Capítulo 9
Rathbone se encontraba en casa de sus suegros para cenar cuando el mayordomo anunció que un tal señor Monk había ido a ver al señor Ballinger, y que le estaba aguardando en la sala de día.
—¡Qué hora tan intempestiva para presentarse! —dijo la señora Ballinger con fría formalidad, abriendo mucho los ojos. Miró al mayordomo—. Dígale que espere. De hecho, mejor dígale que vuelva por la mañana, a una hora más razonable. —Se volvió hacia Rathbone—. Perdóname, Oliver. Sé que es amigo tuyo, más o menos, pero esto es demasiado. Ese hombre no tiene ninguna clase.
El mayordomo no se había movido.
—¿Qué pasa, Withers? —dijo Ballinger con aspereza—. Dígale a Monk que, si quiere esperar, le veré después de cenar. Mejor dicho, cuando la velada termine y mis invitados se hayan ido a casa.
El camarero, sumamente atribulado y enrojecido, pasó el peso de un pie al otro.
Rathbone se levantó.
—Iré a ver qué quiere —se ofreció, dirigiéndose hacia la puerta mientras hablaba.
—¡Por el amor de Dios, Oliver, deja que espere! —espetó George—. No eres su lacayo para que corras tras él solo porque llama a la puerta.
Rathbone notó los ojos de Margaret en su espalda mientras salía, pero no se volvió. Al cerrar la puerta y cruzar el amplio vestíbulo con su espléndida escalera se dio cuenta de que tenía miedo. Conocía demasiado bien a Monk para figurarse que se hubiese personado a aquellas horas de la noche sin un motivo de peso.
Rathbone había visto el orgullo y el dolor de Monk cuando lo derrotó en el juicio contra Jericho Phillips. Su amigo no iba a permitir que aquello se repitiera.
Abrió la puerta de la sala de día y se encaró a Monk.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Rathbone, cerrando la puerta a sus espaldas. Se quedó plantado delante de ella.
—Lo siento —se disculpó Monk—. He pensado que sería mejor aquí que en su lugar de trabajo. Siempre resultará más discreto, al menos por el momento.
—¿A qué demonios te refieres? —inquirió Rathbone, si bien mucho temía saberlo.
—Y además tú también estás aquí —prosiguió Monk—. Tu pasante me ha dicho que estarías. Tal vez no esté de más.
—¡Monk! —exclamó Rathbone, costándole no levantar la voz.
Monk se irguió y echó los hombros para atrás, adoptando una postura menos relajada.
—Tengo pruebas nuevas muy convincentes. He venido a arrestar a Arthur Ballinger por el asesinato de Michael Parfitt —repuso Monk.
—¡No seas ridículo! —dijo Rathbone con acritud. Aquello era como una pesadilla descontrolada—. Ballinger estaba en casa de Bertram Harkness. Lo sabes de sobra y, si no es así, te aseguro que yo sí lo sé.
—Lo sé —dijo Monk sin perder la calma—. No queda lejos de donde encontraron a Parfitt, y el movimiento de la marea puede explicar la diferencia. No me lo pongas más difícil de lo necesario…
—¡Te lo pondré tan difícil como pueda! —Rathbone notó que levantaba la voz, perdiendo el dominio de sí mismo—. No puedes presentarte en su domicilio y acusarlo, basándote solo en lo que Sullivan dijo. Estaba desesperado y a punto de suicidarse. Lo sabes tan bien como yo.
—Oliver… —comenzó Monk.
Rathbone pensó en Margaret sentada en el comedor con su familia, a pocos metros de la puerta cerrada. Debía protegerla de aquello. Se esforzó en bajar la voz.
—Piénsalo, Monk. Aun si llevaras razón y Ballinger tuviera alguna conexión con Phillips, e incluso con Parfitt, ¿por qué demonios iba a matar a este último? Según lo que dijo Sullivan, suponiendo que estuviera en su sano juicio y que no se equivocara, cosa que no sabemos, ¡Ballinger tendría razones de sobra para mantenerlo con vida! Sería una considerable entrada de ingresos para él.
Monk no hizo ademán alguno para que Rathbone se apartara de la puerta. Su expresión era adusta, la mirada dura y firme, pero en ella brillaba un sentimiento que a Rathbone le pareció espeluznante. La noche era templada y, sin embargo, tuvo frío.
Lo intentó una vez más.
—Tal vez actuara en nombre de un cliente —protestó—. Al fin y al cabo, es abogado. A lo mejor intentaba que Parfitt dejara de chantajear a alguien. ¿Lo has tomado en consideración?
Hubo un atisbo de incertidumbre en el semblante de Monk, pero desapareció de inmediato.
—Sí, ya se me ocurrió en su momento —contestó—. Y si tal fuera el caso, los cargos serían de cómplice de asesinato o, en el mejor de los casos, de instigador y encubridor. Atrajo a Parfitt al barco, y estaba en las inmediaciones. Por ahora no conseguimos situar a nadie más allí. No hagas una escena. Solo empeorará las cosas para la familia. Estoy más que dispuesto a permitir que venga conmigo por voluntad propia, sin que nadie más se entere de la gravedad del asunto.
Rathbone seguía empeñado en discutir, pero la puerta se abrió detrás de él y George entró en la sala de día.
—¿Qué diantre está pasando? ¿No puedes resolver esto, Oliver? —preguntó con enojo.
Rathbone notó que montaba en cólera. Tuvo ganas de soltarle cuatro frescas, pero se contuvo, aunque con dificultad.
—Más vale que vayas a pedirle a nuestro suegro que venga.
George miró a Monk.
—Oiga, no sé qué se ha creído… inspector… o lo que sea, pero estas no son horas de presentarse en casa de un caballero, interrumpiendo la cena y armando un escándalo tan vulgar…
—¡Por Dios, George, ve a buscarlo de una vez! —gruñó Rathbone, con la voz ronca de ira—. Si fuese tan simple como eso, ¿no crees que ya lo habría resuelto?
