29
LOCURA
Nada más terminar de cenar, me despedí de mi madre y mi hermana y me fui a casa. Cristina decidió quedarse un rato más y ayudar a mi madre a recoger. A mí la tensión que me había generado la historia de mis padres me estaba pasando factura y necesitaba la soledad y el silencio de mi hogar para ordenar la cabeza. Acababa de descubrir quién era mi padre y que no me había abandonado; y, por supuesto, estaba lo del videoclip. No podía pasar por alto que Nick me había expuesto ante todo su público sin mi autorización. Él no tenía derecho a jugar con mi vida.
Y luego estaban las palabras de mi madre: «Ese chico está loco por ti». Claro que estaba loco. Una persona en su sano juicio jamás habría hecho algo así. Especialmente él, que conocía mi reticencia a mostrarme ante los demás.
Siguiendo en mi línea masoquista, en cuanto llegué a casa encendí mi portátil y busqué el vídeo en YouTube. La canción se titulaba «Fickle as hell» («Caprichosa como el infierno»). Se me pusieron los pelos de punta al comprobar que lo habían subido hacía tres horas y ya lo habían visto mil doscientas personas. Le di al play y lo reproduje a pantalla completa. Traté de prestar atención a la letra de la canción y no rayarme con las imágenes que salían proyectadas en aquel cielo azul.
Cuando terminé de escucharla, esta vez con todos mis sentidos puestos en ella, supe que mi hermana tenía razón: aquella canción era una declaración de amor. No contenía palabras bonitas ni versos románticos. Al contrario, era tormentosa, ruda y directa. Era Nick. Hablaba de soledad, amargura e impotencia. En definitiva, de cómo se sentía el cantante sin mí.
«… El destino te lo da todo y al instante te lo quita, veo cómo otros me roban la vida, tú me subiste a la cima, yo pierdo, tú pierdes… Estás muerto aunque respiras. Eres una sombra, una tormenta… Caminas por el precipicio, agarra mi muñeca… La vida es caprichosa como el infierno, ¿lo sabías, ángel?…».
Yo le había contado cuánto me aterrorizaba caer de nuevo en el precipicio, la alusión a la cicatriz de mi muñeca… No había duda: aquella canción hablaba de mí. De mi historia, de mi pasado… Y probablemente también de él. Yo le prometí darle todo, irme a vivir con él, compartir una vida… y se lo había quitado de golpe.
No sé cuántas veces pulsé el botón de reproducir. ¿Ocho? ¿Diez? ¡A saber! Perdí la cuenta. Solo cuando fui capaz de tomar una decisión definitiva respecto a Nick, conseguí apagar el ordenador e irme a dormir. Hacía meses que no me sentía tan en paz conmigo misma. Sabía que esa calma no duraría mucho. Solo esperaba no perder mi determinación cuando saliera el sol a la mañana siguiente.
Como sospechaba, la paz que sentí la noche anterior antes de irme a dormir se fue por la taza del váter en cuanto puse un pie fuera de la cama. Tenía los nervios a flor de piel y no hacía más que dar vueltas por mi casa con el móvil en la mano, repitiéndome a mí misma que iba a hacer lo correcto. Dicen que la vida es de los valientes y yo quería agarrarme a ella, así que tenía que echarle agallas y ver a Nick. Después de darle vueltas y vueltas al consejo de mi madre, había decidido hacerle caso y ofrecerle una oportunidad. O pedírsela yo. A esas alturas, ya no sabía cuál de los dos tendría que pedir perdón: él por ocultarme su pasado y darle una paliza a mi exnovio o yo por no haberle permitido que se explicase. Me había escudado en sus problemas de ira para dejarlo, cuando el verdadero motivo era que me aterrorizaba enamorarme perdidamente de él y arriesgarlo todo, especialmente mi corazón. Ese era mi problema: estaba atada al miedo. Miedo a que me hicieran daño. Miedo al abandono.
Este era mi reto personal. Mi oportunidad para enfrentarme a mis fobias. De aquella batalla podía salir escaldada. Había muchas probabilidades de que Nick ya no sintiera lo mismo por mí: había pasado bastante tiempo y, por mucho que me expusiera en aquel vídeo, ¿quién decía que no lo hubiera grabado hacía meses? O que se estuviera vengando de mí porque me había visto con Fran en la Fnac. ¿Quién sabía? A lo mejor se partía de risa en mi cara.
Una cosa estaba clara: tenía que ir con cuidado, porque… no tenía la autoestima para muchos trotes.
Después de echarlo tres veces a pito pito gorgorito y que todos los resultados fueran afirmativos, no me quedó otra que hacer la dichosa llamada. Recordé que había borrado el número del móvil de Nick y su último mensaje, así que no tenía manera de contactar con él. Podía llamar a los chicos de la banda, pero no creo que me dieran su número. Solo me quedaba un comodín: Daniel Aguado.
Mientras marcaba el número de mi antiguo jefe me preguntaba qué camisa llevaría ese día y, sobre todo, qué narices le iba a decir para que me diera el número de teléfono de Nick Mendoza.
—Daniel Aguado, dígame.
—Señor Aguado, no sé si se acuerda de mí. Soy Marta García, la antigua asistente de…
—¡Mujer! Pues claro que me acuerdo. ¿Qué tal te trata la vida? —Girasoles: llevaba la camisa de girasoles, seguro.
—Bien, gracias. ¿Y qué tal van las cosas por la discográfica?
—Como siempre… Mucho lío con el éxito del segundo disco de los chicos, pero contentos con los resultados. Por cierto —se aclaró la garganta—, ¿te ha gustado cómo ha quedado el clip de «Fickle as hell»?
Leches, no había caído en que el señor Aguado habría visto aquel vídeo musical. Uf, no sabía qué decir.
—Bueno… Digamos que me ha sorprendido.
—A mí también me llamó la atención que nos hubieras cedido esas fotos, pero me confirmaron en el departamento legal que Nick les había pasado los documentos con tu derecho de cesión.
Perfecto. Nick Mendoza había pasado unos documentos falsos a la discográfica que le tenía contratado. Dios, ¿por qué me había enamorado de un tipo tan pirata?
—De eso mismo quería hablar. He perdido el móvil y no tengo el número de Nick. Quería hablar con él y los chicos para decirles que me había gustado mucho el vídeo.
