22
SALTO AL VACÍO
Mi móvil vibró encima de la mesilla de noche. Me di media vuelta y me cubrí la cabeza con la almohada.
—Mamá, por favor, déjame dormir un ratito más —gimoteé.
Pasaron unos minutos y volvió a sonar.
Entonces recordé que era sábado y que hacía años que no iba al colegio. Aliviada por aquel descubrimiento, me hice una bolita y me acomodé entre las sábanas.
Zzzzzzzz… Zzzzzzzz… Zzzzzzzz…
¡Otra vez aquel desagradable zumbido! De muy mala leche, lancé por los aires la almohada y me incorporé en la cama. Agarré el móvil con fuerza para no estamparlo contra la pared y miré la pantalla. Número oculto. Como fuera una teleoperadora para hacerme una oferta para el plan ballena, delfín o chipirón en su tinta, le iba a gritar hasta que le sangraran los tímpanos.
—¡Dígame! —Mi voz sonó como la de Coto Matamoros. Secuelas de la juerga de la noche anterior.
—Marta, ¿eres tú?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Xavier.
—Hola y adiós.
—¡Marta, no cuelgues! —exclamó—. Al menos déjame que te explique. ¡Tengo derecho a una defensa justa!
—Y yo tengo derecho a barra libre de ibuprofeno por el peso de los cuernos, pero, por desgracia, no me lo receta el médico.
—Marta, no digas tonterías. Esas fotos se hicieron hace mucho tiempo, cuando tú y yo no estábamos juntos. Quien te las haya pasado solo quiere separarnos.
—Lo siento, no delato a mis fuentes —dije con ironía.
—¿Ha sido Erica? ¿Te las envió ella? Está dolida y celosa por lo nuestro y…
—¡Cállate! ¡Cállate! No quiero oír más mentiras. No fue ella quien hizo las fotos y son recientes. Así que, te lo pido por favor, ¡deja de inventar excusas!
—Entonces ¿quién? ¡Dime quién te las ha pasado!
Al notar su malestar, me sentí también culpable. «Aquí no había un solo traidor», me recordé. Debía ser sincera con él… Y, de paso, vengarme.
—Mira, Xavier, olvida las fotos. Nuestra relación estaba sentenciada a muerte desde hacía mucho tiempo. Yo…, yo… tampoco he sido honesta contigo.
—¿Qué quieres decir con que no has sido honesta?
—No pensaba contártelo, pero no es justo que tú cargues con todas las culpas. Yo…
—¿Tú qué?
—Yo también he mantenido relaciones con otro hombre, Xavier. —«Y soy tan mema que te lo digo, cosa que tú no has hecho conmigo».
La línea se quedó en silencio. A los pocos segundos, Xavi pareció reaccionar.
—Dime que fue un desliz de una noche y quizá podamos solucionarlo.
—Lo siento… Sucedió varias veces.
—¿Quién es él? ¿Es uno de la banda? ¿Alguien con quién trabajas? —Guardé silencio. Entonces se arriesgó a preguntar—: ¿Es él, Marta? ¿Estás enrollada con ese macarra de Nick Mendoza?
—Puede que sí o puede que no. —Lo reconozco: una parte de mí estaba gozando.
—¡Claro que es él! Juro que lo pensé en Ibiza. Estabas rara y esa forma en la que él te miraba… Pero me dije que tú jamás pondrías los ojos en alguien como él. Supuse que lo habría intentado contigo y que lo habrías rechazado. Pero al final eres igual que todas: ¡un tío famoso te dice cosas bonitas y tú te abres de piernas!
—¡No se te ocurra hablarme así! ¡No tienes derecho! —grité, indignada—. Recuerda que tú también me has engañado, y ¿sabes qué? Lo intenté. Traté de mantenerme alejada de él, pero tú me lo pusiste fácil. No venías a verme; si no te llamaba yo, no te dignabas enviarme ni un triste mensaje. Y gracias a él, ahora sé por qué no mostrabas ningún interés: porque mientras yo he estado fuera de Madrid, tú estabas muy entretenido poniéndome los cuernos con tus amiguitas.
—¿Cómo que gracias a él? —Dios, era una bocazas. Siempre me pasaba lo mismo: se me calentaba la lengua y al final terminaba metiendo la pata—. O sea, que fue él quien envió a alguien para que me espiase —insistió, y yo volví a callar—. No hace falta que me lo digas. Es un demente: lo lleva escrito en la cara.
—¿Y tú qué eres, Xavier?
—Yo no invado la intimidad de nadie para meterme bajo la falda de una mujer. No soy esa clase de gentuza. No lo necesito. Yo, si fuera tú, me preguntaría con qué tipo de perturbado estoy liada.
Podría haberle dicho que entre Nick y yo ya no había nada o… que también me había formulado esa pregunta y la respuesta me aterrorizaba. Pero no quería darle ese gustazo, ni que tuviera la mínima esperanza de que podría volver con él. Así que traté de tranquilizarme y terminar aquella conversación que no nos llevaría a ningún lado.
—No le des más vueltas, Xavi. —Mi voz sonó entonces más serena—. Tú y yo no nos hemos comportado de manera muy diferente. Lo mejor es que olvidemos todo y sigamos con nuestra vida.
—No me da la gana. No tengo intención de olvidar esto —afirmó con rotundidad.
—¿Por qué, Xavier? ¡Te juro que no te entiendo! ¿Por qué quisiste volver conmigo si siempre has llevado una doble vida? ¿Y por qué no me dejas vivir tranquila? —Estaba cansada, joder. Aquella llamada me estaba chupando la energía.
—Porque…, porque… —Le tembló la voz.
