Capítulo 2

Nadie visita Moscú en febrero solo por diversión.

Quizá por ese motivo la agente de aduanas miró con curiosidad a la adolescente con una estatura por debajo de la media que esperaba en la fila detrás de personas de negocios y expatriados que llegaban a Nueva York ese día escapando del invierno ruso.

—¿Cuánto tiempo ha durado la visita? —preguntó la agente.

—Tres días —respondió la chica.

—¿Tienes algo que declarar? —La agente de aduanas bajó la cabeza y estudió a la chica por encima de sus gafas de media luna—. ¿Te has traído algo para casa, cielo?

La chica se lo pensó durante un segundo y negó con la cabeza.

—No.

Cuando la mujer le preguntó si viajaba sola sonó más como una madre preocupada de que una chica tan joven viajara sola por el mundo que como una oficial del gobierno realizando los trámites correspondientes.

Sin embargo, la chica parecía muy tranquila. Sonrió y respondió que sí.

—¿Y has viajado por negocios o por placer? —le preguntó la mujer levantando la vista del papel azul claro de la aduana a los ojos azules de la chica.

—Placer —dijo la joven. Cogió su pasaporte—. Tenía que ir a una fiesta.

Aunque esa tarde de sábado acababa de aterrizar en Nueva York, mientras cruzaba el aeropuerto, Katarina Bishop no podía evitar que su mente se perdiera pensando en todos los lugares a los que aún tenía que ir.

Había un Klimt en El Cairo, un Rembrandt precioso que se rumoreaba que estaba escondido en una cueva de los Alpes suizos, y una estatua de Bartolini vista por última vez en algún lugar en las afueras de Buenos Aires. En total, sumaban al menos media docena de trabajos que podían surgir después de aquel y los pensamientos de Kat iban de uno a otro como dentro de un laberinto. Aun así, la parte que más le pesaba eran los trabajos que aún no conocía, los tesoros procedentes de saqueos de los que no se había oído hablar todavía. Los nazis necesitaron un ejército para robarlos todos, se dijo. Pero ella era solo una chica, una ladrona. Se agotaba solo de pensar que posiblemente tardaría toda una vida en robarlos otra vez.

Cuando pisó las largas escaleras mecánicas y comenzó el descenso, Kat ignoró por completo al chico alto de hombros anchos colocado detrás de ella hasta que sintió que el peso de su hombro se aligeraba. Se dio la vuelta y levantó la mirada, pero no sonrió.

—Será mejor que no intentes robármelo —dijo.

El chico se encogió de hombros y estiró la mano para coger la pequeña maleta con ruedas a los pies de ella.

—No me atrevería.

—Porque se me da muy bien gritar.

—No lo dudo.

—Y pelear. Mi prima me dio esta lima que es como una navaja.

El chico asintió despacio.

—Lo tendré en cuenta.

Cuando llegaron al final de las escaleras, Kat pisó el suave suelo y se dio cuenta de lo insensato —e increíblemente descuidado— que había sido por su parte no haberse fijado en el chico al que todas las demás mujeres de la terminal miraban con descaro. No le miraban porque fuera guapo (aunque sí lo era), no porque fuera rico (aunque eso también resultaba innegable); W. W. Hale Quinto tenía algo, una confianza que Kat sabía que no se podía comprar (y casi seguro que robarse jamás).

Así que le dejó que le llevara las maletas. No protestó cuando caminó tan cerca de ella que su hombro chocó contra el brazo de su gruesa chaqueta de lana. Y aun así, más allá de eso, no se tocaron. Ni siquiera la miró cuando le dijo:

—Habría enviado el jet.

—Es que... —Levantó la mirada hacia él—. Intento acumular kilómetros.

—Bueno, en ese caso...

Un segundo después, Kat vio su pasaporte aparecer en las manos de Hale como por arte de magia.

—¿Qué tal ha ido en Moscú, señorita... McMurray? —La miró—. No te pega el nombre de Sue.

—Hacía mucho frío —respondió Kat.

Pasó las hojas del pasaporte y estudió los sellos.

—¿Y Río?

—Mucho calor.

—¿Y...?

—Creía que mi padre y el tío Eddie te habían citado en Uruguay. —Se detuvo de repente.

—Paraguay —corrigió él—. Y fue más una invitación. La rechacé con todo mi pesar. Además, tenía muchas ganas de hacer un trabajito de esos de Allanar y Coger en una mansión con la mitad del antiguo KGB presente. —Suspiró profundamente—. Una pena que nunca me invitaran para eso.

Kat lo miró.

—Fue más Charlar y Coger.

—Qué lástima. —Hale sonrió pero Kat no sintió calidez en el gesto—. Me han dicho que el esmoquin me queda muy bien.

