24
MIEDO
Nick estaba plantado en el centro de mi salón con su metro noventa, sus brazos tatuados, sus vaqueros ajustados y una camiseta caqui sin mangas. Ese día llevaba el cabello escondido bajo un gorro de lana gris y sus ojos color añil, enmarcados en esas pestañas negras y tupidas, parecían ocupar toda su cara. Estaba guapo a morir, pero dudaba mucho de que mi madre pensara lo mismo que yo. Definitivamente, no era el dress code para conocer a una suegra.
Con aquella pinta, probablemente mi señora madre se estaría preguntando de qué prisión de alta seguridad se había escapado ese chico. En fin, no había planeado que se conocieran de esta manera, pero ya no había vuelta de hoja: tendría que salir de aquella situación de la mejor manera posible, y solo esperaba que a mi cerebro se le encendiera la bombilla. Y rapidito.
—¿No nos vas a presentar, nena? —Nick me dirigió un gesto interrogante. «Piensa, Marta, piensa…».
—Sí, ¡perdonadme! Ella es Lucía, mi madre —dije con voz temblorosa—. Y…, mamá, él es Nick Mendoza, mi…, mi…, mi amigo. De hecho, es el cantante del grupo para el que trabajo.
Nick le ofreció la mano:
—Encantado, señora.
Mi madre observó horrorizada los tatuajes de Nick y, unos segundos después, le ofreció la suya.
—Lo mismo digo —susurró poco convencida.
La pobre mujer todavía se encontraba en estado de shock. No todos los días te levantas de la cama y te encuentras a un hombre con pinta de delincuente en el salón de tu hija.
Nick, que parecía ignorar el escrutinio al que lo tenía sometido mi madre, nos sonrió a las dos con chulería. Oh, oh. Ese gesto no pintaba nada bueno. Necesitaba un plan ¡ya!
—Bueeeeeeno, muchas gracias, Nick, por ayudarme con las maletas —improvisé sobre la marcha—. Y qué lástima que tengas que irte; si no, te invitaría a un café.
Él me sonrió con la misma falsedad y, sin bajar el tono de voz, para que mi madre lo escuchara bien, respondió:
—OK, pero recuerda que me debes esa propina que me prometiste, nena.
Mi madre al oír aquello salió de su estado de estupor y me miró escandalizada.
—¡Uy! Pero ¡qué dices, Nick! JA. JA. JA. —Y tras decir aquello, le arreé un puntapié en la espinilla. Ya veía los titulares: «El cantante de Demonic Souls, encontrado muerto en un cuarto piso sin ascensor».
Nick me miró divertido y, en su habitual pose chulesca, caminó hacia la puerta.
—Nos vemos, señora —se despidió sin mirar hacia atrás.
—Adiós —contestó secamente mi madre, y luego se dirigió a mi habitación a cambiarse de ropa.
Seguí a Nick hacia el pasillo en silencio. Él estaba metiendo mis maletas dentro de casa. Con todo el alboroto nos las habíamos dejado en el descansillo.
—¿Por qué te comportas así? —le susurré algo indignada.
—¿A qué te refieres?
—Has actuado como un idiota, con esa altanería y ese pasotismo tan típicos de ti. —Y me puse a imitar su forma de caminar desganada y su mirada de «yo soy Dios y tú no vales una mierda».
Nick se echó a reír. Luego comenzó a justificarse:
—¡Ella empezó primero! ¿O no te diste cuenta de la forma en que me miraba? Como si yo fuera un violador que había secuestrado a su hija.
—Nick, baja la voz. Te puede oír —le reprendí—. Entiéndela: ella está en mi casa (y, por cierto, no sé qué hace aquí) cuando, de repente, entras tú desnudándote, con todos esos tatuajes, con el gorro, y es normal que piense que eres un ladrón o un…
—O un violador. Venga, dilo.
—No exageres. ¡Eso no lo ha pensado!
—¿Y tú qué, gallina? No te has atrevido a decirle que soy tu novio. ¿También te avergüenzas de mí?
Novio… ¿Nick se consideraba mi novio? ¿El rockero que odia las etiquetas y cree que el amor es una fantasía? ¿Él quería que lo presentase como mi novio? De repente, me entró la risa. Me miró sorprendido y, sin importarme un pimiento si nos veía mi madre o el Papa de Roma, me lancé a su cuello, tiré de su gorro y le besé con las cuatro letras, una detrás de otra: con AMOR. Nick me rodeó por la cintura y me estrechó entre sus brazos.
—¿Por qué no pasas de tu vieja y nos vamos a mi casa? —murmuró mientras mordisqueaba mis labios.
