Capítulo 5

Rathbone sintió frío en la boca del estómago cuando su pasante le dijo que Monk estaba en la sala de espera con aspecto cansado y demacrado.

—Hágale pasar —respondió Rathbone. Deseaba acabar con aquello. Le costaría trabajo centrar toda su atención en un cliente si su imaginación daba vueltas a lo que Monk había descubierto. El hecho de que hubiera ido a ver a Rathbone indicaba inequívocamente que su visita guardaba relación con el asesinato de Mickey Parfitt y el barco en el que llevaba a cabo su repugnante comercio.

Rathbone había intentado apartar de su mente las palabras de Sullivan que culpaban a Arthur Ballinger de su perdición: primero la tentación, luego la corrupción y finalmente su suicidio. ¿Sufría un trastorno mental y había acusado a Ballinger porque era incapaz de aceptar su propia responsabilidad en haber caído tan bajo?

Todo se había reducido a palabras, tal vez histéricas, no a hechos, sin un solo detalle que no pudiera haberse inventado él mismo.

Monk entró en el despacho y cerró la puerta a sus espaldas. El pasante llevaba razón: presentaba un aspecto cansado y abatido, casi vencido. El puño de hierro que Rathbone tenía en el estómago se apretó un poco más. Aguardó.

—He descubierto quién mató a Mickey Parfitt —dijo Monk en voz baja—. La prueba parece bastante concluyente. He pensado que querrías saberlo.

—¡Obviamente! —le espetó Rathbone—. ¡Así que cuéntamelo todo de una vez! No te quedes ahí plantado como un enterrador con dolor de muelas, ¡cuéntame!

Una sonrisa asomó brevemente al semblante de Monk.

—Rupert Cardew.

Rathbone se quedó atónito. Le costaba creerlo. Desde luego Rupert Cardew era un muchacho un poco disoluto, pero sin duda no más que cualquier otro joven con demasiado dinero y demasiados privilegios. ¿Cómo era posible que hubiese caído tan bajo, siendo tan joven?

Y, sin embargo, mientras lo embargaba una especie de pesar, también sintió un gran alivio.

Era ridículo pensar que Arthur Ballinger realmente pudiera haber estado involucrado en una trama de pornografía, chantaje y asesinato. Si Claudine Burroughs no se había equivocado y en verdad era Ballinger a quien había visto delante de la tienda con las fotografías, seguro que Ballinger estaba ayudando a un amigo, actuando en calidad de abogado en nombre de algún pobre diablo metido en una situación que lo superaba. Incluso era posible que estuviera intentando poner fin al chantaje robando las fotografías con las que lo coaccionaban. Sí, por supuesto. Una explicación sencilla; en cuanto se le ocurrió, se preguntó por qué había tardado tanto.

—Lo siento mucho —dijo en voz alta, mirando a Monk a los ojos y reparando en su tristeza. Por Hester, seguro. Cardew había donado mucho dinero a la clínica, y Hester no solo estaba agradecida, sino que le tenía simpatía. Qué típico de Hester trabar amistad con los atribulados, aquellos a quienes los demás rehuirían cuando se enteraran.

Hasta que ella también se enterara; entonces también lo rechazaría. Hester era capaz de perdonar muchas cosas, pero nunca aceptaría a un hombre que maltratara y asesinara a niños: niños vulnerables, con frío y hambre, solos en el mundo, como el mismo Scuff.

Monk estaba muy erguido; siempre adoptaba esa postura, con una suerte de elegancia que rayaba en la arrogancia. Salvo que, conociéndolo como lo conocía, Rathbone sabía que en buena medida se trataba de una defensa, su armadura de creencia en sí mismo, tanto más rígida cuanto que la pérdida de memoria lo había dejado excepcionalmente vulnerable.

Ahora se estaría preparando para hacer frente al dolor de Hester. No habría manera de consolarla ni de mitigar su desilusión. Rupert Cardew sin duda era como los jóvenes oficiales a los que había conocido en Crimea, viéndolos heridos, agonizantes, todavía luchando por guardar cierta compostura. Entonces había sido incapaz de salvarlos de la muerte, y ahora tampoco podría hacer nada por Rupert Cardew. Si alguna vez había sido posible, había sido años atrás.

Monk encogió ligeramente los hombros.

—He pensado que querrías saberlo —repitió. No agregó nada a propósito de Ballinger ni de Margaret. Pero no era preciso que lo sacaran a colación. Ninguno de los dos olvidaría jamás aquella noche en el barco de Jericho Phillips, el horror y el miedo al pensar que Scuff ya hubiese fallecido porque habían llegado demasiado tarde, la peste de las ratas muertas mientras lo sacaban de la sentina, menudo y muy pálido, con el cuerpo tembloroso. Como tampoco olvidarían los cadáveres en Execution Dock.

—¿Estás seguro de que fue Cardew? —preguntó en voz alta. Le sorprendió lo normal que sonaba su voz.

—A ese cabrón lo estrangularon con su corbata —le dijo Monk—. El forense tuvo que arrancarla de entre las carnes hinchadas del cuello de Parfitt. Es una prenda inusual: azul marino con tres leopardos bordados en oro.

Rathbone notó que el nudo que tenía en el estómago se aflojaba. Aquello era una prueba. Lo avergonzó que la desdicha de otro supusiera tal alivio para él. Ahora sabía con toda certeza que había tenido miedo de que Ballinger estuviera involucrado de alguna manera. No lo había querido admitir, pero a medida que el miedo se disipaba entendió su tremendo influjo y casi se sintió mareado de alivio.

—Sí —dijo Rathbone en voz alta—. Llevas razón, parece concluyente, lo lamento mucho. Lord Cardew se quedará anonadado. Pobre hombre.

Monk no contestó. Su tez seguía pálida, y sus ojos, sombríos. Asintió lentamente, dedicó a Rathbone una leve sonrisa de reconocimiento y luego dio media vuelta y se marchó.

Rathbone lo oyó rehusar la taza de té que el pasante le ofreció en el antedespacho.

Con la puerta cerrada de nuevo, Rathbone se sentó a su escritorio y se sorprendió temblando con una abrumadora sensación de haber escapado a un peligro que había estado apartando de sí hasta que el cuerpo le dolió a causa de la tensión de tal esfuerzo. No se había atrevido a plantearse la posibilidad de que Ballinger fuese culpable por el irreparable sufrimiento que le causaría a Margaret que estuviera implicado. Margaret amaba a su padre incondicionalmente, con el mismo amor que debía de profesarle en la infancia.

La admiraba por ello y, sin embargo, eso también le impedía buscar la verdad acerca de la participación de Ballinger. Aquello se apartaba por completo de su sentido de la justicia. Era la primera vez que había hecho algo semejante y estaba avergonzado. El destino le había permitido eludir el enfrentamiento con la verdad, y ese era un regalo inmerecido.

Aquella noche llevaría a Margaret a la cena a la que estaban invitados. Haría de la velada una celebración, un momento de felicidad que Margaret recordaría. Se entretuvo pensando en ello hasta que el pasante anunció que el primer cliente del día había llegado.

La cena fue espléndida. Rathbone había regalado a Margaret hacía poco un bonito collar de granates y perlas de río, con pendientes y un brazalete a juego. Era una pizca extravagante, aunque también justamente la clase de aderezo valioso pero discreto que ella prefería. Aquella noche se lo puso con un vestido de seda de color vino. La falda era más generosa de las que usualmente elegía y el escote quizás un poco más atrevido. Las joyas relucían sobre su pálida e inmaculada piel y, con un leve rubor en las mejillas, estaba más encantadora de lo que la había visto jamás.

