Capítulo 16

Amelia Bennett no había llegado a ser la mujer de mayor rango en el departamento de menor importancia de la Interpol por no saber leer entre líneas o unir los puntos. La mayoría de gente consideraría trabajar en la sede mundial un ascenso, subir un peldaño. Para el observador externo, la oficina principal de la Interpol constituía el epítome de la resolución de crímenes en el siglo XXI y, aun así, para Amelia Bennett era como una cárcel.

Pero con un sótano mucho más interesante.

Aquella mañana de viernes, paseaba por la sede con un fajo de archivos polvorientos bajo el brazo y una expresión de determinación férrea en la cara y, cuando llegó a la puerta de su jefe, entró directamente sin llamar.

—¡Bennett! —soltó Artie Dupree—. ¿Qué estás...?

Pero el ruido de siete kilos de archivos polvorientos y de registros al caer sobre el escritorio le interrumpió.

—¿Qué es todo esto?

—Pruebas —dijo Amelia.

El hombre manoseó uno de los archivos que tenía delante.

—¿El trabajo de la Daga turca? Eso pasó en 1916, ¿no?

Amelia se cruzó de brazos y sonrió.

—Así es.

Entonces llegó el turno de su jefe de esbozar una sonrisa.

—Bueno, pues gracias a Dios que lo has resuelto.

Como investigadora entrenada y mujer de gran intuición, Amelia captó el tono en la voz de su superior que le indicaba que se retirara, pero decidió no hacer caso.

—Lo hizo él, Artie.

—¿Quién?

Amelia apoyó las palmas sobre el escritorio y se inclinó hacia él.

—Visily Romani.

Artie se enfurruñó.

—La investigación del Henley está en manos de las autoridades pertinentes, Amelia. A menos que en los archivos del sótano haya un pasadizo secreto hasta Londres que yo desconozca, te recomendaría que...

Amelia movió la mano hasta su esbelta cadera y miró al hombre que se sentaba al otro lado del escritorio.

—Tengo que darte las gracias, Artie. Es decir, ¿sabes lo que consigues cuando te pasas ocho semanas rebuscando entre cajas de archivos olvidados?

Artie estiró el cuello hacia arriba para mirarla.

—¿Cortes por el papel?

—Historia.

Amelia sonrió como si al final fuera él quien tuviera las de perder. Cogió el archivo más cercano y lo tiró al otro extremo del escritorio.

—Viena en 1962. París en 1926.

Otro archivo aterrizó en lo alto de la pila, parecía que el hombre sufría de verdad, como si tanto polvo y desorden fueran demasiado para sus delicados sentidos.

—¿Qué tienen todos en común? —le preguntó como si fuera una profesora planteando un reto a un alumno.

—Escúchame un segundo, Amelia, soy un hombre muy ocupado...

—Todos son objetivos destacados. Todos están planeados de forma impecable, casi elegante.

—Amelia, de verdad...

—Y en cada archivo se encuentra un hombre: Visily Romani.

Rebuscó entre los archivos y sacó hojas marcadas para enseñárselas a su jefe.

—Manifiestos de carga de Berlín en 1935. —Señaló una firma—. Romani. Declaración de un testigo fuera de Turquía. El nombre del testigo es...

—Romani —terminó de decir Artie Dupree por ella y después suspiró con exasperación—. ¿Qué tiene que ver todo esto con el Henley?

—Una docena de golpes en una docena de ciudades durante el curso de los últimos noventa años. ¿Y quién sabe cuánto tiempo antes de eso?

Entonces fue el turno de sonreír de su jefe.

—¿Noventa años? —preguntó, y su respuesta sonó como si estuviera pensando morder el anzuelo—. El señor Romani se ha mantenido muy ocupado.

—Ese es el tema, Artie. ¿Qué pasa si Romani no es un hombre? —sugirió Amelia, inclinándose hacia delante.

—Estupendo. Alertaremos a Scotland Yard y les diremos que estamos buscando a un vampiro. O a un hombre lobo. Supongo que habrás contrastado la información con los ciclos lunares.

—¿Qué pasa si es solo un nombre? —preguntó Amelia, sin dejarse intimidar. Extendió los archivos sobre el escritorio—. Un nombre que ha utilizado un montón de gente durante mucho tiempo.

—Excelente.

Su jefe apartó los archivos y volvió a su orden, a sus listas y a su vida.

—Lo has descifrado. Muy buen trabajo. Voy a llamar al Henley ahora mismo para decirles que el Ángel volviendo al cielo de Leonardo lo robó un nombre.

—Estos son algunos de los crímenes sin resolver más famosos de la historia. ¿No te das cuenta?