—Tengo que saber qué hace aquí —traté de explicarle cuando su lengua me lo permitía—. Y tengo que ir esta tarde a la oficina. Mmmm… Luego te llamo, ¿vale?
—Ni lo dudes… —Me miró con ojos de corderito y se separó de mí.
Me quedé allí parada en el descansillo, suspirando, mientras lo oía canturrear por las escaleras de mi edificio.
Me dirigí a mi habitación, donde supuse que mi madre estaba escondida. Cuando entré, tenía su maleta en mi cama y estaba guardando su ropa.
—¿Has estado viviendo aquí desde que te fuiste de tu casa?
—Sí; espero que no te importe, hija. Necesitaba soledad, pero ya me voy.
—No, no… Puedes quedarte, pero explícame antes: ¿qué está pasando entre Alfredo y tú?
La fuerte y segura de sí misma doña Lucía se derrumbó en mi cama.
—Necesito aclarar mis ideas. Últimamente tu padrastro y yo nos hemos distanciado y discutíamos a todas horas. No podíamos seguir así. Yo lo hacía infeliz y él a mí también, así que nos hemos dado un tiempo.
—Pero ¿por qué discutíais? Si siempre habéis sido una piña.
—Exacto, Marta. Siempre hemos estado muy unidos, pero a veces no solo basta con eso. Cuando llevas muchos años casada con alguien es muy fácil confundir el cariño con el amor, y dudo que entre Alfredo y yo siga habiendo algo de eso último.
—¿Me estás diciendo que ya no lo amas?
—Te estoy diciendo que no sé lo que siento, y él se ha cansado de esperar.
—¿Esperar a qué, mamá?
—A que yo sepa lo que quiero. —No entendía nada de lo que me estaba diciendo. Siempre pensé que a su manera lo amaba. Mi madre trató de explicarme—: Marta, todo es un poco complicado. Cuando me casé con tu padrastro lo quería, sí; pero no era como ese primer amor de la adolescencia: intenso y cegador. Yo buscaba en él un compañero de vida y me ilusionaba la idea de ser la esposa de un hombre de negocios con éxito. Sin embargo, al parecer eso no es suficiente para mantener una relación viva. Hemos sufrido muchas crisis y las hemos ido superando, pero ahora tengo la sensación de que se me escapa la vida y que esto no es lo que quiero. Atada a un hombre que está siempre fuera de casa, de reuniones… Vosotras ya habéis crecido y cada vez me necesitáis menos. Llegará un momento en el que estaré sola. Desde hace años ya me siento sola.
Al oír a mi madre decir aquello, todo cobró sentido. La fórmula de vida por la que ella había apostado había funcionado mientras Cristina y yo éramos pequeñas y formábamos una familia. Ahora tendría que reformularla al lado de su marido, y si no los unía ya casi nada…
—Por eso odié que te compraras esta casa y te alejaras de mí —continuó hablando—. Temí que volvieras a enfermar y pudieras hacer otra tontería y que yo no estuviera cerca. Y cuando comprobé que tú sola salías adelante, también odié que fueras capaz de ser una mujer independiente. Y, por supuesto, tu nuevo trabajo me aterrorizaba… Y ahora que he conocido a tu amigo, todavía me aterroriza más. Claro que ahora tengo razones para asustarme.
—Mamá, no cambies de tema.
—No, hija, necesitamos hablarlo, o eso es lo que dice mi terapeuta.
—¿Tú vas a terapia? ¿Tú, que no soportabas reunirte con mi psicóloga?
—No me eches en cara el pasado, Marta. Aún no estoy preparada para hablar de ello —dijo apartando sus ojos de mí y doblando su camisón y su bata.
—Perdona, perdona…
—Asisto a una terapia de grupo que me recomendó mi amiga Conchi… Ya sabes, esa que se divorció porque pilló a su marido con la chica que asistía en su casa. —No tenía ni idea pero asentí—. Somos todas mujeres de entre cuarenta y sesenta años que o bien sufren una depresión por la dichosa menopausia o bien por un divorcio, la pérdida de su marido o, como yo, por lo que según mi terapeuta tengo: síndrome del nido vacío.
—¿Y qué va a opinar tu psicóloga cuando sepa que vives con tu pollito?
—No te preocupes, Marta, me iré de aquí. No quiero molestarte… —respondió, ofendida, y siguió doblando su ropa toda digna.
