Capítulo 17
Resultó relativamente fácil llegar al avión. La aduana no supuso un problema. Kat se dio cuenta de lo difícil que era mirar por las ventanas del avión privado con rumbo a Nueva York y darse cuenta por primera vez de que el mundo era un lugar totalmente diferente de lo que pensabas.
—¿Qué hay de ella? —preguntó Simon.
Había pegado una sábana blanca al mamparo en la parte delantera de la cabina y Kat se giró hacia ella, miró a la imagen en la pantalla provisional de una mujer preciosa vestida exactamente igual que la princesa Anastasia.
—Claro que esta se hizo hace cincuenta años pero...
—No —dijo Kat y negó con la cabeza.
—¿Ella? —preguntó Simon y la imagen cambió a la de una mujer joven vestida con un sarong, montada en un elefante.
Se oyó otro «no», esta vez, de Hale.
—Y ella, ¿qué?
—Es el tío Felix vestido de mujer, Simon —le dijo Kat.
—Ah, sí —dijeron Simon y Hale a la vez al inclinar la cabeza y mirar a la figura sorprendentemente atractiva con un vestido igual de llamativo en la boda real de Carlos y Diana.
Hale no paraba de rebuscar entre la montaña de archivos que Kat había sacado del sótano de la Interpol. Simon estaba enfrascado en sus ordenadores, pantallas y cables y enseguida los datos de la Interpol llenaron la cabina a diez mil metros de altura.
Kat se quedó mirando por la ventana a los minúsculos pueblos y el campo verde que finalmente dio paso al océano azul, pensando que quizá no fuera un mundo tan pequeño después de todo. Sin duda, resultaba extraño darse cuenta por primera vez a los quince años, pero la cocina del edificio rojizo no era más que una sala de cuatro por cuatro. Con la excepción de los últimos tres cortos meses del pasado otoño, Kat no conocía un mundo en el que nadie conocía a su padre y no había querido a su madre, donde Eddie no era «tío» para todo el mundo que conocía.
Así que Kat miraba fijamente al vasto océano cuando susurró:
—El mundo... —Tocó el cristal—. Es grande.
—Y está maldito —añadió Gabrielle, maniobrando con su cuerpo dolorido hasta el sillón de cuero enfrente de Kat. Colocó el tobillo hinchado sobre el regazo de su prima—. Bueno, Katarina, en la Interpol... Llegaste tarde.
Incluso los mejores estafadores acaban conociendo a alguien a quien no pueden mentirle y, le gustara o no, Kat se dio cuenta de que para ella esa persona era Gabrielle. En el profundo silencio que se produjo entre ellas, ambas primas parecían saberlo.
—Me retrasé —respondió Kat.
—Ya veo.
—No es para tanto —replicó Kat.
—Estoy segura de que no.
—Hubo una complicación.
Kat se encogió de hombros.
—Siempre la hay. —Gabrielle se le acercó más y susurró—: Solo dime una cosa, ¿la complicación tiene nombre?
Kat empezó a responder pero, justo entonces, su prima abrió los ojos de par en par, y supo sin mirar que Hale estaba justo detrás de ella. Sintió sus manos posarse sobre sus hombros al inclinarse sobre el asiento.
—Hola.
Ella le miró.
—Hola.
—¿Estás bien? —le preguntó al sentarse a su lado.
Lo sentía grande, cálido, seguro y... aterrador. Sí, aterrador era sin duda la palabra adecuada porque se inclinó aún más para examinar el tobillo de Gabrielle y todo lo que Kat podía pensar era «Te besé. Te besé. ¡Te besé!».
—¿Kat? —preguntó Hale de nuevo.
—Estoy bien —respondió demasiado deprisa.
Hale miró a Gabrielle que se cruzó de brazos y se quedó mirando fijamente a su prima.
—Vale, ahora la respuesta de verdad —le dijo.
—Nada, es solo que... —Negó con la cabeza y se giró de nuevo hacia la ventana—. El mundo es grande.
En el reflejo del cristal vio a Hale. Le recordó a su padre, lleno de encanto y esperanza.
—No tan grande, ¿verdad? —dijo—. Hay... ¿Cuántas? ¿Seis familias importantes?
—Siete —dijeron Kat y Gabrielle a la vez.
Hale señaló a uno de los ordenadores de Simon.
—Pues eso dice seis.
—Los australianos se separaron en los ochenta, más o menos.
—Un asunto peliagudo. —Gabrielle se estremeció—. Nunca te metas entre dos hermanos y un barco hundido de la Armada Española. Créeme.
—Bien, vale. —Hale se puso de pie y avanzó hasta donde Simon estaba sentado con sus ordenadores—. Siete familias, es un comienzo. ¿Qué más tenemos?
—Bien —dijo Gabrielle con un suspiro—. Sabemos que es lo bastante inteligente como para encontrar a Kat y engañarla. No te ofendas.