—¿Ves? ¡Otro igual! Ni tú sabes qué sientes por mí —murmuré decepcionada.
—Sí que lo sé. Tú y yo, Marta, formamos una buena pareja. Sabes escucharme, me entiendes, me quieres por lo que soy, me admiras… Y yo te quiero. Puedo darte la vida que tú necesitas. Sé que tú y yo seríamos felices.
—Tú me ofreces una vida de mentira. Gracias, pero no. Quédatela para ti. Y, por favor, no vuelvas a llamarme. ¡Hasta nunca!
Colgué antes de que pudiera argumentar algo más. Apagué el móvil y me hundí en la cama. Estaba temblando. Estaba furiosa. Herida. Me levanté de un salto y corrí hacia el armario. Me puse unos shorts de deporte, mi top y mis zapatillas. Necesitaba correr. Necesitaba alejarme de Xavier, de Nick, de aquella habitación, de mi vida… ¡Y de mí misma!
Una hora después regresé al hotel mucho más relajada y con la mente despejada. Después de ducharme, me vestí y llamé al teléfono de la habitación de Félix y mi hermana. Eran pasadas las diez y si no bajábamos pronto a desayunar, nos cerrarían el bufé. Por el tono de voz de Cristina (en su caso, más parecido al de Bruce Willis que al de Coto Matamoros), supuse que estaba profundamente dormida. Según me dijo, Félix y ella habían abandonado la fiesta privada de Tony «hacía un rato» y no tenían ninguna intención de sacar un pie de la cama. Después de ponerme muy pesada, logré convencerlos para que se levantaran y aprovecharan el día para ir a la playa, hacer compras… Yo no podría ir con ellos: tenía que organizar un par de entrevistas antes del concierto de esa tarde y, por eso mismo, me apetecía compartir aunque fuera un café con ellos esa mañana.
Después de veinte minutos esperando en el restaurante del hotel, aparecieron dos versiones low cost de Félix y Cris.
—¿Os pido un carajillo para entonar ese cuerpo? —bromeé nada más verlos.
Mi hermana hizo una mueca de asco y Félix se echó mano a su estómago.
—Madre mía, Marta, los rockeros son como esponjas. Beben como si no hubiera un mañana…
Que me lo dijeran a mí, que había atendido varias borracheras de Nick.
—Bueno, ¿y qué estuvisteis haciendo en la habitación? —pregunté con curiosidad.
—Beber, beber, beber… Y reír. La verdad es que son unos tíos muy normales.
—¿Tony, un chico normal? —Puse los ojos en blanco.
—Es un loco, pero muy divertido. Convenció a una de las chicas para que se quedara en bragas y sujetador, la tumbó en el suelo y le colocó una ristra de vasos de chupito hasta arriba de Jägermeister desde el cuello hasta la entrepierna. Se apostó beber uno a uno sin tocarla y sin derramar una gota de líquido. ¿Y sabes qué paso cuando llegó al chupito que tenía colocado encima de las braguitas?
—Prefiero no saberlo…
—Lo derramó adrede y comenzó a lamerla como un perrito. La tía salió corriendo despavorida por la habitación y Tony detrás de ella, gimiendo como un cachorro. —Cris y Félix rompieron a reír como si aquella escena fuera lo más gracioso que habían visto en su vida. Debían hacérselo mirar.
—Me alegro de que lo pasarais bien —comenté con poco entusiasmo.
—Y Nick me pareció encantador —apuntó mi hermana.
Oír aquello sí que era nuevo. Y marciano…
—¿Encantador? —Podía esperar una lista de adjetivos que podrían definir a Nick: sexi, guapo, imponente, divertido, salvaje, borde, chulo, pasota, malhablado, macarra, incluso pervertido; pero ¿encantador?
—Sí. Al principio estuvo un poco ausente, pero luego estuvimos hablando y me pareció majísimo.
—Ya… Encantador de serpientes.
—No disimules, Marta, que te conocemos y sabemos que mueres por saber de qué estuvieron hablando —intervino Félix mientras se metía en la boca un trozo de donut de chocolate.
—Me trae sin cuidado lo que hablarais, lo juro. —Crucé los dedos bajo la mesa.
—¿Estás cruzando los dedos? —dijo burlona mi hermana—. Lo sé porque siempre que lo haces pones cara de pava, monina.
—Bien, suéltalo. ¿De qué narices estuvisteis hablando? —Me rendí.
—Pues de ti, mujer. ¿De quién si no? Me preguntó cómo eras de pequeña, si nos llevábamos bien, si eras una tiquismiquis como ahora… Le enseñé fotos tuyas, de la comunión, de cuando ganaste el certamen de ballet…
—¿Que le enseñaste qué? —grité, espantada.
—Sí, y alucinó cuando te vio tan mona, con tus tirabuzones y con tu tutú…
—¡Oh, Dios mío! ¡Eres lo peor! —la reprendí. Si mi madre le hubiera enseñado las fotos podría perdonarla, pero… ¿Cristina? ¿Qué capítulo del reglamento de hermanas se saltó la muy mamona?
—No te agobies, Martuca, que no hizo comentarios sobre todos esos lazos de tu vestido de comunión ni de tu lorza. Es evidente que le gustas o está ciego.
Grrrr… La iba a matar.
Siguieron comentando anécdotas de la anterior noche y entonces no pude resistir más la tentación de preguntar por algo que me estaba carcomiendo desde que me fui a mi habitación:
—¿Le visteis con alguna de esas chicas?
No hizo falta que les especificara a quién me refería. Félix y mi hermana se quedaron en silencio y se miraron el uno al otro pensativos.
—Soy idiota. No sé ni por qué pregunto… —murmuré, más para mí que para ellos.