Salí a preparar café. Necesitaba analizar todo lo que me acababa de contar mi madre. Era la primera vez en muchos años que habíamos hablado durante más de quince minutos sin habernos gritado… Y estaba acudiendo a terapia. Eso sí que era nuevo. Mi madre, que se avergonzaba cuando me llevaba a la psicóloga años atrás. «La llevo a esa consulta porque lo dice su médico, pero las cosas de casa se barren en casa; eso ha sido así toda la vida y las familias han salido adelante», repetía una y otra vez a mi padrastro cada vez que volvíamos de ver a la doctora Angulo. Así que una de dos: o mi madre estaba harta de barrer o lo suficientemente mal para pedir ayuda a un profesional y sacar los trapos sucios de su vida. Además se la veía distinta: más… vulnerable. Más humana. Ella había sido siempre una mujer muy temperamental, pero a su vez muy fría y distante. Ahora parecía que estaba hecha de carne y hueso, y no solo por las arrugas y las bolsas en los ojos, prueba de su sufrimiento; también porque estos expresaban sentimientos cuando hablaba. Antes parecían estar siempre acuchillándome.
La oí entrar en la cocina y arrastrar el taburete de debajo de la barra de desayuno. Le ofrecí una taza y, respirando profundamente, dije aquello que cualquier hija en mi situación diría a una madre (aun sabiendo que me arrepentiría):
—Mamá, quédate. No te vayas. Al menos hasta que sepas qué vas a hacer con tu vida. —Ya estaba dicho. Iba a vivir con mamá otra vez y probablemente acabaríamos tirándonos de los pelos, pero en fin: era la mujer que me había dado la vida.
—Gracias, hija. Serán unas semanas hasta que encuentre algún apartamento cuco…
—No, tranquila. Tampoco tengas prisa: no voy a pasar mucho tiempo en casa. Entre el trabajo y… —Por suerte, cerré la boca a tiempo.
—Y el quinqui con el que tienes una aventura. Dilo, vamos. No soy tonta. —Allí estaba doña Lucía. ¿Ves? Ya me arrepentía de que viviera conmigo. ¿Cuánto tiempo había tardado? ¿Un minuto?
—Mamá, si vamos a vivir juntas, hazte a la idea de que somos compañeras de piso. Tú no te metes en mi vida y yo no me meto en la tuya.
—Pues como compañera de piso te pregunto: ¿en qué estabas pensando cuando conociste a ese barriobajero que va hecho un cuadro? Contéstame, Marta.
—No es ningún quinqui y su grupo tiene mucho éxito. Han publicado un disco y van a sacar otro a la venta.
—¿Y cuando se pasen de moda?
Me quedé un instante callada y luego me atreví a decir (y digo atreverme porque estaba dando demasiadas cosas por hecho):
—Pues trabajará en lo que sea. Él sabe buscarse la vida, es un luchador y no se le caerán los anillos para sacarse las castañas.
—No, desde luego: espero que no se le caigan los anillos, porque con todos los que lleva podría poner un puesto en el Rastro.
—¡Mamá! No lo juzgues sin conocerlo. Él, él… Me hace feliz, compréndeme. Jamás me he sentido así en toda mi vida, y si algún día lo nuestro se termina…
—¿Entonces qué, Marta? ¿Serás lo suficientemente fuerte para seguir adelante con tu vida? Te lo dice alguien que sabe de lo que está hablando, no lo olvides.
—Tu historia con mi padre biológico es distinta…
—¿Eso crees?
—No, realmente no lo sé porque nunca me la has contado. Me has dado pinceladas: que si te enamoraste de él ciegamente, que si eras una niña, que si lo dejaste todo por él para que luego te dejara tirada con un bebé. Pero, mamá, ¿cómo era él? ¿Era amable, divertido, serio? ¿A qué se dedicaba? ¿Cómo os conocisteis?
A doña Lucía se le llenaron los ojos de agua, pero no pudo contestar a ninguna de mis preguntas. Tan solo respondió:
—Algún día te hablaré de él, pero…, Marta, no estoy preparada todavía.
Se levantó de la silla sin terminar su café y se fue de casa. Cuando volvió, una hora y media después, parecía mucho más tranquila. Me pidió disculpas al pasar a mi lado y se dispuso a hacer la comida.
Alucinante… Mi madre me había pedido disculpas.
Aquella tarde acudí a Sound Music para reunirme con mi jefe, Daniel Aguado, y charlar de cómo había ido la gira y cuáles serían los planes que aguardaban en la discográfica para los chicos. Cuando caminaba por los pasillos de las oficinas me pareció que habían pasado mil años desde que acudí allí por primera vez a hacer la entrevista de selección. También fue el mismo día que me vi atropellada por el rockero del que ahora estaba perdidamente enamorada. Insisto: atropellada, porque Nick Mendoza había entrado en mi vida como un Lamborghini a toda velocidad, convirtiéndolo todo en un borrón a su paso. A pesar de que yo siempre había preferido la elegancia, el confort y las prestancias de un buen Mercedes.
