Capítulo 5
No importaba que estuviera lloviendo cuando Kat y Hale salieron del restaurante, despacharon a Marcus y al largo coche negro con un gesto de la mano. De algún modo, les sentaba bien caminar con el viento helado y el cuello levantado, temblando en medio de la deprimente niebla. Sus pensamientos se habían centrado en Egipto, en la arena del desierto.
Y en las maldiciones.
—Eran simpáticos.
Hale permanecía con las manos en los bolsillos pero levantó la cara al cielo, el agua le caía sobre el rostro.
—Sí —respondió Kat.
—La simpatía es... un buen cambio.
Kat se rio y giró automáticamente por una calle estrecha.
—Sí.
—Y arriesgado.
—Exacto.
—Parecen el tipo de personas que realmente necesitan ayuda.
—De alguien bueno —añadió Kat.
—De alguien estúpido. —Hale se detuvo de forma tan repentina que Kat le adelantó. Tuvo que darse la vuelta para mirarle mientras le hablaba—. Pero nosotros no somos estúpidos, ¿verdad, Kat?
—No. Claro que no...
—Así que no vamos a aceptar el trabajo, bajo ninguna circunstancia.
—Claro que no —dijo Kat justo cuando la lluvia se convirtió en láminas, duras y frías.
Hale la cogió de la mano y tiró de ella hacia una entrada familiar, bajo el saliente de un tejado. Tembló, con la puerta de madera pegada a la espalda, mientras Hale se le acercaba más, la cubría, buscaba sus ojos.
Las ventanas de la casa de fachada rojiza estaban a oscuras y la calle vacía. No había coches, ni niñeras que empujaran carritos, ni peatones que se dirigieran a sus casas. Kat se sentía como si ella y Hale fueran las únicas dos personas de Nueva York. Podían robar lo que quisieran.
«Pero ya no robo —se dijo Kat—. Ya no robo absolutamente nada».
—No hay nadie en casa —le dijo.
Tenía agua en las comisuras de los labios.
—Elegimos una cerradura y abrimos una ventana haciendo palanca.
—Seguro que hay alguna llave escondida por aquí —intentó burlarse, pero Hale se acercó aún más.
No veía la calle. No sentía la lluvia. Llevaba el pasaporte en el bolsillo y, cuando él se apretó contra ella, casi podía sentir los sellos que le quemaban, diciéndole al mundo que llevaba mucho tiempo lejos de casa.
Hale le puso las manos en el cuello, cálidas, grandes y reconfortantes. Extrañas, nuevas y diferentes.
Kat temía no haber estado fuera el tiempo suficiente.
—Kat —susurró Hale. Sintió su aliento cálido contra su piel—. Cuando aceptes el trabajo, ni se te ocurra pensar en robar la esmeralda sin mí.
Kat intentó apartarse, pero ahí estaba la puerta, pegada a su espalda.
—No voy a...
Pero no pudo terminar la frase porque ya no había nada detrás de su espalda. Kat se cayó y estiró las manos para sujetarse a Hale pero solo pudo agarrarse al aire y cayó de espaldas.
—Hola, Kitty Kat.
Kat miró un par de piernas largas que le resultaban conocidas y una falda corta. Su prima Gabrielle estaba de brazos cruzados y la miraba.
—Bienvenida a casa.
Kat no se dio cuenta del frío que tenía hasta que se vio tumbada en el suelo del viejo edificio. No había fuego ardiendo en la chimenea, ni luz en la sala de estar ni en las escaleras. Durante un segundo, sintió como si aquello fuera un trabajo, como si no debiera estar allí. Y se dio cuenta de que, quizás, era así.
—No sabíamos que hubiera alguien en casa —dijo Kat.
Gabrielle se rio.
—Ya me he dado cuenta.
Incluso en la oscuridad, Kat vio un destello en los ojos de su prima. Aunque no se atrevió a preguntar a qué correspondía ese destello. Se limitó a observar cómo Gabrielle se daba la vuelta y avanzaba tranquilamente por el largo vestíbulo, moviéndose a través de las sombras, ingrávida como un fantasma.
Cuando Kat se puso de pie y la siguió, con Hale a su espalda, escuchó el crujido del suelo de madera, el gemido de la vieja casa bajo la tormenta. Parecía demasiado grande. Demasiado oscura. Demasiado vacía.
—Vaya. Se ha ido de verdad —comentó Hale, afligido.
—Sí.
Gabrielle llegó a la puerta de la cocina y lanzó una breve carcajada.
