Capítulo 1

Hester todavía no había conciliado el sueño cuando oyó un leve rumor, como el de alguien que sollozara quedamente. Monk permanecía inmóvil a su lado, con una mano apoyada en la almohada y el pelo tapándole el rostro.

No era la primera vez que oía llorar a Scuff por la noche en las dos últimas semanas. La relación que tenía con el niño al que ella y Monk habían acogido era muy delicada. Se trataba de un niño de la calle que vivía a orillas del río y que en buena medida se las arreglaba por su cuenta para sobrevivir, siendo más espabilado de lo que correspondía a su edad y en extremo independiente. Consideraba que cuidaba de Monk, quien, a juicio de Scuff, carecía de la experiencia y el fiero instinto de supervivencia que exigía su trabajo como jefe de la Policía Fluvial del Támesis en Wapping, en el corazón del puerto de Londres.

Hasta un mes antes Scuff iba y venía a su antojo, y solo de vez en cuando pasaba la noche en casa de Monk, sita en Paradise Place. Sin embargo, desde su secuestro y las atrocidades a bordo del barco amarrado en Execution Dock vivía allí, sin apenas salir a la calle durante el día y dando vueltas en la cama casi cada noche, acosado por las pesadillas. Nunca hablaba de ellas, y su orgullo no le permitía admitir, ante Hester menos que nadie, que tenía miedo de la oscuridad, de las puertas cerradas y, sobre todo, de dormir.

Por supuesto, Hester conocía el motivo. En cuanto el control que ejercía sobre sí mismo en las horas de vigilia desaparecía, Scuff se encontraba de nuevo a bordo del barco, acurrucado de lado bajo la trampilla de la sentina, pegado al cadáver medio descompuesto del niño desaparecido, soportando los remolinos de agua y las ratas, y aquel hedor nauseabundo.

En sus pesadillas no parecía importar que ya fuese libre ni que Jericho Phillips hubiese muerto, de lo cual, además, había sido testigo, encerrado en la jaula del río. La boca del repulsivo criminal estaba bien abierta cuando la marea creciente la alcanzó, silenciando su voz para siempre.

Hester lo oyó otra vez y se levantó de la cama. Se cubrió con un chal, no tanto para abrigarse en la templada noche de finales de septiembre como por pudor, para no violentar a Scuff si lo encontraba despierto. Salió de la habitación y recorrió el pasillo sin hacer el menor ruido. La puerta del dormitorio de Scuff estaba lo bastante abierta para que el niño no tuviera que tocarla si deseaba salir. La lámpara de gas estaba al mínimo, manteniendo la ficción de que se le había olvidado apagarla, como hacía todas las noches. Ni Hester ni Scuff aludían nunca a ello.

Scuff estaba enredado en las sábanas, con las mantas medio caídas al suelo, acostado en la misma postura en que lo habían encontrado cuando ella y Sutton, el exterminador de ratas, abrieron la trampilla con una palanca.

Hester dejó de debatirse en la duda, entró en la habitación, recogió las mantas para taparlo de nuevo y las remetió un poco debajo del colchón. Scuff volvió a gimotear y tiró de las mantas como si tuviera frío. Hester permaneció observándolo. Al mortecino resplandor de la luz de gas comprobó que seguía soñando. Tenía el rostro tenso, cerraba los ojos con fuerza y apretaba tanto la mandíbula que sin duda le rechinaban los dientes. De vez en cuando se movía y alzaba las manos como queriendo alcanzar algo.

¿Cómo podía despertarlo sin herirlo en su orgullo? Nunca le perdonaría que lo tratara como a un niño. Y sin embargo tenía las mejillas tersas, el cuello tan delgado y los hombros tan estrechos que aún no se vislumbraba nada del hombre que había en él. Había dicho que tenía once años, pero no aparentaba más de nueve.

¿Qué mentira conseguiría engañarlo? No podía despertarlo sin admitir tácitamente que le había oído llorar en sueños. Se volvió, salió del dormitorio y recorrió un trecho del pasillo. Entonces se le ocurrió una idea mejor. Bajó de puntillas a la cocina y llenó un vaso de leche, luego cogió cuatro galletas y las puso en un plato. Subió de nuevo, poniendo cuidado en no tropezar con el camisón. Justo antes de llegar a la habitación de Scuff golpeó deliberadamente la puerta del armario de la ropa blanca. Sabía que quizá también despertaría a Monk, pero eso no se podía remediar.

Al llegar ante la puerta del dormitorio de Scuff, vio que había tirado de las mantas hasta la barbilla, que las agarraba con ambas manos y que tenía los ojos abiertos.

—¿Estás despierto? —Preguntó Hester, fingiendo una ligera sorpresa—. Yo también. He ido a buscar leche y galletas. ¿Quieres la mitad? —agregó, mostrándole el plato.

Scuff asintió. Vio que solo había un vaso, pero la leche era lo de menos. Lo único que importaba era la oportunidad de no estar despierto y solo.

Hester entró, dejando la puerta entornada, y se sentó en el borde de la cama. Dejó el vaso de leche en la mesilla de noche, al lado de Scuff, y el plato de galletas sobre las mantas.

El niño cogió una y la mordisqueó sin dejar de mirar a Hester con los oscuros ojos muy abiertos a la escasa luz de la lámpara, aguardando a que ella dijera algo.

—No me gusta estar despierta a estas horas de la noche —dijo Hester, mordiéndose un poco el labio—. En realidad no tengo hambre, pero sienta bien comer algo. Tómate la leche, si quieres.

