LV

A XAVIER VALCARCE

… En el intermedio de la primavera

Valcarce, dulce amigo, si tuviera

la voz que tuve antaño, cantaría

el intermedio de tu primavera

—porque aprendiz he sido de ruiseñor un día—,

y el rumor de tu huerto —entre las flores

el agua oculta corre, pasa y suena

por acequias, regatos y atanores—,

y el inquieto bullir de tu colmena,

y esa doliente juventud que tiene

ardores de faunalías,

y que pisando viene

la huella a mis sandalias.

Mas hoy… ¿Será porque el enigma grave

me tentó en la desierta galería,

y abrí con una diminuta llave

el ventanal del fondo que da a la mar sombría?

¿Será porque se ha ido

quien asentó mis pasos en la tierra,

y en este nuevo ejido

sin rubia mies, la soledad me aterra?

No sé, Valcarce, mas cantar no puedo:

se ha dormido la voz en mi garganta,

y tiene el corazón un salmo quedo.

Ya sólo reza el corazón, no canta.

Mas hoy, Valcarce, como un fraile viejo

puedo hacer confesión, que es dar consejo.

En este día claro, en que descansa

tu carne de quimeras y amoríos

—así en amplio silencio se remansa

el agua bullidora de los ríos—,

no guardes en tu cofre la galana

veste dominical, el limpio traje,

para llenar de lágrimas mañana

la mustia seda y el marchito encaje,

sino viste, Valcarce, dulce amigo,

gala de fiesta para andar contigo.

Y cíñete la espada rutilante,

y lleva tu armadura,

el peto de diamante

debajo de la blanca vestidura.

¡Quién sabe! Acaso tu domingo

sea la jornada guerrera y laboriosa,

el día del Señor que no reposa,

el claro día en que el Señor pelea.