—Por supuesto. Espera un segundo que lo busque… Anota.
Apunté el número en una servilleta de papel y antes de despedirme prometí pasarme por Sound Music y hacerle una visita.
Miré el reloj. Eran las once de la mañana y probablemente estaría durmiendo. Si no había perdido memoria, los rockeros no estaban operativos antes de las doce. «¡Qué se jorobe!», dije para mí, y marqué su número.
Piiiiiiii, piiiiiiii, piiiiiiii… Nada. Colgué antes de que me saltara el buzón de voz. Al instante pulsé la tecla de rellamada.
Piiiiii, piiiiii, piiiiiii… Tampoco respondió.
Me lo imaginé despatarrado en su cama después de una noche de excesos y abrazado a alguna golfa… o dos. Ya puestos a torturarme, me lo imaginé con tres. Antes de que mi determinación se tambaleara y me diera cuenta de que estaba perdiendo el tiempo con él, volví a intentarlo por última vez. Tuve tanto éxito como las veces anteriores. Más deprimida que nunca, bloqueé el móvil y lo lancé contra el sofá.
En el instante en el que cayó sobre el cojín, comenzó a vibrar y la voz desgarradora de Sia cantando «Chandelier» inundó mi salón. Curiosamente, aquella canción sobre el alcoholismo de la cantante me recordaba mi relación tóxica con Nick:
«Voy a vivir como si el mañana no existiera…».
Antes de que saltara mi buzón de voz me tiré en plancha al sofá, golpeándome el dedo gordo del pie con la pata de madera maciza de la mesa de centro.
—¡Aaaauch! —grité mientras pulsaba el botón de descolgar.
—¿Marta? ¿Eres tú? —Suspiré. Era Nick. Le oí aclararse la garganta un par de veces—. ¿Estás… bien?
—Sí, solo me he dado un pequeño golpe cuando iba a coger el teléfono, pero estoy bien.
Silencio…
—Me has llamado, Mary Poppins. ¿A qué se debe ese honor? —Ahí estaba el Nick de siempre y sus maneras petulantes. Bufé.
—Tenemos que hablar de vuestro último videoclip.
Otra vez el maldito silencio.
—Lo has visto y quieres cobrar los derechos de imagen, ¿no es así? Dime cuánto pides y pásame un número de cuenta. Mañana te hacen el ingreso…
¿Ein? ¿Pensaba que quería sacarle la pasta? ¿Por quién me había tomado?
—Nick, ¡no necesito tu maldito dinero! —respondí, ofendidísima—. Solo quiero que ese vídeo no se vuelva a emitir y se retire de Internet.
—Nena, eso no va a poder ser.
—¿Cómo? —«Pero ¿quién coño se creía?»—. Nick, has mostrado unas fotos mías sin mi autorización, por no decir que la mayoría de ellas no sabía ni que las habías hecho. Podría denunciarte por eso.
—Pero no lo vas a hacer —añadió con suficiencia.
—No me tientes, Nick. —Odiaba que me conociera tan bien y, sobre todo, que me hablara con aquel tono de Dios del rock que podía hacer lo que le saliera del pito.
—Ven a mi casa y lo discutimos —propuso con firmeza.
—Ah, no, no. Eso ni lo sueñes. Elige un territorio neutral para vernos.
Le oí chasquear la lengua contra el paladar. ¿Le había roto sus planes? ¡Que le dieran!
—¿Recuerdas el Irish Bar? Fue el pub donde quedamos la primera vez.
«Capullo, manipulador».
—Busca otro sitio. No quiero quedar ahí. —No iba a dar mi brazo a torcer.
—En el Irish Bar a las tres y no hay más que hablar. O lo tomas o lo dejas.
Mierda, me estaba haciendo el mismo chantaje que la primera vez que quedamos para que me devolviera el teléfono.
Conté hasta diez. Nick era un cabezota y, por su tono, hablaba en serio… Grrrrr… Se me iba a saltar un empaste de apretar los dientes…
—De acuerdo. No sé qué pretendes quedando allí, pero no olvides que no soy la misma chica de hace un año.
—Precisamente ahora me la estás recordando mucho, Mary Poppins.
—Vete al cuerno, Nick. Nos vemos en el maldito Irish Bar.
Colgué más mosqueada que una mona. ¿Qué narices había pasado? Yo lo había llamado con la intención de arreglar nuestros problemas y ¿con qué me encontré? Con un Nick crecidito, endiosado y tonto del culo. Por eso tuve que echarle en cara el dichoso videoclip. Era cierto que quería que lo retirara, pero mi intención nunca había sido amenazarle con una denuncia. Prefería convencerlo por las buenas, pero con Nick o sacaba las uñas o me comía viva. ¿Y por qué había dado por hecho que yo buscaba dinero? ¿El éxito y la fama se le habían subido a la cabeza? Pues lo que le faltaba. Si cuando le conocí se lo tenía creído, ahora se pasaría los días oliendo sus propias ventosidades.
Me fui al baño, todavía ofuscada, a darme una ducha. Faltaban tres horas para que nos viéramos, pero necesitaba relajarme y solo lo conseguiría bajo agua hirviendo. Y ¿por qué no admitirlo…? Necesitaba tiempo suficiente para arreglarme y elegir qué me iba a poner para nuestra cita. O mejor dicho: para nuestro combate de boxeo. La última vez que nos vimos, aquella tarde en la firma de discos, yo iba hecha un verdadero desastre. Esta vez quería demostrarle que estaba mejor que nunca, que nuestra separación me había sentado mejor que un tratamiento en Natura Bissé.
Entonces me di cuenta de algo en lo que no había caído. Se suponía que yo quería volver con él y, por la línea de pensamientos que estaba teniendo, parecía que me estaba preparando para ir a la guerra y descuartizar al enemigo. Uf… ¿Por qué todo era tan complicado con Nick?
Un momento después, mientras me escaldaba la piel bajo la ducha, me dije a mí misma que ni muerta le serviría mi corazón en bandeja de plata. Aquel bruto se lo merendaría como si fuera un vulgar pepito de ternera.
Llegué diez minutos tarde al Irish Bar. Lo reconozco: me retrasé adrede. No quería que pensase que me tenía comiendo de su mano y, ¿por qué no decirlo?, también era una especie de prueba. Si cuando llegase no se había marchado, era que estaba interesado en verme.
