes teatros. Los aplausos, largos y entusiastas, motivaron que Radmaager subiera a escena de la mano de Jane para agradecerlos.

Vernon encontró a su amiga virtualmente aprisionada por los brazos de Radmaager, quien no cesaba de besarla con artístico fervor.

—Eres un ángel. Eres maravillosa… sí, maravillosa. Una gran artista. ¡Ah! —Aquí se dejó llevar de su entusiasmo, lanzando una serie de exclamaciones en su idioma nativo.

Pero no tardó en volver a expresarse en inglés.

—Te recompensaré. Sí, querida, te recompensaré. Ya lo verás. Sé muy bien cómo hacerlo. Persuadiré a Sebastián. Ya lo verás. Juntos haremos que…

—¡Chist! —dijo Jane.

Vernon se llegó hasta ellos andando tímidamente.

—Ha sido espléndido —dijo con cierta timidez.

Estrechó la mano de Jane y ella le agradeció la felicitación sonriéndole con afecto.

—¿Dónde está Sebastián? ¿No andaba por aquí hace poco? —dijo Radmaager.

Pero no encontraron a Sebastián. Vernon se ofreció para salir en su busca y llevarlo a la fiesta que se disponía a ofrecer el compositor. Dijo que sabía dónde encontrarle. Jane ignoraba la escapada de Joe y Vernon juzgó más conveniente aplazar de momento la revelación.

Salió en busca de un taxi para dirigirse a casa de Sebastián. Pero no estaba allí, por lo cual pensó que acaso siguiera en su propio piso, donde le había dejado para ir a cenar con Nell. Así que se dirigió allí. Entretanto, una extraña sensación de poder y triunfo iba invadiendo a Vernon. Ni el episodio protagonizado por Joe conseguía ahogar la convicción de que su obra era buena o, al menos, que tarde o temprano podría componer algo importante. También pensaba que, de un modo u otro, lo que se refería a Nell pronto encontraría solución. Su expresión, al despedirse de ella aquella noche, tenía un acento muy especial. La había sentido más cerca que nunca, como si apenas pudiese soportar verse alejada de él… Sí, estaba seguro de ello. Todo terminaría bien.

Subió corriendo las escaleras de su casa. Todo estaba en penumbra. Así que pensó que Sebastián ya se habría marchado. Al encender las luces y pasear la mirada en derredor advirtió que sobre la mesa, junto a la puerta, había una carta enviada sin duda por un mensajero, pues no estaba timbrada. Reconoció en el sobre la escritura de Nell. La cogió y la abrió a toda prisa…

Permaneció mucho tiempo inmóvil. Luego, pausadamente, llevó una silla junto a la mesa, colocándola con todo cuidado ante ésta, como si fuera a iniciar una tarea para la cual necesitara desplegar gran meticulosidad. Tomó asiento, manteniendo la carta abierta en su mano. Volvió a leerla, por décima o undécima vez.

Mi querido Vernon:

Perdóname, por favor, perdóname. Voy a casarme con George Chetwynd. No le amo como a ti, pero creo que junto a él viviré segura. De nuevo te pido perdón.

Siempre te amaré.

Nell.

«Viviré segura junto a él», repitió en voz alta. ¿Qué quería decir con aquella frase? Viviría segura con él, con Chetwynd. ¿Segura con él? El dolor le agobiaba.

Sentado allí, no advirtió que los minutos pasaban. Permaneció inmóvil mucho tiempo, durante horas, sin acertar a explicarse aquellas breves frases… Un pensamiento se abrió paso en medio de la pesadumbre que le inundaba: ¿Así era cómo se había sentido Sebastián? No había podido comprendo entonces.

—Vernon, querido, ¿qué sucede? Sabía que algo te había ocurrido cuando no te vi en la fiesta. Vine para averiguar…

Tristemente, con un gesto casi mecánico, Vernon le tendió la carta. Jane la leyó, dejándola luego sobre la mesa.

—No necesitaba escribir eso de que se sentiría más segura con el otro. Junto a mí, hubiese estado más segura que con nadie.

—Oh, Vernon, mi amor…

Sus brazos rodearon al muchacho, que se aferró súbitamente a ella con un gesto de temor, parecido al de un niño que busca refugio en su madre. El llanto le anudó la garganta y hundió su rostro en la tersa blancura del cuello de Jane.

—Oh, Jane… Jane…

Ella le estrechó con más fuerza mientras con una mano le acariciaba los cabellos.

—Quédate conmigo —le pidió Vernon—. Quédate conmigo, no me dejes…

—No te dejaré —contestó ella—. Tranquilízate.

Su voz era tierna, maternal. Algo cedió dentro de él y las imágenes se precipitaron por su cabeza como las aguas de un dique que se abre de pronto. Su padre besando a Winnie in Abbots Puissants… la escultura de South Kensington… el cuerpo de Jane… su maravilloso cuerpo…

—Quédate conmigo —repitió con voz ronca.

Ella le rodeaba con sus brazos. Sus labios estaban sobre su frente.

—Me quedaré aquí, mi amor —murmuró.

Parecía una madre hablando a su niño.

De pronto Vernon se deshizo del abrazo.

—Pero no de ese modo. Así.

Sus labios buscaron y se confundieron con los de Jane impulsados por un deseo hambriento y salvaje. Su mano se apoderó de un pecho palpitante y redondo. Siempre la había deseado. Siempre. Era su cuerpo lo que quería; aquel cuerpo admirable que tan bien había llegado a conocer Boris Androv.

—Quédate conmigo —repitió.

Sobrevino un silencio tan prolongado que Vernon pensó qué habían transcurrido horas y años cuando la oyó murmurar.

—Me quedaré.