—No, Marta. Nick fue el primero que se marchó a su habitación. Y solo.
Después de desayunar, Cristina y yo estuvimos hablando un rato a solas en mi habitación. Mientras tanto, Félix se dirigió a la suya para arreglarse. Conociendo a mi amigo, no daría señales de vida antes de hora y media como mínimo. Y eso que estaba calvo y no tenía que pasarse las planchas.
Aproveché nuestro momento a solas para preguntar a Cristina por mi madre y su padre. Me extrañaba que no me hubiera sacado el tema todavía. Cuando me dijo que mi madre había dejado a Alfredo ya hacía más de una semana, me quedé completamente helada. Todavía no me había hecho a la idea. Era como si aquella historia les hubiera estado sucediendo a un par de extraños y no a mi propia familia. Jamás habría pensado que la perfecta doña Lucía fuera capaz de abandonar a su perfecto marido y su perfecta vida.
—¿Crees que hay terceras personas? —Era la única razón lógica que podría explicar aquella reacción de mi madre. Además, según las encuestas, dos de cada cuatro matrimonios se divorciaban por cuernos.
—Hasta donde yo sé, no ha habido infidelidad por parte de ninguno, pero tampoco me han dado muchos detalles.
Según me contó mi hermana, mis padres últimamente discutían mucho y un buen día nuestra madre hizo las maletas y se fue de casa. No dio señales de vida durante unos días, hasta que por fin se puso en contacto con mi padrastro. Entonces, sin decirle dónde estaba alojada, le explicó que necesitaba tiempo para estar sola, que no era feliz con su vida y que necesitaba reencontrarse consigo misma.
—¿Reencontrarse consigo misma? ¿Mamá? Pero si siempre ha sido la mujer más segura que he conocido. —Aquello no tenía pies ni cabeza—. ¿Y sabes dónde está? ¿Has hablado con ella?
—Me llama todos los días para decirme que se encuentra bien y para preguntar por ti, pero no quiere decirme dónde vive. Dice que necesita tiempo y que quiere estar sola. Luego se acongoja, se pone a llorar, se despide de mí y cuelga.
—Y papá ¿qué dice?
—Papá está desolado, pero cree que tarde o temprano volverá. Le echa la culpa a la mesopotamia de mamá.
—Menopausia, Cris.
—Lo que sea. El caso es que papá cree que tiene la típica crisis de la edad, pero yo no sé… Ella siempre ha sido un incordio, tú lo sabes, pero llegar a casa y no verla… se me hace raro. —Pestañeó para contener las lágrimas y luego añadió con semblante triste—: Marta, no quiero entrar en las estadísticas y convertirme en otro caso de hija de divorciados, como el resto de mis amigos.
Abracé a mi hermana. Y si hubiera podido también habría abrazado a mi madre. Por una vez sentí pena por la mujer que me dio la vida. Una vida muy difícil. No sé si mi empatía se debía a mi estado anímico de las últimas semanas, pero podía imaginarme el sufrimiento que debía de estar pasando. Mi madre había abandonado todo por lo que había luchado: una familia, un hogar, un buen estatus social… Conocía perfectamente ese sentimiento de no ser feliz con lo que eres; el mirarte al espejo y no reconocerte, no saber por dónde vas ni dónde ir, sin saber qué has hecho con tu vida… Se me congeló la sangre en las venas. Necesitaba hablar con mamá.
—Cris, déjame tu móvil.
—¿Qué vas a hacer?
—Hablar con ella.
Me pasó su teléfono y marqué el número de mi madre. No contestaba. Volví a insistir.
—¿Cristina? —Al oír su voz respiré aliviada.
—Soy Marta, mamá. —Se quedó callada.
—¿Le ha pasado algo a tu hermana? —preguntó después. Estaba asustada.
—Tranquila, mamá. Cristina se encuentra perfectamente. Está aquí a mi lado. Ha venido a verme a Barcelona y…
—Te lo ha contado.
—Sí, mamá. ¿Estás bien? —me apresuré a preguntar—. Si todo esto de irte de casa y la crisis es por mí, vuelvo a Madrid mañana mismo.
—Marta, esto no tiene que ver contigo, hija. Siento no haberte llamado en estas semanas, pero no tenía fuerzas para hablar contigo. Estoy… No me encuentro bien. Necesito tiempo para mí.
Al escucharle decir aquello se me pusieron los pelos de punta. Mi madre siempre había sido fuerte, y por su tono de voz parecía una niña… desvalida. Eso no era posible. Las madres no se derrumban. O, al menos, la mía no lo hacía.
—Mamá, ¿no estarás deprimida? —pregunté alarmada—. No hagas una tontería. Se pasará la tristeza, ya lo verás. Yo sé que no soy la hija que tú deseabas, pero voy a cambiar.
—Marta, te lo vuelvo a repetir: esto no va contigo, y cuando me encuentre mejor tenemos que hablar. Ahora necesito estar sola, pero no te preocupes: tú no has hecho nada malo nunca… —Dejó de hablar de repente y la escuché llorar. ¿Cómo podía decir que yo no había hecho nada malo si intenté destrozarle la vida?
—Mamá, háblame, ¿qué está pasando? —insistí. Tenía que saber qué le ocurría.
—Cariño, te repito que estoy bien. Solo tengo que aclarar mis ideas. Cuando hablemos, lo entenderás. Por ahora, quédate tranquila.
—Pues mándame un mensaje todos los días diciéndome que estás bien. Promételo.
—Te lo prometo, cariño. Cuidaos tú y tu hermana.
Y tras despedirse, colgó.