El señor Aguado, tan puntual como de costumbre, me estaba esperando esa tarde en su despacho. Sonreí nada más verlo: ese día el hippy desfasado llevaba una camisa de girasoles inspirada en el cuadro de Van Gogh. Después del pendiente de Nick, no había tenido tantas ganas de arrancarme las retinas.
—Buenas tardes, Marta. ¡Cuánto me alegro de verte! —Me ofreció su mano para que se la estrechara—. Ya veo que has sobrevivido a los chicos estos meses.
—Sí, no ha sido tan difícil —dije con una sonrisa tímida. Si él supiera…
Me pidió que nos sentáramos pero antes me ofreció un café que tuve que rechazar. Eran las siete de la tarde y si tomaba cafeína no pegaría ojo esa noche…, aunque si iba a dormir en casa de Nick quizá no me vendría nada mal.
Y, como de costumbre, el Dios del rock estaba presente en mi mente.
Me di una colleja mental para centrarme en lo importante: en mi jefe.
—Solo quería felicitarte por tu excelente trabajo durante la gira —dijo el señor Aguado—. Los chicos están muy contentos contigo y nuestro equipo de comunicación también. Han hablado maravillas sobre tu organización, tu disponibilidad absoluta y tu buena predisposición ante los cambios de última hora.
—¡Oh! Gracias, para mí ha sido un placer trabajar con todos ellos. —«Especialmente con uno», pensé. Dios ¿qué me pasaba? ¿Estaba ovulando y tenía los estrógenos por las nubes?
—Creo que después del concierto de mañana deberías tomarte un par de semanas de vacaciones. —Me miró sonriente y añadió—: La banda estará dedicada en cuerpo y alma a grabar su segundo disco y puede prescindir de ti. Por nuestra parte, nos encantaría que siguieras con nosotros, pero tú decides si quieres renovar tu contrato por otros seis meses más.
—Sí, por supuesto.
Ser asistente no era el trabajo de mi vida, pero hasta que encontrara otro empleo quería seguir trabajando en Sound Music. Además, así podría ver a diario a Nick. ¡NOOOO! Otra vez pensando en él y no habían pasado ni seis horas desde la última vez que habíamos estado juntos. Ese hombre me había intoxicado el cerebro con sus feromonas.
—Perfecto. Pues nos vemos a finales de mes, con todo el planning de la promoción del segundo disco. —Alargó su brazo para estrecharme la mano.
—Me parece estupendo y también quería darle las gracias por darme esta oportunidad. —Sentí que me sonrojaba. Me daba vergüenza que pensase que estaba haciéndole la pelota, pero aquel hombre había confiado en mí y, sin que él lo supiera, me había ayudado más que nadie durante toda mi vida.
—Me las has dado haciendo un buen trabajo.
Salí del edificio de Sound Music con el pecho henchido de orgullo y más feliz que una perdiz. Era increíble que yo, una mujer derrotista por naturaleza, hubiera sido capaz de desempeñar un trabajo para el que no estaba preparada, lidiar con un grupo de rockeros, superar la ruptura con mi novio y arreglar mis problemas con Nick. Por supuesto, nada en la vida es perfecto y yo sabía que nuestra relación me daría más de un quebradero de cabeza. Especialmente si salía a la luz. En el aeropuerto, los fotógrafos estuvieron a punto de pillarnos in fraganti, así que había decidido ser yo la que se lo dijera a mi jefe a la vuelta de mis vacaciones. Esta vez no iba a cometer el error de ocultarme de nada ni de nadie. Tampoco huiría como una cobarde. Si algo había aprendido con Nick era que uno tiene que vivir la vida y el momento: marcar sus propias reglas y no las que dicten los demás. Y yo en ese instante solo deseaba ir a cenar con mi rockero, pasar una noche inolvidable y planear mis dos semanas de merecidas vacaciones. A mi vuelta, ya afrontaría las consecuencias de haberme enamorado de una estrella del rock.
Llegamos al DCODE Fest tres horas antes de que los Demonic Souls actuasen. Durante ese tiempo, la banda había posado para la prensa, había sido entrevistada por varios medios y nos había dado tiempo para disfrutar de unas cervezas y de los primeros conciertos. Me alegré de llevar las botas que me había regalado Nick, porque desde que pisamos el recinto no me había sentado ni un momento. Además esa tarde había elegido vestir cómoda: llevaba unos minishorts étnicos y un top negro de tirantes con el logo de Demonic Souls en el pecho y la palabra staff en la espalda.