George se encolerizó y contestó de inmediato.
—¿Cómo voy a saber lo que harías? Es amigo tuyo.
La puerta del comedor se abrió, derramando luz al vestíbulo. Margaret estaba en la entrada con el semblante tenso de angustia, envuelta en su reluciente vestido de seda.
—¿Qué ocurre, Oliver?
—¡Nada! —le dijo George bruscamente.
—Por favor, dile a tu padre que venga —le contradijo Rathbone.
Margaret titubeó.
Fue Monk quien dio un paso al frente.
—Por favor, lady Rathbone, pida a su padre que salga al vestíbulo. Será menos penoso para su madre y sus hermanas si podemos discutir este asunto en privado.
Margaret miró a Rathbone y luego, al ver que este asentía, dio media vuelta y entró de nuevo en el comedor. Acto seguido salió Ballinger, aunque dejó la puerta entornada a sus espaldas. De la estancia no salía una sola voz, como si todos estuvieran escuchando.
—Bien, ¿qué demonios quiere? —preguntó a Monk—. Más vale que tenga una muy buena explicación para su inoportuna intromisión.
Rathbone fue hasta la puerta del comedor y la cerró.
—La tengo —dijo Monk en voz baja—. Tengo una orden judicial para arrestarlo bajo el cargo de haber asesinado a Michael Parfitt…
—¿Qué? —Ballinger se horrorizó—. ¿Ese desdichado proxeneta que murió ahogado en Chiswick? ¡Esto es absurdo! Se está pasando de la raya, Monk. Ha dejado que su sed de venganza le sorbiera el seso. Esto le va a costar el puesto.
—¡Le aconsejo que no diga nada! —interrumpió Rathbone a la desesperada, tratando de impedir que Ballinger empeorara más las cosas.
Ballinger estaba congestionado, ciego de ira. Giró sobre sus talones para encararse con Rathbone, pero entonces pareció recobrar la compostura y, con un gran esfuerzo, se obligó a serenarse, relajar los hombros y soltar el aire.
—No ha sido una amenaza —dijo a Monk—. Es un incompetente con un empleo que le viene grande, pero no tengo nada contra usted. Lo haré todo con arreglo a la ley.
—Por supuesto —respondió Monk con una chispa de humor que apenas fue perceptible—. Es demasiado sensato para añadir a su situación un cargo de desacato a la autoridad.
—¿Tiene intención de detenerme a estas hora de la noche?
El tono de Ballinger reflejaba incredulidad.
—He supuesto que lo preferiría —contestó Monk—. Pero puedo ir a su oficina en pleno día, si así lo prefiere. Y si no estuviera allí, puedo enviar a la policía en su busca.
—¡Santo cielo! —exclamó Ballinger—. ¡Su reputación nunca se recuperará de esto!
Monk no contestó. Miró a Rathbone un momento, dio media vuelta, fue hasta la puerta principal y aguardó a que Ballinger lo acompañara.
Cuando se hubieron ido, Rathbone se volvió hacia Margaret. Estaba muy pálida, tenía la mirada perdida. Los músculos del cuello y los hombros de pronto parecían tan duros como cuerdas, como si se fueran a partir.
—Tienes que parar todo esto, Oliver —dijo con voz temblorosa—. ¡Esta misma noche! Antes de que trascienda. Diré a mamá y a los demás que Monk necesitaba ayuda en algo. No tendré que pensar en qué porque les diré que no nos lo ha dicho. Tienes…
—Margaret. —Rathbone apoyó ligeramente las manos en sus hombros y notó lo tensos que los tenía—. Monk no habría venido si no creyera que…
Margaret se apartó de él, echando chispas por los ojos.
—¿Estás diciendo que lleva razón?
—No, por supuesto que no. —Su respuesta fue instantánea y no del todo sincera. Tomó aire—. Lo que digo es que debe pensar que tiene alguna clase de prueba, pues de lo contrario no se atrevería a venir aquí a decir lo que ha dicho.
—¡Pues demuestra que está equivocado! Ha cometido un error porque quiere que Rupert Cardew sea inocente.
—No seas injusta. Monk nunca ha…
Antes de terminar la frase supo que se había equivocado al defenderlo.
Margaret enarcó las cejas.
—¿Cometido un error?
—Claro que ha cometido errores. Lo que iba a decir es que nunca ha sido deliberadamente injusto. Haré que me explique con toda exactitud sus argumentos y luego buscaré la mejor manera de desmentirlos.
—¡Esta noche! —insistió Margaret—. Es inconcebible que papá pase una noche en prisión. Es… espantoso, ¡y lo sabes muy bien!
—Margaret, esta noche no puedo hacer nada…
—Por eso ha venido ahora, ¿no? Ha arrestado a papá a estas horas de la noche para que tú no pudieras hacer nada al respecto. ¡Si lo hubiese hecho de día podrías haberlo impedido! Oliver, tienes que demostrar que se trata de una venganza personal. Papá dijo que Monk es un hombre imprevisible y rencoroso, pero me resistía a creerlo por lealtad a ti, pero ahora veo que tenía razón. Monk nunca le ha perdonado que aceptara a Jericho Phillips como cliente y que te convenciera para defenderlo. Los hiciste quedar mal en el juicio, los dejaste en ridículo, ¡y ahora se está vengando de vosotros dos!
—¡Margaret! —La voz de Rathbone fue cortante, imperiosa—. ¡Ya basta! Sí, Monk perdió el juicio contra Phillips, y no estoy especialmente orgulloso de mi actuación. Pero hice lo que exigen la ley y la justicia. Monk lo sabía y lo comprendió.
Margaret dio otro paso hacia atrás con los ojos arrasados en lágrimas, pero eran lágrimas de ira, de miedo a un horror contra el que no podía lidiar.