—Veo que son de hace décadas y que las palabras clave son «sin resolver».

—Es un vínculo común. Un hilo conductor. Estos crímenes están relacionados y si conseguimos...

—¿Sabes dónde se encuentra el Ángel? —le soltó y Amelia retrocedió un paso de forma involuntaria.

—No.

—¿Tienes información que nos lleve al arresto de ese tal Romani... —Se atrancó, se aturulló—. ¿O Romanis?

—Si realizamos una investigación...

—¡Bennett! La última vez que dirigiste una investigación juraste que atraparías a Robert Bishop.

Amelia se cruzó de brazos y bajó la mirada.

—Sí, entiendo por qué esa investigación podría ser una decepción. Solo obtuvimos como resultado el arresto de un criminal internacional y recuperamos una estatua de un millón de dólares y cuatro cuadros de valor incalculable que llevaban sesenta años desaparecidos.

—Si de verdad quieres resolver lo que ocurrió en el Henley, te sugeriría que hablaras con tu hijo. —Artie Dupree se puso las gafas—. Después de todo, él estuvo allí... Espera, ¿qué es lo que estaba haciendo allí? No lo recuerdo.

El hombre planteó la pregunta que él y otros ya habían planteado antes.

—Me dijo que estaba allí debido a un profundo amor por el arte.

—¿Pero tú no lo crees?

—Es un adolescente. Estoy segura de que lo que de verdad quería decir era que estaba allí para impresionar a una chica.

El hombre la estudió como si todo aquello fuera información nueva (no lo era). Suspiró como si pudiera entender sus problemas (no podía). Y la miró como si su sonrisa pudiera eliminar el escozor de su situación actual (no lo consiguió ni por asomo).

—Entonces, supongo que ya no hay nada más que pueda hacer por ti, ¿no, agente Bennett?

—No —respondió Amelia mientras recogía los archivos polvorientos y los sujetaba pegados a su traje negro—. Tengo todo lo que necesito.

A pesar de ser una observadora con un entrenamiento de élite y poseer una gran destreza, hubo muchas cosas que Amelia Bennett no vio en su viaje de vuelta a los archivos del sótano. Después de todo, parecía una mañana típica en la que una masa de gente deslizaba sus tarjetas y entraba en el edificio. Los trabajadores empujaban carritos y escaneaban papeles, era un día como cualquier otro a orillas del Ródano.

Bueno, al menos eso era lo que parecía hasta que el ramo de flores frescas dirigido al subdirector fue trasladado desde el mostrador de recepción hasta las oficinas de la última planta haciendo sonar media docena de detectores de peligro biológico por el camino.

Unos momentos después, en la segunda planta, una botella de producto de limpieza para moquetas empezó a burbujear y a producir gases en apariencia tóxicos. El director de la división de seguridad interna de la Interpol se encontraba a mitad de camino de la sala de correos cuando escuchó que una cafetera nueva se había prendido fuego de forma espontánea. Un horno de la cafetería revisado recientemente empezó a vomitar un humo tan denso que nadie podía ver.

—¿Qué está pasando? —quiso saber uno de los guardias de la sala de seguridad.

—Todos los retretes del baño de hombres del cuarto piso acaban de estallar —exclamó alguien más.

Por todo el edificio las sirenas gritaban y los sensores se volvieron locos. Cuando la voz electrónica empezó a resonar por el edificio diciendo «HA HABIDO UNA BRECHA EN EL PROTOCOLO DE SEGURIDAD. POR FAVOR, DIRÍJANSE A LA PUERTA MÁS CERCANA», primero en francés, después de nuevo en árabe, inglés y español, solo había una cosa que hacer.

En su favor, hay que decir que todas y cada una de las personas presentes en la sede mundial de la Interpol reaccionaron de la forma calmada y ordenada que cabría esperar de ellos. A cualquiera que observara desde el otro lado del río no le parecería más que un incidente sin importancia, un ejercicio. Después de todo, los retretes explosivos no constituían un incidente internacional. Muchos de los agentes de la Interpol declararon después que, si no supieran que era imposible, habrían jurado que eran testigos de las bromas inofensivas de unos niños.

Bueno, al menos eso era lo que parecía hasta que aparecieron los primeros camiones de bomberos con sus luces giratorias y sus sirenas a todo volumen. La policía también llegó rápidamente al lugar, casi demasiado rápido dirían algunos, para levantar las barricadas y cortar el tráfico.

Sin embargo, no fue hasta que apareció el enorme furgón de la unidad antibombas cuando la gente se apiñó en las aceras y empezó a preguntarse si el asunto no sería algo más serio que alguna broma elaborada.