Lo sé. Sueno a protagonista de serie teen. Pero con Nick dejaba de comportarme como una mujer madura y me convertía en un saco de hormonas.
Una prueba de que había sufrido una regresión a los quince fue mi momento de elegir ropa. Estuve más de una hora revolviendo el armario sin saber qué ponerme, y estoy hablando de mi armario, que es la versión de unos grandes almacenes en rebajas: montoneras de camisetas, faldas, zapatos unos encima de otros… Para escarbar en él tenía que ponerme un casco de obra: si tiraba de un vestido colgado en una percha, era probable que se desplomaran sobre mí cinco bolsos cargados de zapatos de plataforma. Y la verdad sea dicha: tampoco sabía por qué me estaba jugando la vida haciendo espeleología en mi ropero. Iba a comer con un tío que lo más elegante que se había puesto en su vida era una camiseta con una flecha apuntando a su bragueta donde decía: «Esto es un control rutinario de alcoholemia, por favor, sople aquí». Así que podría haber salido con unos pitillos vaqueros, mi camiseta de Dolores Promesas de «No tengo desperdicio» y mis Converse rosas. Cómoda, casual y… Nick no pensaría que quería impresionarle.
Sin embargo, en el último minuto me dije que esa no era yo. Jamás salía a la calle sin mis tacones. Por ridículo que pareciera, ir subida en un andamio me daba seguridad. Me hacía sentir poderosa (o esa era la justificación que yo me había dado, porque siempre odié ser tamaño llavero). El caso es que justo antes de salir de casa recordé que me había dejado una pasta en terapia para descubrir que no tenía que empeñarme en gustar siempre a los demás. No debía obsesionarme por encajar con Nick como si fuera una miserable pieza de un puzle 3D.
Me quité la ropa a la velocidad del rayo y me adentré en la cueva (mi armario) para rescatar una falda lápiz de cuero negra, con una abertura en el centro muy femenina, y una blusa blanca romántica de encaje algo monacal, pero que a mí me encantaba. Con un poquito de curvas y unos pechos decentes habría estado cañón; claro que de donde no hay, poco se puede sacar. Del fondo de las profundidades pesqué unos zapatos de Valentino con talón descubierto, con la punta en nude y tiras con tachuelas. Fueron un regalo de Navidades de mi madre y se lo agradecí porque con mi sueldo de profesora no podría haber pagado ni la pegatina antirrobo de la suela.
Cuando me volví a mirar en el espejo, sonreí. Esa sí era yo: ni guapa, ni fea, ni sexi, ni exuberante, ni Gisele Bündchen ni Miranda Kerr. Era simplemente Marta. Una chica normal y corriente, tirando a mona. Frente al espejo, me maquillé en tonos suaves, me perfilé discretamente los ojos, me di dos capas de máscara de pestañas y, como toque de color, cubrí mis labios de rojo. Siempre rojo. Cuando comprobé que cada uno de mis rizos estaban perfectamente marcados y no parecían un manojo de algas despeluchadas, cogí mi bolso maletín cereza y salí por la puerta con la firme convicción de que, pasara lo que pasase aquella tarde con Nick, Marta García no volvería a su casa hundida en la miseria.
En cuanto escuché el sonido de la puerta del Irish Bar cerrándose tras de mí, me sentí como una prisionera cuando oye los cerrojos de su celda. Al parecer, mi coraje y mi determinación se habían quedado en el autobús que me había llevado a la zona centro de Madrid. Ya no había vuelta atrás. Si Nick no se había cansado de esperar, tendría que enfrentarme a él y aceptar lo que me estuviera guardando el destino.
Me quité las gafas de sol y las guardé en el bolso. Parpadeé varias veces para adaptarme a la escasa luz de aquel local y comencé a caminar entre las mesas. El Irish Bar estaba tal y como recordaba: los mismos camareros, la decoración retro irlandesa, antiguos carteles publicitarios de distintas cervezas… No me hizo falta buscar a Nick entre las mesas porque sabía dónde me estaría esperando: en la más apartada, al fondo, escondida tras una columna. La misma donde nos sentamos hacía ya casi un año.
Y no me equivoqué. Allí estaba él. Tan guapo como siempre y con la vista clavada en su cerveza, mientras sus dedos jugueteaban a arrancar la etiqueta de la botella. Extrañamente, llevaba una camiseta blanca otra vez y encima una camisa vaquera con los puños doblados hasta los codos. Sus antebrazos estaban en tensión, porque desde aquella distancia podía ver sus venas perfilándose entre los dibujos de sus tatuajes. El rockero seguía siendo sexi hasta decir basta y tenía el cabello más estupendo que un hombre podía poseer. Le caía, negro como la noche, en torno al rostro, y cuando levantó su cara hacia mí hizo ese gesto tan mono de soplar uno de sus mechones para apartárselo de los ojos. Por Dios. Ese hombre era glorioso.
—Estás aquí. —Creo que fue lo que dijo, porque me quedé absorta mirando su boca. O paraba de observarlo o estaba perdidita.
—Perdón por el retraso —me excusé falsamente. Entonces, la mesa se tambaleó un poco y vi que se levantaba de la silla. Aproveché para quitarme la chaqueta de punto gris que llevaba encima y sentí que su rostro se acercaba al mío lentamente. Al principio pensé que buscaba mi boca, pero luego posó sus labios sobre mi mejilla. Labios carnosos y suaves, por cierto. Recordé que esa boca era la bomba y yo a ese paso parecería el perro de Pavlov salivando.
—¿Has comido? —Negué con la cabeza—. Yo tampoco. Las hamburguesas aquí son alucinantes. Yo pensaba pedirme una, ¿quieres tú otra?
—Prefiero una ensalada mediterránea y una Coronita, por favor.
Nick frunció el ceño, pero no dijo nada. Al verlo caminar hacia la barra me quedé embobada con él. ¿Por qué de repente me parecía más alto, más guapo, más sexi y más todo? Tenía un cuerpo espectacular y unos ojos maravillosos. Y cómo se le ajustaba a los pectorales esa camiseta… Quién fuera camiseta…
Al rato volvió a la mesa con mi cerveza y otra para él.