Los chicos estaban en su salsa, rodeados de buena música, al fresquito y con barra libre de cerveza a su disposición. Tony era el más feliz de todos, por verse además rodeado de cientos de chicas. Sin embargo, el que más atenciones recibía por parte de las féminas no era otro que Nick Mendoza. El vocalista y líder de la banda no había parado ni un minuto de firmar autógrafos y charlar con sus seguidoras.
Charlar. Quizá ese no fuera el término correcto para explicar la relación Nick-fans. Quizá «dejarse querer» era más acertado. Cada cinco minutos, un chorreo de chicas enloquecidas se acercaban a él y mi novio (sí, ¡mi novio!) las escuchaba con su sonrisa de suficiencia y con esa pose de «nena, soy tu Dios; estoy por encima de todo». Aquella chulería me sacaba de mis casillas y, como al resto de mis congéneres, también encendía mi libido.
En fin… Yo también me había convertido en una más de sus fans.
Ellas, por supuesto, no eran conscientes de que su ídolo apenas les dirigía dos palabras seguidas. Y no es que Nick las menospreciara: al contrario, les daba dos besos o les pasaba un brazo por encima para hacerse el selfie de rigor. Simplemente se mostraba como siempre que estaba rodeado de desconocidos: distante, hermético y, diría yo, hastiado. Alguien que no lo conociera podría pensar que el cantante estaba representando su papel de estrella del rock; pero yo sabía que no era ni más ni menos que una armadura para protegerse del mundo.
Lo que no tenía tan claro es que le funcionara con fans enfebrecidas y hambrientas de deseo. De hecho, a medida que pasaba la tarde y más chicas de todo tipo (altas, bajas, rubias, morenas, delgadas, curvilíneas, esculturales…) se acercaban a hablar con él, más me aproximaba yo a mi lado oscuro. Una parte de mí me decía que esa era la vida de Nick. Tendría que acostumbrarme a verlo rodeado de mujeres espectaculares. Pero cuando has tenido un historial amoroso como el mío no es nada fácil confiar en la fidelidad de tu pareja. Al menos, para mí no lo era. Y mis dudas no se debían solo a que mi ex había llevado una doble vida mientras salíamos juntos; también provenían de mi propia experiencia. Yo, que me daba golpes en el pecho por ser fiel y honesta, había sucumbido a la tentación. ¿Cómo alguien puede confiar en su pareja cuando sabe lo fácil que es traicionar?
Así que no era de extrañar que la poca fe que tenía en mi nueva relación me abandonara aquella tarde. Concretamente, cuando una fan se levantó el vestido y puso su culo en pompa frente a la cara de mi novio para que le firmara las posaderas. Él ni parpadeó. Contempló el lienzo en blanco y, sin pensarlo dos veces, cogió el bolígrafo y le plantó su nombre allí. En todo el trasero. Para colmo, pude comprobar con mis propios ojos que le escribía una dedicatoria, ni más ni menos que de dos líneas. Doce malditas palabras.
No esperé a ver cómo le daba las gracias la chica o si esta le ofrecía su teléfono, como tantas fans habían hecho esa tarde. Simplemente me alejé de la zona vip, mostré mi pase especial al de seguridad y, corriendo por el backstage, me encerré en el camerino que la organización había asignado a los Demonic Souls. Me senté en una de las sillas y, sujetándome las rodillas, me hice una bolita. Necesitaba estar sola. Necesitaba calmarme. No podía tener un ataque de celos delante de Nick y arruinar un día tan importante para el grupo. Y lo más importante: me negaba a ser la mujer que fui con Xavier.
A los quince minutos sonó mi teléfono. Era Nick, pero no contesté. Los odiaba, a él y a esa fan, y me odiaba yo. A los diez minutos volvió a sonar. Tampoco respondí. Mi humor había mejorado, pero todavía me seguía sintiendo la mujer más imbécil del planeta. Me entró un wasap. Era él, de nuevo: «Marta, ¿dónde andas? ¿Estás bien?». Le respondí que estaba resolviendo unos problemas con alguien de la discográfica y que lo vería antes del concierto. Los chicos regresarían al camerino en menos de media hora y esperaba que para entonces se me hubiera pasado el cabreo.
A los pocos minutos alguien abrió la puerta de un golpe.
—¡Odio que me mientas! —Nick entró hecho un basilisco y cerró con otro portazo—. Todo el equipo de Sound Music estaba en la zona vip con nosotros, así que dime qué coño te pasa y por qué te has escondido aquí.