—Tomaré la mitad —dijo Scuff. La comida era un bien muy preciado; siempre era muy escrupuloso al repartirla.

—Muy bien —respondió Hester sonriendo, y tomó una galleta para que no se sintiera incómodo comiendo.

Scuff cogió el vaso con las dos manos. Bebió un poco de leche, comprobó cuánta había bebido, bebió un poco más y le pasó el vaso a Hester. Estaba sentado muy erguido en la cama, con el pelo revuelto y una mancha blanca sobre el labio superior.

Hester tuvo ganas de abrazarlo, aunque se contuvo. Tal vez él también lo deseara, pero jamás lo reconocería. Significaría que era dependiente, y eso no se lo podía permitir. Había vivido en los muelles, escarbando en el lodo del Támesis en busca de trozos de carbón caídos de las gabarras, tornillos de latón y otros objetos valiosos que perdían los barcos. La marea baja permitía sobrevivir a los niños como él, a quienes todo el mundo tachaba de rapiñadores. Tenía una madre en algún lugar, pero con demasiados hijos pequeños para disponer de tiempo o espacio para cuidar de él. O tal vez tuviera un nuevo marido que no quería a los hijos de otro hombre en su casa. Sus amigos eran niños como él, con quienes compartía comida, calor y sufrimientos; compañeros de supervivencia.

—Toma otra galleta —dijo Hester.

—Ya me he comido dos —repuso Scuff—. Y eso era la mitad.

—Sí, ya lo sé. He cogido más de las que quería —dijo Hester—. Creía que tenía hambre, pero en realidad lo he hecho porque estoy desvelada.

Scuff la miró detenidamente, decidiendo si hablaba en serio, y luego cogió la última galleta y se la zampó en tres bocados. Hester sonrió y, al cabo de un momento, el niño le correspondió.

—¿Tienes sueño? —preguntó ella.

—No…

—Yo tampoco. —Se desplazó un poco para poder sentarse en la cama apoyada contra la cabecera, pero manteniéndose a no menos de un palmo de él—. A veces, cuando no puedo dormir, leo, pero ahora mismo no tengo ningún libro bueno a mano. El periódico está lleno de toda clase de cosas que en realidad prefiero no saber.

—¿Como qué? —preguntó Scuff, volviéndose un poco hacia ella, como quien se dispone a conversar.

Hester enumeró unos cuantos eventos sociales que recordaba, añadiendo dónde se habían celebrado y quién había asistido. Nada de aquello tenía la menor trascendencia, pero era algo que decir. No tardó en comenzar a divagar, recordando otros actos anteriores de los que describía vestidos y platos, incidentes, agudezas, flirteos, desastres, cualquier cosa que sirviera para entretenerlo. Rememoró incluso la catastrófica ceremonia conmemorativa en la que su amiga Rose se emborrachó totalmente sin querer, conduciéndose de manera escandalosa. Subió al escenario, arrebató el violín a la joven damisela que estaba tocando y obsequió a los asistentes con su interpretación de varias canciones de revista de variedades, cada vez más subidas de tono.

Scuff reía, tratando de imaginárselo.

—¿Y qué más pasó?

—Fue espantoso —dijo Hester—. Contó toda la verdad sobre lo mala persona que había sido el difunto y por qué habían asistido en realidad. En su momento fue atroz, pero ahora, cada vez que me acuerdo, me río.

—Era tu amiga —dijo Scuff despacio, conocedor del valor de la amistad.

—Sí —confirmó Hester.

—¿La ayudaste?

—Todo lo que pude.

—Fig era mi amigo —dijo en voz muy baja—. No lo ayudé. Y a los demás tampoco.

—Lo sé. —Hester notó que se le hacía un nudo en la garganta. Fig era uno de los niños a los que había asesinado Jericho Phillips—. Lo siento —susurró.

—No fue culpa tuya —dijo Scuff—. Hiciste lo que pudiste. Nadie puede pararlo. —Se acercó unos centímetros a ella—. Sigue contándome lo de Rose y los demás invitados.

Hester había visto el sentimiento de culpa de quienes sobrevivían cuando sus compañeros morían. Mientras fue enfermera en Crimea había oído a los soldados gritar a causa de la misma pesadilla, y al despertar miraban el confort que los rodeaba con la misma mirada horrorizada e impotente, guardando el espanto en su fuero interno.

Hester buscó algo más que contarle a Scuff, recordando anécdotas divertidas, lo que fuera con tal de que dejara de pensar en los amigos a los que había perdido, y siguió hablando hasta que vio que se le cerraban los ojos. Entonces bajó la voz, para bajarla todavía más al cabo de unos momentos. Ahora Scuff estaba tan cerca de ella que casi la tocaba. Hester sentía el calor de su cuerpo a través de la sábana que los separaba. En cuestión de minutos se durmió. Sin ser consciente de ello había apoyado la cabeza sobre el hombro de Hester, que dejó de hablar y permaneció inmóvil. Tenía poco espacio, pero no se movió hasta la mañana, y cuando Scuff despertó fingió que también se había quedado dormida.

Después de un desayuno a base de gachas, tostadas y mermelada, Monk envió a Scuff a un recado y se volvió hacia Hester.

—¿Otra vez pesadillas? —preguntó.

—Lo siento —se disculpó Hester—. Sabía que seguramente te despertaría, pero no podía dejarlo solo. Di el portazo para que…

—No tienes que darme explicaciones —la interrumpió Monk. Un amago de sonrisa suavizó las facciones angulosas de su rostro, para desvanecerse un instante después. Parecía abrumado por un sufrimiento que no sabía cómo manejar.