Hicieron su entrada con un frufrú de seda en el salón principal para ser recibidos con suma cortesía. Ya había llegado una veintena de invitados. Los hombres iban de elegante negro, las mujeres en un estallido de colores que iban de los tonos pastel de las más jóvenes a los burdeos, los azules noche, los granates y los suntuosos marrones de las grandes damas de la aristocracia. Los diamantes refulgían y las sartas de perlas resplandecían sobre la piel desnuda. Había risas discretas, tintineo de copas, un leve movimiento como un viento en un campo de flores.

Margaret asía el brazo de Rathbone apretando un poquito más de lo habitual. Él olía la calidez de su perfume, dulce e indefinible.

—¡Vaya! ¡Sir Oliver, lady Rathbone! Qué alegría me da verlos.

Las frases de bienvenida se sucedían una tras otra. Rathbone conocía a todo el mundo y no tuvo que hurgar en la memoria para recordar un nombre, un puesto o un logro. Contestaba con soltura, hacía una broma o contaba una novedad, un comentario sobre un libro recién publicado o una exposición de arte.

Hasta que pasaron al comedor no reparó en que eran un número impar, cosa que ninguna anfitriona de Inglaterra haría nunca ex profeso.

—¿Qué sucede? —susurró Margaret, viendo su desconcierto.

—Somos diecinueve —contestó Rathbone, hablando casi entre dientes.

—Debe de haber ocurrido algo —dijo Margaret convencida—. Alguien habrá caído enfermo. —Miró alrededor con aire despreocupado, tratando de disimular—. Falta un hombre —dijo finalmente—. Aquí hay diez mujeres.

De pronto la respuesta fue patente, así como el motivo por el que nadie lo había mencionado. El hombre que faltaba era lord Cardew. Teniendo en cuenta quiénes eran los invitados, Rathbone estuvo seguro de que, cuando las damas se retiraran después de la cena, los hombres lo comentarían mientras tomaban el consabido oporto y fumaban cigarros. Le sacaba de quicio el asunto de la contaminación industrial, sobre todo la de los ríos. Recordó a Ballinger diciendo que era un tema en el que lord Cardew llevaba varios años implicado. Rathbone se preguntó incluso si no sería Cardew quien se había impuesto sobre lord Justice Garslake para hacerle cambiar de opinión, influyendo así sobre el Tribunal de Apelación en aquel caso tan famoso.

Una súbita sensación de abatimiento anidó en su fuero interno, y se sintió culpable por estar allí, gozando de una felicidad completa. Ni por asomo era culpa suya que Rupert Cardew hubiese asesinado a Parfitt. Era su alivio lo que le avergonzaba, así como el hecho de haber estado dispuesto a mirar hacia otro lado cuando el desasosiego amenazó su propia felicidad. Tal vez Cardew había hecho lo mismo durante años, negándose a ver cómo era Rupert en verdad, a enfrentarse a la realidad y como mínimo hacer algo al respecto. En eso eran iguales, salvo que Rathbone no había tenido que pagar nada por ello.

—¿Oliver? —La voz de Margaret interrumpió sus pensamientos. Los apartó de inmediato, obligándose a pensar solo en el presente y en ella.

—Sí —mintió—. Alguien se habrá puesto enfermo. Esperemos que no sea grave y que se recupere pronto.

Puso la mano un momento sobre la de Margaret y siguió adelante, sonriente, y ocupó su sitio en la mesa.

Nadie mencionó a Cardew ni sacó a colación un tema que pudiera empañar el buen ambiente de la reunión. Rathbone se alegró al ver que Margaret había superado su timidez de antaño y que reía con ganas, atreviéndose incluso a dar respuestas ingeniosas y hasta un tanto mordaces a las opiniones que no compartía. En más de una ocasión hizo reír a los comensales, granjeándose comentarios apreciativos.

Rathbone estaba orgulloso de ella.

Pensó en Hester: su genio vivo, la pasión que a veces la llevaba a escandalizar a los demás, su furia ante la incompetencia y el orgullo que ocultaban el engaño, la piedad que impulsaba sus cruzadas de modo tan poco apropiado, sin que le importaran demasiado las posibles consecuencias. Rathbone siempre la encontraría fascinante, pero una vez había confundido eso con el amor e imaginó que sería feliz con ella a su lado. Gracias a Dios, ella le había rechazado. En una cena como aquella, siempre lo habría tenido en vilo por si decía algo indecoroso, algo tan franco que nadie podría olvidar y mucho menos ignorar.

Miró a Margaret, que, al otro lado de la mesa, contestaba con suma seriedad al hombre que se sentaba a su izquierda, hablando del enorme poder de la industria y de la complejidad que entrañaba el equilibrio entre beneficios y responsabilidad. No había nada despectivo en la actitud de aquel caballero. Ni por asomo le seguía la corriente mientras ella explicaba la imposibilidad de luchar contra semejantes gigantes.

Rathbone sonrió. Y entonces, como si notara la mirada puesta en ella, Margaret levantó la vista y lo miró con ojos afectuosos, brillantes, radiantes de felicidad.

Aquella dulce sensación de intimidad se prolongó durante el viaje en carruaje de regreso a casa y devino más intensa cuando dieron permiso al servicio para que se retirara hasta el día siguiente y subieron solos a sus habitaciones. De pronto la pasión fue desenvuelta y sin titubeos. No hubo necesidad de tranquilizarse, ninguna pregunta. Haber dicho cualquier cosa hubiese equivalido a poner en duda el regalo de tan exquisita felicidad.

Pero a la mañana siguiente, en el bufete, la paz de espíritu de Rathbone quedó hecha añicos.

—Lord Cardew ha venido a verle, sir Oliver —dijo el pasante con gravedad—. Le he dicho que debía consultar con usted, pero me he tomado la libertad de preguntar a lady Lavinia Stock si tendría inconveniente en posponer su cita. El asunto es trivial, y no ha tenido el menor inconveniente en aplazarla.

Rathbone, horrorizado, lo miró fijamente. Era un pasante excelente, y llevaba demasiados años sirviéndole con lealtad para prescindir de él, pero de todos modos aquello era un atrevimiento excesivo.

El pasante presentaba un ligero rubor en las mejillas, pero sostuvo la mirada de Rathbone sin pestañear.

—Conociéndole como le conozco, señor, he tenido la certeza de que como mínimo tendría la amabilidad de escucharle, aun suponiendo que no quisiera usted aceptar el caso o no se sintiera capaz de llevarlo.

Rathbone tomó aire para replicar, pero se dio cuenta, no sin cierta diversión, de que el pasante lo había acorralado hábilmente. Él nunca admitiría no ser capaz de llevar un caso y, por otra parte, no podía negarse a escuchar a Cardew cuando estaba sumido en el que sin duda era el trance más espantoso de su vida.

—Más vale que le haga pasar, puesto que está claro que usted ya ha decidido que debería aceptar el caso —dijo con sequedad.

El pasante hizo una reverencia.

—No me corresponde a mí decidir qué casos acepta, sir Oliver. Haré pasar a lord Cardew de inmediato. ¿Preparo un té, o quizá dadas las circunstancias preferiría algo más fuerte? ¿Tal vez un coñac?

—El té estará muy bien, gracias. Tendré que estar muy sobrio para abordar este asunto. Y…

—¿Sí, sir Oliver?

—Luego ya hablaremos sobre esto.