—No creo que al tío Bobby le gustara mucho tampoco, nadie pensaba que Eddie acabaría yéndose a Paraguay. Pero probablemente ya estarás al corriente de todo eso, ¿no? —Estudió a su prima bajo la tenue luz—. ¿Has hablado con tu padre, verdad?
—Claro que sí —dijo Kat mientras se acercaba al interruptor.
Cuando las luces parpadearon y se encendieron, Kat entrecerró los ojos, deslumbrada. En cierto modo, había esperado que su tío apareciera misteriosamente, cuchara en mano, quejándose de que llegaba tarde y de que la sopa se había quedado fría.
—¿Qué tal Paraguay? —preguntó Hale.
Ajeno al fantasma que Kat notaba, pasó por su lado y entró a la cocina, como si toda su vida se hubiera encontrado como en casa en aquel lugar.
—Bien, supongo —contestó Gabrielle encogiéndose de hombros—. O todo lo bien que se pueda estar con un trabajo así de grande. Todos en sus puestos. —Se sentó, puso los pies sobre la mesa y miró a su prima—. Bueno, casi todos.
Se sacó un cuchillo de la bota, cogió una manzana de un frutero y la peló en una larga espiral.
—¿Vais a contarme cuál es el gran secreto? —Miró a Kat, a Hale y después a Kat otra vez—. Porque parecía que estuvierais intimando ahí fuera hablando de algo. O quizá no estabais hablando...
Kat se sonrojó pero, antes de que pudiera pronunciar palabra, Hale abrió el frigorífico y habló.
—Kat va a robar la Esmeralda de Cleopatra.
—Muy gracioso —dijo Gabrielle. Tardó un segundo en detener el cuchillo suspendido en el aire—. Porque es broma, ¿no?
Kat abrasaba a Hale con la mirada.
—No he dicho que fuera a hacerlo —le dijo—. No he dicho...
—Claro que lo vas a hacer. —Cerró de golpe la puerta del frigorífico y se dio la vuelta—. Quiero decir que es eso lo que haces ahora, ¿no? Viajar por el mundo, arreglar las injusticias. Un equipo de rescate compuesto por una sola chica.
Kat quería responder pero Gabrielle ya había bajado los pies de la mesa y se había inclinado más cerca de Kat, cuchillo en mano.
—Dime que está de broma, Kat... Dime que no estás pensando en serio en robar la Esmeralda de Cleopatra.
—No —respondió Kat—. Quiero decir... Bueno... Acabamos de conocer a una mujer que dice que sus padres fueron los descubridores de la esmeralda...
—Constance Miller —añadió Gabrielle.
—¿La conoces? —preguntó Kat.
—Sé todo lo que hay que saber sobre la esmeralda más valiosa del mundo, Kat. Soy una ladrona.
—Yo también —le espetó Kat pero su prima siguió hablando.
—Lo digo en serio. La Esmeralda de Cleopatra son noventa y siete quilates de locura.
—Lo sé.
A su espalda, Kat escuchó a Hale abrir las puertas de los armarios.
—¿Dónde está el microondas?
—El tío Eddie no tiene microondas —soltaron las primas al unísono, pero ninguna de las dos sonrió.
Ninguna de las dos estaba de broma. No apartaban la vista la una de la otra, ambas a cada lado de la mesa de madera llena de marcas, testigo del auge y caída de casi cada golpe importante que había dado la familia.
Aquel parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para que Gabrielle hablara.
—No quieres hacerlo, Kat. No quieres olvidar que la Esmeralda de Cleopatra es la gema con mayor seguridad del planeta. Ni siquiera ha visto la luz del sol en treinta años.
—Lo sé —le dijo Kat.
—Cualquiera con sentido común sabría que Constance Miller es una vieja ermitaña prácticamente arruinada. —Gabrielle miró a su prima, más bajita y más pálida, de arriba abajo—. Debe de estar muy desesperada para acudir a ti.
—Gracias —comentó Kat.
—Y, sobre todo —continuó Gabrielle—, los ladrones de verdad sabemos que la Esmeralda de Cleopatra lleva maldita desde que Cleopatra cogió la mayor esmeralda del mundo y, en su infinita sabiduría, decidió partirla por la mitad y darle un pedazo a Marco Antonio. Después, él se marchó a luchar contra los romanos...
—Y murió —apostilló Hale detrás de ellas.
—Y Cleopatra se quedó la otra mitad —continuó Gabrielle.
—Y murió —repitió Hale.
