7

BAJO LAS SÁBANAS

Se le cortó la respiración cuando miró a Marta yaciendo con el cabello desordenado sobre la cama. No era exótica ni de rasgos exuberantes como las mujeres que solían atraerlo, pero la belleza de ese rostro le tenía hechizado.

«¿Cómo me pude comportar como un imbécil la primera vez que la vi?», se preguntó Nick.

Marta era bonita. No, se corrigió: era preciosa. Realmente preciosa. Allí, tumbada, le recordó más que nunca a las muñecas manga que dibujaba de niño. Su largo cabello rubio ondulado se extendía a lo largo de su cabeza como si estuviera llena de corriente eléctrica. Cuando le dijo, mientras bailaban, que parecía un ángel, no mentía. Aquel rostro en forma de corazón, esos ojos grandes y grisáceos, las pequitas que bañaban su nariz respingona… Esa pequeñaja le estaba volviendo medio majareta. Y su cuerpo… Su cuerpo era perfecto y armónico, exactamente igual que la melodía de una canción cuando está completamente terminada. Un poco delgada para su gusto, pero tenía curvas, aunque, como todo en ella, eran sutiles, delicadas y elegantes. Marta se incorporó de la cama apoyándose en los codos. Parecía desorientada o mareada, probablemente debido al alcohol. Solo habían tomado varias cervezas y un gin-tonic, pero, claro, él estaba más que acostumbrado; y Mary Poppins no tenía pinta de correrse muchas juergas. ¡Por Dios, si hasta se había asustado al entrar en la fiesta y ver a aquella panda de pirados! O el pobre angelito no había vivido mucho o interpretaba el papel de niña buena a la perfección. Ojo, que no sería la primera vez que una mujer fingía no haber roto un plato en su vida y luego Nick descubría que Courtney Love era una santa a su lado.

Se acordó de la última asistente que tuvieron los Demonic Souls. Parecía una mosquita muerta y una noche, antes de un concierto, se lo montó con él y el resto del grupo para relajarlos antes de subir al escenario. Pero Nick sospechaba que la chica que yacía frente a él no tenía nada que ver con su exasistente. Diría que Marta estaba algo chapada a la antigua. Él conocía a las mujeres. Había estado con cientos y sabía que, por mucho que la hubiera puesto caliente en la cocina, sin la ayuda de la ginebra la rubia no le habría permitido ponerle un dedo encima.

Los ojos grises de Marta brillaron al contemplar a Nick dar un paso hacia la cama. Cuando este le devolvió la mirada, ella sonrió con las mejillas sonrojadas. Él, tratando de ignorar lo mucho que aquel gesto le había excitado, se mordió los labios y comenzó a dudar de cuál debía ser su próximo movimiento. Si fuera un tipo legal no habría llevado a una chica como ella, medio borracha, al dormitorio de su colega. La habría acompañado en un taxi a su casa hasta comprobar que abría la puerta del portal sana y salva.

Así habría actuado un hombre decente.

Pero Nick estaba echado a perder. Podrido. Además, desde que bailó con ella, tenía toda la sangre del cuerpo concentrada en una sola zona. Y ella llevaba toda la tarde flirteando con él, por mucho que quisiera disimularlo.

Dando de lado a su conciencia, Nick se quitó la camiseta de un tirón. Luego se deshizo de las botas pisándose el talón y después de los calcetines. Cuando volvió a mirarla, Marta se había alejado hacia el centro de la cama y le observaba los tatuajes, que cubrían por completo su torso, absolutamente alucinada.

O asustada.

—Si no quieres que sigamos adelante, dilo ya. —Ahora el que estaba alucinando era Nick. ¿Él había dicho eso?

—¿Por qué te lo piensas ahora? —preguntó ella mirándole con desconfianza.

—No sé, parece que te asusto —respondió con chulería.

—A lo mejor eres tú el que se asusta de mí.

Nick la miró desconcertado y se echó a reír. Sin más, la cogió por los tobillos y la deslizó de nuevo hacia el borde de la cama. Le quitó las botas de dos tirones y las lanzó por detrás de su espalda.