—¿Oliver?
—¡Escúchame! —dijo Rathbone con gravedad—. Monk quiere acabar con ese repugnante comercio que se lleva a cabo en el río, y es en verdad repugnante, mucho peor que cualquier cosa que hayas oído en Portpool Lane. Algunos de esos niños solo tienen cinco o seis años. —Hizo caso omiso de la mueca de dolor que torció los labios de Margaret—. Tal vez peque de exceso de celo, pero necesitamos a alguien con su pasión para ponerle fin, alguien a quien le importe tanto como para arriesgarse a salir salpicado o herido. Esta vez ha cometido un error, pero solo está yendo a donde piensa que le conducen las pruebas.
Margaret pestañeó y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.
—Representarás a papá, es tu deber. Tendrás…
—Solo si él quiere que lo haga. Tiene que decidirlo él. Tal vez prefiera a otro.
—¡Por supuesto que no! —Estaba indignada, pero debajo del enojo Rathbone percibió su creciente miedo—. Tienes que ayudarlo, Oliver. ¿O estás diciendo que tu amistad con Monk te impide…?
Rathbone dijo lo único que podía decir.
—Se trata de tu padre, Margaret. Claro que lo representaré, siempre y cuando ese sea su deseo. Pero ten presente que puede preferir a otro abogado, tal vez por mi excesiva proximidad.
Se guardó de decir que Ballinger quizá no confiaría en él a causa de su amistad con Monk.
Parte del miedo de Margaret remitió.
—Por supuesto —dijo en voz baja—. Perdóname. Es que es… ¡tan injusto! Es como una pesadilla, uno de esos sueños en los que todo lo que amas cambia delante de tus ojos. Vas a coger algo y se convierte en otra cosa… en algo horrible. Una taza de té se convierte en un plato de gusanos, o una persona a la que conoces de toda la vida se convierte en un animal espantoso…
Ahora Margaret ni siquiera intentaba contener el llanto.
Vacilante, Rathbone alargó los brazos y la tocó, luego la atrajo hacia sí y la abrazó. No estuvo seguro de si ella se resistiría, pero su pánico fue fugaz. Tras un instante de duda, se apoyó contra él y dejó que la estrechara entre sus brazos con más fuerza.
—Tengo que ir a decírselo al resto de la familia —susurró Rathbone—. Estarán consternados, y debemos asegurarles que haremos todo lo necesario para resolver esto tan deprisa y discretamente como sea posible.
—Sí. —Se apartó de él a su pesar—. Por supuesto.
Rathbone respiró profundamente y se dirigió al salón. Cerró la puerta a sus espaldas y se enfrentó a ellos. Las mujeres estaban muy erguidas en sus asientos; los hombres, de pie.
—¿Qué diablos está ocurriendo, Oliver? —inquirió George—. ¿Dónde está mi suegro?
Rathbone se puso de cara a la señora Ballinger.
—Lo siento, suegra, pero por el momento ha tenido que irse con la policía. Mañana…
—¡Mañana! —interrumpió George enojado—. ¿Estás diciendo que te irás a casa tan tranquilo mientras él pasa la noche en una celda? Pero ¿qué…?
La señora Ballinger miró a uno y a otro, ruborizada y descontenta, sintiendo una creciente confusión.
Celia se levantó, dio un paso hacia George, pero cambió de parecer y fue a sentarse junto a su madre.
—¡Cállate! —espetó Rathbone a George, levantando la voz. Se volvió de nuevo hacia la señora Ballinger—. Esta noche nadie puede hacer nada. No hay magistrados de turno a estas horas. Pero es inocente, y un hombre acaudalado: lo tratarán como es debido. Saben que de lo contrario lo pagarían muy caro.
George dio un resoplido.
—Seguro que tu amigo ha elegido esta hora precisamente por eso. Es un hombre despreciable.
—¡Wilbert! —dijo Gwen con reprobación—. ¿Por qué te quedas ahí plantado como un mueble? ¡Haz algo!
—No hay nada que hacer —replicó Wilbert—. Oliver lleva razón. No hay nadie a quien apelar a estas horas de la noche.
—Como ya he dicho —George fulminó a Wilbert con la mirada—, ha sido cosa de Monk.
Se volvió hacia Rathbone, como si fuera culpa suya.
Rathbone notó que se acaloraba.
—¿Habrías preferido que hubiese ido a arrestarlo durante el día, en su bufete, delante de su personal y, posiblemente, de sus clientes?
Ahora fue George quien se sonrojó.
—¿Qué harás mañana, Oliver? —preguntó Celia—. Tiene que haber algún error. ¿De qué lo acusan? ¿Y dónde está Margaret? Debe de estar muy disgustada. Siempre ha sido la que ha estado más unida a papá.
—Eso no es verdad —saltó Gwen, ofendida.
—¡Oh, cállate! —le espetó Celia—. Tenemos que dejar de discutir entre nosotros y pensar qué hacer. ¿De qué va todo esto, Oliver?
Rathbone intentó sonreír, como si estuviera seguro de sí mismo, pero le constó que su sonrisa era forzada.
—Guarda relación con el asesinato de un hombre sumamente desagradable que se llamaba Mickey Parfitt. Lo estrangularon y lo arrojaron al río, más arriba de Chiswick.
—¿Chiswick? —dijo incrédula la señora Ballinger—. ¿Por qué supone el señor Monk que Arthur puede tener algo que ver con eso? ¡Es absurdo!
—Estaba en el río aquella noche —contestó Rathbone—. Cruzó en Chiswick, si lo recuerda. Fue a ver a Bertie Harkness. Nos lo contó la otra noche mientras cenábamos.