—Sí, señor. Traeré el té en cuanto esté listo.

Regresó un momento después y sostuvo la puerta abierta para Cardew. Pese a sus sesenta y pocos años, aquel día parecía octogenario. Su piel estaba desprovista de color y seca como un pergamino viejo. Iba bien erguido, pero se movía como si le doliera el cuerpo entero.

Decir algo tan banal como «buenos días» se le antojó ridículo. El día no podía tener nada de bueno para aquel hombre. Rathbone dio las gracias al pasante y le indicó que los dejara a solas, y luego señaló el sillón de cuero enfrentado al escritorio para que Cardew tomara asiento.

—Estoy al corriente de lo sucedido —dijo Rathbone enseguida para ahorrarle a Cardew el mal trago de contárselo—. Al menos de los rudimentos.

Cardew se mostró perplejo.

—El comandante Monk y yo hace años que somos amigos —explicó Rathbone.

—¿Le cuenta todos sus casos? —preguntó Cardew incrédulo.

—Ni mucho menos, señor. Pero este lo angustia más que la mayoría debido a su relación con el reciente caso de Jericho Phillips.

Cardew parecía un anciano demasiado testarudo para admitir una derrota. Rathbone había conocido a otros hombres como él, para quienes rendirse era algo tan ajeno que no cabía ni planteárselo. Estaban apabullados, y seguían adelante por la fuerza de la costumbre y la incapacidad de pensar en otra alternativa.

—¿Qué motivos tiene para angustiarse? —preguntó Cardew—. Está haciendo su trabajo. Si yo me encontrara en su lugar, también supondría que mi hijo es culpable. Las pruebas que tienen así lo indican. Es indudable que a ese sujeto lo mataron con la corbata de Rupert. Ni siquiera yo podría discutirlo. Es una prenda inconfundible. Me consta porque se la regalé yo. Según parece tuvieron que arrancarla del cuello de ese desdichado.

—¿Rupert ha confesado que lo hizo él? —preguntó Rathbone.

Un rubor subió a las mejillas de Cardew, que bajó los ojos. La cobardía era un pecado que ni su carácter ni su educación podían perdonar. Un caballero no pedía disculpas, no se quejaba y, por encima de todo, no mentía para eludir las consecuencias de sus actos.

—No, no lo ha hecho —dijo en voz tan baja que Rathbone apenas le oyó.

Rathbone buscó alguna expresión de consuelo que ofrecerle, pero todas eran inadecuadas, trilladas o la clase de mentira que Cardew tanto desdeñaba.

—¿Qué es lo que quiere que haga? —preguntó Rathbone con gentileza.

Cardew levantó la vista.

—¿Sabe a qué se dedicaba Parfitt?

—Al menos parcialmente. —El recuerdo asaltó a Rathbone provocándole náuseas—. Sé a qué se dedicaba Jericho Phillips. Estuve en su barco. Vi su cadáver en Execution Dock y pude mirarlo sin ningún pesar. Murió obscenamente, pero su muerte solo me causó una profunda sensación de alivio. No estoy orgulloso de ello. En realidad, es algo que prefiero no recordar.

—Entonces comprenderá que no sienta lástima por Mickey Parfitt —contestó Cardew—. ¿Existe algún atenuante que alegar para el hombre que lo mató, aunque solo sea para librarlo de la horca?

Dijo esto último como si se clavara un puñal.

—Puedo intentarlo —dijo Rathbone a regañadientes.

¿Cuántas veces había suplicado Cardew indulgencia con el hijo que lo había defraudado causándole tanta angustia? ¿Nunca se cansaría de hacerlo? ¿Acaso Cardew se preguntaba si de haber hecho pagar a Rupert antes sus errores, sufriendo todas las consecuencias cuando estas eran mucho menos graves, ahora no se hallaría en semejante situación? ¿Seguía adelante, agotado como estaba, porque entendía que su benevolencia solo había servido para posponer lo inevitable? En ese intervalo de tiempo, ¿tanto había subido ese precio como para que tuviera que costarle la vida?

Cardew se inclinó hacia delante con el semblante tenso, mirando a Rathbone de hito en hito.

—No va a contarme lo que sucedió. Solo tuve ocasión de verle un momento antes de que se lo llevaran arrestado. Pero si mató a Parfitt, ¿a lo mejor fue en defensa propia? O en defensa de otra persona. ¿Eso sería un atenuante?

—Si fue para salvar la vida de un tercero que corriera peligro inminente de ser asesinado, desde luego es algo más que un atenuante —contestó Rathbone—. Si puede demostrarse más allá de toda duda razonable, es una justificación. Aunque me temo que quizá sea muy difícil convencer a un jurado, ahora que Rupert ya ha sido detenido, puesto que un hombre inocente habría dado parte en su momento.

Cardew hizo una mueca de dolor.

—Por supuesto. No obstante, me cuesta creer que Rupert lo matara si no se hubiese visto obligado a hacerlo. Tiene mal carácter, pero no es idiota. —Tragó saliva con dificultad—. Y a pesar de su inmoralidad en otros asuntos, a su manera tiene sentido del honor. Matar a un nombre a sangre fría, incluso a un hombre como Parfitt, no sería… admisible. Así es como actúan los cobardes.

Inconscientemente cuadró los hombros un poco al decirlo, como si se enfrentase a una amenaza.

Rathbone esbozó una sonrisa, aunque con sumo disgusto.

—A mí mismo me cuesta decidir qué significa realmente «a sangre fría».

En ese momento el pasante llamó a la puerta y, con permiso de Rathbone, entró con la bandeja del té servido en tetera de plata, con una jarrita de plata para la leche, un azucarero, pinzas y cucharillas. La porcelana era sobria, adornada tan solo con una coronita azul. Pese a la negativa de Rathbone, también trajo una botella de coñac Napoleon que dejó en el aparador. Sirvió el té, se excusó y se marchó.

—Qué civilizado —dijo Cardew con un tono exasperado—. Qué británico. Henos aquí sentados, tomando té en tazas de porcelana alemana con una botella de coñac francés por si necesitamos entonarnos, y hablamos de asesinatos, justicia y ahorcamientos. Haríamos exactamente lo mismo, y con el mismo tono de voz, si estuviéramos hablando del tiempo.

—Se debe a que tenemos que usar nuestra inteligencia, no los sentimientos —contestó Rathbone—. La autocomplacencia no ayudará a su hijo.

—Autocomplacencia —repitió Cardew con el primer matiz de amargura que Rathbone percibiera en él—. El pecado de Rupert al que nunca he sabido poner freno. Me daba cuenta y lo pasaba por alto, como si al crecer fuera a perderlo. ¿Por qué será que seguimos viendo a nuestros hijos como niños a quienes podemos disculpar, darles tiempo y amor y paciencia, incluso cuando son hombres adultos que deberían ser más sensatos? El mundo no los disculpará, y lo que hacemos es un engaño. Tácito, por supuesto, pero a fin de cuentas un engaño.

—Porque amamos día tras día, paso a paso —contestó Rathbone—. No somos conscientes del paso del tiempo ni de los peligros que deberíamos haberles impedido correr, o al menos advertirlos de lo que podían costarles. Pero nada de esto va a ayudarnos ahora. —Miró con firmeza a Cardew—. Salta a la vista que usted conoce el nombre y la reputación de Parfitt. ¿Cómo han llegado a su conocimiento, señor?

Cardew se mostró perplejo y, acto seguido, incómodo.

