El perrito
Llegó un momento en que me encontraba muy solo: mi madre, entre el bingo y vender oro, no cenaba en la casa, y a mi padre le llamaban el Mon Chéri porque estaba relleno de licor, le llamaban el Etiqueta porque siempre estaba pegao a la botella.
Con unos ahorros, que había conseguido vendiendo mi colección de cómics y ayudando a mi vecina Matilde a llevar las bolsas de la compra desde el supermercado, me fui a la tienda de animales a comprarme un perrito.
Entré en la tienda y, después de empujar con los pies, para poder entrar, tres jaulas de periquitos, cuatro huesos de goma y seis sacos de pienso compuesto, logré ver al dependiente. Todos los perros nos miraban con cara de estar viendo Love Story, qué falsos, si antes de entrar se estaban matando en el escaparate.
El dependiente era para verlo, una mezcla entre el cantante de Camela y Kung-fu, con más pelos que un kiwi. Cuando le pregunto por los perritos, le digo:
—¿Ese qué tal es?
Y me dice:
—Muy noble.
—¿Y el de allí?
—Un verdadero santo.
—¿Y el de más p’allá?
—Un trozo de pan.
Ya no pude más y le dije:
—¿Y el dóberman que lleva el caniche en la boca?
Y me dice:
—Pura sensibilidad.
Y digo yo, ¿no hay ningún perro con el carácter de María Patiño? Total, que le digo:
—¿Cuánto vale este?
—Veinte mil pesetas…
—El aire acondicionado no, el perro.
Y me repite:
—Veinte mil pesetas.
Y yo:
—¿Tiene Microsoft Excel? ¿Sabe poner la vitro?
Es que tenía «perigrín», o sea, que era de marca buena, no de marca blanca.
Cuando lo compré iba más contento que Willy Fogg leyendo un atlas, pero nada más entrar en casa me hizo la meada de reconocimiento o de welcome. Al ratito tuve que poner la casa en Defcon 2, porque al darle un yogur de mijillas se le soltó la barriga, pero no al Jaime, sino al perro. Qué manera de hacer churros, Dios mío de mi vida, era un grifo de shandy, faltaba echarle almendras, y mi madre gritando como una loca, menos mal que ya era la hora del bingo y se tenía que ir.
Y lo siguiente…, la visita al veterinario…, allí te quitan la cartera directamente, ¡coño, para que un perro viva con una familia hay que ponerle más vacunas que a Orzowei si lo llevas a «Gran Hermano»! Por poco lo tengo que empadronar, menos mal que no me pidieron dos fotos de carné, cualquiera mete al perrito en el fotomatón.
Eso sí, lo que lleva bien es la alimentación. De primero, él se come las zapatillas de paño rosa de mi madre; de segundo, alguna pata de la mesa del comedor vuelta y vuelta, y, de postre, se jinca el mando a distancia de la minicadena marca Palladium, de la que todavía no habíamos pagado ni la primera letra. En ese momento fue cuando le tire una figurita de Lladró, un caballo de seis kilos, y por poco lo pillo.
¡Qué cariño le tengo a Canelo!, porque encima el perrito se llama Canelo, ni Tobi, ni Lassie, ni Milú, ni na’, le puse Canelo, le hice polvo la vida al animal: Canelo, nombre de perro tonto. Según el nombre que le pongas al perro, así se comporta el animalito, menos mal que no le puse Chuck Norris, si no, me destroza la casa.
Cuando a las tres de la tarde, después de comerme una fuente de filetes empanados con patatas y dos huevos fritos, me acostaba en el sofá a ver el documental de guepardos, con dos goterones de sudor resbalando por mi frente por la digestión, y al poco tiempo de coger el sueño sonaba el timbre de la puerta del vecino y el dichoso perro empezaba a ladrar como si hubiera visto el top-less de la Pantoja en 3D, me daba cuenta de la gran compañía que me ofrecía Canelo.
Una cosa buena sí tenía el perro, se alegraba más que mi madre cuando llegaba los domingos por la tarde con quince colegas y cuatro bolsas de litronas para ver el fútbol. Canelo saltaba, ladraba y movía el rabito, mi madre solo ladraba. Y es que yo creo que el perro es el mejor amigo del hombre, sobre todo los domingos por la tarde.