—¡Apártense! —gritó el más alto de los enmascarados vestidos con pesados trajes protectores. Ladró órdenes a un hombre con un walkie-talkie—. ¿Ha salido ya toda la gente?

—Sí —dijo el hombre. Parecía ligeramente confuso y bastante molesto—. Pero solo han sido los retretes... ¿No podemos volver adentro y...?

—Ahora escúcheme —gritó el hombre enmascarado. Tenía la voz profunda y, cuando hablaba, parecía como si toda la multitud se detuviera a escuchar—. Este lugar tiene los mejores detectores de amenazas biológicas que se puedan pagar con dinero y, en los últimos veinte minutos, se han disparado nueve. En mi departamento, nos tomamos esas cosas muy en serio. ¿Qué me dice?

El hombre del walkie-talkie permaneció en silencio, sopesando la imagen de máquinas de café traviesas y retretes explosivos contra las palabras del hombre enmascarado.

—Hagan lo que tengan que hacer —dijo, y dejó que cuatro hombres enmascarados cruzaran las brillantes y pulidas puertas de la Interpol.

Katarina Bishop no tenía claustrofobia, o eso se decía a sí misma cada vez que cogía aire dentro de la pesada máscara. En una ocasión, voló de El Cairo a Estambul encerrada en un sarcófago de oro macizo, así que no era el espacio reducido lo que provocaba que el corazón le palpitara con fuerza en el pecho ni que le sudara la cara mientras seguía a Hale por la grande y amplia escalera, corriendo hacia la unidad principal que albergaba la segunda planta.

Hale se detuvo al llegar al rellano superior, miró a ambos lados y se quitó la máscara de la cara.

—Simon, tú por allí. —Señaló al largo pasillo vacío—. Gabrielle, tú puedes...

Pero Hale no pudo terminar. Kat no pudo moverse. Ninguno pudo hacer nada excepto observar cómo el pie de Gabrielle tropezaba en el último escalón, se torcía el tobillo y Gabrielle caía escaleras abajo hasta el rellano.

Kat y Simon se miraron el uno al otro como para comprobar que habían visto lo mismo, que Gabrielle se había caído.

Solo Hale consiguió correr hacia ella.

—¿Estás bien?

Pero ni siquiera Gabrielle parecía capaz de procesar lo ocurrido. Levantó la vista y se encontró con la mirada de su prima.

—Kat, ¿me acabo de caer?

—Sí —respondió Kat—. Me parece que sí.

—Pero yo nunca me caigo —rebatió Gabrielle, como si hubiera habido algún tipo de error.

—¿Puedes ponerte de pie? —preguntó Hale tendiendo una mano para ayudarla, pero Gabrielle se rio.

—Claro que puedo... ¡Au!

El dolor que se reflejó en su cara fue rápido e intenso pero fue un sentimiento de pánico diferente el que impregnó su voz al hablar.

—Kat, no puedo ponerme de pie.

—Lo sé, Gabs. Todo saldrá bien. Quédate aquí sentada en la escalera y espéranos. Simon y Hale pueden ocuparse de la unidad principal. Yo me encargo de los archivos en disco duro y...

—Estoy maldita —dijo Gabrielle como si no hubiera escuchado una palabra—. Tiré la Esmeralda de Cleopatra para que se deslizara por el suelo y ahora estoy... Maldita.

—No seas tonta —dijo Kat al acercarse a su prima.

—¡No me toques! —exclamó Gabrielle—. Puede que sea contagiosa.

—Kat... —Había un tinte de impaciencia y miedo en la voz de Hale—. Tenemos que ponernos en marcha —dijo, y tenía razón.

—Marchaos —soltó Gabrielle—. Puedo vigilar las puertas desde aquí.

—Pero... —empezó a decir Simon.

—¡Marchaos! —gritó Gabrielle y Kat supo qué tenía que hacer.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que aparezca la unidad antibombas real? —preguntó Hale arriesgándose a mirar a través de los enormes ventanales.

—¿En el mejor de los casos? —preguntó Kat. Hale asintió—. Démonos prisa.

Así que Kat estaba sola cuando se encaminó hacia las profundidades del edificio, más allá de la división de inteligencia contraterrorista, a través de todo un pasillo adornado con retratos de los secretarios generales pasados. Caminar por aquellos pasillos en concreto debería ser lo máximo en allanamientos pero se sentía como si estuviera en cualquier otro edificio de oficinas. Corrió más rápido, confiando en los planos que tenía almacenados en su memoria para llegar hasta la pequeña puerta con el cartel aún más pequeño que rezaba «ARCHIVOS».