Por un momento Rathbone pensó horrorizado que tal vez el propio Cardew se había sentido tentado por semejantes pasatiempos, pero enseguida descartó la idea, considerándola absurda y repulsiva. No obstante, la pregunta exigía respuesta, y aguardó a que Cardew se la diera.

Cardew volvió a evitar su mirada.

—Rupert me ha causado cierto bochorno durante casi toda su vida adulta, digamos que a lo largo de los últimos quince años, desde que cumplió los dieciocho. A menudo he sabido de qué manera porque yo… le he ayudado cuando ha sido necesario.

La contestación de Cardew eludía la sordidez de la verdad, y ambos fueron conscientes de ello. Incluso ahora, Cardew era incapaz de abordar los hechos con toda su crudeza.

Rathbone no estaba para eufemismos.

—Lord Cardew —dijo con gravedad—, no puedo hacer nada útil por su hijo si no sé contra qué estoy luchando. ¿A qué clase de problemas se refiere? Pagaba a prostitutas; no es para enorgullecerse, pero tampoco es inusual. Desde luego no es un delito por el que la ley castigue a un caballero, menos aún tratándose de un hombre soltero y que, por consiguiente, a nadie debe lealtad sexual. No merece la pena mencionarlo, y es mucho mejor que seducir a jóvenes virtuosas con expectativas de matrimonio. Eso es un atentado contra la moral, aunque tampoco lo castiga la ley.

Cardew tenía el rostro ceniciento, los hombros tan tensos que tiraban del tejido de su chaqueta, pero no dijo nada.

—El uso de la fuerza cambiaría las cosas —prosiguió Rathbone—. La violación es delito, sin que importe quién sea la víctima, aunque la sociedad no se preocupe demasiado cuando la mujer es de dudosa virtud. Salvo que haya mucha violencia de por medio. ¿Es ese el caso?

—Rupert tiene mal carácter —dijo Cardew, casi para sí, quebrándosele la voz—. Pero que yo sepa, sus peleas siempre fueron con otros hombres.

—¿Violentas? —insistió Rathbone.

Cardew vaciló antes de admitirlo.

—Sí… a veces. No sé a qué se debieron. Preferí no saberlo.

—Pero ¿estaban justificadas?

—¿Justificadas? ¿Cómo se justifica el dar una paliza que deje sin sentido al adversario?

—Defensa propia… o defensa de alguien más débil, que ya esté herido, o que por la razón que sea esté en clara desventaja.

—Ojalá pudiera creer que fueron algo tan excusable como eso.

—¿Eso es todo? ¿Meras peleas?

—¿No le parece suficiente? —dijo Cardew abatido—. ¿El uso de prostitutas, las borracheras, pelear hasta dejar a un hombre tullido para el resto de su vida? Dios santo, Rathbone, Rupert fue educado como un caballero. Es el heredero de cuanto poseo, los privilegios y las responsabilidades. ¿Cómo voy a permitir que se case con una mujer decente? No podría hacerle eso a la hija de ningún hombre.

Rathbone había visto a decenas de hombres sentados en aquel mismo sillón de su tranquilo despacho, tan atormentados por el sufrimiento y el miedo que estos llenaban la estancia como un campo magnético. Pero nunca tan profundos como los de Cardew, tal vez porque no eran fruto de sus propios actos, sino de los de alguien a quien amaba. ¿Sabría Rupert el daño que estaba infligiendo? Si podía imaginarlo siquiera, su actitud rayaba en lo inexcusable.

Rathbone pensó en Arthur Ballinger y en la lealtad que le profesaban sus hijas, sobre todo Margaret. Que lo torturaran de ese modo habría sido inconcebible.

Qué indigno era Rupert Cardew comparado con ellas. ¿Qué clase de egoísmo lo gobernaba?

Pensó en su propio padre. Su amistad quizá fuese lo más valioso de su vida, porque era la piedra angular sobre la que descansaba todo lo demás. No podía recordar una sola ocasión en la que Henry Rathbone no hubiese estado a su lado para aconsejarlo, compartir un problema, alentarlo y, a veces, elogiarlo.

¿Tendrían hijos Margaret y él algún día? ¿Sería tan buen padre?

¿Qué había hecho o dejado de hacer lord Cardew que hubiese conducido a aquella tragedia? ¿Comprar el amor de su hijo a cambio de una indulgencia que al final los había corroído a los dos? ¿Eludir el dolor del enfrentamiento, la soledad que conllevaba el rechazo, aunque solo fuese pasajera? No le costaba entenderlo, pero viendo el semblante angustiado de Cardew, también se imaginaba el precio.

¿Era esa la culpa que sentía Cardew, que de un modo u otro debería haber evitado todo aquello? Una palabra, un silencio, una decisión llevada a cabo, y quizá todo hubiese sido diferente.

Lo único que cabía hacer ahora era tratar de ayudar.

—¿Qué motivos tenía para matar a Parfitt? —dijo Rathbone en voz alta—. Tiene que haber alguna conexión. Fue un crimen a sangre fría. Mickey fue golpeado en la cabeza; luego, cuando estaba como mínimo aturdido, posiblemente inconsciente, fue estrangulado deliberadamente con una corbata con nudos para que fuera más efectiva al presionar la garganta, la tráquea, las venas del cuello. No fue fruto de un arrebato de ira o de mal genio. Y no acierto a verlo como un acto en defensa propia.

Le costó no apartar los ojos del semblante de Cardew, pero lo menos que podía hacer mientras le decía tales cosas era mirarlo a la cara.

Cardew permaneció inmóvil.

—Nadie encuentra por casualidad su corbata en un bolsillo, convenientemente anudada para convertirla en un arma más eficaz —prosiguió Rathbone—. La llevaba consigo con el propósito de matar a alguien. No es un arma que se use en defensa propia. La rama de un árbol quizá lo sería, pero si ya lo había dejado inconsciente con ella, y si el objetivo era escapar del peligro que corría, habría aprovechado para huir. Sin embargo, se quedó, se quitó la corbata y la anudó para estrangular al hombre indefenso que yacía a sus pies. Por no mencionar que luego lo arrojó al río.

Cardew hizo muecas cada vez que Rathbone añadió un detalle.

—Parfitt era un hombre abominable —dijo con suma aversión—. El más degradado de los seres humanos, apenas digno de caminar de pie. Se cebaba en las debilidades de los demás, satisfaciendo cualquier vicio hasta que sus víctimas terminaban siendo casi tan depravadas como él, y entonces les hacía chantaje. Y si piensa que esto es lo más bajo que cayó, piense en los niños a los que utilizaba para hacerlo. Eran inocentes, y sufrieron lo indecible, sin escapatoria. Cualquier hombre que lo haya matado ha prestado un servicio a la sociedad, igual que un médico que nos libra de una asquerosa enfermedad. —Inhaló aire profundamente—. Y no se moleste en decirme que eso no justifica ningún asesinato. Soy perfectamente consciente de ello. Necesito ayuda, sir Oliver, no un sermón sobre la sacralidad de toda vida humana.

Rathbone sonrió sombríamente.

—No tengo intención de darle un sermón, lord Cardew. Estoy completamente de acuerdo con usted. Y créame, si soy yo quien defienda el caso de Rupert ante el juez y el jurado de un tribunal, dibujaré tal retrato de Mickey Parfitt que no tendrán más remedio que verlo tal como era. Pero necesitaré algo más que su depravación para justificar su muerte. El jurado exigirá saber por qué Rupert en concreto, de entre todas sus víctimas, fue quien lo mató. Debo contarlo desde su punto de vista con pormenores, no generalidades. Deben ponerse en su lugar, sentir su miedo, su indignación, lo que fuere que lo impulsó a cometer semejante acto. El fiscal también será inteligente y elocuente, y defenderá el derecho de Parfitt a la vida como lo haría con cualquiera de nosotros.