Miré atónita a mi hermana. Mi madre me había llamado «cariño». Y no una vez, sino dos. Ahora sí que estaba preocupada.
Tal y como me prometió, recibí un mensaje de mi madre cada mañana diciéndome que se encontraba bien y que me echaba de menos. Esas muestras de afecto no eran propias de ella. La doña Lucía que yo conocía me habría escrito para decirme que era una mala hija y me echaría en cara todos los disgustos que le había dado durante mis veinticinco años de vida: que fui un bebé que no paraba de llorar todas las noches, que le robé su barra de labios rojo Chanel y le decoré de amapolas el pasillo recién pintado; la vergüenza que pasó cuando me descubrió besuqueándome con el hijo de la vecina a la tierna edad de trece años; aquella noche que llegué bebida y vomité en su recién estrenada alfombra persa delante de los socios de mi padre… Me habría reprochado cada una de mis faltas de respeto, mis errores y mis defectos. Exceptuando el más grave de todos ellos: que durante dos años padecí anorexia y había tratado de poner fin a mi vida. Ese episodio jamás lo verbalizaría. Sentía tal repulsa que no era capaz de hablar de ello ni con su propia hija.
Esa noche Félix, Cristina y yo fuimos testigos de cómo los Demonic Souls se metieron en el bolsillo al público barcelonés. Estuvieron fantásticos. Perfectos. Sonaron mejor que nunca y toda la audiencia se contagió de la energía y el buen rollo que Nick derrochó sobre el escenario. La sensualidad con la que pasaba sus manos por su cuerpo mientras cantaba, su voz ronca y cálida, sus suspiros, sus gemidos, su mirada… Todo en él contribuyó a una especie de calentamiento global en el estadio. Hasta yo misma, que estaba acostumbrada a verlo actuar, sentí que mi temperatura corporal se disparaba cada vez que movía la cadera de esa forma tan sexi y casual. Y cuando se quitó la camiseta y se quedó con el torso descubierto, mostrando los músculos en V de su abdomen, perfectamente definidos, brillantes por el sudor… escuché una alarma procedente de mi ropa interior: «Danger, danger… Bragas ON FIRE».
(Qué penita me di a mí misma).
El grupo, como era de esperar, también terminó su directo encantado por la acogida que le había dispensado el público catalán. Se dirigieron al backstage con el clásico subidón de adrenalina y con unas ganas irrefrenables de celebrarlo. Me vi arrastrada por su emoción, o por mi hermana y Félix, o por mi furor uterino (¡a saber!), y al final accedí a salir esa noche con la banda. Después de mucho discutir, nos dirigimos todos hacia un club de rock muy popular desde los años setenta. Una vez allí, los chicos se sentaron en una zona reservada, pidieron sus bebidas y en menos de un minuto estuvieron rodeados por un tropel de chicas.
Algo agobiada por la muchedumbre que nos cercaba, me levanté de mi sillón y me dirigí a la pista de baile. En cuanto Félix y Cristina vieron mis intenciones, se unieron a mí y estuvimos bailando. O intentándolo, porque moverse entre aquella multitud sudorosa era prácticamente imposible. Después de un rato, el calor resultaba tan sofocante que les hice un gesto a Félix y a mi hermana para indicarles que me dirigía a la barra. Mientras esperaba a que me atendieran, miré hacia donde se encontraba Nick. Estaba sentado con los ojos clavados en mí mientras dos chicas parloteaban a su lado. De vez en cuando les decía algo al oído, pero volvía a dirigir su mirada hacia donde yo estaba. Ignorándolo, recogí mi copa y me dirigí hacia un extremo de la pista menos concurrido. Con aquel gentío era imposible llegar de nuevo hasta donde estaban mi hermana y mi amigo, así que decidí esperarlos allí. El calor en aquel local seguía siendo insoportable. Apoyé la copa en una mesa cercana y me levanté el cabello para abanicarme el cuello con la mano. Al instante sentí que alguien se pegaba a mí y soplaba mi nuca con la intención de refrescarme. Me volví para ver quién era y un chico con cara simpática me sonrió.
—Perdona si te he molestado. Pero no me he podido resistir. Lo siento, de verdad.
Odiaba que un extraño me echara sus miasmas, pero fue tan educado que no me atreví a mandarlo a paseo.
—No te preocupes. No pasa nada.
—Me llamo Álex, ¿y tú?
—Marta. —Me dio dos besos y seguí bailando como si nada.
—¿Vienes mucho por aquí? —Qué horror, aquel pobre iba a seguir el protocolo de ligar al pie de la letra.
—Es la primera vez —respondí con sequedad.
—Yo también.
Asentí con la cabeza y seguí bailando.
—¿Y te gusta? No parece ser tu rollo…
—No está mal. —«Buf, qué pesado…».
De repente, unos brazos me rodearon desde atrás. Di un brinco y me giré dispuesta a abofetear al que se hubiera atrevido a tomarse esas confianzas.
Nick me miraba con cara divertida. Luego me guiñó un ojo y se dirigió al chico que estaba tratando de ligar conmigo.
—Ey, colega, gracias por cuidar de mi chica mientras estaba en la barra, pero ya no hace falta.
Aunque el mensaje sonaba inofensivo, puedo asegurar que el tono en el que lo dijo era para hacerse pis encima. Y por si no le había quedado claro al tal Álex, le dio dos palmaditas en la espalda que le desplazaron un palmo de donde estaba plantado. Al menos, el chico era inteligente y se alejó de nosotros sin decir ni una palabra.
—Ese pobre chico estaba siendo amable, Nick —aclaré, y fruncí el ceño para que supiera que su actitud no me había gustado.
—Era un baboso y tú parecías incómoda.