—¿Cómo te va la vida? —preguntó como si fuéramos dos amigos que llevan años sin verse. Dio un trago a su botella sin dejar de mirarme. Dios, esos labios otra vez.
—Bien. Como siempre. —Carraspeé. Recordé entonces la conversación con mi madre—. Bueno, he descubierto algo…
—¿El qué? —Parecía interesado en lo que le pudiera contar. Eso era buena señal, ¿verdad?
—Al parecer, mi padre nunca nos abandonó a mi madre y a mí. Fue ella quien lo dejó —le comenté en un falso tono casual.
—¿Y eso cambia las cosas? —Sus ojos estudiaron mi cara.
—No, por supuesto que no. ¿Por qué iba a cambiarlas?
—Pensé que quizá querrías conocerlo.
—No, en absoluto. Nunca ha tenido intención de verme, así que tampoco es que yo le importe demasiado.
—Ya… Te entiendo.
Por la forma en la que pronunció aquellas palabras me asaltó la curiosidad.
—¿Tu padre se ha puesto en contacto contigo alguna vez?
—No, jamás. —De nuevo me congeló la frialdad de su tono y de su mirada. Nick seguía convirtiéndose en hielo cuando hablaba de su pasado. Ains… Su pasado.
La camarera llegó con nuestros platos. Cuando dejó el mío sobre la mesa miré interrogante a Nick. Yo no había pedido una hamburguesa.
—Has adelgazado, Marta. No te va a pasar nada porque metas algo de grasa en ese cuerpo diminuto.
—¿Desde cuándo eres mi madre? —Por la mueca que puso, no le hizo mucha gracia la comparación, y a mí tampoco me la hacía estar justificando siempre mi peso.
—Solo estaba preocupado por ti, pero si te va a causar un trauma te pido tu ensalada. —Oh, oh… Se estaba enfadando.
—No te molestes, me la como; pero no vuelvas a pedir por mí. —Y le di un bocado con toda la mala leche del mundo a la hamburguesa, que, por cierto, sabía a gloria bendita.
Comimos en silencio durante unos minutos, hasta que el Dios del rock tuvo que abrir de nuevo la bocaza.
—¿Y qué tal te va con el hippy de los pantalones de payaso? —No sé si me molestaba más que se dirigiese despectivamente a mi amigo o el retintín con que lo dijo.
—Fran es solo un compañero de trabajo. Así que no tienes de qué preocuparte. —Nada más soltar aquello fui consciente de mi metedura de pata. Se haría el durito y me respondería con alguna fresca por haber dado a entender que yo le importaba.
—No me preocupa ni lo más mínimo —contestó con chulería—. Si conseguí meterme en tus bragas cuando salías con el melenitas, ¿por qué no lo iba a hacer ahora?
¿Ves? Si ya lo conocía yo…
—No te meterás en mis bragas porque no las llevo, listo. —¿Eso lo había dicho yo? Parecía ser que sí.
Nick se echó a reír con arrogancia.
—Mejor, así no tengo que pelearme con todos esos encajes y lacitos que llevas siempre.
—Hablemos de lo que nos interesa: el vídeo —dije con brusquedad. Necesitaba cambiar de tema o terminaría soltándole una bofetada.
—No lo vamos a retirar te pongas como te pongas, Mary Poppins.
—Eres un irresponsable y un irrespetuoso. —Levanté mi dedo índice amenazante—. No te has parado a pensar en la imagen que has dado de mí. Tengo una vida. Trabajo con niños. Imagina qué pensarán sus padres si un día me ven medio en cueros y orgasmizada en el televisor de su casa. Por cierto, me prometiste que borrarías el vídeo que me grabaste mientras teníamos sexo.
—Pues mira, no lo borré y me alegro, porque me ha dado mucho juego en estos últimos meses. Serías una buena actriz porno, Mary Poppins. —Y comenzó a parodiarme como en el videoclip.
—Deja de hacer esos gestos. Yo no pongo cara de pervertida como haces tú.
—Uy, sí, sí que la pones… Y cada vez que veo la grabación me pongo a cien, para que lo sepas. —Y se pasó la lengua por los labios como un depravado. Luego rompió a reír.
—Si sigues haciendo obscenidades, me voy —le advertí.
—Venga, Marta, no exageres con el tema del vídeo. —Su tono parecía ahora más serio—. La gente pensará que hiciste de modelo para el clip y nada más. No tienes que hacer una montaña de un grano de arena.
—¿Y Xavier qué? Puede creer que estamos juntos.
Nick frunció el ceño de repente.
—¿Qué tiene que ver ese imbécil? ¿Ha intentado ponerse en contacto contigo?
Ostras, recordé que él no sabía nada de mi última charla con mi ex.
—No, pero para que te enteres, me dio su palabra de no denunciarte si yo no volvía contigo. Ahora dará por hecho que seguimos juntos y se vengará.
—Hijo-de-puta —espetó, parándose en cada una de las palabras. El tono de su voz sonó amenazador, pero lo que más me asustó fue su mirada cargada de ira. Cerró los ojos unos segundos y se agarró el puente de la nariz con sus dedos pulgar e índice. Solo volvió a hablar cuando estuvo más calmado—. Por ese imbécil no te preocupes. Está controlado.
—¿A qué te refieres con que está controlado? —Algo me decía que no quería oír la respuesta.
—A ver, Mary Poppins. ¿Eres tan inocente que pensabas que él no iba a tratar de chantajearme? Pues te equivocaste. Al final, tuve que darle pasta para que cerrara la boca y, de paso, para que se mantuviera alejado de ti. Siento decírtelo yo, Zapatitos, pero te puso precio y tuvimos que negociar largo y tendido…
Sentí cómo la sangre abandonaba mi cuerpo. ¿Había pagado por mí? ¿Qué se creían aquellos dos? ¿Que estaban pujando por una muñeca hinchable en un programa de subastas?
—No puedo creer lo que estoy oyendo —murmuré sin dar crédito.
—Si te sirve de consuelo, me saliste bastante cara, pero tú lo vales todo, Zapatitos. Eso sí, tendrías que haberle visto temblando cuando un colega mío le explicó cómo le dejaría la cara si se acercaba a nosotros.