—Por supuesto. Lo comprendo. No podemos permitir que uno de nosotros se erija en juez y verdugo de otro. La respuesta simple es que no sé por qué Rupert lo mató. No tuve ocasión de preguntárselo. Y si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de que me lo hubiese dicho.

Se debatió un momento buscando las palabras con las que expresar lo que a duras penas soportaba decir.

Rathbone puso punto final a su agonía, tal como uno acabaría con el sufrimiento de un animal.

—Por supuesto —dijo, interrumpiéndolo—. A menudo es más fácil hablar con alguien cuya opinión no afecta a tus sentimientos. Les sucede a muchas de las personas a las que atiendo en mi bufete. Con su permiso, iré a la prisión para hablar con Rupert de inmediato. —Se puso de pie—. Creo que deberíamos abordar este asunto cuanto antes. Comprobaré que esté recibiendo un trato correcto y me encargaré de que tenga todo lo que esté permitido para su comodidad. Hablaré con usted en cuanto tenga algo valioso que comunicarle.

Le tendió la mano.

Cardew se puso de pie lentamente. Pareció costarle cierto esfuerzo, pero cuando estrechó la mano de Rathbone, lo hizo con sorprendente fuerza. ¿Un hombre a punto de ahogarse, aferrándose a su tabla de salvación en medio de un tremendo oleaje?

A primera hora de la tarde Rathbone estaba en la entrada de la Prisión de Newgate. Las inmensas puertas de hierro se cerraron a su espalda y un celador con cara de pocos amigos lo condujo por los estrechos corredores hacia la celda donde le permitirían entrevistarse con Rupert Cardew. Sus pasos sonaban con fuerza en el suelo, pero el eco desaparecía de inmediato, como si las paredes de piedra lo apagaran. El lugar era una curiosa mezcla de vida y muerte. Rathbone fue muy consciente del sufrimiento emocional, del miedo, el remordimiento, el pavor a morir y a lo que pudiera haber más allá, en las pesadillas del alma. Y sin embargo nada emanaba vida. Allí no había energía, nada podía respirar, crecer o tener voluntad.

El celador caminó delante de él sin volverse una sola vez para comprobar que lo estuviera siguiendo. Aunque ¿quién querría vagar a solas por aquel laberinto de corredores idénticos que no conducían a ninguna parte?

El hombre se detuvo y cogió una llave de la cadena que llevaba sujeta al cinturón, abrió el cerrojo y empujó la puerta con un chirrido de goznes mal engrasados.

—Gracias —dijo Rathbone de manera cortante, pasando por delante de él—. Llamaré cuando esté listo para irme.

El celador respondió asintiendo en silencio y cerró dando un portazo. El ruido del cerrojo en el corredor fue tan fuerte como el golpe metálico del hierro contra la piedra.

La celda estaba desnuda salvo por dos sillas de madera y una mesa pequeña llena de marcas. Una pata era más corta que las otras tres, de modo que, cuando Rathbone la tocó, la mesa se tambaleó antes de volver a su posición normal.

Rupert Cardew estaba de pie en medio del cuarto. Iba con la camisa y el pantalón que debía de llevar cuando lo arrestaron, la ropa estaba sucia, y él, sin afeitar. No obstante, se irguió y miró a Rathbone a los ojos sin titubear.

—Estoy aquí a petición de su padre —comenzó Rathbone. Estaba acostumbrado a reunirse con hombres y mujeres acusados en circunstancias parecidas, pero aun así nunca le resultaba fácil. En casi todos los casos que había llevado, era su primera vez en prisión y la mera impresión les causaba un gran aturdimiento o un pánico rayano en la histeria. Demasiado a menudo la sombra de la soga del verdugo enturbiaba todo razonamiento y esperanza. Incluso los inocentes estaban aterrorizados. Nadie confiaba en la justicia de la ley cuando era su vida la que estaba en la balanza.

Rupert asintió. Le costó trabajo hablar y, cuando consiguió hacerlo, su tono fue inseguro, quebrándosele la voz cuando perdía el dominio de sí mismo.

—Sabía que me ayudaría… No… no estoy seguro de que usted pueda hacer nada. La prueba parece ser… ser… —Respiró profundamente—. Si yo estuviera en el lugar de Monk, creería lo mismo que él. La corbata es mía sin discusión.

Rathbone percibió su nerviosismo. La tensión era casi palpable. Alargó la mano y apartó de la mesa la silla más cercana. Indicó la otra con un ademán.

—Siéntese, señor Cardew. Necesito que me cuente todo lo que pueda, comenzando por el principio. Quizá será más sencillo si yo le hago preguntas.

Rupert obedeció, arrastrando sin querer las patas de la silla por el suelo. Se sentó con torpeza, pero sus manos encima de la mesa eran fuertes y delgadas, y Rathbone observó con respeto que no temblaban.

—¿No pone en duda que se trata de su corbata? —preguntó Rathbone.

—No —contestó Rupert con cierta ironía—. Me figuro que no hay muchas iguales. Fue un regalo de mi padre. Seguro que la encargó ex profeso. Su sastre puede corroborarlo.

—Entendido. —No se sorprendió, pero podría haber sido una ventaja estar en condiciones de discutir aquel punto—. ¿A qué hora salió de su casa aquella noche?

—Sabía que me lo preguntaría. Temprano. Hacía una noche deliciosa. —Torció los labios en una mueca que no llegó a ser una sonrisa, como dominado por la amarga ironía de su comentario—. Caminé río abajo durante una hora o más. Perdí la noción del tiempo…

Rathbone levantó la mano para interrumpirlo.

—¿Dónde paseó río abajo? Usted no vive cerca de Chiswick.

—Por supuesto que no. ¿Quién demonios vive en Chiswick? Yo vivo en Chelsea, en Cheyne Walk, para ser exactos. Pero no quería deambular por el Embankment[2] y tropezarme con media docena de conocidos que tendrían ganas de hablar de política o de cotilleos. Tomé una barca río arriba, y me he devanado los sesos para recordar a alguien que me viera. Pero todo el encanto de ir por el agua es precisamente la paz que conlleva, el hecho de que no te tropiezas con ningún conocido. Lo siento.

Encogió muy levemente los hombros, moviéndolos apenas.

—¡No remaría usted mismo! —señaló Rathbone.

—Bueno, lo cierto es que sí.

—¿Alquiló una barca? ¿A quién? Tendrán constancia de ello.

—No. Tengo barca propia. Al menos la comparto con un tipo que conozco. Pero en estos momentos se encuentra en Italia. No nos sirve, ¿verdad?

—No —corroboró Rathbone—. ¿Adónde fue exactamente?

—A Chiswick. La amarré en el atracadero que queda delante de la isleta de Chiswick. Luego anduve por el paseo y tomé una copa cerca del Black Lion. Hablé con unos cuantos tipos a los que conozco, pero dudo que lo recuerden. Solo hicimos estúpidos comentarios sobre el tiempo; ese tipo de cosas.

—¿Y después?

Rupert bajó la vista a las manos, que tenía apoyadas sobre la mesa.

—Después fui a visitar a una mujer a la que conozco, una chica.

—¿Es un eufemismo de prostituta? —inquirió Rathbone.