—Da igual, Mendoza. Déjalo. —Hice un gesto con mi mano de «no tiene importancia»—. Ya lo has espantado. Ahora puedes volver a tu sitio y seguir charlando con tus amiguitas.
—¿Con esas cotorras? Ni de coña. —Lo miré de reojo y, disimuladamente, sonreí—. No disimules, te estás riendo —me dijo al oído.
—No.
—Sí.
Ya me conocía ese juego del sí y él no y podíamos estar en esa línea toda la noche.
—Lo reconozco, me has hecho gracia. Ahora dime qué quieres.
—Básicamente, salir contigo al hombro, llevarte al hotel, arrancarte ese vestidito tan mono, meterte en mi cama y no dejarte salir en una semana. —Arqueó sus cejas hacia mí como si esperara mi respuesta. Al ver que me había quedado sin palabras, añadió—: Pero por ahora me conformo con que bailemos.
Sin esperármelo, me agarró de la cintura y me pegó a él. Traté de resistirme, pero en cuanto sentí el calor que desprendía su cuerpo se me derritieron las bragas y, posiblemente, el noventa y nueve por ciento de mis neuronas. Resignada, rodeé con mis brazos su cuello y apoyé mi cara en su pecho. Jo, qué bien olía (cuando no vomitaba).
Él comenzó a balancear sus caderas en un vaivén cadencioso y una especie de descarga eléctrica se disparó en mi vientre y recorrió de arriba abajo mi médula espinal. Y de abajo arriba. Y de arriba abajo otra vez. Estaba perdida…
—Nick, ¿qué voy a hacer contigo? —Suspiré. La pregunta iba más dirigida a mí que a él. Llevaba días furiosa con ese hombre y solo había que verme en ese momento: parecía una gatita ronroneando por ser acariciada.
Él no hizo ningún comentario. Seguimos abrazados, fundiéndonos el uno en el otro, incapaces de seguir el ritmo de la canción rockera que estaba sonando. Me empapé de su aroma, me perdí en los latidos de su corazón, en el bulto de sus vaqueros y, con los ojos nublados de deseo, levanté mi rostro hacia Nick. Él me apartó el pelo con suavidad, acercó su boca lentamente a mi cuello y mordisqueó el lóbulo de mi oreja. Se me erizó el vello de la nuca y, sin querer, ronroneé de placer. Nick siguió torturándome con sus labios; ahora repasaba con ellos mi mejilla, mi mandíbula, mientras con sus manos acariciaba mi trasero. Sentí que mi cuerpo se volvía mantequilla y que el calor de aquel club se estaba haciendo cada vez más insoportable.
—Sé que me voy a arrepentir por lo que voy a decir —gimoteé entre suspiros y jadeos.
—Mmmm… —Nick emitió un ruidito de placer mientras me lamía la clavícula.
—Diooosss, no hagas eso… —jadeé. Su mano se coló por debajo de mi vestido y noté sus dedos caminar por el borde de mis bragas. Lancé un suspiro de resignación y me lancé a decir lo que llevaba deseando desde hacía más de una semana—: Nick, vamos al hotel… Pero date prisa, no sea que me arrepienta.
Fue dicho y hecho. Nick me rodeó con un brazo y me condujo hacia la puerta de salida del club. En cuanto vio a Héctor, le hizo un gesto con la mano y este salió disparado a por su todoterreno. No sé si fueron imaginaciones mías o me pareció ver sonreír al guardaespaldas cuando nos vio juntos. No. Imposible. Los robots solo estaban programados para recibir órdenes. No expresaban emociones.
Al minuto, el Land Rover estaba en la puerta listo para llevarnos donde fuera y al minuto y medio me encontraba sentada a horcajadas sobre Nick en el asiento trasero. Nos besábamos con tantas ganas y celeridad que no tuve tiempo de pensar en las consecuencias de lo que estaba a punto de ocurrir. Cuando llegamos al hotel salimos corriendo de la mano, directos al ascensor. Mientras lo esperábamos, seguimos devorándonos con tanto frenesí que no nos dimos cuenta de que las puertas del ascensor llevaban un rato abiertas. Entramos a trompicones y una vez que se cerraron y apreté el botón de nuestra planta, Nick se arrodilló para quitarme los zapatos. Me guiñó un ojo con complicidad y rompí a reír cuando me cargó sobre su hombro. Esa parte salvaje de Nick era mi favorita. Él era espontáneo; hacía lo que quería y como quería; no seguía normas ni reglas; tenía una lengua sucia; y le importaba un comino si la gente le miraba por sus pintas o porque caminaba por un hotel de lujo con una chica en brazos descalza y con el vestido levantado hasta la cintura. Nick vivía el aquí y ahora.
—Dios del rock, espera. Tenemos que hablar —pude decir tendida en la cama justo antes de que se lanzara sobre mí.
—¿Lo que sea no puede esperar hasta dentro de una hora como mínimo? —me preguntó después de quitarse la camiseta y comenzar a desabrocharse los vaqueros a toda prisa.
—En serio, Nick, es importante. Tengo que preguntarte algo.
—Mírame, Marta. —Me señaló el bulto en sus vaqueros—. Ahora mismo dudo de que tenga suficiente sangre en el cerebro como para poder conversar.
—Mendoza, hablo en serio, y ¡leñe, deja de arrancarme las bragas! —Le di un manotazo en los dedos, que ya se estaban colando en mí.
Emitió un sonido de frustración y se dejó caer como un peso muerto sobre el colchón.
—Llevo más de una semana sufriendo erecciones simultáneas cada vez que te veo y ¿justo ahora tienes ganas de parlotear? ¿Quieres también un té y unas pastas? —Cuando le oí decir aquello, me eché a reír y acaricié su pelo consolándolo—. Tú sigue tocándome así y acabaré lanzándome sobre ti en menos de un segundo.