—Esto es ridículo —interrumpió George de nuevo—. Seguro que Harkness puede decírselo a la policía. Monk merece un buen castigo: es absolutamente incompetente. Ese hombre tiene algo personal…
—¡Cállate de una vez! —dijo Wilbert con impaciencia—. Estás hablando de la policía. Monk no es un papanatas que ande por ahí haciendo lo que le viene en gana. Además, ¿por qué iba a tener algo personal contra Arthur? Ni siquiera lo conoce.
George enarcó las cejas.
—¿Estás dando a entender que hay algo de cierto en todo esto? ¿Que Arthur tuvo algo que ver con el asesinato de ese desdichado?
—¡No seas estúpido! Claro que no. Probablemente tenga que ver con algún cliente. Quizás esté representando a alguien que esté involucrado.
—¡Por favor! —protestó la señora Ballinger.
—Querida suegra —Rathbone aprovechó la ocasión que Wilbert le había servido en bandeja—, si representó a Jericho Phillips, puede representar a cualquiera. Mañana a primera hora iré a la Policía Fluvial para que Monk en persona me explique exactamente qué pruebas tienen y qué conclusiones han sacado. Y, por descontado, iré a ver a Arthur y le preguntaré si quiere que lo represente. Entonces lo resolveremos todo.
—Con una disculpa —agregó George.
La señora Ballinger miró a uno y a otro pestañeando, manteniendo la compostura con evidente esfuerzo.
—Gracias, Oliver. Me parece que lo mejor será que todos nos retiremos. ¿Cómo está Margaret?
—Demuestra tanta entereza como todos ustedes —contestó Rathbone, esperando que aún fuese cierto. Al decirlo fue consciente de que tal vez había hecho una promesa que no podría cumplir.
A la mañana siguiente Rathbone aguardaba a orillas del río delante de la comisaría cuando Monk subió la escalera del embarcadero del transbordador. Aún no eran las ocho. La luz mortecina de primeros de octubre se reflejaba pálida en el agua. La marea entrante preñaba el aire de olor a salitre. Las gaviotas volaban bajo, trazando círculos en busca de peces y, de vez en cuando, se zambullían en la estela de una goleta de dos palos que remontaba el río. Al norte y al sur se alzaban bosques de mástiles entrecruzados que el agua inquieta balanceaba. Largas hileras de gabarras y barcazas se abrían paso entre los barcos anclados, transportando cargamentos bien tierra adentro, bien hacia Limehouse, Isle of Dogs, Greenwich o incluso el estuario y la costa.
Monk llegó a lo alto de la escalinata y esbozó una sonrisa al ver a Rathbone. Ninguno de los dos habló, como si se entendieran sin palabras. Rathbone percibió en el semblante de Monk, en sus ojos, la complejidad de lo que sabía, su incomodidad, sus sentimientos y lealtades encontrados.
Cruzaron el muelle hasta la comisaría y entraron. Monk dio los buenos días a los hombres que terminaban el turno de noche. Comprobó que no hubiera nada urgente que requiriera su atención, pasó delante hacia su despacho y cerró la puerta.
—¿Eres su representante? —preguntó Monk.
—Todavía no, porque aún no lo he visto, pero cuento con serlo.
Monk titubeó un instante antes de preguntar:
—¿Estás seguro de que sea sensato?
—Si me lo pide, no tengo alternativa —contestó Rathbone, y se sorprendió al oír la amargura de su propia voz. Se sentía atrapado y se avergonzaba de ello. Si estuviera absolutamente convencido de la inocencia de Ballinger, si confiara en él tanto como deseaba, se habría mostrado más ansioso, más impaciente por comenzar.
Monk miró hacia otro lado, apartando la vista de sus ojos, y Rathbone pensó que lo hacía porque no quería entrometerse; no quería que Rathbone viera hasta qué punto lo comprendía.
—¿Qué tenéis? —dijo Rathbone en voz alta—. Una prueba circunstancial: una carta sin fecha, aún por demostrar que sea auténtica y relevante. ¿Qué más? Ya sabemos que Ballinger estuvo en el río cerca de Chiswick. Él mismo lo explicó, en su momento. ¡Dices que esa prostituta tiene que decirte a quién le dio la corbata! De modo que no puedes relacionarla con Ballinger. ¿No es mucho más razonable suponer que se la dio a alguien que ella conocía? ¿Y por qué iba Ballinger a matar a un desdichado como Parfitt? No tienes un solo testigo capaz de demostrar que llegaran siquiera a conocerse.
Se interrumpió de golpe. Estaba dirigiéndose a Monk como si fuese nuevo en aquello y careciera de confianza en sí mismo. Craso error. Por eso un buen abogado se lo pensaba dos veces antes de representar a un familiar: los sentimientos entraban en juego desde el principio.
Arthur Ballinger no era su padre. Qué diferente sería todo si se hubiese tratado de Henry Rathbone. Habría sabido a ciencia cierta que su padre era inocente.
Aunque, en tal caso, Monk también lo habría sabido.
—No estoy suponiendo que hubiera una enemistad personal —contestó Monk sin levantar la voz—. Tengo a Ballinger a la hora y casi en el lugar de los hechos, y una nota que solo pudo haber escrito él, invitando a Parfitt a reunirse con él en el barco para tratar de un posible negocio provechoso para Parfitt.
—¿Como cuál? —repuso Rathbone—. No tienes pruebas de nada. Ni siquiera un indicio.
—Sabemos muy bien cuál era el negocio de Parfitt, Oliver. Viste el barco de Phillips; sabes perfectamente lo que hacen. Si quieres, también puedo describirte el barco de Parfitt y a los niños a los que encontramos allí.
Rathbone notó que estaba perdiendo el dominio de sí mismo.
—No tienes pruebas de que Ballinger estuviera involucrado —señaló—. Absolutamente nada, pues de lo contrario ya lo habrías llevado a juicio. Sé cuánto deseas atrapar al que está detrás del negocio.
—¿Tú no?