Me enderecé en la silla al ver aquel rostro, que minutos antes estaba sonriendo, convertido en Hannibal Lecter (pero en guapo).
—No me encontraba bien y…
—Marta, no te andes por las ramas y dime por qué te has escondido aquí. —Entrecerró los ojos y cruzó sus brazos esperando.
—Nick, estoy bien.
—Y una mierda. Te he tenido fichada toda la tarde y por la cara que tenías estabas molesta por algo. No me apetece andarme con preguntas y respuestas ni adivinanzas, nena. Nosotros ya hemos superado eso, así que habla de una vez.
Di un profundo suspiro y, mirándolo a los ojos, me sinceré con él. Solo esperaba no perder los papeles.
—Las fans… Bueno, no todas —me corregí—. Algunas me molestan cuando se toman demasiadas confianzas. —Nick no dijo nada ni hizo ningún gesto. Su impavidez provocó que siguiera hablando—. Y no me ha gustado que le mirases a esa chica el trasero cuando…
—Yo no he mirado a nadie. A la única que no he perdido de vista en toda la tarde es a ti.
—Nick, no mientas: le has mirado el culo.
—Mujer, ¿qué querías? ¿Qué le firmara el autógrafo con los ojos cerrados? No seas ridícula…
—¿Me estás llamando ridícula? Aquí el único ridículo eres tú prestándote a eso. —Ahora la que estaba de mala leche era yo—. No me gusta, Nick, ¡lo siento! Y no creo que a ninguna mujer le apetezca contemplar cómo docenas de chicas le ponen el culo, las tetas y las manos encima a su novio.
—Marta, las fans forman parte de este mundillo, pero tú y yo estamos a otro nivel.
—Sí, ahora me dirás que soy diferente. Pues ¿sabes qué he recordado cuando le estabas escribiendo a esa en todo el pompis?
Nick supo al instante de lo que estaba hablando: yo, en la cama, tendida boca abajo, y él escribiendo versos en mi espalda. Lo supe porque perdió todo el color en su cara y sus ojos mostraron cierto entendimiento.
—No es lo mismo, ángel. Y deberías saberlo.
—Quizá el problema soy yo, Nick. No te creas que no lo he pensado. Soy tan insegura que no voy a ser capaz de verte siempre rodeado de mujeres… Probablemente esto nuestro no vaya a funcionar. —Se me truncó la voz antes de terminar de hablar.
Los ojos de Nick se crisparon por la ira. Dejó caer sus brazos al lado de su cuerpo y apretando los puños dio dos pasos hacia mí. En un suspiro, me agarró de los hombros, de la silla y me apoyó contra la pared. Para que no pudiera moverme, presionó su cuerpo contra el mío y comenzó a besarme con ansia. Con desesperación.
—No voy a permitir que te rindas tan fácilmente. No voy a perderte por una chorrada como la de esta tarde —me advirtió durante los breves segundos que separó sus labios de los míos.
Iba a responderle que lo sucedido en la zona vip no era ninguna tontería cuando, de pronto, sentí sus manos desabrochando mis shorts.
—¿Qué haces? ¡Los chicos llegarán en menos de diez minutos! —exclamé, tratando de alejar sus dedos del botón de mi pantalón.
Nick obvió mi pequeña resistencia y comenzó a besarme de nuevo desesperado.
—Seré rápido, nena —aseguró completamente excitado. Traté de resistirme una vez más, pero hizo esa cosa con su lengua en mi boca que me ponía a mil y… adiós, muy buenas. Aflojé mi resistencia y él comenzó a desabrocharme por completo los pantalones.
—Nick —gimoteé en sus labios. Mi mente trataba de poner algo de sentido común a aquella situación—. Los problemas no se solucionan con sexo…
—En tu mundo, no. En el mío, sí. —Succionó mi lengua y luego, tras liberarla, me rogó—: Déjame demostrarte cuánto te deseo, por favor.
Acercó sus caderas a las mías por si tenía alguna duda de que estuviera mintiendo y sentí su excitación a través de nuestra ropa. Después comenzó a frotarse contra mí, mientras poco a poco iba tirando de mis pantaloncitos hacia los tobillos. Cuando se encontró con mis braguitas, le escuché hacer un chasquido con la lengua y me dijo con una sonrisa perversa:
—Uau, de leopardo… Demasiado hardcore para romperlas, ¿no?