—No te preocupes —respondió Kat.
—Y... —Gabrielle habló despacio, enfatizando cada palabra—. Es una mujer.
—Muy bien, Gabrielle —intentó mofarse Hale, pero entonces leyó la expresión de la cara de Kat—. ¿Qué?
—¿A cuántas chicas conoces en el negocio? —le preguntó.
—Bueno, os conozco a vosotras dos...
Su voz se apagó, completamente perplejo.
—Exacto. Es un club de chicos, campeón. —Gabrielle cruzó su larga pierna sobre la otra como diciendo que no podría ser de otra manera—. No puede haber muchas mujeres que...
Simon levantó la vista del teclado.
—Según la Interpol, hay novecientas setenta y seis. —Señaló las imágenes de la pantalla que aparecían en intervalos regulares—. Estas solo son de las que tienen fotos, lo que no es decir mucho. La mayoría son solo nombres, muchos probablemente sean alias. Ayudaría si tuviéramos una edad.
«¿Cincuenta?», supuso Hale al mismo tiempo que Kat decía: «¿Ochenta?».
—O una franja... —dijo Simon al introducir los datos en el ordenador—. ¿Qué hay de la nacionalidad?
—Tenía acento británico pero... —empezó a decir Hale.
—Podría ser de cualquier parte —continuó Kat—. Podría estar de camino a cualquier sitio. Afrontémoslo, chicos. —Kat negó con la cabeza—. Esta mujer podría ser cualquiera.
—Cualquiera no —dijo Hale—. Quiero decir que estoy bastante seguro de que no es mi tía Myrtle.
Kat sintió que sus esperanzas se desvanecían.
—Aunque lleguemos a saber quién es, eso no nos dice nada sobre dónde está o por qué lo hicieron ella y su nieto.
Hale se rio.
—Incluso en el mercado negro, la esmeralda tiene que valer millones de dólares, Kat. Esas son muchas razones.
—Pero ¿por qué hacerlo de esa manera? —tuvo que preguntar Kat—. ¿Por qué arriesgarse a la ira de Eddie y cabrear a toda una familia si puedes evitarlo?
—Fácil. —Hale se sentó y levantó los pies—. No podían evitarlo.
—Pero ¿por qué? —preguntó Kat de nuevo. Se sentía bien centrándose en aquella pregunta, en el enigma—. ¿Por qué arriesgarse a que nosotros hagamos el trabajo sucio cuando cualquiera que conozca el nombre de Romani también conocerá a varios equipos igual de buenos? Esta mujer...
La voz de Kat se apagó, no encontraba las palabras, como si ni siquiera confiara en ella misma para hablar.
—¿Qué? —preguntó Gabrielle al acercarse.
—No es nada. Por un segundo he pensado que...
—¿La conocías? —supuso Gabrielle.
Kat pensó en el momento en el parque, en la mirada de los ojos de la mujer cuando la llamó y le dio las gracias.
—No. Era más bien como si ella me conociera a mí. Como si me evaluara a mí y el trabajo. Como si supiera más de lo que una anciana de Loxley debiera saber y como si yo también debiera haber sabido qué pasaba. —Kat sintió que buscaba con esfuerzo las palabras adecuadas—. Me miró como me mira el tío Eddie.
—La versión femenina del tío Eddie.
La voz de Gabrielle estaba llena de sorpresa y miedo a partes iguales, como si la mujer fuera una mezcla de dragón y unicornio, igual de mítica pero el doble de mortal.
Sonaba una televisión de fondo y los presentadores hablaban de frentes meteorológicos y de la caída de los precios de las acciones, como si aquellas fueran las cosas que de verdad importaban en el mundo.
—Mmm, chicos —dijo Simon pero Kat se había girado de nuevo a mirar por la ventana.
—¿Por qué engañarnos para que robemos la esmeralda de Cleopatra? —dijo en voz baja, repitiendo la pregunta que les había llevado a cruzar el océano de donde ahora volvían.
Kat sabía que era la pregunta que podía perseguirla durante el resto de su vida.
—Chicos... —dijo Simon de nuevo levantando la voz esta vez, pero Kat seguía perdida en sus pensamientos, mirando fijamente al cristal.
—¿Por qué engañarnos? —susurró.
—Quizá por... —Simon pareció perder la voz antes de poder decir—: ¿Eso?
Kat se dio la vuelta a tiempo para verle levantar un dedo y señalar a la televisión y a la foto de la mujer que Kat había conocido como Constance Miller. Durante un segundo, pensó que Simon la había encontrado en los archivos de la Interpol, hasta que se dio cuenta de que la imagen era en directo, de que la mujer estaba bajo la luz de lo que parecían ser miles de flashes sujetando la Esmeralda de Cleopatra para que todos la vieran.
Simon se aclaró la garganta.
—Vale, ¿es solo cosa mía o esto la convierte en la peor ladrona de la historia?