—¡Sí, por supuesto que sí! Pero no tanto como para arriesgarme a enjuiciar a la persona equivocada. Que Sullivan acusara a Ballinger no lo convierte en culpable. Es posible que Ballinger estuviera intentado salvar a Sullivan de su propia insensatez, sin lograrlo. Quizá Sullivan culpaba a todo el mundo menos a sí mismo. Ambos le hemos visto hacerlo en el pasado.
—No sé qué motivo podía tener Ballinger para matar a Parfitt —dijo Monk, haciendo un esfuerzo por mantener la calma—. No tengo por qué saberlo. Lo único que la acusación debe demostrar es que tuvo ocasión, que tenía los medios y que él fue quien dijo a Parfitt que estuviera en el barco a esa hora, para reunirse con él. Si Parfitt no le hubiera conocido ni creyera que había un negocio de por medio, no habría acudido.
Rathbone se quedó sin argumentos, salvo que tenía que haber algo más, alguna prueba que todavía no había sido descubierta y que cambiaría la situación por completo.
—Lo siento —agregó Monk—. Seguiré investigando, pero mayormente para encontrar los vínculos entre ellos y acabar con ese negocio. Ojalá las pruebas no me hubiesen conducido a Ballinger, pero así ha sido. Si puedes conseguir que confiese, quizás al menos ahorre parte de la vergüenza a su familia.
Rathbone se quedó tan aturdido como si hubiese encajado un puñetazo.
—Tiene que haber otra respuesta.
—Eso espero. —Monk sonrió con pesar—. Sería muy agradable pensar que lo hizo alguien que nos trajera sin cuidado a los dos. Pero desearlo no basta para que sea cierto.
A Rathbone no se le ocurrió nada más que decir. Dio las gracias a Monk y se marchó.
Mientras cruzaba la oficina para salir de nuevo al muelle casi chocó con un hombre alto y delgado de pobladas patillas e intensos ojos azules. Llevaba un traje caro muy bien cortado. Rathbone lo conocía de vista y, en esa ocasión, le habría rehuido si hubiese podido.
—Buenos días, comandante Birkenshaw —saludó brevemente, y siguió caminando.
Pero Birkenshaw no era un hombre a quien uno pudiera rehuir fácilmente. Dejó lo que estaba haciendo y salió detrás de Rathbone al muelle.
—Supuse que vendría temprano —dijo Birkenshaw, acomodando su paso al de Rathbone—. Un asunto lamentable. Aún espero poder esclarecerlo antes de que empeoren las cosas. Usted hace varios años que conoce a Monk, ¿verdad?
—Sí. Ocho o nueve, creo —contestó Rathbone con renuencia.
Birkenshaw era el superior de Monk, y saltaba a la vista que estaba muy descontento. La inquietud le crispaba el semblante y hablaba a media voz aunque no había un alma a la vista. Además, el ruido del viento y el agua habrían hecho imposible que alguien les oyera.
—¿Diría que lo conoce bien? —preguntó Birkenshaw.
Imposible eludir la respuesta.
—Sí. Hemos trabajado juntos en muchos casos.
—Es inteligente —concedió Birkenshaw—, pero ¿fiable? Me consta que Durban le tenía en gran estima. Fue quien lo recomendó para el puesto cuando supo que iba a morir. Pero no hacía tanto tiempo que conocía a Monk; solo de aquel caso. Desde entonces he oído decir que Monk es un poco imprevisible. Farnham, mi predecesor, abrigaba dudas en cuanto a su integridad si había que tomar una decisión difícil y Monk estaba convencido de que alguien era culpable.
—Pues menos mal que ahora está usted al mando, y no Farnham —dijo Rathbone con aspereza, y acto seguido se arrepintió. Vio la sorpresa del rostro de Birkenshaw, y luego su irritación. No había sido la respuesta que esperaba.
—Me parece que no acaba de apreciar lo peliaguda que es la situación, sir Oliver —dijo Birkenshaw con paciencia—. El de asesinato es un cargo sumamente grave, y Monk lo ha presentado contra un hombre de buena posición y con una reputación intachable…
—Me consta. Es mi suegro.
—Lo siento. Por supuesto. Debe de ser terrible para usted, e incalificable para su esposa. Razón de más para que quiera asegurarse de que no actuamos precipitadamente. Si Monk ha cometido un error, aun sin ser su intención, habrá mancillado la reputación de un hombre y causado un sufrimiento innecesario a su familia.
—Es de agradecer que se muestre tan preocupado… —comenzó Rathbone.
—¡Maldita sea, hombre! —explotó Birkenshaw—. ¡Me preocupan el honor y la capacidad de la Policía Fluvial para hacer su trabajo! Si acusamos injustamente a un hombre prominente y se demuestra que el caso estaba viciado desde el principio, y que lo ha llevado un hombre consumido por su afán de venganza, será nuestra reputación la que resulte perjudicada, y nuestro trabajo, puesto en duda. Mi responsabilidad es velar para que eso no ocurra.
Pese a desear lo contrario, Rathbone vio que Birkenshaw llevaba razón. Ahora bien, ¿Birkenshaw era consciente de que, si invalidaba el criterio de Monk, este dejaría de contar con la lealtad y el respeto de sus hombres, viéndose obligado a dimitir? Eso también era injusto, y Rathbone no quería tomar parte en ello.
—Claro que lo es —dijo Rathbone con tanta serenidad como pudo—. Y si tiene pruebas de que Monk ha actuado por motivos personales, sin una causa justa, sin duda debe invalidar su investigación, retirar los cargos y presentar sus excusas. Y si lo hace, también tendrá que destituirlo.
Birkenshaw negó con la cabeza, tratando de apartar la idea como si se tratara de un insecto molesto e incluso peligroso.
—Eso es demasiado… extremo.