—Vamos a ver cuánto miedo me das. —Y nada más decirlo, se arrodilló, colocó las piernas de Marta sobre sus hombros y comenzó a pasar sus labios por ellas. Recorrió con sus manos los suaves muslos hasta llegar al elástico de sus bragas.

—No, espera… —Marta le sujetó por las muñecas. Como Nick no quiso oírla, le clavó con fuerza el talón en el pectoral.

—Auch, ¿quieres romperme una costilla? —le preguntó con guasa.

—No, pero… —Ella señaló la lamparita.

—¿Tan feo soy que no quieres verme?

—No es por ti. Es que yo… me sentiría más cómoda si… apagaras la luz.

El cantante no se lo podía creer.

—Si yo tuviera tu cara y tu cuerpo estaría todo el día desnudo frente al espejo tocándome —le soltó él de repente.

Marta se sonrojó de pies a cabeza y luego rompió a reír. Era una risa un tanto histérica, probablemente de borracha, pero sin duda la hizo olvidar su incomodidad.

Nick, animado por su cambio de humor, introdujo de nuevo las manos bajo su falda para quitarle las dichosas bragas, pero Marta volvió a retroceder.

—Como tú dirías, ni para mí ni para ti. —Cogió la camiseta que había tirado al suelo y la lanzó por los aires para cubrir la poca luz que emanaba de la lamparita de noche.

Una vez que la habitación se quedó en penumbra, se subió en la cama con decisión. Se colocó de rodillas frente a Marta y, acercándose a ella, le dijo con voz melosa:

—Marta, créeme, eres preciosa. —Y a un palmo de su boca le susurró—: Superas la media.

Ella sonrió y elevó su cabeza hasta besarle en los labios. Mientras seguían besándose, Nick comenzó a desabrocharle la falda y los botones de su camisa blanca. Sintió que los dedos de Marta jugaban con los rizos de su nuca y cómo poco a poco se atrevían a explorar el resto de su cuerpo.

Excitado hasta decir basta, apartó la ropa de ella y la recostó en el centro de la cama. Se colocó de rodillas entre sus piernas y con sus manos recorrió el suave abdomen hasta posarlas sobre su sujetador blanco. Al propio Nick le resultó extraño contemplar sus manos grandes y tatuadas sobre aquella pieza de satén tan elegante. Después de acariciarla, la liberó de la prenda y poco a poco fue retirándole las bragas. La contempló unos segundos desnuda y, con una sonrisa de medio lado, fijó la vista en sus ojos.

—Joder, tú no eres preciosa. Tú lo que eres es perfecta.

Sin dejarla tiempo para reaccionar, apartó sus rodillas y colocó los labios en el centro de ella. Notó cómo su cuerpo se tensaba para luego relajarse tras emitir un sonoro grito de placer:

—¡Ooooooh, Dios mío!

—Sí, ese soy yo —bromeó, el muy arrogante—. Ahora déjate llevar, cariño.

¿Cariño? ¿Desde cuándo él llamaba a sus ligues «cariño»?

—Mmmm, ¡madre mía! —La oyó chillar otra vez.

—Vas a asustar a los invitados de la fiesta, nena. —Nick se rio y a continuación introdujo un dedo en su vagina. A los pocos segundos, decidió introducir otro mientras la seguía torturando con su lengua.

Ella empezó a gemir desesperada y Nick se puso a mil. Tocarla, se dijo, era tan estimulante como tocar el «Light my fire» de los Doors con su guitarra. Aceleró el ritmo hasta que sintió cómo Marta se deshacía en un orgasmo.

Ella cayó sobre la almohada extasiada. Su pecho subía y descendía a un ritmo frenético y sus ojos, para deleite de Nick, seguían cargados de deseo. Tanto que se sentó en la cama, todavía con las piernas extendidas a ambos lados de él, y lo agarró del cuello para besarlo con avaricia. Nick ya no pudo contenerse más, sacó un preservativo de su cartera y se quitó el pantalón y el bóxer a toda prisa.

—¿Quieres ponérmelo tú?

Marta le miró aterrada.