Retiré mi mano y esperé un momento hasta que se tranquilizó.
—Necesito aclarar algunos términos sobre nosotros —le expliqué cuando parecía más calmado. — Levantó una ceja hacia mí como si no pudiera entender lo que le estaba pidiendo. —¿Qué somos? —pregunté sin irme por las ramas.
—¿A qué te refieres?
—A nosotros. Si me acuesto contigo esta noche, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Qué vamos a ser mañana?
—¿Dos personas satisfechas sexualmente?
—Nick, no te lo tomes a risa. ¿Lo nuestro es solo una aventura o estás dispuesto a que intentemos algo más… serio?
Con gesto incómodo, se sentó en el centro de la cama frente a mí. Antes de responderme, se retiró esos mechones rebeldes que siempre le caían sobre los ojos y respiró profundamente.
—No puedo asegurarte si esto será para siempre o si se acabará mañana, el mes que viene o dentro de diez años. Tampoco sé cómo etiquetarlo. Solo puedo decirte lo que siento ahora mismo y… espero que eso sea suficiente para ti.
—¿Y qué sientes? —me tembló la voz.
Nick carraspeó antes de hablar. Era evidente que le había puesto en un aprieto.
—No sé lo que siento —admitió. Fui a decirle que se fuera al cuerno pero me frenó a tiempo—. Escúchame. No me he explicado bien. Siento algo intenso por ti, pero no sé cómo definirlo. Para mí eres como una obsesión; y va más allá de que pueda componer desde que te conocí. Para ser sincero, desde que te conocí no sería justo decir que compongo. Porque realmente mi música eres tú y yo solo soy el mero instrumento para poder oírte, para plasmarlo en un pentagrama… Eso significa que dependo de ti como jamás he dependido de nadie, y lo odio. Pero al mismo tiempo me hace feliz, me siento completo. —Tragó saliva, incómodo, y me miró a los ojos—. Ahora deberías comprender por qué no te mostré esas fotos cuando las recibí. —Negué con la cabeza. Estaba demasiado alucinada para comprender. Entonces él me lo explicó—: Ponte en mi lugar, nena. Eso suponía darte demasiado poder sobre mí. Descubrirías mi debilidad, que estoy loco por ti… Que soy tu instrumento.
Miró hacia el techo como si no diera crédito a todo lo que había soltado por su boca y se pasó los dedos por el pelo visiblemente nervioso. Le sonreí con ternura y mis ojos se inundaron de lágrimas. Él a su manera estaba enamorado de mí. Que no le pusiera una etiqueta era lo de menos, pero me quería y eso para mí era suficiente.
Mil emociones se arremolinaron en mi estómago. Me llevé la mano al corazón: latía con tanta fuerza y velocidad que asustaba.
—¿Satisfecha con mi respuesta? —preguntó, preocupado. No me había dado cuenta de que todavía no había sido capaz de decirle nada.
—Más que satisfecha… Es lo más bonito que me han dicho en la vida. —Juro que me faltaba el aliento.
Así que no desperdicié más el tiempo en palabras y me lancé a sus brazos. Mi Dios del rock me agarró de los hombros con suavidad y, sin dejar de devorarme con sus labios, me tumbó en la cama. Siguió torturándome con ellos, jugamos con nuestras lenguas y acarició con la suya mi paladar. Fue exactamente el mismo movimiento magistral que hizo la noche en la que nos enrollamos en la cocina de Charlie. Lo estreché entre mis brazos.
—Solo una cosa más, Nick.
—Me vas a matar… Pero suelta por esa boquita. —Sonrió y aprovechó mi interrupción para tirar de mi vestido hacia arriba.
—Esta noche no quiero cosas nuevas ni raras: quiero que me hagas el amor como la primera vez que nos conocimos.
—Nena, yo siempre te he hecho el amor.
Y mientras me besaba con dulzura y dedicación, fue quitándome la ropa poco a poco. Besó cada milímetro de mi piel, exploró cada rincón y, cuando se aseguró de tenerme preparada, se ajustó entre mis piernas y entró en mí con calma, sin su habitual vehemencia. La magnitud de sensaciones era maravillosa: el ritmo lento y seductor, mi cuerpo fundiéndose con el suyo, sus dedos entrelazados con los míos, nuestras miradas conectadas… Aquella noche fue sexo, conexión y sentimientos. Esa noche con Nick, el mundo no era un borrón, no se ocultaba bajo su efecto-nebulosa. Esa noche el mundo no existía. Éramos solo él y yo.
—¿Qué narices haces a las nueve de la mañana? —preguntó Nick sorprendido mientras se desperezaba.
—Haciendo mis ejercicios de estiramiento. Por tu culpa, tengo los músculos hechos puré —bromeé.
Soltó una ruidosa carcajada. A él le haría gracia verme allí tirada en la alfombra de la habitación del hotel en bragas y sujetador, pero después de media vida dedicada al ballet mis articulaciones se resentían.
—¡Uau! ¡Ten cuidado, que te vas a romper! —gritó cuando vio que me abría de piernas por completo.
—Nick, fui bailarina. Tengo mucha elasticidad y si no practico, la perderé. —Me abrí de piernas para asustarle—. Además, si no durmieras como un lirón, sabrías que estiro a diario.
—Para la próxima, despiértame y estiras conmigo. —Rompió a reír. Luego levantó sus caderas y añadió—: Justo eso mismo podrías hacerlo más cómoda aquí encima.
—Virgen santa, eres un pervertido. —Me eché a reír al ver cómo subía y bajaba el trasero.