—No, no lo es —replicó Rathbone—. Usted habrá hecho pública su desconfianza en él, y sus hombres también comenzarán a dudar. Es muy probable que Ballinger exija una compensación. Yo no podría representarle en eso, pero no tendría ninguna dificultad para encontrar a otro abogado dispuesto a hacerlo, sobre todo a uno que tenga un cliente que en algún momento haya sido llevado a juicio por Monk. Si lo sopesa detenidamente, comandante Birkenshaw, me parece que verá que la Policía Fluvial saldría aún peor parada. Tendrá que ir a juicio, y Arthur Ballinger será absuelto… o ahorcado.
—Rathbone… —comenzó Birkenshaw.
—He dicho cuanto podía decir —contestó Rathbone, y tras una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se puso a caminar tan deprisa como pudo hacia High Street. Con un poco de suerte podría tomar un coche de punto que lo llevara a su bufete de Lincoln’s Inn.
Pero, aunque tuvo mucha suerte y encontró uno en cinco minutos, se sintió fatal bamboleándose en el interior del vehículo, que avanzaba a buen ritmo, con el traqueteo de las ruedas sobre el adoquinado, dirigiéndose a calles más conocidas. Había sido leal a Monk y a su propia conciencia, pero ¿acaso en cierto modo había traicionado a Margaret? No le contaría aquella conversación, y eso contestaba a sus dudas. No era algo confidencial. Antes de planteárselo ya sabía que Margaret tendría la impresión de que no había actuado del modo más conveniente para su padre. Y tal vez fuese cierto.
Por supuesto podía argumentar que Ballinger era absolutamente inocente y que debía tener ocasión de demostrarlo de manera que nadie llegara a suponer que se había presionado a la policía para que retirara los cargos. Podría parecer una nimiedad como el veredicto escocés de «no demostrado», sobre todo si nunca se llegaba a enjuiciar a otra persona por la muerte de Parfitt.
De haberse tratado de su propio padre, ¿cuál habría sido la decisión de Monk? Podría muy bien haber sido la de seguir adelante y demostrar su inocencia. Aunque también cabía que tuviera miedo de que una mentira, una prueba malinterpretada o una anomalía legal dieran pie a que se cometiera una injusticia. Solo mediaban tres breves semanas entre la condena y su ejecución. No había tiempo para revocar el veredicto, ni siquiera para suscitar una duda que bastara para suspender la ejecución.
Ahora debía prepararse para el temido momento de enfrentarse a Ballinger en persona. Se dio cuenta de lo poco que lo conocía. Ni siquiera sabía si lo encontraría asustado, enojado, humilde, acusador o incluso tan conmocionado como para ser incapaz de pensar en cómo defenderse.
Rathbone se inclinó hacia un lado y se asomó a la ventanilla para ver dónde estaba. Reconoció St. Margaret’s Arch. Estaban comenzando a adentrarse en East Cheap. Seguramente subirían por King William Street para luego torcer a la izquierda atravesando Poultry y Cheapside hasta Newgate. Tal vez habría un embotellamiento y así dispondría de más tiempo para serenarse y pensar qué diría.
Diez minutos después se detuvieron en seco. Suspiró aliviado, pero la parada fue breve. Poco después se encontró de nuevo en la acera bajo el sol, cruzó la calle y subió la escalinata de la prisión de Newgate, sin haber puesto en orden sus ideas.
Le permitieron ver a Ballinger enseguida, aunque habría estado más que dispuesto a aguardar. Se reunieron en una celda pequeña con el suelo de piedra y muebles de madera barata: dos sillas bastante incómodas y una mesa destartalada sobre la que poner libros y papeles si así lo deseaban. No era la misma habitación en que había visto a Rupert Cardew, pero las diferencias eran nimias.
Ballinger estaba desaliñado y enojado, pero no había perdido el dominio de sí mismo de manera tan embarazosa como algunas personas lo hacían cuando se enfrentaban a una desgracia imprevista. Iba afeitado y peinado. Su rostro no presentaba ningún indicio de histeria y sus ojos no estaban más hinchados de lo normal después de pasar una noche en vela.
—Buenos días, Oliver —dijo sin más preámbulos—. Antes de que lo preguntes, me están tratando la mar de bien, y dispongo de cuanto necesito para mi comodidad, dentro de lo permitido. Margaret envió a mi ayuda de cámara. Todavía no puedes hacerte una idea de lo magnífica que es. Si tienes la suerte de tener hijas así, serás un hombre muy afortunado. Bien, ¿vas a representarme en esta… farsa? Quiero que todo quede explicado en cuanto sea posible, antes de que todo el mundo se entere. —Sonrió forzadamente, tan solo con un eco de humor—. Tal vez comprenderé mejor a mis clientes en el futuro, y me inspirarán más compasión.
—Por supuesto que lo representaré, si está seguro de que así lo desea —contestó Rathbone—. Ahora bien, ¿ha valorado si es sensato que un miembro de la familia sea su representante legal? Hay…
Ballinger hizo un ademán brusco, descartando cualquier objeción.
—Eres el mejor abogado de Londres, Oliver, tal vez el mejor de Inglaterra. Y no albergo la menor duda de que lucharás por mí con más ahínco que cualquier otro, pese a tu antigua amistad con William Monk. Eres mi yerno, parte de mi familia. Soy muy consciente de que no debería haber hijos predilectos, pero, aun así, Margaret es mi hija favorita. Siempre lo ha sido. Su lealtad y gentileza superan incluso a las de sus hermanas. Harás cuanto sea humanamente posible.
Meneó la cabeza.
—Aunque no debería ser necesario —prosiguió Ballinger—. La acusación se fundamenta en una trama de coincidencias amontonadas unas sobre otras porque Monk conoce mal las responsabilidades de un abogado para con su cliente. Además, su emotividad está implicada a nivel personal a través de su esposa, y del pequeño carroñero del que ella se ha encariñado porque la pobre mujer, según parece, no puede tener hijos.