No era el momento de debatir, así que se lo puso él. Nick siguió besándola y pegó sus caderas a las de ella en un sinuoso y constante movimiento hasta conseguir tentarla con el roce de su miembro. Ella, sin poder resistirse mucho más, levantó una pierna apoyándola sobre la cadera de Nick, invitándole a entrar. Sin darse cuenta de lo que hacía, él se dejó caer en el colchón y la arrastró sobre su cuerpo. Por una vez en su vida no quería ser él quien llevara la voz cantante. ¡Qué irónico!, bromeó Nick para sí. Sin detenerse en aquellos pensamientos, la sujetó con delicadeza por las caderas y suavemente se introdujo en ella.

—No te muevas, no te muevas —dijo conteniendo la respiración.

En el estado de excitación en el que se encontraba Nick, aquello iba a ser muy complicado. A no ser que… pensara en otra cosa. Echó mano de su memoria y trató de recordar una antigua canción de los Pear Jam, «Alive»:

«Son, she said, have I little story for you. What you thought was your daddy…».

En ese instante, Marta respiró profundamente y ajustó sus caderas sobre él. Como un reproductor de CD, la mente de Nick saltó a una nueva pista, pero esta vez pertenecía a uno de sus grupos favoritos, The Police:

«Every breath you take… Every move you make…».

Tampoco llegó al estribillo. A los dos segundos, Marta inspiró de nuevo y, por fin, se dejó caer por completo sobre él. Al escucharla chillar de placer, se dio cuenta de que ni aun cantando del revés el «Angel of death» de los Slayer podría contenerse. Apretó los dedos en torno a sus caderas y esta comenzó a moverse.

Nick entró en trance. El ritmo que había adoptado Marta era cadencioso, erótico, delirante… Sus gemidos iban acompasados a cada movimiento y en sintonía a los de él. Cuando ella entornó los ojos clavándolos en los suyos, Nick sintió una paz extraña y reconfortante; como si la conociera de siempre. Aquellas emociones y pensamientos eran tan irracionales que se esforzó por eliminarlos, pero por más que lo intentaba estaban allí: ella le hacía sentir único o querido con solo mirarle. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cómo era posible tener esos sentimientos con una chica que no era nadie? Indignado consigo mismo, decidió que era hora de terminar cuanto antes.

Sin embargo, Marta volvió a sorprenderlo. Sin dejar de moverse sobre él, curvó su espalda como si fuera una gata y fue reptando con sus labios por todo su torso. Pasó sus labios sobre la calaveras de un hombre y una mujer que tenía tatuadas en los pectorales; luego recorrió con ellos sus clavículas y ascendió por su cuello. Volvió a levantar las caderas un poco, sujetó el rostro de Nick y, cuando las bajó de golpe, le sonrió con ternura. Mientras seguía subiendo y bajando, continuó besándole las comisuras de los labios, los pómulos e incluso los párpados. Y entonces sucedió algo insólito.

El cerebro de Nick recreó una melodía única y diferente. Ni de los Pearl Jam ni de cualquier otro grupo conocido. El ritmo de aquella nueva canción era erótico, sugerente, pero a la vez cargado de furia y pasión. En su mente sonaba perfecta. Excelente. Nick emitió un gruñido desesperado. La besó con fuerza, como si Marta fuera su salvación. Le mordió los labios, le lamió la boca con ansia y, bajo el punteo de la guitarra eléctrica que invadía cada una de sus neuronas, la empujó con rudeza sobre el colchón y se tumbó sobre ella.

Arremetió con sus caderas una y otra y otra vez mientras seguía el ritmo frenético de su canción. En aquel frenesí melódico, notó que ella tensaba las piernas y explotaba en un orgasmo tan intenso que inevitablemente arrastró a Nick.

—Dame un momento, por favor —le rogó al oído, y Marta se quedó muy quieta abrazada a él.

Nick necesitaba seguir sintiéndola. Necesitaba seguir escuchando aquella melodía… Pero, por desgracia, a medida que la respiración de ambos se calmaba, la música también se iba disipando poco a poco hasta desaparecer.

¿Cómo era posible que de repente ella le hubiera devuelto la inspiración? Cerró los ojos y analizó todas las sensaciones que lo envolvían: el aroma dulce y afrutado de su cabello, la calidez y suavidad de su piel, el movimiento de su pecho al respirar… Diseccionó cada pequeño detalle como si allí estuviera la solución. Pero después de un rato llegó a la conclusión de que por más que buscara no había explicación. Se retiró de Marta y, exhausto, se dejó caer a un lado de la cama. Luego se dirigió a ella:

—Marta, es tarde. ¿Quieres que te pida un taxi?