A Hester le constaba que estaba recordando la espantosa noche vivida en el río cuando Jericho Phillips había secuestrado a Scuff para impedir que Monk concluyera el caso contra él, por el que sin duda sería ahorcado. Faltó poco para que lo consiguiera. De no haber sido por Snoot, el perro de Sutton, nunca habrían encontrado al niño.

—Todavía tiene miedo —dijo Hester quedamente—. Sabe que Phillips ha muerto, vio su cadáver en la jaula, pero hay otros sujetos que siguen haciendo lo mismo, otros barcos atracados que usan niños para pornografía y prostitución; niños como él, sus amigos. Personas a quienes no podemos ayudar. No sé qué decirle, porque es demasiado listo para creer las mentiras piadosas. Y además no quiero mentirle. Si lo hiciera, nunca volvería a confiar en mí. A veces querría que no se preocupara tanto por ellos y, no obstante, detestaría que pudiera estar a salvo sin volver la vista atrás. Piensa que no podemos hacer nada. —Parpadeó con fuerza—. William, los padres deberían ser capaces de ayudar. Forma parte de su misión. Él es demasiado joven para enfrentarse a una realidad que a menudo incluso nos supera a nosotros, los adultos. Ve que ni lo intentamos, que nos conformamos con aceptar la derrota. Ni siquiera entiende por qué se siente tan culpable, y piensa que al estar bien, al olvidar, los está traicionado, como si no le importaran. Nunca se creerá que, digamos lo que digamos, en el fondo no pensemos eso de él.

—Ya lo sé —dijo Monk. Inhaló profundamente y soltó el aire despacio—. Y ahí no acaba el problema.

Hester aguardó. Le palpitaba el corazón y tenía la sensación de que le faltara el aire, como si le apretara la garganta. Ambos habían evitado decirlo en voz alta; dedicaban todo su tiempo y atenciones a Scuff. Pero Hester sabía que tarde o temprano saldría a relucir. Ahora miraba las arrugas que surcaban el semblante de Monk debido a la tensión, sus ojeras, sus pómulos altos y huesudos. Reflejaban una vulnerabilidad que solo ella comprendía.

¿Era realmente concebible que el padre de Margaret hubiese sido el poder y el dinero que estaba detrás de las abominaciones de Jericho Phillips? Hester ansiaba que Monk lo negase.

—¿Has oído lo que dijo Rathbone acerca de Arthur Ballinger y Phillips? —preguntó Monk.

—Sí. ¿Ha añadido algo? —preguntó Hester.

—Supongo que no debe de ser legal, pues de lo contrario lo habría hecho. No tendría elección.

—¿Con eso quieres decir que no hay pruebas, solo la palabra de Sullivan, que de todos modos está muerto?

—Sí —respondió Monk, lacónico.

—Pero ¿tú te lo crees?

Fue una pregunta retórica. Si Monk pensara que era mentira no habría nada que hacer, ningún sufrimiento ineludible.

—Claro que me lo creo —dijo Monk en voz muy baja—. Rathbone lo cree. ¿Acaso piensas que lo haría si existiera la más remota posibilidad de evitarlo?

—No —contestó Hester.

Pensó en Oliver Rathbone, que había sido amigo suyo y de Monk durante mucho tiempo, y con quien habían librado tremendas batallas en nombre de la justicia, a menudo arriesgando su reputación e incluso la vida. Habían pasado noches interminables en vela buscando respuestas, habían hecho frente juntos a victorias y fracasos, a los horrores del dolor, la pena y la desilusión. Rathbone había estado enamorado de Hester, pero esta había elegido a Monk. Luego se casó con Margaret Ballinger y halló una felicidad más acorde con su carácter. Margaret podría darle hijos pero, aún más importante, pertenecía a su mismo estrato social. Era una mujer más serena y juiciosa que Hester por naturaleza; sabía comportarse como debía hacerlo lady Rathbone, la esposa del abogado con más talento de Londres.

Monk levantó la mano y le acarició la mejilla tan suavemente que Hester notó más su afecto que el roce de su piel con la suya.

—Tengo que averiguar si Ballinger estaba implicado; por Scuff, para que al menos vea que lo intento —dijo Monk—. Y Rathbone también, por más que hubiese preferido no hacerlo.

—¿Vas a hablar con él? —preguntó Hester.

—Lo he estado evitando, igual que él. Ha pasado las dos últimas semanas enfrascado en otro caso, pero la vista ha concluido y ya no puede posponerlo más.

—¿Estás seguro de que él debe saberlo? —insistió Hester—. El sufrimiento sería intolerable, y no tendría otra opción que hacer algo al respecto.

—Eso no es propio de ti —observó Monk un tanto atribulado.

—¿Querer evitar que otra persona sufra? —repuso Hester, por un momento indignada.

—Que salgas con evasivas —corrigió Monk—. Eres demasiado buena enfermera para querer tapar con una venda algo que requiere cirugía. Si el paciente tiene gangrena, debes amputarle el brazo para que no muera. Eso fuiste tú quien me lo enseñó.

—¿Estoy siendo cobarde? —preguntó Hester. Empleó esa palabra adrede, haciendo una mueca al pronunciarla. Había servido en Crimea y, para un soldado, la palabra «cobarde» era la peor en cualquier idioma, peor incluso que «estafador» o «ladrón».

Monk se inclinó y la besó, demorándose solo un instante.

—No necesitas ser valiente si no tienes miedo —contestó Monk—. Se tarda un poco en saber que no tienes alternativa. Scuff necesita saber que nos importa mucho la verdad en sí misma, no solo rescatarlo a él para luego mirar hacia otro lado. Y creo que Rathbone también lo querrá, cueste lo que cueste.