Abrió la puerta, entró y voló escaleras abajo, adentrándose cada vez más en las entrañas del edificio.

—Simon, ¿cuál es tu situación? —escuchó preguntar a Gabrielle tres plantas más allá.

—Bueno, su encriptación es muy buena, pero he conseguido introducir un gusano en su...

—En nuestro idioma, colega —le recordó Hale.

—Casi he terminado.

—¿Kat? —preguntó Hale justo cuando Kat alcanzó el final de las escaleras y abrió otra puerta que daba a un pequeño rellano—. ¿Kat? —preguntó de nuevo—. ¿Cuál es tu...?

—Mmm, chicos... —Kat agarró la fría barandilla—. ¿Sabéis que la Interpol es una especie de repositorio de información, no? —No esperó a que le respondieran—. Creo que acabo de encontrar... el almacén principal.

Desde su posición en el rellano en la parte superior de las escaleras, Kat podía ver con facilidad la sala que se extendía ante sus ojos, tan vasta e infinita como un laberinto. Estanterías y archivadores, miles de archivadores, llenaban un espacio que parecía tan largo como el mismo edificio. Una tenue luz industrial zumbaba en el techo y el lugar olía a polvo y desuso. Al mirar abajo, Kat no pudo evitar no sentir que lo que en realidad había encontrado era el cementerio, el lugar al que los viejos trabajos van a parar después de morir.

—Veinticinco por ciento descargado —dijo Simon desde arriba.

Kat bajó las escaleras a saltos, siguiendo las señales borradas a través de pasillos polvorientos que parecían estar a años luz de las oficinas elegantes y el mobiliario moderno que dominaba en los pisos superiores. Corrió hasta que por fin alcanzó la parte más profunda y oscura de la sala y los armarios dedicados a los crímenes artísticos y culturales.

—Chicos, escuchad —oyó decir a Gabrielle—, ¿qué aspecto tendrá la verdadera unidad antiexplosivos?

—Como nosotros —se escuchó decir Kat al mismo tiempo que Simon y Hale.

—Entonces creo que va siendo hora de dirigirnos hacia la salida —les advirtió Gabrielle y Kat sintió que se le aceleraba el corazón.

—Vale, lo tengo. Estoy listo —exclamó Simon.

—Gabrielle, voy a buscarte —dijo Hale.

Kat prácticamente sentía a su equipo trabajar, actuar, avanzar hacia las salidas de manera ordenada, pero ella se sentía perdida entre las decenas de archivadores que se elevaban delante de ella. Era como mirar a una versión ligeramente menos organizada y tremendamente abreviada de la mente del tío Eddie.

—Kat —la voz de Hale le sonó firme y segura en su cabeza—. No corras riesgos absurdos —le advirtió.

—Nada de riesgos absurdos —repitió Kat y empezó a abrir cajones.

No sabía qué buscaba pero se movía como un relámpago, rastreando archivos en busca de alguna mención de robos de joyas, de timadores o de ancianas particularmente confabuladoras que pudieran saber lo suficiente para utilizar el nombre Romani.

—Vale —dijo Gabrielle—. Parece que el director de seguridad se está peleando con la unidad de antiexplosivos. Tenemos que irnos.

—Ya estoy de camino —respondió Hale y Kat cerró de golpe otro cajón.

Se dio la vuelta y barrió con la mirada los archivadores a su derecha y después se deslizó junto a las altas estanterías de metal de su izquierda. Permaneció allí de pie, consciente de que jamás podría registrarlo todo, temiendo que la verdad pudiera estar ahí, pudriéndose con el resto de archivos.

Y fue entonces cuando lo vio, una caja llena de archivos en una estantería polvorienta justo sobre su cabeza. Había una vieja foto pegada en la etiqueta. Aunque la foto era en blanco y negro, sin ningún tipo de color, Kat sabía que la piedra de la foto era de un verde brillante y vívido. Lo sabía porque la había tenido en sus manos hacía una semana.

—¡Kat! —la voz de Hale resonó en su oído.

—¡Voy! —gritó Kat y cogió la caja de la balda.

Ya corría de vuelta entre los montones y las hileras de libros y papeles cuando su teléfono sonó con tanta fuerza como una sirena en el enorme espacio vacío.

Dejó la pesada caja sobre una pequeña mesa de madera y rebuscó el teléfono entre los bolsillos de su traje de la unidad antiexplosivos. Pero había dejado de sonar y, de repente, Kat se encontró mirando a una montaña de viejos libros de registro y carpetas polvorientas. Encima de todo aquello descansaba un cuaderno amarillo con garabatos apresurados que cubrían la página. Había flechas que señalaban cada rincón, uniendo cada idea a un único nombre.