La única respuesta que obtuvo de ella fue un murmullo ininteligible y otro suspiro de placer mientras se daba la vuelta en la cama abrazada a la almohada. Nick repitió la pregunta, pero nada. Solo escuchó su respiración profunda y acompasada. Estaba dormida. Lo mejor que podía hacer era marcharse cuanto antes de allí. Una vez en su casa, podría reflexionar sobre todo lo sucedido momentos antes en esa cama y plasmar en papel la canción.

Se levantó sigilosamente, recogió su ropa del suelo y se fue directamente al baño para vestirse. No era su problema si Mary Poppins se despertaba sola en una casa extraña. Ya era mayorcita.

Sin embargo, cuando se acercó a la cama para cubrirla con la sábana y vio la fragilidad de su rostro, se sintió el tipo más despreciable de la faz de la tierra. Todavía quedaba gente en la fiesta: ¿y si algún imbécil entraba en la habitación y la encontraba allí tumbada y desnuda? Antes de terminar de imaginar la situación, Nick ya estaba quitándose la camiseta y los pantalones de nuevo. Ahuecó la sábana y se metió en la cama. Con el movimiento del colchón, Marta emitió un leve gemido y se abrazó a él. Aquel gesto lo pilló fuera de juego y, además, le hizo sentir incómodo. No le gustaba dormir con nadie y menos que le abrazaran de esa manera. Le hacía sentir enjaulado. Sin embargo, ella se enroscó todavía más en él y, entre susurros, se quejó de que tenía frío.

—Puffff —resopló, y, resignado, envolvió con su brazo el pequeño cuerpo de Marta acercándola todavía más a él. Escondió su nariz en el frondoso cabello dorado, cerró los ojos y rememoró aquella extraña canción que momentos antes había escuchado en su cabeza.

—¡Mierda, mierda y nada más que mierda! —Nick echaba espumarajos por la boca mientras caminaba enloquecido por el piso de Charlie—. Me cago en todas las tías de este planeta.

Tras aquel exabrupto, dio un fuerte golpe en la pared y Charlie sintió moverse los cimientos del edificio. Desde que Nick Mendoza se había levantado de la cama no hacía otra cosa que blasfemar y dar puñetazos a las paredes como un estúpido.

—Tío, deja de gritar o juro que saco tu culo de mi casa a patadas —le advirtió su amigo guitarrista, a quien estaba a punto de estallarle la cabeza.

Nick lo miró enfurecido y, retirándose el cabello de la cara con saña, se le encaró:

—Tú no lo entiendes, ¿vale? —espetó apuntándole con el dedo—. La muy desagradecida se ha pirado sin decirme nada: ni un simple adiós, ni gracias por la noche tan fabulosa… ¡Nada, joder! ¡Ni me ha dejado su número de teléfono!

Desde luego que Charlie no entendía nada. Se conocían desde los diecisiete años y nunca había visto a Nick comportarse así por las tías. Siempre las trataba como si fueran mascotitas. Nunca se había rebajado ni había intentado seducir a ninguna: aquel mamón suertudo no lo necesitaba porque eran ellas las que le rogaban como gatas en celo.

—Mira, Nick, te estás rayando, colega. Si querías echar otro polvo y la chica se ha largado, vete a tu casa y sírvete tu mismo o llama a una groupie de esas que te acosan, pero ¡cierra el pico de una maldita vez! Esta resaca y tú me estáis matando —respondió Charlie cubriéndose la cabeza con un cojín.

—Ya te lo he explicado antes. No es un capricho. La necesito, ¿cómo quieres que te lo diga? —Dio un puntapié a la pata de una silla.