Como no hacía caso a sus insinuaciones y continué con mi rutina de ejercicios, Nick empezó a hacerme fotos con su móvil. Lo amenacé de muerte si se las mostraba a alguien, especialmente a su amigo Tony. Lo último que me apetecía era que el bajista me viera haciendo la rana y en ropa interior. Tendría que aguantar sus comentarios obscenos durante días. Por no decir que aquella posturita no era precisamente muy elegante.
Después del ejercicio, me di una ducha. Nick estaba sentado en la cama con su guitarra ensayando el tema que grabarían esa semana. En cuanto asomé por la puerta envuelta en mi albornoz, dejó de cantar. Estaba quitando la humedad a mi indomable cabellera con la toalla cuando le escuché decir:
—Nunca te lo he preguntado: ¿por qué dejaste el ballet?
Al oír su pregunta, me detuve en seco. Había llegado el momento que tanto había postergado. Sabía que, sintiendo lo que sentíamos el uno por el otro, no deberíamos guardarnos secretos y que, por mi parte, tendría que hablarle de mi pasado. Con Xavier intenté muchas veces dar ese paso y abrirle mi corazón, pero nunca fui lo suficientemente valiente para mostrarle quién era la verdadera Marta: una chica débil, cargada de inseguridades y que había sufrido una gran depresión. Lo habría decepcionado, de eso estaba segura. Pero a Nick no quería mentirle. Él me había hablado de los problemas de adicciones de su madre y, de alguna manera, me sentía en la obligación de contarle el episodio más vergonzoso de mi vida. Entonces caí en la cuenta de algo: ¿cómo una persona que se ha criado con una heroinómana prostituta podría entender que yo, teniéndolo todo (una familia, dinero y comodidades), había tratado de quitarme la vida?
—Nick, es una historia muy larga y sin importancia.
—Mientes —lo dijo con tal certeza que me pregunté si ya sabía lo que me había sucedido—. Lo sé porque te estás tocando tus pulseras —aclaró.
Miré atónita hacia mi mano izquierda. Esta, como siempre, giraba y contaba las cintas de cuero que llevaba anudadas sobre la muñeca derecha.
—No quiero asustarte, Nick, y créeme que es una historia espeluznante.
—Ángel, ven aquí y escúchame. —Tiró de mi albornoz para que me sentara en la cama frente a él—. Dudo mucho que algo de lo que me cuentes pueda provocarme más pesadillas de las que he vivido en mi vida. No olvides que me crié en el peor barrio de Nueva York junto a una drogadicta que subía a hombres a casa todas las noches y a la que más de una vez encontré tirada en el baño, con una jeringuilla colgando del brazo o durmiendo en su propio vómito. No, no creo que vaya a salir corriendo por lo que me puedas contar de ti.
Me cubrí la cara con las manos y llené de aire los pulmones. Tenía que ser valiente. Echarle agallas. «Qué sentido tiene amar a alguien si no eres capaz de contarle tu mayor secreto…», escuché decir a la voz de mi conciencia.
—Dejé el ballet porque estaba enferma.
—¿Qué enfermedad tenías?
Dudé unos segundos si responder o no a la pregunta pero al final las palabras escaparon de mi boca por sí solas.
—Anorexia. Era anoréxica. La mayor parte del tiempo apenas me alimentaba, aunque a veces los ataques de ansiedad eran tan brutales que me atiborraba de comida y luego me provocaba el vómito. Se llama trastorno de anorexia con episodios bulímicos.
Nick guardó silencio unos segundos. Sus ojos se movían de un lado a otro por encima de mi cara y se mordía nervioso el labio inferior. Después de unos segundos, se atrevió a preguntar:
—¿Debido al ballet?
—No exactamente. La danza no fue la causa, pero sí el desencadenante. Según mi madre, siempre fui una niña con desórdenes alimentarios; de bebé me negaba a comer y de niña, todo lo contrario: podía comerme un paquete de galletas y quejarme de que me había quedado con hambre. A partir de los ocho años comencé a engordar y engordar, y ya te puedes imaginar: a esa edad los niños se burlaban de mí y volvía del colegio llorando. Mi madre ya me había obligado más de una vez a ponerme a dieta, pero tan joven no era aconsejable. Así que me apuntó a ballet para que hiciera ejercicio y perdiera algo de peso. Cuando entré en la primera escuela de danza clásica y vi a las chicas mayores en sus maillots, tan delgadas y esbeltas, algo hizo clic en mi cabeza y me obsesioné por ser como ellas. Trabajé duro y, por supuesto, aprendí a controlar mi apetito… o más bien aprendí a soportar el hambre. En poco más de un año, yo era una niña diferente. Era delgada, ágil, extremadamente perfeccionista y con un talento excepcional para la edad que tenía. En ese aspecto, tengo que darle las gracias al ballet: me enseñó que, con esfuerzo y constancia, una puede ser lo que se proponga en la vida. El problema es que no supe parar a tiempo. Yo quería ser la mejor y mi obsesión con el peso se me fue de las manos.
—¿Y tu madre no se dio cuenta? —preguntó extrañado.
—No. Ten en cuenta que al final me convertí en una experta en calorías: sabía cuántas debía ingerir al día para no adelgazar demasiado, fingía comer en público, aprendí trucos para esconder la comida en servilletas, bolsas de plástico que guardaba en los bolsillos de mi abrigo… Todas esas estrategias me sirvieron hasta que comencé a provocarme el vómito. Al principio me costaba muchísimo vomitar por mí misma, pero con el tiempo fue cada vez más sencillo. También lo fue soportar las comidas de familia o las cenas con los socios de mis padres porque sabía que en cuanto todos se marcharan, me escondería en el baño, abriría el grifo y expulsaría hasta la última gota que tuviera en el estómago.