Un rubor apagado asomó a las mejillas de Rupert.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Hattie Benson.

—¿La conoce? ¿Aparte de en el sentido carnal?

Rupert levantó la vista de inmediato.

—Sí. Pero no creo que su palabra valga mucho. Entonces todavía tenía la corbata conmigo. Recuerdo que me la quité, de modo que tuvo que ser antes de que mataran a Parfitt con ella. Salvo que alguien lo matara con otra corbata de seda exactamente igual que la mía. Y eso es forzar un poco las cosas, ¿no le parece?

Hubo una chispa de esperanza en su voz, pero la apagó él mismo antes de que lo hiciera Rathbone.

—Sí. Me temo que así es —contestó Rathbone—. ¿Adónde fue cuando dejó a la señorita Benson?

—No lo sé. Iba bastante bebido. Me quedé dormido en alguna parte, no recuerdo dónde. Cuando desperté ya era oscuro y me encontraba muy mal. Fui al abrevadero y sumergí la cabeza en el agua, me despejé un poco y remé de vuelta a casa.

Miró a Rathbone, aguardando sus palabras de censura.

—La acusación no tendrá argumentos para el pleito salvo si demuestra que usted conocía a Mickey Parfitt y tenía motivos para desear que muriera —le dijo Rathbone—. Cuénteme todos sus tratos con él, y no me mienta. Si le cogen en falso, aunque solo sea una vez, bastará para echar por tierra la posible credibilidad que consiga tener ante el jurado.

Rupert lo miró fijamente, con la piel de las mejillas tirante y los labios apretados.

—Es demasiado tarde para la discreción —le advirtió Rathbone—. A nadie diré nada de lo que me cuente si lo puedo evitar. En concreto, no se lo contaré a su padre. Bastante sufrirá ya pese a todo lo que yo pueda hacer.

Fue como si Rupert hubiera encajado un puñetazo de Rathbone que lo hubiera magullado de mala manera.

—No maté a Parfitt —dijo con toda claridad.

Rathbone no se inmutó.

—¿Cuál era su relación con él? ¿Dónde y cuándo se vieron por primera vez? Si cualquiera de estas cosas es verificable, me gustaría saberlas.

Rupert bajó la vista a la superficie maltrecha de la mesa.

—Lo conocí hace poco más de dos años. Había salido con un grupo de amigos, y estábamos en el Black Lion, bastante bebidos y aburridos. Comenzaron a contar cuentos chinos sobre mujeres con las que se habían acostado, no solo en Londres, sino también en París, alguno mencionó Berlín y otro incluso Madrid. Las historias eran cada vez más rocambolescas, y en su mayoría mentiras, espero. —Respiró profundamente—. Luego alguien dijo que sabía de un lugar mucho más atrevido de lo que se había contado hasta entonces. Dijo que el peligro era lo que realmente te hacía palpitar el corazón y que la sangre… —se detuvo. Estaba contemplando el exquisito traje de Rathbone, su inmaculada camisa almidonada.

—Me lo puedo imaginar —dijo Rathbone secamente—. No es preciso que me dé los destalles de lo que describió. El riesgo a perderlo todo era la tentación suprema.

—Sí —dijo Rupert en voz muy baja—. ¡Me cuesta creer que haya sido tan idiota!

—¿Era el barco fondeado en el río? —preguntó Rathbone.

—Lo sabe de sobra.

—Aun así, necesito que me lo diga usted.

Rupert hizo una mueca como si le hubiese tocado el nervio de una muela.

—Salí con los demás. Calculo que seríamos más o menos una media docena. El barco estaba anclado al otro lado de la isleta de Chiswick. Un buen trecho a remo. Con el aire fresco me encontré casi sobrio al llegar. Al principio parecía un burdel más, solo que en un barco. Nos recibieron, nos dieron el mejor coñac que jamás haya bebido y luego… luego hubo una especie de representación, muy explícita… hombres y niños… algunos no tenían más de cinco o seis años.

Se le quebró la voz. Tenía el rostro colorado.

Rathbone aguardó.

—Era… era una especie de club. Había… ritos de iniciación. Teníamos que… tomar parte… y ser fotografiados. Era toda una osadía, el colmo del riesgo… puesto que podías perderlo todo. Todos los hicimos. —Bajó la voz hasta un susurro—. Me faltó coraje para rehusar. Luego subí dando tumbos por el tambucho y vomité por la borda. Quería marcharme, pero la única manera de hacerlo era saltar al agua con la esperanza de sobrevivir. —Tragó saliva—. Si hubiese tenido un ápice de dignidad, lo habría hecho. Salir del río cubierto de lodo y calado hasta los huesos habría sido mejor que el infierno que vino después.

Rathbone podía imaginárselo con más facilidad de la que deseaba. En sus tiempos de universitario hubo ocasiones en las que distó de estar sobrio y ser discreto. Preferiría con mucho que su padre no estuviera al corriente, por más que pudiera adivinarlo. Sus excesos nunca habían sido de aquella magnitud, pero la quemazón de la vergüenza era igual de real.

—Prosiga, por favor —dijo con más amabilidad.

—Regresé hacia las escaleras del tambucho otra vez, pero un hombre de Parfitt estaba subiendo en mi busca. Chocamos, y de repente me vi cayendo, dándome golpes y porrazos contra las paredes, hasta que acabé de bruces en el suelo. Recuerdo que unos rostros me miraban entre una especie de neblina y que me encontraba fatal. Entonces debí desmayarme, porque lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbado en la cama de una de las cabinas y que Mickey Parfitt me observaba con desdén.

»—No debería beber tanto, señor Cardew —dijo rezumando satisfacción—. Se ha caído por la escalera, aunque antes se ha divertido lo suyo.

»En aquel momento no recordaba el espectáculo de los niños ni la fotografía, de modo que apenas sentí nada. Me dio un lingotazo de coñac para reanimarme y me ayudó a ponerme de pie. Volví a tierra con mis amigos… ¡No merecen que los llamé así!

Por un momento la amargura le mudó el semblante.

Rathbone notó que estaba comenzando a compadecerlo y, para su asombro, también a creer lo que decía.

—¿Qué ocurrió luego? —preguntó, aunque ya lo sabía.

Rupert volvió a bajar la vista.

—Al cabo de una semana envió una carta a mi casa, invitándome a regresar al barco. La quemé.

—Pero volvió a escribirle…

—Sí. La segunda vez lo ignoré. De hecho, quemé la carta sin abrirla. La tercera vez también envió una carta a mi padre. Reconocí la letra. Quemé la que iba dirigida a mi padre, pero leí la que me envió a mí. Decía que había celebrado un contrato con él y que había una fotografía para demostrarlo. Tanto si regresaba al barco como si no, seguía debiéndole el dinero.

—Chantaje —dijo Rathbone, asintiendo. Era un ardid más ingenioso de lo que había esperado, y mucho más difícil de demostrar ante un tribunal. ¿Cómo iba a demostrar que no había un «pacto entre caballeros»? Tales cosas no solían escribirse, sobre todo cuando se trataba de actividades como el juego o la prostitución. Nadie ponía esos «pactos» por escrito.

Rupert asintió.

—No me di cuenta hasta entonces. ¡Dios, qué estúpido fui! —exclamó asqueado.

—¿Pagó?

Rupert apretó la mandíbula.

—¿Con esa fotografía? Claro que pagué. Tenía intención de ganar un poco de tiempo para pensar lo que debía hacer. Me constaba que, si me quedaba cruzado de brazos, ese cabrón me haría pagar hasta el fin de mis días.