Charlie imitó el gruñido de un perro rabioso y le lanzó el cojín enfadado. Estaba harto de escuchar semejante estupidez. Nick le había contado tres malditas veces ese rollo de que había vuelto a componer desde que había conocido a la tal Marta en la puerta de Sound Music. Era su mejor amigo y el líder de la banda, pero a veces le sacaba de sus casillas. Llevaba meses quejándose de que no era capaz de crear nada nuevo con su guitarra, y cada vez que le mostraban alguna melodía nueva le parecía «mierda comercial barata», literalmente. Es cierto que Nick estaba sometido a mucha más presión que el resto del grupo. Él era el compositor y en menos de cuatro meses tenía que presentar unas quince canciones para grabar un nuevo disco de, como mínimo, doce pistas. Eso podría llevar a la locura a cualquiera y más a Nick, que ya tenía el coco medio fundido. Pero ¿hasta el punto de obsesionarse con necesitar a una tía para componer? Era una idea ridícula y absurda. Nick no necesitaba a nadie. Poseía un talento innato para la música. Era excepcional tocando la guitarra, creando letras impactantes, e incluso se le daba bien la batería. Joder, era una especie de genio y simplemente estaba pasando por una etapa de sequía creativa, como le sucedía a la mayoría de los artistas. Sería temporal, pero el cabezota de Nick no le creía. Seguía erre que erre con la estúpida idea de que las pastillas que tomaba le habían frito el cerebro. Y ahora volvía a autoengañarse creyendo que aquella rubia le mandaba las partituras por telepatía.

Charlie se rascó la cabeza pensativo y trató de devolverle la cordura a su amigo:

—Mendoza, deja de comerte el coco. Tú no necesitas a nadie ni nada para hacer música. Nunca lo has necesitado, colega. Esos rollos le pegaban más a John Lennon, que se ponía de ácido hasta las orejas y se creyó que la china feorra era su musa. Y ya sabes cómo terminó la historia: Paul y él acabaron de morros y el mejor grupo de la historia se disolvió por culpa de una tía. No lo olvides, colega: las tías y el rock no hacen buenas migas.

Nick lo miró indignado. Luego frunció el ceño y salió disparado de la habitación hacia el pasillo. Cuando volvió, llevaba colgada la guitarra acústica de Charlie. Se sentó en el suelo, cerró los ojos concentrándose y comenzó a tocar.

A los dos minutos, Charlie supo que aquel tema era más que bueno.

Sublime.

—Suena que te cagas… —murmuró alucinado.

—¿Lo ves? ¿Qué te dije? Cañero con un ritmo pegadizo sin ser pastelero. ¿Quién diría que yo compondría algo así? —Los ojos de Nick brillaban de emoción—. Tronco, tiene nuestro sonido pero es completamente distinto.

—Es la caña —aseguró el otro músico—. Podemos meterle un sample, si nos da la vena.

—Nada de samples, Char. No somos un grupo de hip hop. —Nick volvió a tocar el estribillo una vez más y añadió—: Es marciano todo, porque no ha dejado de sonar esta delicia en mi cabeza desde que hablé con la rubia por teléfono. Y el estribillo cuando estábamos haciéndolo.

Charlie reconoció que aquel tema era un éxito asegurado; lo que no podía admitir es que su mejor amigo creyese que su talento dependía de una chica con la que había pasado una sola noche. Quizá esto era una nueva obsesión de Nick, producto de su cerebro trastornado. O un efecto secundario de la medicación. Cualquiera que fuera la explicación, aquello no pintaba bien. Su amigo no tenía secretos para él y sabía qué ocurría cuando este se obsesionaba con algo. Acababa perdiendo el control y entraba en modo autodestrucción. Solo que esta vez arriesgaría el trabajo y los sueños de Tony, Edu y del propio Charlie.

—De acuerdo, Nick: me has convencido. Intentaré ayudarte a encontrarla, pero cálmate.

—Gracias, hermano —respondió Nick aliviado—. Soy un imbécil, porque tuve su teléfono todo un puñetero día, pero estaba bloqueado y no se me ocurrió pedirle el número cuando se lo devolví.

—Al menos sabrás algo de ella, ¿no?

—Solo sé que vive en Madrid, que se llama Marta, que fue bailarina, que trabaja en una revista para mujeres y que tiene un rollete con un memo que se llama Xavier.

Charlie asintió con la cabeza, mientras rezaba a Kurt Cobain y Jim Morrison por que, entre las miles de Martas que habitaban el planeta, la pija de Nick tuviera al menos una cuenta en Twitter o en Facebook para localizarla antes de que a su amigo se le fuera más la olla.