—Y hasta que las dos mitades se reúnan de nuevo, no traerán más que la muerte y la destrucción a cualquiera que posea cualquiera de las dos mitades —terminó Gabrielle. Se puso de pie y se acercó a su prima—. Así que cualquier ladrón que se precie sabe que está maldita, Kat.
—No existen las maldiciones —intentó replicar Kat, pero la chica más alta ya estaba cruzada de brazos mirando a Kat de una forma que la hacía sentir especialmente pequeña.
—Entonces, ¿cómo explicas lo que le pasó al tío Nester cuando fue a buscarla en el 79?
—Los láseres queman cosas, Gabrielle. No es culpa de la esmeralda que el tío Nester fuera descuidado con las manos.
—¿Y qué pasa con los hermanos Garner en 1981?
—Cualquiera que piense que un cable de rappel de grado no militar puede aguantar el peso de dos adultos y un burro enano merece despeñarse por un acantilado.
—¿Y el equipo japonés en 2000?
—Siempre hay que llevar un desfibrilador extra si vas a hacer el truco de la Bella Durmiente. Todo el mundo lo sabe. Además, al tío Eddie no le importó cuando fue a buscarla en el 67 —probó Kat.
La mirada de Kat se volvió fría como el hielo.
—Ahora sí le importa.
—¿Qué pasó en el 67? —preguntó Hale pero a ninguna de las dos pareció importarle.
Gabrielle se movió despacio hacia delante, silenciosa y mortal como una serpiente.
—Lo más importante, Kitty Kat, es que el tío Eddie, tal vez el mejor ladrón vivo, dice que no hay que robar la Esmeralda de Cleopatra. Sé que lo que pasó en el 67 fue suficiente para asustarlo, así que le creo cuando dice que los trabajos con Cleopatra acaban mal. Kat, siempre acaban mal. —Se dejó caer en la silla y cruzó las largas piernas—. No sé qué dramón te habrá contado Constance Miller, o cómo te ha encontrado una mujer que supuestamente no ha salido de casa en años, ni por qué...
—Visily Romani —se escuchó Kat susurrar y vio los ojos de Gabrielle abrirse de par en par—. Conocían el nombre de Romani. Dijeron que Visily Romani les envió.
Resulta fácil olvidar que hay cosas con más historia que la mesa de la cocina del tío Eddie pero, al escuchar aquel antiguo nombre, las manos de Gabrielle se posaron sobre la mesa arañada y dos palabras surgieron en la mente de Kat: «Chelovek Pseudonima».
«Hombre Alias», le tradujo una vez el tío Eddie. Ahí estaba Kat, pensando en nombres antiguos, en nombres sagrados. Nombres utilizados durante cientos de años pero solo por los mejores ladrones y por las causas más dignas. Kat tembló, a sabiendas de que entre esas causas se incluía la Esmeralda de Cleopatra.
—Sigue por ahí suelto —dijo Kat—. Ese hombre que se hace llamar Romani, sea quien sea, sigue por ahí suelto, y me ha enviado a esas personas porque puedo ayudarlas. Cree que puedo hacerlo. Puedo...
—Sola no, Kat. Nosotros. —Hale se dejó caer en una silla a la cabecera de la mesa. No la miró—. Si lo haces, nosotros también.
—Por supuesto, sí. Nosotros. Pero tampoco eso importa mucho —les dijo Kat mientras negaba con la cabeza—. Se supone que la Esmeralda de Cleopatra está guardada en algún lugar de Suiza. Incluso si llegamos a encontrarla... ¿Qué? ¿Qué estáis mirando?
Gabrielle miró a Hale, que negó con la cabeza, y dejó que Gabrielle revolviera la pila de correo sin abrir que descansaba sobre la mesa.
—Has estado fuera, Kitty Kat.
Gabrielle deslizó el periódico sobre la mesa. En el titular se leía que Corporación Kelly por fin devolvería su posesión más preciada a casa.
A casa.
Nueva York.
Kat sintió que se le aceleraba el corazón al mirar primero a Gabrielle y después a Hale.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Hale, despacio—. Supongo que ahora nos toca robar la esmeralda.
Había una habitación al final de las escaleras con cortinas blancas de ojales y dos camas con edredones iguales. Había un pequeño tocador, una cesta de mimbre y una estantería llena de libros polvorientos y desgastados de la serie de Nancy Drew. Kat siempre había pensado que esa habitación nunca perteneció al resto de la casa. Entrar ahí era como adentrarse en otro mundo, un mundo con un teléfono rotatorio rosa y una caja de música. Un pequeño nicho en un mundo de hombres, un lugar pensado para las chicas.
