XII

UN CRIMINAL

El acusado es pálido y lampiño.

Arde en sus ojos una fosca lumbre

que repugna a su máscara de niño

y ademán de piadosa mansedumbre.

Conserva del oscuro seminario

el talante modesto y la costumbre

de mirar a la tierra o al breviario.

Devoto de María,

madre de pecadores,

por Burgos bachiller en teología,

presto a tomar las órdenes menores.

Fue su crimen atroz. Hartóse un día

de los textos profanos y divinos,

sintió pesar del tiempo que perdía

enderezando hipérbatons latinos.

Enamoróse de una hermosa niña;

subiósele el amor a la cabeza

como el zumo dorado de la viña,

y despertó su natural fiereza.

En sueños vio a sus padres —labradores

de mediano caudal —iluminados

del hogar por los rojos resplandores,

los campesinos rostros atezados,

Quiso heredar. ¡Oh guindos y nogales

del huerto familiar verde y sombrío,

y doradas espigas candeales

que colmarán las trojes[4] del estío!

Y se acordó del hacha que pendía

en el muro, luciente y afilada;

el hacha fuerte que la leña hacía

de la rama de roble cercenada.

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Frente al reo, los jueces en sus viejos

ropones enlutados

y una hilera de oscuros entrecejos

y de plebeyos rostros: los jurados.

El abogado defensor perora,

golpeando el pupitre con la mano;

emborrona papel un escribano,

mientras oye el fiscal, indiferente,

el alegato enfático y sonoro,

y repasa los autos judiciales

o, entre sus dedos, de las gafas de oro

acaricia los límpidos cristales.

Dice un ujier: «Va sin remedio al palo».

El joven cuervo la clemencia espera.

Un pueblo carne de horca, la severa

justicia aguarda que castiga al malo.