—¿A cualquier precio? —cuestionó Hester.

Monk titubeó.

—Quizá no a cualquier precio, pero eso no quita que siga siendo verdad.

Hester se fue a la clínica que había fundado para atender a las prostitutas y otras mujeres de la calle que estuvieran enfermas o heridas. Se hallaba en Portpool Lane, una bocacalle de Gray’s Inn Road. El establecimiento sobrevivía gracias a las donaciones caritativas, y Margaret Rathbone era con mucho la más dedicada y capaz entre quienes buscaban y obtenían esos fondos. También dedicaba buena parte de su tiempo a trabajar en la clínica, cocinando, limpiando y efectuando las primeras curas que había aprendido de Hester.

Naturalmente, desde que se había casado dedicaba bastante menos tiempo a ese trabajo y ya no cubría ningún turno de noche. Con todo, Hester no tenía demasiadas ganas de verla ese día, y esperaba que Margaret hubiese tenido que atender algún otro compromiso. Hester también era consciente de que eso revelaba una falta de valentía por su parte. Tenía miedo del enojo y el dolor que sabía inevitables, y lo único que hacía era postergarlos.

Bajó la colina de Paradise Place hasta el transbordador. El viento otoñal era borrascoso y olía a salitre. Una vez en Wapping tomó un ómnibus hacia Holborn. Se trataba de un largo trayecto hacia el oeste, pero era preciso que viviesen cerca del lugar de trabajo de Monk. Su nuevo puesto no estaba nada mal, más bien todo lo contrario, pues había vuelto a ingresar en la policía tras años de ejercer como detective privado saltando de un caso al siguiente sin garantía alguna de cobrar. Ahora llevaba menos de un año al frente de la Policía Fluvial de aquella zona, cargo que conllevaba una enorme responsabilidad. En toda Inglaterra no había nadie más apto para las tareas de investigación, ni con más valentía o dedicación, pese a que alguno pudiera tacharlo de cruel, aunque sus dotes para dirigir a los hombres y apaciguar a sus superiores en la jerarquía política eran harina de otro costal. Además, Monk no había adquirido su experiencia en el río sino en la ciudad, antes de que lo despidiesen como consecuencia de su antigua rivalidad con Runcorn.

Que las circunstancias obligaran a Hester a viajar un poco más era tan solo una modesta contribución a su éxito. Y además le gustaba mucho la casa de Paradise Place, con sus vistas al río siempre cambiante, por no mencionar el verse libre de estrecheces económicas gracias a los ingresos regulares que les proporcionaba el nuevo empleo de Monk.

Caminó a paso vivo a lo largo de Portpool Lane, a la sombra de la fábrica de cerveza Reid’s Brewery, hasta la puerta de la casa que en otro tiempo había formado parte de un enorme burdel. Fue Oliver Rathbone quien la ayudó a conseguir el edificio de un modo bastante legal, aunque ejerciendo una considerable coacción sobre Squeaky Robinson, el propietario anterior. Squeaky había permanecido allí, convertido parcialmente en otra persona. Al principio se había quedado porque no tenía otro lugar al que ir, pero ahora sentía cierto orgullo de su posición en la casa, rezumando pretensiones de superioridad moral en su recientemente descubierta respetabilidad.

Cuando Hester llegó encontró a Squeaky en la entrada, con su rostro descarnado y el pelo entrecano, greñudo y grasiento, como siempre largo hasta el cuello. Llevaba su acostumbrada levita y se había puesto una desvaída corbata de seda.

—Necesitamos más dinero —dijo Squeaky en cuanto Hester cruzó el umbral—. ¡No sé cómo espera que haga todas esas cosas con seis peniques y medio!

—Hace una semana tenía cincuenta libras —repuso Hester. Estaba tan acostumbrada a las quejas de Squeaky que se habría preocupado si hubiese afirmado que todo iba bien.

—La señora Margaret dice que pronto vamos a necesitar sartenes nuevas en la cocina —contraatacó Squeaky—. Un montón de sartenes. Y de las grandes. A veces tengo la impresión de que estamos alimentando a medio Londres.

Lady Rathbone —corrigió Hester automáticamente—. Y las sartenes envejecen, Squeaky. Llega un momento en que no pueden arreglarse más.

—Pues dígale a su alteza que consiga dinero para comprarlas —dijo Squeaky de manera mordaz.

—¿Qué ha sido de las cincuenta libras?

—Sábanas y medicinas —contestó Squeaky al instante—. Puede decírselo ahora, si quiere. —Sacudió la cabeza, indicando la puerta que tenía a su izquierda—. Está ahí dentro.

No tenía sentido posponerlo. No solo parecería un acto de cobardía sino que lo viviría como tal. Como si obedeciera las instrucciones de Squeaky, Hester entró en la habitación contigua. Margaret Rathbone estaba de pie junto a la mesa central con un bloc de notas azul celeste en la mano y un lápiz suspendido en el aire. Levantó la vista al entrar Hester. Hubo un instante de silencio absoluto entre ambas, como si ninguna hubiese esperado ver a la otra, y, sin embargo, seguro que ambas se habían preparado para aquel encuentro inevitable. Era la primera vez que se veían desde el terrible suicidio de Sullivan en Execution Dock y de las acusaciones que este había vertido contra el padre de Margaret, asegurando que era quien estaba detrás del negocio pornográfico y del chantaje que finalmente fue su perdición. No había pruebas, solo palabras inolvidables y cadáveres ahogados. Margaret jamás admitiría tal posibilidad, y Hester no podía negarla, de modo que no cabía tender puentes entre ellas.