Rathbone sintió una punzada de culpabilidad tan aguda que costaba creer que no fuese consecuencia de una vieja herida física reabierta. Durante el juicio de Jericho Phillips había ridiculizado a Hester cuando esta testificó contra Phillips, describiéndola como una mujer sin hijos que había medio adoptado a un golfillo de la calle para combatir su soledad, motivo por el que su criterio estaba sesgado. El jurado le había creído y desestimó su testimonio. Rathbone no había vuelto a hablar de ello con Hester, y no sabía si le había perdonado del todo semejante traición. Él no lo había hecho.
—Hay que contestar las pruebas.
Rathbone dominaba sus sentimientos con dificultad. Debía lealtad a Ballinger porque era su cliente y, si el caso llegaba ante el tribunal, lucharía por su vida. Por añadidura, se trataba del padre de Margaret, lo cual le convertía en una parte de la vida de Rathbone a la que nunca podría dar la espalda ni olvidar.
—Por supuesto —dijo Ballinger—. ¿Qué prueba cree tener Monk? No logro imaginármelo.
—Una nota escrita por usted, invitando a Parfitt a una reunión en su barco, que le fue entregada delante de testigos una o dos horas antes de su muerte. Cuando la leyó, mandó a buscar a ’Orrie Jones para que lo llevara.
El semblante de Ballinger perdió todo su color, quedando ceniciento. Por un instante, pareció incapaz de hablar. Pudo deberse a la impresión, a la incredulidad, pero Rathbone tuvo mucho miedo de que se debiera a la culpabilidad.
—¡Es… imposible! —dijo Ballinger al fin—. ¿Quién lo dice? ¿Monk?
—Sí. Y seguro que tiene esa carta, pues de lo contrario no se atrevería a sostenerlo, por más que usted le considere tan inmoral como para intentarlo.
—Entonces es una falsificación —dijo Ballinger de inmediato—. Por Dios, Oliver, ¿a santo de qué iba yo a tener trato con un sujeto como Parfitt?
—Para sobornarlo en nombre de un cliente —contestó Rathbone. Se estaba hundiendo en una ciénaga de pesadilla y, sin embargo, su mente funcionaba ciñéndose a la razón, como si esta fuese algo aparte y él un mero transeúnte que observara aquella desesperada y sumamente civilizada conversación sobre asesinato y traición.
Ballinger titubeó, sopesando su respuesta.
Rathbone lo observaba, notando el sudor que le corría por el cuerpo, fruto del miedo a que Ballinger fuera a admitir que en realidad había intentado poner fin a su propio chantaje. Tras los años que llevaba actuando como acusación y defensa en causas criminales, nada debería sorprender a Rathbone, pero le costaba creer que Arthur Ballinger hubiese estado involucrado en el negocio pornográfico de Parfitt.
¿Por qué no? ¿Tan moral consideraba a su suegro? ¿Tan satisfecho con su vida actual? ¿O tan cuidadoso? ¿Qué pensaba de él, no ya como su yerno, el marido de su hija predilecta, sino como su abogado, con la obligación de buscar la verdad, porque solo conociéndola podría dar lo mejor de sí mismo para defenderlo?
De pronto Rathbone se dio cuenta de lo poco que conocía a Ballinger aparte de su papel como esposo y padre. A solas, ¿cómo era? ¿Cuáles eran sus sueños, sus temores, sus placeres? ¿Quién era sin la máscara? Rathbone no tenía ni idea.
Ballinger le miraba fijamente, todavía indeciso.
—¿Actuaba para un cliente? —repitió Rathbone.
Ballinger pareció haber tomado una decisión.
—No. Pasé la velada con Bertie Harkness, luego volví por donde había ido, cruzando el río de nuevo en Chiswick. Quizá pasé cerca del infame barco de Parfitt, pero no vi ni oí nada extraño, cosa que el barquero del transbordador podrá confirmar. Puedo dar cuenta de lo que hice en todo momento. Y si hubiese querido pagar a Parfitt en nombre de un cliente, habría tenido la sensatez de no hacerlo en secreto y a solas con un hombre de su calaña. —Respiró profundamente—. Por Dios, Oliver, ¡piénsalo! ¿Te habrías aventurado a ir a ese barco en plena noche para efectuar una transacción perfectamente legal en representación de un cliente, por más desesperado o estúpido que ese cliente hubiese sido? ¿Y habrías ido solo?
—No —contestó Rathbone sin vacilar. Todo aquello parecía muy razonable, pero no constituía una defensa—. Pero necesitamos algo más consistente que un mero desmentido.
Ballinger se las arregló para sonreír forzada y torvamente.
—Tienen que demostrar que estuve allí, que estaba en posesión de la corbata de Rupert Cardew y que tenía un motivo de peso para matar a Parfitt. No pueden demostrar nada porque nada de eso es verdad. Estuve en el río, lo crucé desde la ribera sur camino de mi casa. Lo hice en un transbordador y el barquero puede dar fe de ello. Luego tomé un coche de punto y me fui directamente a casa. Nadie puede demostrar otra cosa, porque esto es la verdad.
—¿Y está seguro de no haber tenido tratos con Parfitt? —insistió Rathbone.
—Por Dios, ¿qué tratos iba a tener? —protestó Ballinger—. A juzgar por lo que dices, ¡era un tipo incalificable!
—Estuvo dispuesto a representar a Jericho Phillips —señaló Rathbone—. Y también a Sullivan, que usaba de su repugnante comercio y pagaba el consiguiente chantaje. La acusación no tendrá dificultades en dar a entender que usted hizo lo mismo por Parfitt o por una de sus víctimas.
Ballinger tragó saliva. Seguía pálido como la nieve y parecía arrinconado y avergonzado.
—Representé a Sullivan porque estaba desesperado.