Romani.

—Kat, hemos llegado casi al punto de encuentro. No te veo. —La voz de Hale resonó en su oído pero la pila de carpetas seguía atrayéndola cada vez más—. ¡Kat! —exclamó Hale pero los archivos estaban justo ahí, llenos de secretos que solo un puñado de personas en el mundo conocía.

Estaban justo ahí.

Podía esperar. Podía echar un vistazo. Podía...

—Kat —dijo Hale de nuevo—, ¿vienes o no?

—Solo un momento.

—Me parece que no tenemos un momento —dijo Hale cuando, a tres pisos de distancia, las sirenas empezaron a ulular.

Las luces del sótano parpadearon y Kat supo que no tenía más remedio que darse la vuelta y salir.

—Voy enseguida.

Cogió la caja y echó a correr, pero algo la hizo detenerse en seco.

—Lo sé, señor —dijo una voz detrás de Kat, escondida en las profundidades del laberinto de archivadores—. Bueno, las alarmas no suenan en el subsótano, ¿verdad? Lo siento, no las he escuchado.

Hubo una larga pausa en la que solo se oía el sonido de las suelas sobre el suelo de cemento.

«Esa voz —pensó Kat—, esos tacones». Miró de nuevo a la mesa de trabajo, a los círculos dibujados con cuidado y a la pila de archivos que llevaban todos el mismo nombre, Romani, y Kat supo exactamente quién se dirigía hacia ella.

—Sí —dijo Amelia—. Por supuesto que me dirijo a la salida de emergencia ahora mismo —mintió.

Kat escuchó a la mujer girar la esquina a través de los montones de legajos, así que introdujo la caja debajo de un escritorio cercano y ella se metió después, aunque se dio cuenta demasiado tarde de que había alguien más debajo de la mesa.

—¿Kat? —preguntó una voz demasiado familiar—. ¿Eres tú?

Kat sintió vibrar su teléfono y lo sacó de golpe del bolsillo antes de que pudiera sonar otra vez maldiciendo su falta de cuidado y... bueno, a las maldiciones.

—Kat, ¿estás ahí? —la voz de su padre resonó por teléfono.

Pero Kat... Kat estaba sentada mirando fijamente a unos ojos que hacía meses que no veía.

—Papá, mejor te llamo más tarde.

En la jerga de los ladrones, hay muchas palabras diferentes para decir que te han pillado. Cazado. Trincado. Por supuesto, todas podían utilizarse en ese momento pero no eran esas las palabras que le vinieron a la mente a Kat.

—¿Nick? —preguntó con una voz que era casi un susurro—. ¿Qué estás haciendo...?

—Shh.

Tiró de ella hacia él y, en silencio, Kat escuchó a la mujer acercarse más.

—Entonces... —susurró Kat cuando la mujer se metió por otro pasillo—. Han trasladado a tu madre. Supongo que encontrar cuatro cuadros de valor incalculable y sacar a un criminal internacional de las calles hace maravillas en la carrera de una mujer.

—No tanto como encerrar a tu propio hijo en una sala del Henley.

Kat se encogió de hombros.

—Lamento que eso ocurriera.

—No pasa nada. —Nick miró alternativamente a Kat y a la polvorienta caja con la enorme piedra verde en la etiqueta—. ¿Investigando un poco?

—Es para un artículo del instituto. ¿Y tú?

—Es el día de llevar a tu hijo al trabajo.

Su mentira fue casi tan rápida y casi tan fluida como la de ella.

—¡Kat! —gritaba Hale en su oído—. Kat, ¿dónde estás? Voy a buscarte.

—No —dijo Kat y la mirada de Nick le dijo que sabía exactamente lo que estaba pensando.

—¿Hora de irse? —le preguntó.

—Sí —dijo Kat al empujar la caja de debajo de la mesa y hacer ademán de salir de allí. Pero, entonces, Nick la cogió del brazo.

—¿Adónde vas?

—Fuera —respondió Kat, como si la respuesta debiera ser obvia.

—No vayas por las escaleras principales —le advirtió y después señaló un rincón oscuro en la distancia—. Hay una salida de emergencia por allí detrás. Creo que alguien desactivó los sensores y manipuló la cerradura esta mañana.

—¿Alguien? —le preguntó.

Nick asintió, salió de debajo de la mesa gateando y se dirigió en la misma dirección que su madre.

—¿Nick? —Kat se arriesgó a permanecer un segundo más a pesar del ruido. Levantó la caja—. ¿Qué archivo estabas buscando?

Él se encogió de hombros.

—El tuyo.