Margaret no era una mujer bonita, pero poseía unas facciones regulares y un porte inusualmente garboso. Irradiaba dignidad sin arrogancia, algo poco frecuente. Dejó el bloc sobre la mesa y miró a Hester sin pestañear. Su expresión era cauta y, de entrada, poco afectuosa.

—Tengo las sábanas nuevas —comentó—. Dos docenas. Serán más que suficientes para sustituir las que hay que tirar.

—No las tiraremos; nos servirán para hacer vendas —contestó Hester, adentrándose en la habitación—. Gracias.

Margaret pareció un tanto sorprendida, como si ya no se estilase dar las gracias.

—El dinero no era mío —observó.

—No habríamos dispuesto de él si no hubieses convencido a quien lo donó —señaló Hester. Se obligó a sonreír—. Aunque, como siempre, Squeaky ahora vuelve a quejarse de que las sartenes ya no tienen arreglo e insiste en que hay que comprar nuevas.

—¿Y es así? —preguntó Margaret, un poco más relajada.

—Lo será pronto. Me he limitado a decirle que deberíamos comenzar a ahorrar para comprarlas. Juraría que solo puede ser feliz si tiene algo de lo que lamentarse.

Llamaron educadamente a la puerta. Hester contestó y Claudine Burroughs entró y la cerró a sus espaldas. Era una mujer de mediana edad, ancha de caderas, que había sido guapa antes de que el tiempo y la infelicidad le arrebataran su encanto. Había descubierto su espíritu independiente y otorgado un sentido a su vida al ofrecerse como voluntaria para trabajar en la clínica, en buena medida con la intención de irritar a su poco imaginativo marido. Claudine había plantado cara a las órdenes de este para que pusiera fin a su vinculación con semejante lugar, mostrando más valentía de la que creía poseer.

—Buenos días, señora Monk —saludó alegremente—. Buenos días, lady Rathbone.

Sin aguardar respuesta procedió a dar el parte de las nuevas pacientes ingresadas desde la víspera y de los progresos de los casos más graves. Estaban las consabidas fiebres, heridas de arma banca, así como un hombro dislocado, úlceras y picaduras. Lo único que se salía de lo corriente era un absceso, y Claudine anunció en tono triunfal que lo había sajado ella misma y que ahora estaba limpio y debería curarse.

Margaret hizo una mueca al pensar en el dolor que debía de causar algo así, por no mencionar el asco que le producía.

Hester aplaudió la confianza en sus dotes que había demostrado Claudine. Pasaron a otros asuntos relacionados con el gobierno de la casa. Fueron a ver a las pacientes más graves, hablando solo de trabajo, y la mañana transcurrió muy deprisa.

Cuando Hester bajó al vestíbulo se encontró a Oliver Rathbone aguardando. Se sobresaltó al verle, pues la había sorprendido desprevenida, dado que había procurado no pensar en lo que Monk le diría acerca de Arthur Ballinger. Le bastó con un vistazo al semblante de Rathbone —sensible, inteligente, levemente socarrón— para darse cuenta de que Monk aún no había hablado con él. Se sintió culpable, como si él no decir nada sobre lo que sabía que se avecinaba fuera una suerte de engaño.

—Buenos días, Oliver —le saludó, esbozando una sonrisa—. Si buscas a Margaret, está en el cuarto de los medicamentos.

Rathbone enarcó las cejas.

—¿Tienes prisa?

Hester se habría dado una patada por haberse precipitado tanto. No solo había sido descortés, sino que encima había hecho patente su incomodidad. ¿Empeoraría las cosas si se disculpara?

—¿Estás bien, Hester? —preguntó Rathbone, dando un paso hacia ella—. ¿Qué hay de Scuff? ¿Cómo sigue?

Rathbone había estado con ellos durante la frenética búsqueda de Scuff. Sabía perfectamente cómo se sentía Hester. El horror presenciado lo había afectado como ningún otro caso en su vida, dedicada a acusar o defender a algunos de los peores criminales de Londres. Ahora Hester veía el recuerdo de todo aquello en los ojos de Rathbone, así como su amabilidad. Se le hizo un nudo en la garganta el pensar en lo que le aguardaba a Rathbone si Sullivan había dicho la verdad e iba a tener que enfrentarse a ella. Se volvió para que él no viese su expresión.

—Sigue teniendo pesadillas espantosas —contestó Hester con la voz un poco ronca—. Me temo que necesitará… —Vaciló unos instantes—. Tiempo.

Fue toda una evasiva, dado que en realidad quería decir «que crea que todo ha terminado y que no volverá a suceder».

—¿Cómo crees que conseguiría superarlo? —preguntó Rathbone.

—No lo sé. Quizá pensando que sus amigos, niños como él, ya no corren peligro. Sin mentiras.

Rathbone esbozó una sonrisa irónica.

—Nunca te creería, Hester. Mientes muy mal. Eres totalmente transparente.

Hester le miró a los ojos con una chispa de picardía.

—¿No será que lo hago tan bien que nunca me has pillado?

Por un instante Rathbone puso cara de pasmo, pero acto seguido se echó a reír. Justo entonces entró Margaret. Hester se volvió hacia ella y sintió una repentina punzada de culpabilidad. Se sintió aliviada cuando Rathbone fue al encuentro de su esposa con el rostro radiante.

—¡Margaret! Mi gran caso ha terminado. ¿Tienes tiempo para almorzar conmigo?