¿Había contratado a un matón para amenazar a Xavier? ¿Y me lo contaba así de fresco? ¿Dónde narices me estaba metiendo yo? ¿En la mafia? ¡Virgen santa! Y pensar que horas antes estaba casi decidida a pedirle una segunda oportunidad…
—No me mires así, Marta. Todo lo he hecho por ti. Deberías darme las gracias.
—Pero ¿te estás oyendo? —Levanté la voz. Me importaba un bledo si alguien me escuchaba—. La gente normal no va pagando a sicarios. La gente honrada no trata con esa gentuza. ¿Es que eres El Padrino?
—Quizá yo no soy gente normal porque no he tenido una vida normal, ¿no lo has pensado? Pero en tu mundo de zapatitos de lujo también hay gentuza, ¿o cómo definirías a tu exnovio?
—No puedo más. —Lancé mi servilleta sobre el plato, cogí la chaqueta y el bolso y me levanté de la silla.
—¿Dónde vas? —Sentí que Nick me agarraba de la muñeca con fuerza.
—Lejos de ti. Al Polo Norte si hace falta, ¡y suéltame, leches!
Traté de desasirme, pero él no me lo permitió. Me iba a cortar la circulación.
Se levantó de la silla a la vez que yo y dejó caer varios billetes del bolsillo sobre la mesa. Luego tiró de mí hacia la calle, importándole un pimiento que el resto de clientes estuviera mirándonos con la boca abierta. Me moría de la vergüenza. ¿Qué pensaría aquella gente de nosotros? ¿Qué éramos de esas parejas que se molían a palos? Puse cara de que no pasaba nada y que aquel troglodita no me estaba arrastrando por todo el local, mientras le clavaba la punta de mis zapatos fabulosos en la espinilla.
—Suéltame o me pongo a gritar hasta que alguien llame a la policía —amenacé una vez que salimos a la calle.
—Inténtalo si te atreves —respondió con chulería.
—¿Me estás amenazando? —Le clavé el dedo en el pecho. Jamás me había sentido tan fuera de mis cabales—. A mí no me das miedo, Dios del rock. Me da igual que te hayas cargado a un tío o estés medio trastornado…
Me quedé paralizada. ¿Esas palabras habían salido de mi boca? Por la cara que puso Nick, la respuesta era: sí. Y por el dolor y la confusión en sus ojos, me dije que me había pasado tres pueblos y medio echándole en cara su pasado. Él soltó mi brazo y dio un paso atrás alejándose de mí. No, no y no. Era la primera vez que veía en su mirada auténtico dolor. Nick jamás se mostraba vulnerable ante nadie. Si algo le molestaba, sus ojos se volvían fríos, amenazantes y respondía con ira o con esa arrogancia que a mí me sacaba de quicio. Pero ¿tristeza y sufrimiento? Esos dos adjetivos no encajaban con el hombre que yo conocía. Y la responsable de su dolor había sido yo.
—¡Maldita sea! —gruñí.
Sin pensarlo dos veces, tiré al suelo mi bolso y mi chaqueta y di un paso hacia él. Parecía confuso cuando apoyé mis manos en su nuca y le obligué a bajar su cabeza hacia mí. Pegué mi cuerpo al suyo y, de puntillas, fui desperdigando pequeños besos sobre su boca.
—Lo siento. Perdóname… —Besos—. No quise decir eso… —Más besos—. No me importa tu pasado… —Media docena más de besos.
Esperé a que reaccionara, pero él seguía completamente inmóvil, con sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo. Cuando pensé que Nick me apartaría, sentí sus manos en torno a mi cintura y cómo mis pies dejaban poco a poco de tocar el suelo. Una vez que me tuvo a su altura, sus labios se entreabrieron y presionaron con fuerza mi boca. En cuanto sentí la punta de su lengua tratando de abrirse camino, le di la bienvenida con una sonrisa. Nuestras bocas comenzaron a devorarse con desesperación. Me agarré con fuerza a su cuello, aunque por la forma en que me sostenía sabía que no me dejaría caer. Ya no parecía que estuviéramos comiéndonos a besos en una de las calles más transitadas del centro de Madrid. Desapareció la gente de alrededor, dejé de escuchar el tráfico de coches, la sirena de la policía que un segundo antes sonaba de fondo… Éramos él y yo recordándonos, necesitándonos, sintiéndonos…
No sé si fueron las risillas de un grupito de adolescentes o el carraspeo de una abuela lo que nos hizo separarnos. Con la respiración acelerada, Nick me volvió a dejar en el suelo. Como yo seguía en estado hipnótico, él se agachó a recoger mis cosas, que (gracias a Dios) seguían tiradas a mis pies. No me habría enterado de que me robaban el bolso aunque el ladrón nos hubiera cantado una canción de Malú.
Mientras me ponía la chaqueta de punto, le miré esperando a que me sonriera. O que me soltara alguna cochinada de tipo sexual a las que me tenía acostumbrada. Cualquier cosa, excepto aquel silencio tan incómodo. Eso no me lo esperaba. ¿Se arrepentía de haberme besado?
—Di algo —susurré algo avergonzada.
—No sé qué decir… —Se pasó los dedos por el pelo mirando al suelo y luego levantó la vista hacia mí—. No sé qué pretendes, Marta. Me estás volviendo loco. Tan pronto me quieres como me odias; tan pronto me gritas como me estás besando. No podemos estar juntos, pero tampoco separados. Creo que debemos tomar una decisión y, sea cual sea, aceptarla por parte de ambos. Pero…, Marta, no podemos seguir así.
Tampoco me esperaba que esa fuera su reacción después de habernos besado de aquella manera. Reflexioné sobre sus palabras y no pude llegar a otra conclusión que no fuera la misma que la suya: no podíamos seguir así. Funcionábamos bajo una dinámica que solo nos provocaba más y más dolor.
—Tienes razón —acepté—, tenemos que hablar y tomar una decisión respecto a nosotros.
De repente, un miedo inesperado se apoderó de mí. ¿Sería el final de Marta y Nick? Esperaba que no. ¿O sería mejor poner fin definitivamente a lo nuestro? Lo nuestro. ¿Qué era lo nuestro?
Estaba hecha un lío. Exactamente igual que el día en que le conocí.