—No puedo entender cómo nadie sospechó de ti… ¿No se supone que tu madre te atendió y cuidó de ti? ¿Es que no le importabas? —Parecía enfurecido con mi madre y no, no era justo. Ella no era la culpable.
—A veces uno se vuelve ciego cuando no quiere ver y posiblemente eso le sucedió a ella. De todos modos me descubrí yo solita, aunque mi profesor de danza fue el primero en sospechar que algo no iba bien. Supongo que empeoré cuando el director de la escuela se reunió con mi madre con el fin de pedirle autorización para prepararme para las pruebas de acceso al conservatorio de danza. Ella se negó rotundamente. Mi madre había accedido a que siguiera tomando clases por miedo a que volviera a ser una niña gorda, pero en ningún momento se había planteado que me dedicara profesionalmente al ballet clásico. Para ella, la danza no era un futuro ni una profesión seria. Tuvimos una fuerte discusión y, al fin, conseguí convencerla para seguir, siempre y cuando mis calificaciones escolares no bajaran. Así que tuve que trabajar mucho más duro. Mi vida era estudiar y ensayar; ensayar y estudiar. Salía del instituto y me iba a practicar durante como mínimo seis horas, y cuando volvía de la escuela de danza, me encerraba a estudiar hasta altas horas de la madrugada. Mis notas eran excelentes; mi técnica, cada vez mejor. Pero siempre sentía que no era suficiente… Mi cuerpo comenzó a resentirse; las vitaminas ya no hacían su efecto; siempre estaba cansada, de mal humor, no tenía el periodo… Entonces mi profesor de Clásico se reunió con mi madre. Se había dado cuenta de que mi rendimiento había empeorado considerablemente y que tenía problemas de concentración. Ella puso el grito en el cielo y me obligó a dejarlo por un tiempo, pero no podía tomarme un descanso: si lo hacía perdería todo lo que había logrado. Así que seguí ensayando y ensayando hasta que caí por el precipicio… Nick… —Con sus pulgares me limpió las lágrimas de los ojos. No me había dado cuenta de que estaba llorando. Me sorbí la nariz y continué—: Era el ensayo final de Giselle, un ballet precioso del siglo XIX. Mi favorito. Esa tarde me sentía más agotada que nunca, con los nervios a flor de piel, y estaba aterrorizada por si fracasaba delante de toda la audiencia, y especialmente delante de ella: de mi madre. Quería que se sintiera orgullosa, pero en el fondo sentía que no me encontraba bien. Al final del primer acto, de repente, el escenario comenzó a moverse. Noté que el corazón se me aceleraba, que el aire no me llegaba a los pulmones, y un fuerte dolor punzante me atravesó la cabeza. Lo siguiente que supe es que estaba en el hospital. Me había desmayado en medio del ensayo y, debido a la caída, me había lesionado el menisco de la rodilla derecha. No podría actuar. Tendría que guardar reposo durante meses y hacer rehabilitación, sin contar con la posibilidad de tener que operarme. Pero lo peor no fue eso: cuando los médicos estudiaron mis analíticas, descubrieron que algo no iba bien. Comenzaron a hacerme pruebas y no les costó mucho descubrir qué me sucedía. Hablaron con mis padres y decidieron dejarme ingresada hasta restablecer mis niveles metabólicos y tener controlada mi anemia. Nunca olvidaré la cara de horror con la que me miró mi madre tras reunirse con el médico. Yo esperaba que me gritara, que me preguntara por qué razón había dejado de comer hasta rozar la muerte; pero no se atrevió, Nick. Estaba avergonzada de mí. Yo era una humillación para ella. Así le pagaba todo el esfuerzo y el sufrimiento que tuvo que pasar por sacarme adelante cuando la abandonó mi padre con tan solo dieciocho años. Ella, que es la mujer más fuerte que jamás he conocido, había parido y criado a una niña débil, loca y desagradecida. Entonces lo hice. Decidí terminar con todo.
Nick frunció el ceño y dirigió su vista hacia lo que yo estaba haciendo. Con dedos temblorosos comencé a desabrochar una a una las cinco pulseras que rodeaban mi mano derecha. Ya no había vuelta atrás. Por mucho que odiara hablar de ello, tenía que llegar hasta el final de mi historia. No servía de nada confesar mis problemas alimentarios cuando en el fondo ese era el menor de los problemas que había tenido.
Jamás olvidaré la expresión de dolor de sus ojos cuando descubrió la cicatriz de cinco centímetros que atravesaba mi muñeca. Cerró su puño en torno a ella, como si fuera incapaz de verla. «Nick, yo también la odio; por eso la escondo», pensé en decirle. Luego sentí que tiraba de mí y me rodeaba con sus fuertes y cálidos brazos. Comencé a llorar con la misma intensidad que el día en el que desperté en el hospital con la muñeca vendada y atada a la camilla. Mi madre dormía abrazada a mí, con los ojos hinchados y la tez pálida.
—Nick, juro que estoy curada. Hice terapia y ahora sé que quiero vivir muchos años, tener hijos, verlos crecer… Jamás lo volvería a hacer —me apresuré a decir. Necesitaba dejarle claro que no estaba loca, porque ¿qué hombre querría estar con una suicida?
—Lo sé, Marta. No te preocupes. —Cubrió de besos mi cicatriz—. Ahora me tienes a mí, así que no tienes que preocuparte. Yo nunca te dejaría caer por el precipicio otra vez.
Suspiré aliviada, aunque en el fondo lo que me preocupaba era que fuera él quien me empujara.