Rathbone ya no podía seguir posponiéndolo sin mentir deliberadamente, tanto a Ballinger como a sí mismo. Había fingido que no necesitaba una respuesta, y su actitud lo estaba envenenando.
—Sullivan me dijo que usted fue quien lo introdujo en la pornografía y que además prestaba respaldo económico a Parfitt.
Ballinger lo miró fijamente.
Los segundos pasaban.
Ballinger volvió a tragar saliva.
—¿Eso te dijo? —preguntó incrédulo.
—Sí.
—¿Y no me has dicho nada… hasta ahora?
—Opté por creer que era la acusación de un hombre con la mente trastornada por la desesperación, y que estaba a punto de quitarse la vida.
—Y eso es lo que fue. —Ballinger inhaló profundamente y el sudor le perló la frente, pese a que en la celda hacía frío—. Dios mío, eso explica el descabellado comportamiento de Monk. ¡Hablaste con él, seguro!
No fue una pregunta, sino una afirmación rayana en la acusación.
Rathbone tuvo la sensación de perder pie, como si estuviera equivocado. Faltó poco para que pidiera disculpas.
—¿Me está diciendo que no estuvo implicado en la conducta de Sullivan? —preguntó, midiendo sus palabras con sumo cuidado.
Arthur Ballinger titubeó. Bajó la vista a sus manos, fuertes y pesadas sobre la mesa, y volvió a levantarla para mirar a Rathbone a los ojos.
—Sullivan me hizo chantaje para que lo representara —dijo en voz baja—. No por algo que yo hubiese hecho, sino por Cardew. Ayudarlo era el precio por mantener a Cardew al margen.
Rathbone se quedó tan perplejo que por un momento no supo qué decir.
Ballinger lo miraba fijamente, aguardando.
—¿Cardew? —dijo Rathbone al cabo—. ¿Estuvo dispuesto a implicarse en tan sórdido asunto para salvar a Cardew?
Ballinger dio muestras de ablandarse, relajó un poco los hombros y casi sonrió.
—Lo he admirado inmensamente, y desde hace mucho tiempo.
—¿Se relacionaba con Parfitt y aun así lo admiraba?
La voz de Rathbone transmitió su indignación y su incredulidad.
—¡Santo cielo, quien tenía relación con Parfitt era Rupert Cardew! ¡Yo admiraba a su padre! —dijo Ballinger en tono hiriente—. Y me daba muchísima lástima. Tú todavía no tienes hijos, Oliver, no tienes idea de cuánto puedes amarlos sin que importe lo mal que se porten ni las estupideces que hagan. Te sigues preocupando, sigues perdonando y nunca puedes abandonarlos ni dejar de esperar que cambien y que sean, al menos en parte, tal como tú deseas.
Rathbone se quedó absolutamente confundido.
Ballinger se inclinó sobre la mesa.
—Hice cuanto pude por salvar a Sullivan. No tendría que haberme sorprendido que se quitara la vida, pero lamento decir que no lo supe prever, pues de lo contrario lo habría impedido. O tal vez no. Ya no le quedaba nada que perder, y la muerte era la única salida que le quedaba. Gracias a Dios, al menos se llevó consigo la prueba que habría conllevado la perdición de Rupert Cardew.
—¿Se la llevó consigo? —preguntó Rathbone.
—Me refiero al olvido, en sentido figurado —explicó Ballinger—. Dudo mucho que la tuviera en el bolsillo. Fue su único acto medio decente, pobre diablo.
—Pero le culpó a usted.
—Según dices tú. Medio decente, pero no del todo. —Alargó una mano hacia Rathbone—. Pero esto no lo diré ante un tribunal, Oliver. Debo dejar limpio mi nombre sin aplastar a Cardew. Tal vez nadie pueda salvar a Rupert, pero tienes que dejar a su padre al margen.
—¿Cómo estaba implicado su padre? —preguntó Rathbone, no sin que le costara un esfuerzo. Aquella desilusión le dolía más de lo que habría esperado. Solo conocía a lord Cardew de oídas, por su cruzada contra la contaminación industrial. Al parecer había encontrado el modo de hacer cambiar de opinión a lord Justice Garslake, ¡Dios sabía cómo! Solo había tenido un encuentro muy emotivo con él, a propósito del peligro que se cernía sobre Rupert. Le resultaba inconcebible que pudiera tener algo que ver con Parfitt o Phillips, salvo que le hubiesen tendido una trampa. No obstante, aquello no interesaría a Monk.
—No necesitas saberlo —dijo Ballinger bajando la voz—. Concédele un poco de dignidad, Oliver. Y, si puedes, deja su nombre al margen de los procedimientos. Puedes defenderme sin mencionar a Phillips ni a Sullivan, ni a ninguno de los demás que arrastró con él. Yo no maté a Parfitt, y tampoco sé quién lo hizo ni por qué razón. Ese hombre era una escoria humana, y sin duda tenía un montón de enemigos. Si no logras descubrir al que lo mató, al menos explica al jurado qué clase de hombre sería. Pero no hundas a Cardew para hacerlo… por favor.
Rathbone tuvo la impresión de que la certidumbre se le escurría entre las manos. Estaba sosteniendo una docena de fragmentos que no encajaban entre sí para formar un todo comprensible.
—Tal vez lo consigas sin arruinarle la vida a nadie más —prosiguió Ballinger—. Pero aunque no puedas salvar a Monk de sí mismo, debes ceñirte a la ley y a tu criterio sobre lo que está bien y lo que está mal. Tú no le has hecho nada, se lo ha hecho él mismo.
—Haré todo lo que pueda —dijo Rathbone con gravedad—. Tal como están ahora las cosas, seré capaz de rebatir a la acusación cada uno de sus argumentos. Aunque, por supuesto, no dejaré de trabajar hasta que el caso sea desestimado.
Ballinger sonrió.
—Gracias. Confiaba en que lo hicieras.