Nick me propuso que fuéramos a su casa para tener nuestra conversación: estaba a diez minutos andando desde el Irish Bar y allí no correría el riesgo de que lo reconociera algún fan. Al principio pensé que estaba exagerando, pero cuando dimos diez pasos y un jovencito de trece años se acercó a pedirle un autógrafo, me di cuenta de que, efectivamente, no podríamos estar en un lugar que no fuera privado. «La vida de Nick en estos seis meses se ha complicado», me dije. Ahora tenía que decidir si yo quería complicármela también.
Nos dirigimos hacia su ático de la Gran Vía, uno al lado del otro, en completo silencio. Nick caminaba sumido en sus pensamientos, con los pulgares en los bolsillos y escondido bajo sus gafas de sol. No podía descifrar qué estaba pensando. Supuse que en su fuero interno se debatía sobre cómo decirme que su vida era muy complicada como para añadirle otro problema más. Y el problema era yo.
Cuando abrió la puerta, resultó inevitable que no recordara las últimas horas que pasé en aquella casa. Nick y yo haciendo el amor, pidiéndome que me fuera a vivir con él, Xavier llamando a su puerta, el ruido que hizo su cabeza cuando él se la estrelló contra la pared… Todo estaba exactamente igual a como lo recordaba. Las paredes grises haciendo juego con el suelo, las puertas blancas, las fotos de músicos colgadas formando un mosaico geométrico en el recibidor.
—¿Pasas? —me preguntó algo tenso. No me había dado cuenta de que me había quedado plantada en la entrada como un pasmarote.
Di un par de pasos y esperé a que cerrara la puerta. Luego le seguí hasta la cocina y dejé el bolso y la chaqueta sobre la barra negra lacada.
—Ponte cómoda y dime qué quieres tomar.
—Una Coca-Cola Zero.
—Mary Poppins, creo que nos convendría a los dos tomarnos algo más fuerte. —Ni me molesté en replicarle. Sacó dos vasos de tubo, puso hielo y extrajo de uno de los muebles inferiores una botella de whisky.
Cuando me dejó la bebida en la mesa no pude evitar mirar el reloj. Eran las cuatro y media de la tarde. Nunca había bebido tan pronto. Al parecer, Nick sí. Se bebió de un trago su vaso sin esperar a que el hielo se deshiciera un poco y, al momento, se sirvió otro. Se sentó a mi lado en la barra americana y levantó la vista del vaso hacia mí.
—Bueno, dime qué vamos a hacer.
«Si me sigues mirando así, yo lo tengo claro: comerte a besos», pensé.
—Mmmm… No sé.
—Tenemos tres opciones: acostarnos y no volver a vernos jamás, dejarlo aquí o retomarlo donde lo habíamos dejado. Elige.
«¿Puedo pedirme el comodín del público?».
—Elige tú —respondí. «Bravo, Marta. A eso se le llama poder de decisión».
Nick suspiró resignado y bebió de su vaso. Yo el mío ni lo había tocado. Sabía cómo terminaba la combinación Nick, alcohol y yo.
—Yo ya te he dicho mil veces qué quiero de ti, pero ¡no pareces escucharme! —Su voz sonó tan grave que di un respingo del susto. Por si no había pillado todavía que estaba molesto, soltó un puñetazo en la mesa—. ¡Joder! Te lo dije cuando terminó la gira; cuando fui a tu casa para arreglar nuestros problemas y no te dignaste hablar conmigo, y en un mensaje de móvil al que no respondiste. ¡Y te lo digo en cada una de las canciones que he escrito! Ahora solo quiero oír de tu boca qué quieres tú. ¡Y piensa muy bien qué vas a responder porque lo que decidas será para siempre!
Dios, jamás lo había visto tan enfadado conmigo. No podía disimular lo hastiado y harto que estaba por la situación que nos rodeaba. Y encima, si no lo había entendido mal, me estaba dando un ultimátum. O le elegía o le perdía definitivamente.
De pronto, sentí que me ponía muy, pero que muy nerviosa. Tenía la boca seca y en mi estómago se había formado un nudo que no me permitía casi respirar. Pensé, pensé… Tenía que pensar y decidir algo. Mi cabeza me decía que éramos completamente diferentes y a su vez tan sumamente complicados que nos haríamos daño. Nick era sinónimo de problemas. Con él, la vida sería una montaña rusa y yo me mareaba solo con montarme en un tiovivo. Pero entonces mi otro yo me recordó que nunca me había sentido tan feliz, tan segura y tan viva como con Nick; con él era una persona nueva y sin él tenía la chispa de un walking dead. Razón… Corazón… Razón… Corazón… Razón…
«Corazón».
—Te elijo a ti para siempre —susurré.
—Dímelo otra vez, pero mirándome a los ojos.
Levanté el rostro hacia él, inspiré con fuerza y volví a pronunciar las mismas palabras.
—He dicho que me quedo contigo para siempre.
Nick expulsó todo el aire de sus pulmones, ¿o fui yo? Ni idea. Estaba tan alterada por haberle confesado mis sentimientos que no era capaz de procesar nada de lo que pasaba a mi alrededor. Ni siquiera podía centrarme en los pensamientos que danzaban por mi cabeza en tropel: ¿me rechazará? ¿Se reirá de mí?
—¿Estás segura, Marta? —Me estaba mirando como si yo me hubiera vuelto loca y entonces comenzó a decir—: Me crié con una drogadicta, maté a un hombre y ya has visto en qué me convierto cuando pierdo el control. Podría hacerte la vida muy difícil.
Ahora era yo la que le miraba como si el loco fuera él. Me estaba tratando de convencer de que él no era una buena elección. Pero ¿en qué quedábamos? ¿Me quería o no? Dios, luego dicen que las mujeres somos complicadas.
—No entiendo a qué viene que me digas esto. ¡Nick Mendoza, me da igual tu pasado o que tengas problemas emocionales! Sé que tú no me harías daño —sentencié. Me estaba lanzando a la piscina y esperaba que nadie hubiera tirado del tapón del desagüe.
—Claro que no, nena. Jamás te pondría una mano encima, eso lo sabes. Ya te lo dije una vez: tú me devuelves la paz. —Se mordió los labios antes de seguir hablando—. Lo que me preocupa es hacerte daño de otras formas, y sé que la voy a cagar una y mil veces.