No supe qué contestar. Todo apuntaba a que era una pregunta trampa, así que aguanté el tipo y me mantuve quieta mientras las arrastraba por mis piernas. Cuando cayeron también sobre mis tobillos, me ayudó a sacarlas. Se incorporó de nuevo y me pareció todavía más alto de lo que era. Entonces caí en la cuenta de que yo ese día no llevaba tacones y, lógicamente, mi cara quedaba a la altura de su pecho. Escuché que bajaba su cremallera y el ritmo de mi corazón se aceleró. Me sujeté con fuerza a sus hombros y lo besé profundamente. Noté sus manos por detrás de mis muslos y me preparé para lo que haría después: levantarme a la altura de sus caderas. Enredé mis piernas alrededor de él y, en el instante en que elevé mis ojos para admirar su magnífico rostro, se clavó en mí. Di un respingo contra la pared por el sobresalto y contuve el aliento unos segundos, mientras se hundía más y más adentro. Era doloroso y placentero a la vez.
Cerré los ojos para perderme en aquel mar de sensaciones: su respiración agitada sobre mi cabeza, su olor masculino e intoxicante, sus gemidos roncos, el ritmo incesante de sus caderas…
—Ahhh, síííí… —me oí suspirar de placer.
—¿Ves, Mary Pops? No hay color, entre miles de mujeres te elegiría siempre a ti.
Aquellas palabras calaron en lo más profundo de mi mente y mi cuerpo respondió fundiéndose en un calor abrasador. Nick empujó mucho más fuerte dentro de mí y siguió haciéndolo a un ritmo frenético, imparable… Al cabo de unos minutos estallé en un orgasmo intenso, magnífico, sublime… Casi tóxico.
A los pocos segundos, él emitió un gruñido de satisfacción como nunca antes le había oído y presionó sus caderas contra las mías deleitándose con su propio placer. Saboreando su clímax.
Nos quedamos allí, unidos contra aquella fría pared, sonriéndonos como dos bobos, hasta que los golpes de la puerta nos despertaron de aquel estado de estupor.
Nick gritó algo hacia la puerta y comenzó a recolocarse su bóxer y sus vaqueros. Cuando me agaché a coger mi ropa del suelo, se adelantó y me quitó las bragas de la mano de un tirón.
Me quedé con la boca abierta cuando se las guardó en el bolsillo.
—No pongas esa cara. Van a ser mi amuleto de la suerte esta noche en el escenario.
—¡Ni lo sueñes! No pienso ir toda la noche sin ropa interior.
—Nena, piensa que estás haciendo un bien al grupo cediéndomelas. —Y guiñándome un ojo se alejó hacia la puerta.
(Nota mental: comprar lencería amarilla a porrillo).
Me subí los shorts preguntándome por qué con aquel hombre siempre terminaba con las bragas bajadas.
O sin ellas.
Después de más de media hora de espera, por fin los Demonic Souls hicieron su aparición en el escenario. La hora prevista eran las nueve de la noche de aquel viernes, pero debido a «problemas de organización» los chicos se hicieron de rogar más de lo que a mí me habría gustado. Aquel contratiempo me supuso toneladas de paciencia para no asesinar al bajista del grupo. Desde que Tony entró en el camerino, tuve que soportar sus constantes pullas y bromas respecto a lo que su amigo y yo habíamos estado haciendo allí dentro. En cuanto Nick abrió la puerta, empezó con su clásica diatriba de «aquí huele a sexo». Lo volvía a repetir cada vez que pasaba a su lado y, por si no me sentía suficiente incómoda, fingía olisquearme como si fuera un perro. Al final se ganó un collejón por parte de Nick, poca cosa para el rodillazo que yo le habría dado en la entrepierna.
Ese fue el motivo por el que decidí no acompañarlos al escenario y buscarme un buen sitio en la zona vip para ver el concierto. Además, allí estaban esperándome Félix, mi hermana y un grupo de amigas de esta. Después de remover cielo y tierra, les había podido conseguir pases gratis para asistir al festival.