—Será un placer —contestó Margaret sin mirar a Hester—. Sobre todo si me ayudas a pensar en alguien más a quien pueda pedir dinero. Tenemos sábanas nuevas, pero pronto necesitaremos ollas y sartenes.

No agregó que era la única que estaba recaudando fondos, pero se sobreentendía.

Hester se sintió culpable por su incapacidad para reunir dinero, pero el matrimonio de Margaret con Rathbone le confería una posición en la sociedad que Hester nunca alcanzaría. Ese hecho era tan obvio para todos ellos que no hacía falta mencionarlo. Como tampoco hacía falta añadir que la cortesía y los buenos modales de Margaret se veían mucho mejor recompensados que la franqueza de Hester. A las personas les gustaba tener la sensación de cumplir con sus deberes cristianos con los menos afortunados, pero en modo alguno pensar que estaban obligadas a hacerlo. Y tampoco deseaban oír los sórdidos detalles de la pobreza o la enfermedad. Les resultaba desconcertante; de hecho, en ocasiones, directamente ofensivo.

—Gracias —dijo Hester gentilmente, aun costándole un esfuerzo—. Sin duda sería de gran ayuda.

Margaret sonrió y tomó el brazo de Rathbone.

A media tarde Hester había ingerido un frugal almuerzo consistente en un bocadillo de queso y una taza de té. Estaba ayudando a una de las mujeres a terminar de fregar cuando llegó Rupert Cardew. Se encontraba de rodillas en el suelo, con un cepillo en la mano y un cubo de agua jabonosa a su lado. Oyó unos pasos y entonces vio las lustrosas botas que se detenían a poco más de un metro delante de ella.

Se sentó sobre los talones y levantó la vista despacio. Cardew era por lo menos tan alto como Monk, pero rubio en lugar de moreno, y en sus últimas visitas a la clínica para contribuir con sus donativos había mostrado una desenvoltura rayana en la informalidad. Monk, en cambio, siempre parecía estar en tensión, como una fiera al acecho.

—Perdón —se disculpó Rupert con una sonrisa—. No tenía intención de sorprenderla arrodillada. Pero si estaba rezando para obtener más dinero, soy la respuesta a sus plegarias.

Hester se puso de pie, declinando la mano que Rupert le ofreció para ayudarla. Su sencilla falda azul estaba mojada a la altura de las rodillas, y llevaba la blusa blanca, sin encajes ni otro adorno, arremangada por encima de los codos y cubierta de salpicaduras. Se había recogido el pelo —no siempre su mayor atractivo— con horquillas, echándose los mechones más rebeldes hacia atrás, con lo cual solo había conseguido parecer aún más despeinada.

—Buenas tardes, señor Cardew. —No conseguía llamarlo «sir» aun siendo perfectamente consciente del título que ostentaba su padre, pero tenía la impresión de que él también lo prefería así. ¿Debía disculparse por presentar el aspecto de una fregona? Su amistad era reciente, pero a Hester le había caído bien de inmediato pese a saber que su beneficencia con la clínica surgía, al menos en parte, de cierta familiaridad profesional con algunas de sus pacientes, por la profesión de ellas, no por la suya. Su padre, lord Cardew, tenía suficientes riquezas y posición para que su único hijo superviviente no necesitara trabajar. Rupert desperdiciaba su tiempo, sus medios y su talento con tanto encanto como prodigalidad, aunque últimamente había perdido parte de su soltura habitual.

—No estaba rezando —agregó Hester, mirando un tanto avergonzada sus manos mojadas y enrojecidas—. ¿Tal vez debería tener más fe? Gracias —añadió aceptando la considerable suma que Rupert le entregó. No contó el dinero, pero saltaba a la vista que había varios cientos de libras en el fajo de pagarés del Tesoro que le puso en la mano.

—Deudas de placer —dijo Rupert con una amplia sonrisa—. ¿Realmente tiene que hacer esto usted misma? —Echó un vistazo al suelo y al cubo.

—Pues resulta bastante gratificante —repuso Hester—. Sobre todo cuando estás de mal humor. Puedes acometer la tarea con brío y luego constatar el resultado.

—La próxima vez que monte en cólera tal vez lo pruebe —prometió Rupert con tono alegre—. Fue enfermera en el ejército, ¿verdad? —prosiguió—. Tendrían que haberla enviado al frente; el enemigo se habría muerto de miedo. Y ahora, ¿le apetece una taza de té? Debería haber traído un poco de tarta.

—¿Pan con mermelada? —propuso Hester. Sin duda podía regalarse una breve pausa y disfrutar conversando de trivialidades con él. Rupert le recordaba a los jóvenes oficiales de caballería que había conocido en Crimea: encantadores, divertidos, despreocupados en apariencia pero, en el fondo, procurando no pensar en el mañana ni en el ayer, ni en los amigos que habían perdido ni en los que iban a perder. No obstante, que ella supiera, Rupert no tenía ninguna guerra en la que luchar, ninguna batalla que mereciera la pena ganar o perder.

—¿Mermelada de qué? —preguntó él, como si de verdad importara.

—De arándanos —contestó Hester—. O quizá de frambuesa.

—Perfecto.

Para sorpresa de Hester, Rupert se agachó, cogió el cubo y se lo llevó, un tanto separado del cuerpo para que no le ensuciara los impecables pantalones ni le salpicara las botas.

Hester se quedó perpleja. Nunca hasta en entonces había visto que Rupert considerase la necesidad de llevar cabo una tarea tan humilde, y mucho menos que se rebajara a hacerla. Se preguntó qué lo habría llevado a hacerlo precisamente ese día. Desde luego, no la vulnerabilidad de ella. Hasta entonces no le había dado importancia.