Se me agotó la paciencia. Aquella conversación era de tontos.
—¡No intentes convencerme de que cambie de decisión! ¿Qué pretendes? Si no me quieres, lo dices y ya está. Pero deja de dar rodeos. —Mis ojos se cubrieron de lágrimas de pena o crispación.
—Pues claro que te quiero: por eso me da miedo no hacerte feliz.
—Da igual, porque sin ti tampoco lo soy. Me dijiste que yo te hago ser mejor persona, ¿no? Pues juntos podemos ser lo mejor el uno para el otro. Solo tenemos que intentarlo. —Y, por fin, me eché a llorar. Y digo «por fin» porque controlarme me estaba matando por dentro.
—Marta, no llores, no me hagas esto… ¿No lo entiendes? Jamás voy a ser capaz de contarte todo mi pasado y mis monstruos se van a interponer siempre entre nosotros.
—Cuéntamelo todo. Yo no te voy a juzgar; cómo podría hacerlo. —Mi llanto era tan desesperado que apenas podía hablar.
Nick sacudió la cabeza y se acercó a mí. Enmarcó mi rostro entre sus manos y clavó su mirada en la mía. Con lo guapo que estaba, y lo veía borroso por culpa de las lágrimas…
—No puedo hablarte de ello —me dijo con voz atormentada—. Me gustaría poder explicártelo, pero no puedo. No estoy preparado… —Limpió con sus pulgares mis mejillas antes de continuar—. Si me quieres, tendrás que aceptarme como soy.
Sopesé sus palabras. No podía obligarle a revivir algo que evidentemente le hacía daño. Tendría que asumirlo y esperar a que un día tuviese la suficiente confianza para confesar su secreto. ¿Seguiría queriéndole cuando se sincerara conmigo? ¿Por muy espeluznante que fuera su historia?
Sí. Claro que le querría. Porque yo amaba al Nick que tenía enfrente; y al rebelde y arrogante; al irreverente; al comprensivo; al sexi y peligroso; al dulce y tierno. Al reservado, al cariñoso, al descarado y al obsceno. Los amaba a todos ellos. Al niño torturado del pasado, al rockero del presente y, probablemente, al hombre que sería en el futuro.
—Esperaré el tiempo que haga falta, porque sé que un día me lo contarás todo.
Nick no se esperaba aquella respuesta. Sus cejas se elevaron expresando sorpresa y sus ojos se debatían entre creerme y no hacerlo. Como si al final hubiera llegado a una resolución respecto a nosotros, acercó sus labios a los míos y, apenas a dos milímetros de mi cara, susurró:
—No te merezco. No sé si el destino me está compensando por la mierda de vida que he tenido o tú eres la última oportunidad que me está dando, pero eres un regalo, Mary Poppins.
Y tras decir aquello me besó con locura, con devoción y con esa necesidad que siempre escondían sus besos. Mi boca se fundió con él compartiendo esa hambre voraz que me había atormentado durante meses. No me separaría jamás de él mientras me quisiera a su lado. Aquello que sentíamos el uno por el otro no podía ser malo. Porque era amor. El suyo se alimentaba del mío y el mío del suyo.
Sonreí, porque, de la misma manera que la primera noche que nos conocimos, me llevó a la habitación en volandas con mis piernas enroscadas en su cintura. Me tumbó con cuidado en su cama de sábanas de raso negras y comenzó a desvestirse sin alejar un milímetro la mirada de mí.
—Fuera ropa —me ordenó con una sonrisa canalla, y juro que visualicé cómo mis partes íntimas comenzaron a aplaudir emocionadas. Ups…
Me desabroché los botones de la blusa, pero antes de quitármela me asaltó una duda. Si íbamos a empezar de cero, tal vez deberíamos actuar como una pareja normal: tener varias citas antes de irnos a la cama. ¿No?
—Nick, espera. Creo que esta vez deberíamos ir más despacio —me atreví a decir mientras él se quitaba los vaqueros por los pies. Me pareció oír a mi vagina gritándome: «¡Cierra la boca, insensata!».
—Estás de broma, ¿verdad? —Se quedó paralizado justo cuando iba a liberarse de su bóxer Calvin Klein. Que era monísimo, por cierto.
—Solo digo que las parejas normales antes de tener sexo quedan para cenar, van al cine, se ponen al día de sus vidas…
—Pues eso es lo que vamos a hacer, bobita mía: ponernos al día.
—Nick, no seas marrano. Hablo en serio…
—¿Marrano? En estos meses me lo he montado más conmigo mismo que durante mi adolescencia. ¿No te doy pena? —Me eché a reír. Estaba muy gracioso poniendo ojos de cachorrito—. No tiene gracia. Y lo peor de todo es que me voy a ir más rápido que un mirlo.
Estallé en carcajadas. No podía parar de reír. Él siempre había sido muy divertido y un caradura. Nick frunció el ceño fingiendo que estaba molesto y se lanzó sobre mí. La risa se me cortó de repente. Con cara perversa, arrastró mi blusa hacia arriba hasta que consiguió quitármela con un solo movimiento. Luego coló sus manos por mi trasero y bajó la cremallera de mi falda. Fingí resistirme, pero de nuevo me entró la risa y con ella la flojera.
—No te resistas, que sabes que eso me pone más cachondo —bromeó, y tiró de mi falda hacia mis pies. Después se lanzó a por el elástico de mis bragas.
En cuanto sentí sus dedos sobre mi pelvis, dejé caer mis brazos sobre el colchón y me di por vencida.
—Los zapatos te los dejas puestos, nena —me advirtió, y poco a poco me fue bajando la ropa interior por las piernas. La lanzó por los aires y se colocó de rodillas frente a mí.
Lo miré con picardía y, con cuidado, apoyé mis tacones en cada uno de sus hombros. Sonrió para sí y agarró mi tobillo derecho. Lo lamió con la punta de la lengua, provocando un suave cosquilleo por mi piel. Apoyó sus labios húmedos y fue dibujando un reguero de besos ascendentes por mi pantorrilla, el interior de mi muslo…
—Aaaaaah… —jadeé cuando sentí sus dientes clavándose en mi piel. Succionó con intensidad, dejándome probablemente un moratón en el muslo.