Tampoco fue nada fácil llegar hasta las primeras filas donde se encontraban mis invitados. Ellos querían tener un buen campo de visión del escenario, pero no pensaron que yo tendría que batallar con miles de personas para abrirme paso hasta ellos. Cuando conseguí localizarlos, estaba empapada en sudor y con los pies doloridos de recibir pisotones. En cuanto me vieron, Félix y el resto me hicieron un hueco y comenzamos a gritar hacia el escenario contagiados por el público. A los pocos minutos, el escenario se iluminó y los primeros acordes de «Under the sheets», el archiconocido tema de los Demonic Souls, retumbaron por los altavoces del recinto. El público estalló en aplausos y alaridos y un haz de luz se deslizó por el recinto iluminando a la multitud enfebrecida. La voz ronca y supersensual de Nick se abrió entre el estruendo y, como si fuera otra más de sus fervientes fans, rompí a chillar enloquecida. Sin dar crédito, Cris y Félix se unieron a mí y juntos coreamos la letra de la canción. Nick estaba soberbio sobre el escenario: destilaba esa seguridad de alguien que ha nacido para estar subido a las tablas y ese rollo inalcanzable de las superestrellas. Tras la entrada, gritó: «¡Buenas noches, Madrid!» y animó al público a darlo todo. Hizo una señal a Edu, el batería, y volvió a sonar por los altavoces otro de sus grandes éxitos. La multitud cantaba junto a su ídolo las letras de aquel tema tan conocido, y pude contemplar con orgullo cómo todos los allí presentes no paraban de bailar. Como era habitual en su show, entre canción y canción Nick hacía comentarios simpáticos y subiditos de tono para despertar los alaridos de las fans. Hubo un momento que incluso yo le lancé algún que otro piropo, aun sabiendo que a la distancia que estaba no me escucharía.
Una hora y cuarto después, llegaba el final del concierto. La luz del escenario se hizo más tenue y, después de dar un trago a su cerveza, el cantante anunció en primicia el título del próximo single de su segundo disco: «Luxury shoes».
Lo primero que pensé al escuchar aquellas dos palabras es que no podía ser cierto. Un rockero no iba a cantar sobre zapatos de lujo. Si yo había sido la culpable de que escribiera versos sobre accesorios de moda, Nick ya podía hacerse un cursillo en CEAC, porque su carrera como músico tenía los días contados.
El público se quedó en silencio, expectante, a excepción de algunos fans que no dejaban de silbar. Tony irrumpió en el escenario tocando un ritmo envolvente y repetitivo con su bajo. A los pocos segundos entró la batería y, en un golpe explosivo, Nick y Charlie se unieron con sus guitarras para dar forma a aquella melodía. La multitud comenzó a bailar (o más bien a saltar) para seguir aquel ritmo pegadizo, frenético y que se alejaba sutilmente del estilo al que nos tenían acostumbrados los Demonic Souls. De pronto, Nick se acercó al micrófono y, sosteniéndolo con sus dos manos, comenzó a cantar las primeras frases. Como el noventa por ciento de sus canciones, esta también era en inglés y, con todo el alboroto a mi alrededor, no me iba a ser fácil comprender la letra. Traté de concentrarme y, aunque había palabras que no entendía, mi cerebro pudo traducir alguno de sus versos; versos que desencadenaron una secuencia de flashbacks.
«Ella parece de otro mundo. Es intocable, altiva. Tiene miedo. Mira el mundo sobre sus zapatos de lujo…».
Primer flashback: Nick acercándose a mí en la terraza del Irish Bar y yo aterrorizada, pensando que iba a atracarme.
«La elevo hasta tocar el cielo. Quiero que vuele, que baile conmigo. Sobre mis hombros, sus zapatos de lujo…».
Nick y yo en el baño de aquel club de striptease. Con su boca entre mis muslos.
«La siento en mis venas. Me rompe, me desangra, me succiona. Siempre con sus zapatos de lujo…».
Aquella mañana, tumbados en la cama del hotel, cuando me habló por primera vez sobre la muerte de su madre. Yo tratando de calmar su dolor, amándolo con mi boca.
«Ella parece de otro mundo. Es intocable, altiva. Tiene miedo…».
Cuando Nick comenzó a repetir el estribillo, salí de aquella ensoñación. Mi cara estaba al rojo vivo. Estaba contando nuestra historia en cada verso de aquella canción. Me dije que, salvo nosotros, nadie de los presentes podría intuir de qué estaba hablando o quién era la protagonista. Bueno, por la forma en que me miraba Cristina, quizá mi hermana se hacía alguna idea de qué iba todo aquello. Sin embargo, no hizo ningún comentario y siguió disfrutando del concierto. Yo seguía escuchándolo totalmente hipnotizada. Pude comprobar que la gente seguía el ritmo entusiasmada y, cuando finalizó la canción, estallaron en aplausos. Esa era una buena señal. «Luxury shoes» había tenido muy buena acogida.
Tras el single debut, los Demonic Souls tocaron dos canciones más y se despidieron del público. Antes de abandonar el escenario, los músicos tiraron sus púas; Edu, sus baquetas; y Nick mostró mis bragas de leopardo al público y, acercándoselas a los labios, las besó.
El público rompió a silbar y a aullar con frenesí. Yo apreté mis muslos y suspiré aliviada al comprobar que se las volvía a guardar en el bolsillo.