Rupert dejó el cubo junto a la puerta del lavadero. Ya alguien lo vaciaría después.

En la cocina, Hester puso la tetera a calentar y comenzó a cortar pan. Se ofreció a tostarlo, y entonces le pasó la forcina a Rupert para que la sostuviera ante la puerta abierta de la hornilla. Hablaron con soltura de la clínica y de algunas de las pacientes recién ingresadas. Rupert se compadeció enseguida del sufrimiento de las mujeres de la calle, pese a ser un hombre más que dispuesto a comprar sus servicios y, por consiguiente, su necesidad de vender lo único que poseían.

Con el té, las tostadas y la mermelada encima de la mesa, la conversación pasó a otros temas desprovistos de tensión o de flagrantes contrastes: cotilleos de la buena sociedad, lugares que habían visitado, exposiciones a las que habían asistido… Rupert demostraba interés por todo. Escuchaba con la misma gentileza con la que hablaba. A veces Hester llegaba a olvidar la gran cocina en la que se encontraba, las ollas y sartenes, la hornilla y, en las habitaciones contiguas, los calderos de cobre para hervir la ropa blanca, los lavaderos, los fregaderos y el lugar donde guardar las verduras. Podría estar en su casa como cuando era una muchacha, quince años antes, antes de la guerra, antes de tener experiencia de la vida, de haber conocido la pasión, la aflicción o la auténtica felicidad. En el mundo de entonces imperaba una suerte de inocencia; todo era posible. Sus padres aún estaban vivos, así como su hermano menor, fallecido en Crimea. Los recuerdos eran a un mismo tiempo dulces y dolorosos.

Cambió de tema adrede.

—Estamos muy agradecidas por su donativo. Había pedido a lady Rathbone que procurase recaudar un poco más de dinero, pero es una labor ardua. No paramos de pedir porque siempre andamos escasas, pero la gente se cansa de nosotras. —Sonrió un tanto atribulada.

—¿Lady Rathbone es la esposa de sir Oliver? —preguntó Rupert con manifiesto interés, aunque cabía que fingiera este por mera cortesía.

—Sí. ¿Los conoce?

—Solo de oídas —respondió él, y la idea pareció divertirlo—. Nuestros caminos no suelen cruzarse, salvo quizás en el teatro, y me atrevería a decir que él asiste por motivos profesionales y ella para ser vista. Yo voy porque me gusta.

—¿No es ese el motivo por el que hace usted casi todo? —dijo Hester, y acto seguido deseó no haberlo hecho. Era una observación demasiado perspicaz.

Rupert hizo una mueca, pero no dio muestras de ofenderse.

—Creo que es usted la única mujer virtuosa que me gusta de verdad —le dijo Rupert, como sorprendido consigo mismo—. Nunca ha intentado siquiera redimirme, gracias a Dios.

—¡Santo cielo! —repuso Hester con los ojos como platos—. ¡Qué negligencia por mi parte! ¿Debería haberlo hecho, al menos por guardar las apariencias?

—Si me dijera que le importan las apariencias no le creería —contestó Rupert, tratando sin éxito de ponerse serio—. Aunque para algunos no existe otra cosa. —De pronto estaba tenso; se le marcaban los músculos del cuello—. ¿No fue sir Oliver quien defendió a Jericho Phillips y consiguió que lo absolvieran?

Hester sintió un escalofrío solo de recordarlo.

—Sí —se limitó a responder.

—No ponga esa cara —dijo Rupert con delicadeza—. Al final, ese miserable recibió su merecido. Se ahogó lentamente, a medida que subía la marea. Y le tenía terror al agua. Para él fue mucho peor que la horca, pues esta, según dicen, acaba con uno en cuestión de segundos.

Hester lo miraba fijamente. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza.

Rupert se sonrojó.

—Lo siento —dijo—. Seguro que no deseaba conocer tantos detalles. A veces soy demasiado franco con usted.

No fueron los detalles del final de Phillips lo que le heló la sangre a Hester. Sabía de sobra cómo había muerto. Había visto su rostro con sus propios ojos. Fue el hecho de que Rupert Cardew estuviera al corriente de que a Phillips le aterrorizaba el agua. Eso significaba que lo había conocido en persona. ¿Por qué debía sorprenderse? Rupert no guardaba en secreto que conocía a prostitutas y que estaba dispuesto a pagar por pasarlo bien. Tal vez eso fuese más honesto que seducir a mujeres para luego abandonarlas, posiblemente embarazadas. Pero Jericho Phillips había sido de otra calaña: un chantajista, un depravado que abusaba de niños pequeños, a veces de no más de seis o siete años de edad.

¿Cabía que hubiese conocido a Phillips por mera casualidad, sin saber a qué se dedicaba? ¿Sería uno de los muchos apuros de los que había que tenido que sacarlo su padre? Tampoco por esto debería sorprenderse. Cuando aprecias a alguien es muy fácil ser ciego ante la posibilidad de que haya algo malo en él, una debilidad demasiado desagradable para pasarla por alto. Se alegró de que Rupert fuese su amigo, alguien a quien estaba profundamente agradecida pero con quien no compartía ningún vínculo de sangre o afectivo.