Rathbone lo miró, escrutando sus ojos. Vio el recuerdo de la desesperación, un profundo bochorno, incluso vergüenza, pero, curiosamente, ninguna consciencia de acabar de admitir el motivo perfecto para el asesinato. ¿Era porque se sentía justificado? De ser así, ¿estaba Rathbone en desacuerdo? Si alguna vez hubo un hombre que mereciera ser aniquilado, ese hombre era Mickey Parfitt. Pensar en él fue como si Jericho Phillips resucitara de entre los muertos.

—Bueno, ahora se ha librado de él —dijo con aspereza.

—Ojalá —respondió Rupert amargamente—. Me arrastrará consigo a la tumba. ¡Casi me vienen ganas de haberlo matado!

—¿No lo hizo?

Rupert levantó la cabeza de golpe, con los ojos chispeantes.

—¡No, no lo hice!

Rathbone estaba habituado a oír negativas. Casi todos los acusados aseguraban no haber cometido el delito que se les imputaba, y si lo hacían, o bien se trataba de un accidente o la víctima lo tenía merecido. Y sin embargo estaba a punto de creer a Rupert Cardew, cosa completamente irrazonable. Todas las pruebas le señalaban. De pronto le pareció absurdo haber sospechado de Arthur Ballinger, haber confiado crédulamente en la palabra de un hombre corrupto que ya estaba empeñado en el asesinato y la autodestrucción. ¿Por qué nunca había considerado que la palabra de Sullivan no era más que un intento de venganza por… qué? Un sinfín de cosas, supuestos desaires, el éxito de Ballinger en lo que él había fracasado, o simplemente el hecho de que Ballinger había visto lo bajo que había caído.

—Pues entonces, ¿quién lo hizo? —preguntó adustamente—. ¿Con su corbata?

—No lo sé. Quienquiera que la encontrara, supongo.

Rathbone abrió los ojos como platos.

—Encontró por casualidad su corbata, allí donde estuviera, y pensó: «Vaya, ya sé qué haré con esto, le haré unos cuantos nudos y luego estrangularé a alguien. ¿Por qué no a Mickey Parfitt? A todos nos iría mejor sin él».

Rupert se sonrojó.

—No sé quién lo mató ni por qué. Podría haber una docena de razones, y cincuenta hombres con una al menos tan buena como la mía. Solo sé que yo no lo hice. Nunca he estado tan borracho como para no recordar lo que he hecho, aunque a veces haya olvidado dónde o con quién.

Se encogió ligeramente de hombros, y una chispa de humor le iluminó la mirada un instante para luego desaparecer.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Rathbone. ¿Era concebible que Rupert realmente fuese inocente, al menos del asesinato? Una duda razonable impediría su condena, pero no borraría de la mente de la gente la creencia en su culpabilidad. Quizás algunos lo elogiarían, pero la mancha seguiría siendo indeleble. La única solución válida era demostrar la culpabilidad de otra persona.

—¿Qué sabe acerca de Parfitt? —preguntó—. Aparte de lo que me ha contado. ¿De dónde procedía? ¿Quiénes son sus socios en el barco? Seguro que alguien lo ayudó a reunir el dinero para comprarlo. ¿Quién fue? ¿Quién más obtiene beneficios? ¿Quiénes son los demás clientes a quienes puede haber empujado hasta el borde de la ruina? ¿Y hace chantaje solo por dinero o también por favores?

—¿Favores? —repitió Rupert, parpadeando—. Se refiere a…

—Favores políticos —aclaró Rathbone—. O peor tal vez, ¿favores judiciales?

—¿Judiciales…? —comenzó Rupert, que se calló en cuanto cayó en la cuenta—. Dios mío, nunca se me había ocurrido. ¿Realmente lo haría?

—No lo sé, pero ¿ve las posibilidades?

Ahora Rupert estaba muy pálido. ¿Estaría pensando en su padre y en el poder que ostentaba en la Cámara de los Lores, la influencia sobre los miembros que impulsaban la reforma? Si la reputación de Rupert estaba en la balanza, ¿de qué coacción podía ser objeto Cardew para salvarlo?

—¿Qué le ha llevado a preguntar esto? —preguntó Rupert—. ¿Acaso sabe algo?

Había miedo en su voz; ni rastro de ira.

—No —contestó Rathbone, diciendo la verdad—. Pero eso es lo que hacía Jericho Phillips, y parece algo obvio.

—¿Phillips? —preguntó Rupert.

—Sí.

—En ese caso, Parfitt también lo haría. Lo aprendió todo de Phillips. Comenzó trabajando para él, más abajo de Chiswick, cerca de Westminster.

—¿Está seguro? —preguntó Rathbone.

—Sí.

—Entonces sabe más sobre él de lo que vio en esa única visita que me ha contado.

Rupert pestañeó.

—Escuche… Fui allí tres veces y me avergüenzo de ello. La primera vez no estuvo tan mal. Nada de niños. Ni en la segunda. Había muchachos, pero todos sabemos que esas cosas ocurren. Un poco de juego y un montón de bebida. Si hubiese tenido dos dedos de frente me habría dado cuenta de que aquello no era todo, pero no me detuve a pensar. Yo quería… no quería perder a los amigos que tenía. Nunca más he vuelto.

Pese a su dilatada experiencia con hombres asustados, Rathbone le creyó. Pero al mismo tiempo le arrebató una defensa que podía utilizar con la esperanza de tener éxito, o al menos de atenuar la gravedad de la sentencia lo suficiente para eludir la soga. Se guardó de decírselo a Rupert. No podría trabajar si el miedo lo paralizaba. Debía saber todo lo posible sobre la verdad para defenderlo de las pruebas que presentaría la corona. La muerte de Mickey Parfitt no daba mucho que hablar, pero Rupert Cardew en el banquillo sin duda sería un caso célebre.

—¿Sabe quién ha visitado el barco? —preguntó Rathbone en voz alta.

Rupert se quedó anonadado.

—¡No puedo darle los nombres de los amigos que fueron conmigo! Por el amor de Dios, eso sería despreciable.

—¿Aunque uno de ellos asesinara a Mickey Parfitt?

—¿Traicionarlos a todos porque quizás uno de ellos lo haya matado? ¿Es eso lo que usted haría, sir Oliver?

El repentino desafío fue mordaz y muy personal.

Rathbone lo admiró por ello.

—¿Quiere que conteste con sinceridad? —preguntó.

—Así es. ¿Lo haría?

—No, señor Cardew. Si bien mis amigos no frecuentan sitios como ese, que yo sepa. Aunque no puedo saberlo porque yo no lo hago. He visto lo que hombres como Phillips y Parfitt hacen a los niños, y me alegraría que la ley nos permitiera librarnos de todos ellos. Pero si permitiéramos que cada cual decidiera quién debe morir y quién debe vivir, sería como dar licencia para matar a voluntad. Siempre encontramos excusas cuando las necesitamos. Y todo esto usted lo sabe tan bien como yo.

—Aun así, no puedo decirle los nombres de los hombres que sé que fueron a ese barco.

—Todavía no. Cuando sepa más cosas sobre lo que hacía Parfitt y la manera en que usaba su poder, quizá cambie usted de opinión.

Rathbone se puso de pie, arrastrando un poco la silla hacia atrás por el suelo de piedra.

—¿Me representará? —preguntó Rupert, levantándose a su vez. Apretaba los nudillos y tuvo que abrazarse a sí mismo para no temblar.