Kat lo sabía. Estaba presente cuando su prima Gabrielle se lo dijo, pero también era consciente de que el tema no era el esmoquin.

—Ha sido un trabajo fácil, Hale. —Kat se acordó del frío viento en su pelo mientras estaba en la ventana. Pensó en el clavo vacío que seguramente nadie vería hasta la mañana y no pudo evitar reírse—. Demasiado fácil. Te habrías aburrido.

—Sí —dijo—. Porque fácil y aburrido son dos palabras que suelo asociar con el KGB.

—Me fue bien Hale. —Estiró la mano para tocarle—. En serio. Era un trabajo para una persona. Habría llamado si hubiera necesitado ayuda pero...

—Supongo que no necesitaste ayuda.

—La familia está en Uruguay.

—Paraguay —le corrigió.

—La familia está en Paraguay —pronunció elevando la voz pero después se escuchó hablar casi en un susurro—. Creía que estabas con la familia.

Dio un paso hacia ella, estiró la mano y le deslizó el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta, justo sobre el corazón.

—No me gustaría que lo perdieras.

Cuando él echó a andar, Kat observó cómo se abrían las enormes puertas de cristal. Se abrazó a sí misma bajo el viento helado, pero Hale parecía inmune al frío cuando se dio la vuelta para dirigirse a ella.

—Así que un Cézanne, ¿eh?

Ella levantó dos dedos a escasos centímetros de distancia.

—Es uno pequeño... ¿Weatherby? —intentó adivinar, pero Hale se limitó a reír mientras el largo coche negro paraba junto al bordillo—. ¿Wendell? —probó Kat de nuevo.

Se dio prisa para alcanzarle. Se deslizó entre el chico y el coche y allí, de pie con la cara de él a escasos centímetros de la de ella, la verdad de qué significaban las «W» de su nombre no parecía importar. Las razones por las que se había pasado todo el invierno trabajando se las llevó el viento.

Hale estaba ahí.

Pero entonces se acercó un poco más, hacia ella y hacia una línea de la que no había vuelta atrás, y Kat sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón.

—Perdone —dijo una voz profunda—, señorita, perdone.

Kat tardó un momento en escuchar las palabras, en dar un paso atrás para dejar el espacio suficiente para que el hombre alcanzara la puerta. Tenía el pelo gris, los ojos grises y un abrigo de lana gris que, en opinión de Kat, creaban el efecto de que pareciese en parte mayordomo, en parte conductor y en parte hombre de acero, literalmente.

—Me has echado de menos, ¿verdad, Marcus? —le preguntó mientras él cogía las maletas y las llevaba hasta el maletero abierto con elegante facilidad.

—Por supuesto —respondió con su fuerte acento británico que Kat había dejado de intentar identificar hacía tiempo—. Bienvenida a casa, señorita —terminó con una inclinación del sombrero.

—Sí, Kat —dijo Hale, despacio—. Bienvenida a casa.

Hacía calor en el coche. Los caminos que llevaban a la casa de color rojizo del tío Eddie o a la casa de campo de Hale estaban limpios de hielo y nieve y los dos habrían llegado a algún lugar seco y seguro en menos de una hora.

Pero Marcus se había demorado un segundo de más en la puerta. Los quince años de Kat como sobrina nieta del tío Eddie e hija de Bobby Bishop le habían afilado los sentidos. Y el viento soplaba en la dirección adecuada, estaba calibrado a la perfección para transportar la palabra que una voz gritó.

—¡Katarina!

En toda su vida, solo tres personas llamaban habitualmente por su nombre entero a Kat. Una de ellas tenía una voz profunda y áspera, y en aquel momento se encontraba dando órdenes en Paraguay. O en Uruguay. Otra tenía una voz suave y agradable pero estaba en Varsovia, examinando un Cézanne largo tiempo perdido y elaborando los planes necesarios para llevarlo a casa. La tercera era la que Kat temía encontrarse al darse la vuelta, porque la última voz, asumámoslo, pertenecía al hombre que, con toda probabilidad, quería matarla.

Kat observó la larga fila de taxis que recogían a sus clientes y a los viajeros que se abrazaban y saludaban. Esperó. Observó. Pero no vio a ninguna de esas tres personas.

—¿Katarina?

Una mujer se acercaba a ella. Tenía el pelo blanco y los ojos amables y vestía un largo abrigo de tweed y una bufanda tejida a mano que le rodeaba el cuello. El joven que avanzaba a su lado la llevaba abrazada por encima del hombro; ambos se movían despacio, como si Kat estuviera hecha de humo y pudiera desaparecer con el viento.

—¿Eres Katarina Bishop? —preguntó la mujer con los ojos abiertos de par en par—. ¿Eres la chica que robó en el Henley?