En algún momento, alguien bordó «Nadia» en una almohada. Kat la abrazó al tumbarse y se quedó mirando al techo pero sin dormir. Se sentía muy pequeña acostada en la cama de su madre, intentando seguir sus pasos.
—Entonces, Hale...
Kat se dio la vuelta y vio la silueta de Gabrielle en la puerta, la observó caminar hasta la otra cama y tumbarse sobre una almohada con las esbeltas letras que formaban el nombre de «Irina».
—¿Qué pasa con él?
—¿Qué pasa entre vosotros?
—Nada —respondió Kat, con demasiada rapidez.
—Ya, ¿y por qué? Pensaba que estabais en plan «vamos a intentarlo» y todo eso. Además, cuando no estabas, se pasó la mayor parte del tiempo... enfadado.
—No es verdad.
—Sí que lo es. —Gabrielle soltó una carcajada—. No le gusta que te marches a hacer esos trabajos tú sola. —Kat respiró para responder, pero antes de que pudiera hacerlo su prima bajó la voz y susurró—: Y no es el único.
Kat no sabía qué decir así que se tumbó de lado y cerró los ojos. Ni siquiera se dio cuenta de que Gabrielle había cruzado la habitación hasta que sintió el peso de su prima caer sobre el colchón a su lado.
—¿Por qué lo haces?
—Bueno... —Kat tartamudeó, buscando las palabras en la oscuridad—. Son trabajos fáciles, Gabrielle.
—Quizás al principio, pero Río no fue fácil.
—¿Cómo sabes lo de Río?
—Todo el mundo sabe lo de Río. Todos te habrían ayudado.
A Kat se le secó la garganta de repente.
—No necesitaba ayuda.
—¿Y qué hay de Moscú? —siguió su prima—. Quizá no necesitabas ayuda pero, cuando te metes con el KGB, deberías contar con ella, por si acaso. Así que la pregunta es: ¿por qué no lo hiciste?
Gabrielle apoyó los codos sobre las rodillas y se dio un golpecito en la barbilla, pensativa.
—Gabrielle, estoy...
—¡Borracha! —exclamó Gabrielle, que se incorporó de golpe al darse cuenta.
—Nunca me he emborrachado en mi vida —le espetó Kat pero su prima se limitó a reírse.
—Estás borracha de robos, Kitty Kat. Estás así desde el Henley.
Kat intentó levantarse y salir de la cama pero Gabrielle se encontraba sobre el edredón, y la mantuvo atrapada.
—Dime que no sentiste el subidón cuando sacamos los cuadros por la puerta principal del museo. Dime que no lo sentiste cuando te llevaste el Cézanne delante de las narices de medio KGB. No me extraña que no te lleves a Hale contigo. —Negó con la cabeza—. A veces es mucho más fácil tratar con chicos cuando están en la otra punta del mundo.
—Hale y yo no estamos... —Pero las palabras de Kat se apagaron, incapaz de adivinar cómo debía acabar la frase—. No sabes de lo que hablas, Gabrielle —empezó de nuevo pero su prima negó con la cabeza.
—Sí que lo sé —afirmó, ofendida—. Nuestro mundo se basa en la adrenalina y en salirnos con la nuestra. Diferentes ciudades, diferentes nombres. Es una vida mucho más fácil de llevar cuando no tienes a alguien cerca para decirte que te estás comportando de forma estúpida. Créeme, querida prima. —Gabrielle se levantó y se estiró—. Lo sé mejor que nadie.
Kat a menudo se preguntaba qué pasaba en realidad por la preciosa cabeza de Gabrielle. Estaba segura que mucho más de lo que se captaba a primera vista.
—Escucha, Gabrielle. Son mis trabajos, tengo que hacerlo yo. No hay nada para nadie, nada de dinero, así que no tiene sentido pedirle a alguien más que corra el riesgo. No es que me esté corriendo una juerga precisamente.
—Claro —dijo Gabrielle, asintiendo despacio—. Y hace seis meses, te fuiste a la escuela Colgan y juraste que no volverías a robar nunca más. —Cruzó la habitación en dos largas zancadas—. Estás enganchada, gatita. Lo menos que podrías hacer es reconocerlo.
Kat se dio la vuelta y volvió a observar el techo. Le dio la sensación de que tardó una eternidad en hablar.
—¿Hale está muy enfadado?
Gabrielle se metió despacio en la cama y miró a su prima a través del espacio oscuro.
—Para ser un genio como ladrona, eres una chica un poco estúpida, ¿no?
—Sí. —Kat cerró los ojos—. Lo soy.