Siguió avanzando con su lengua húmeda hasta que llegó a mi ingle, recorrió mi monte de Venus y la apoyó sobre mi clítoris. Me estremecí por completo y coloqué mis manos en su cabeza presionándolo contra mí. Se deleitó unos minutos sobre mi sexo y, cuando comencé a retorcerme de placer, introdujo uno de sus dedos dentro de mí.
—Estás lista, cariño, y no puedo esperar más… —me susurró mientras dibujaba círculos dentro de mí.
Tiré de sus hombros para que se colocara sobre mí y abrí todavía más las piernas anunciándole que yo también lo necesitaba.
—Prometo que después te haré todo lo que quieras y cuantas veces lo desees —me dijo al oído con voz ronca mientras alineaba sus caderas sobre las mías.
Conociendo a Nick, no dudaba de que cumpliría su promesa. Además, entendía su urgencia, porque la mía era exactamente la misma. Habían sido tantos días y tantas noches separados que un minuto de espera equivalía a una eternidad. Levanté mi pierna sobre su trasero para facilitarle la entrada y sentí su glande perfectamente dispuesto en mi entrada.
—Dioooos, me encanta —murmuró con voz ronca, y justo en ese momento me penetró con fuerza.
Al principio sentí una punzada de dolor. Era soportable, pero no la esperaba. Supongo que era normal, después de tantos meses sin hacerlo. Nick pareció notar mi incomodidad y se quedó completamente quieto en mi interior.
—Te quiero —dijo con los ojos vidriosos de deseo.
—Yo siempre te he querido —le respondí con la voz entrecortada.
A los pocos segundos comencé a relajarme y aquella molestia desapareció. Moví las caderas, alentándolo para que comenzara a moverse.
—Sigue, por favor —gemí, completamente excitada.
Nick se alejó unos segundos y arremetió de nuevo con sus caderas contra las mías. Repitió el mismo movimiento deteniéndose unos segundos entre una embestida y otra y poco a poco fue acelerando el ritmo.
—¿Ves qué bien nos estamos poniendo al día? —Me miró socarrón mientras mis gemidos se intensificaban con cada empujón de su cadera. Sonreí ladina y contraje los músculos de mi vagina.
—Oooooh… Joder, qué gusto… Hazlo otra vez —ronroneó de placer.
Me abracé a su cuello, arqueé la espalda y, columpiando mi cuerpo, comencé a contraer y relajar, contraer y relajar, sin perder el compás de sus caderas. Un remolino de sensaciones se instauró en mi centro y poco a poco sentí que se acercaba el momento de mi clímax.
—Sí, nena, mécete. No aguantaré mucho más. —Su respiración era acelerada. Su ritmo, frenético. Sentía su miembro más duro y más grande por momentos.
Cerré los ojos y dejé caer mi cabeza hacia atrás. Mi cuerpo seguía bamboleándose en torno a él, contrayéndome intermitentemente, absorbiéndolo con todas mis fuerzas.
—Te quiero, ángel… Cada vez que hacemos el amor, mi música y yo renacemos en ti…
Al oír aquella declaración, mis ojos se llenaron de lágrimas de felicidad absoluta. Aceleré el movimiento de mis caderas y un estallido de placer se abrió paso como una llamarada de fuego recorriéndome de la cabeza a los pies.
Nick se enderezó al sentir mi culminación y, asiendo mis caderas contra el colchón, se clavó hasta lo más profundo de mi ser.
—Marta, nena…, no te muevas. Necesito sentirte hasta el fondo —gruñó, y con un solo envite más se dejó arrastrar por su propio orgasmo.
Pudo ser la emoción del reencuentro. O porque nunca antes un hombre me había llenado por completo. O porque creía que me moría de amor por él. No sabría decir el motivo, pero la intensidad de aquel momento desató en mí un segundo orgasmo aún más demoledor. Nick, postrado aún en mí y sin moverse, jugó con sus dedos en mi clítoris. Los golpes de placer se hicieron tan intensos que sentí una pequeña explosión en mi interior y, segundos después, un líquido húmedo bañando mis piernas. Era caliente, extraño. Nunca había experimentado algo así. Tampoco pude detenerme en pensar en ello, porque me vi atropellada por una nueva cadena de picos intermitentes de placer. A los pocos minutos, fueron perdiendo intensidad y solo entonces mis brazos se aflojaron y colisioné contra el colchón. La sensación de deleite no la podría explicar. Me sentía completa, relajada, extasiada… Todo a la vez. Estaba paladeando la locura. El delirio. La paz…
—¡Uau, Marta! Has tenido un squirting —exclamó Nick con sorpresa.
—¿Qué significa eso? —pregunté adormecida. Estaba tan relajada que no tenía fuerzas para hablar y menos para adivinanzas.
—Significa que has eyaculado.
Lo miré atónita y a él le entró la risa. ¿Eso le podía pasar a una mujer? Pero por la cara que tenía Nick y la humedad de mis piernas y las suyas, parecía que sí.
—Te juro que esto no me había sucedido nunca —susurré abochornada. Había pasado de ser una mujer que veía los orgasmos de refilón a convertirme en una diosa del sexo con sistema de aspersión.
—No te sonrojes, cariño. Ha sido alucinante. —Me besó con dulzura mientras me limpiaba con una toalla. Luego sonrió con orgullo—. Nena, estás con el amo del sexo.
Puse los ojos en blanco y me eché a reír.
—No tienes remedio.
—Pero me quieres, Zapatitos.
—Sí, todavía no entiendo por qué, pero te quiero más que a nadie en este mundo.
Me contempló feliz y vi en sus ojos amor sincero.
—Y también amas a mi Martillo de Thor —bromeó de nuevo. —Venga, dile que le quieres y verás qué contento se pone otra vez.
—Anda, vete por ahí. No pienso hablarle a tus genitales —dije entre risas.
—Ay, Mary Poppins. Nunca me cansaré de escandalizarte. —Se tumbó de medio lado, con la cabeza apoyada en el brazo, mirándome—. Si vieras lo guapa que te pones cuando te salen chapetas… No te lo vas a creer, pero yo te dibujaba de pequeño.
Con Nick la vida iba a ser una locura y, de paso, me iba a ahorrar una pasta en colorete. Suspiré de amor y le besé suavemente los labios.
—Dile a tu Martillo de Thor que también le quiero.