—Sí —dijo Rathbone sin vacilación, como si no se hubiese planteado siquiera otra respuesta.

Sin embargo, nada de aquello pareció tan fácil de explicar a Margaret por la noche en el comedor, con el leve aroma de la leña de manzano ardiendo en la chimenea y las lámparas de gas atenuadas.

—¿Rupert Cardew? —dijo Margaret con asombro—. Qué espantoso para su padre. El pobre hombre debe de estar deshecho —agregó con aire compasivo.

—Sí. Ojalá pudiera darle más esperanzas —dijo Rathbone.

Estaban sentados a la mesa del comedor. La noche era templada y aún no habían corrido los cortinajes, dejando entrar los dulces aromas a tierra y hojas del jardín, que terminaba su temporada de esplendor. Había crisantemos dorados y ásteres púrpura en flor, las flores de verano estaban cortadas, pero todavía era pronto para que las hojas cambiaran de color. Aún no había hogueras que desprendieran el rico perfume de la leña.

—No puedes hacer nada, Oliver —dijo Margaret con amabilidad—. Tan solo no hacerle el vacío cuando se reincorpore a la vida social. Muchas personas lo hacen porque no saben qué decir, y resulta más fácil callarse que enfrentarse al sufrimiento del prójimo.

—Si lo declaran culpable lo ahorcarán —contestó Rathbone—. No habrá reincorporación que valga.

Margaret abrió los ojos con sorpresa.

—¡Por el amor de Dios, me refería a lord Cardew, no a Rupert! Claro que lo ahorcarán. No hay otra solución.

Rathbone la miró y no percibió ni un atisbo de indecisión en su rostro, solo los restos de la compasión que había manifestado por lord Cardew, ningún sentimiento por Rupert.

—Parfitt le hacía chantaje —dijo, alcanzando el salero distraídamente para acto seguido darse cuenta de que ya lo había utilizado y devolverlo a su sitio—. Se habría prolongado para siempre.

—Naturalmente. Hasta que su padre se negara a pagar —respondió Margaret secamente, devolviendo su atención a la comida. Tenían una cocinera excelente, imaginativa y habilidosa a la vez, y sus platos siempre merecían la pena, pero Rathbone apenas probó bocado aquella noche.

—No me has preguntado si creo que lo hizo él —señaló, y enseguida se dio cuenta de lo crítico que parecía el comentario.

Margaret dejó el tenedor.

—¿Acaso lo dudas?

—Siempre hay que otorgar el beneficio de la duda…

—No seas pedante, Oliver —lo interrumpió Margaret—. Eso ya lo sé, en términos legales. Lo que quiero decir es si tú, a título personal, albergas alguna duda.

—Pues sí, así es. Él lo niega, y me parece que quizás esté diciendo la verdad. No puede decirse que sea el único que deseara ver muerto a Parfitt.

—Hay una enorme diferencia entre desear ver a alguien muerto y matarlo —observó Margaret, con toda la razón—. ¿Qué diferencia existe entre un hombre que paga a otros para que torturen y abusen de niños por placer y el que mata a quien proporciona semejante abominación en lugar de seguir pagando por ello?

Rathbone percibió la ira de su voz, así como su repugnancia. No habría esperado menos. Era lo mismo que sentía él. Y, no obstante, también entendía el horror de Rupert al darse cuenta de adónde lo habían conducido su ceguera y su estupidez. ¿Era tan tonto como para creer que Rupert quizá fuese inocente del asesinato de Parfitt? ¿Estaba obrando con la misma clase de lealtad carente de razón que había visto en la familia de Margaret? Lord Cardew le recordaba a su propio padre, y su compasión era instintiva e inmediata.

—He aceptado defenderlo —dijo Rathbone en voz alta.

Margaret se paralizó.

Rathbone se sintió obligado a justificarse.

—Todo el mundo necesita una defensa, Margaret, el beneficio de la duda, hasta que se demuestre la culpabilidad. Cuanto más grave el delito, más imperativo es que seamos absolutamente justos.

—Por supuesto que necesita ser defendido —admitió Margaret, con los ojos brillantes de ira—. Pero no por ti. Tú eres el mejor abogado de Londres, quizá de toda Inglaterra. Tu mera presencia atraerá la atención sobre el caso y hará que la gente crea que hay algo que decir a favor de ese repulsivo negocio. Arguyas lo que arguyas basándote en las sutilezas de la ley, la inmensa mayoría creerá que lo haces debido a su título y su fortuna, no porque realmente creas en su inocencia.

—Quienes me conocen no lo harán —dijo con cierta frialdad. La acusación le dolió. Lo pilló por sorpresa que Margaret pensara eso.

—La mayoría de la gente no te conoce —respondió Margaret con toda la razón, aunque frunciendo el ceño—. Se limitarán a sacar la conclusión más fácil.

—¿Y acaso debería satisfacer al público? —inquirió Rathbone.

—Estás exagerando —contestó Margaret fríamente—. No he sugerido que obedezcas a todos los caprichos de la opinión pública, simplemente que no es preciso que defiendas a todos los criminales, por infame que sea su crimen, tan solo para demostrar que hay que cumplir con la ley. Deja que otro defienda a Rupert Cardew.

—¿Quieres decir que dejemos que lo ahorquen y que cuando volvamos a casa podremos dormir bien?

—Sí, supongo que es lo que quería decir. —Aquello era toda una represalia—. Si van a ahorcar a alguien, Rupert Cardew lo tiene merecido. El uso de niños para prostitución y pornografía es algo brutal. Cualquiera que participe en ello, de la manera que sea, merece la soga. —Se inclinó sobre el plato, olvidando la comida por completo—. Y no me digas que no participó activamente. Eso es irrelevante, Oliver, y lo sabes. Él tenía constancia de lo que estaba ocurriendo y no hizo nada al respecto. Podría haber avisado a la policía, hacerlo público, pero en cambio decidió matar a Parfitt para ahorrarse su propia vergüenza y la de esos amigos suyos, que distan mucho de ser mejores que él. No puedes defenderlo porque es indefendible.

Anonadado, Rathbone guardó silencio.

—Me figuro que te lo pidió lord Cardew —prosiguió Margaret—. Y que fuiste demasiado blando para rehusar. Es normal que el pobre hombre crea que su hijo es inocente. ¿Qué otra cosa soportaría creer?

—¿Y si lleva razón? —dijo Rathbone en voz baja, dejando el tenedor y el cuchillo en el plato. Solo había dado cuenta de la mitad de la comida, pero ya no tenía apetito.

—Tonterías —contestó Margaret—. Y la cocinera se ofenderá si no te comes como mínimo la mitad de lo que te queda en el plato.

—Dile que estoy enfermo. De hecho, se lo diré yo mismo. —Se puso de pie. La idea de permanecer en la mesa sumido en un amargo silencio era tan desagradable que prefirió retirarse a trabajar. Cualquier excusa valdría—. Tal como has señalado, será tremendamente difícil presentar una defensa plausible. Y si no hago una exposición razonada, no solo defraudaré a Rupert Cardew y a su padre, sino que dañaré mi propia reputación. Y eso no puedo permitírmelo. —Se volvió hacia la puerta—. No me esperes despierta. Es probable que tarde en terminar.

Margaret fue a decir algo, pero cambió de parecer. Rathbone nunca sabría si habría sido una disculpa o no. Prefirió pensar que sí. Pero aun así, la risa compartida y la intimidad de la noche anterior parecían de siglos atrás, difíciles de recordar incluso en el rincón donde se guardaban los tesoros.