¿Qué horror aguardaría a Margaret si Sullivan había dicho la verdad acerca de Arthur Ballinger, y un día se viera obligada a asumirla? Sus lealtades se verían cuestionadas, todo su entramado de afectos y creencias, amenazado. Margaret era leal a su padre; era lo natural, igual que Rupert lo era al suyo. Y quizás él tuviese aún más motivos. Su padre lo había protegido, obrara bien o mal. Sin duda le había costado mucho más que dinero y, sin embargo, nunca le había fallado. Hester estaba al corriente de eso, pues así se desprendía de lo que contaba con desenvoltura el propio Rupert, ocultando sus sentimientos. Pero ella había percibido la tensión de los músculos de su rostro, la sonrisa atribulada, la mirada esquiva. Rupert sabía en qué consistía la lealtad, el perdón aparentemente inagotable, y confiaba en ella; quizás incluso se aprovechara de ella.

El amor perdona, pero ¿puede perdonarlo todo? ¿Debería hacerlo? ¿Qué lealtad tenía que prevalecer, la debida a la familia o la debida al principio del bien?

¿Y qué había de su propio padre? Había muerto solo, traicionado y humillado, mientras ella estaba en Crimea atendiendo a desconocidos. ¿Qué clase de lealtad era aquella? ¿Acaso el desconocer sus problemas la eximía? A veces Hester pensaba que sí, pero luego una lacerante piedad irrumpía en su fuero interno, una palabra o una mirada se lo recordaba, y entonces sentía que no había tenido excusas.

—¿Hester?

La voz de Rupert interrumpió sus pensamientos. Levantó la vista.

—¿Sí?, tiene usted razón. Se diría que el destino fue más duro con Phillips de lo que lo habría sido la ley —dijo, rememorando la expresión y el grito de pavor.

Monk fue al gabinete de Oliver Rathbone a última hora de la mañana, y su pasante le informó de que sir Oliver había salido a almorzar. Monk regresó puntual a las dos y media y aun así se vio obligado a aguardar. Quizás hubiese sido más sencillo pillar a Rathbone en su casa a última hora de la tarde, cuando podría dedicarle más tiempo, pero Monk necesitaba hablar con él sin que Margaret estuviera presente. Por fin, a las tres menos cuarto Rathbone hizo acto de presencia, sonriente y con la desenvuelta elegancia que solía mostrar cuando todavía estaba saboreando las mieles de un éxito reciente.

—Hola, Monk —saludó, no sin cierta sorpresa—. ¿Ya tienes otro caso para mí?

Entró y cerró la puerta a sus espaldas. Su traje gris perla era de un corte impecable y le caía a la perfección. El sol entraba a raudales por los altos ventanales y resaltaba la suavidad de su cabello rubio y las canas que asomaban en las sienes.

—No —contestó Monk—. Al menos así lo espero. Pero no puedo dejar correr esto por omisión.

—¿A qué te refieres? —Rathbone se sentó y cruzó las piernas. Aparentaba estar a gusto, cuando en realidad no lo estaba—. Parece que acabes de abrir un dormitorio ajeno por error.

—Quizá lo haya hecho —respondió Monk irónicamente. La alusión no era más que un ejemplo, pero se aproximaba demasiado a la verdad.

Rathbone le miró de hito en hito, con el semblante muy serio.

—No es propio de ti valerte de evasivas. ¿Tan grave es?

Monk detestaba lo que iba a hacer. Seguía preguntándose si aún habría manera de evitarlo.

—Aquella noche, en el barco de Phillips, cuando encontramos a Scuff y al resto de los niños, me dijiste que el padre de Margaret estaba detrás de…

—Te dije que era lo que Sullivan había dicho —interrumpió Rathbone—. No tenía pruebas, y ahora está muerto por su propia mano. Cualquier cosa que supiese o creyera se fue con él.

—Las pruebas quizás hayan muerto —dijo Monk sin apartar los ojos de los de Rathbone—, pero el asunto no. Hay una mano oculta. Phillips no tenía el dinero ni los contactos necesarios para dirigir el barco y encontrar clientes a los que luego hacer chantaje.

—¿Y si era el propio Sullivan? —sugirió Rathbone, y desvió la mirada. Monk no se molestó en contestar. Ambos sabían que Sullivan carecía del temple y la inteligencia necesarios. Era un hombre vencido por sus apetitos, que acabó muriendo a causa de ellos; finalmente, fue una víctima más.

Rathbone volvió a levantar la vista.

—De acuerdo, no era Sullivan. Pero pudo culpar a cualquiera con excepción de sí mismo. ¿Por qué elegir a Ballinger? No hay nada en lo que basarse, Monk. Era un hombre desesperado y patético. Murió de una manera espantosa y se llevó consigo a Phillips, que lo merecía más que ningún otro hombre. No puedo hacer más, estoy atado de pies y manos. El barco ha sido desguazado y los niños son libres. Deja que las demás víctimas restañen sus heridas en paz. —Torció el gesto con una repugnancia imposible de disimular—. La pornografía es cruel y obscena, pero no hay modo de impedir que los hombres miren lo que quieran en sus propias casas. Si quieres emprender una cruzada, existen causas más fructíferas.

—Solo quiero poner fin al sufrimiento de Scuff —contestó Monk—. Y para lograrlo debo impedir que les suceda lo mismo a otros niños, a los amigos que dejó atrás.

—Te ayudaré, pero siempre en el marco de la ley.

Monk se puso de pie.

—Quiero a quien esté detrás de todo esto.

—Dame pruebas e interpondré una acción judicial —prometió Rathbone—. Pero no voy a consentir una caza de brujas. No la emprendas… o lo lamentarás. Las cazas de brujas suelen descontrolarse y causan sufrimiento a inocentes. No lo olvides, Monk.

Monk no dijo nada. Estrechó la mano de Rathbone y se marchó.