Capítulo 12

Rathbone regresó a casa en coche de punto bastante más tarde de que Margaret se marchara del juzgado con su madre. Había sido un buen día. Cuando Winchester comenzó a presentar el caso, Rathbone había temido que no hubiera lugar para una defensa efectiva. Ahora estaba más que esperanzado, pues sabía que era harto probable que el jurado tuviera una duda razonable sobre la culpabilidad de Ballinger.

Aunque la ironía del asunto era que el retrato que había surgido de Parfitt resultaba tan repulsivo que el jurado sería renuente a ahorcar a quien lo hubiese matado. De hecho, a su modo de ver, varios de ellos querrían estrecharle la mano y hacer la vista gorda en lo que atañía a la ley. En realidad, si Rathbone actuara a título personal, quizá también lo haría, negando deliberadamente cualquier prueba concluyente.

Sin embargo, estaba sujeto a la ley. Ese era su propósito y disciplina cotidiana.

Y en ese punto, el juicio no era tanto sobre quién había matado a Parfitt, deprisa y con más compasión de la que merecía, sino sobre quién lo había metido en el negocio, lo había utilizado y se había llevado la mayor parte de las ganancias. Rathbone había reparado en la expresión iracunda de Monk, en el enojo que lo empujaba a llegar hasta el fondo del asunto, así como en el sentimiento de culpa que lo embargaba por haber tenido la reacción instintiva de abandonar el caso desde el principio. Sin duda había habido momentos en los que con mucho gusto lo habría clasificado como «no resuelto», procediendo a archivarlo.

Ahora Monk fracasaría de todos modos, puesto que nadie iba a pagar por el crimen; ni por el crimen menor de matar a Parfitt ni por el mayor de haberte proporcionado la oportunidad para luego proveerlo de dinero y aptitudes hasta convertirlo en un monstruo.

Comprendía a Monk y deseaba que su fracaso fuese evitable, y más concretamente, no tener que ser el instrumento que lo propiciara. Mas no tenía alternativa. Arthur Ballinger no solo era un cliente a quien debía lealtad profesional, sino que además era el padre de Margaret, y a ella le debía su lealtad personal. El propio Monk sería el primero en entenderlo.

El coche se detuvo delante de su casa. Había oscurecido y las farolas estaban encendidas, bañando de luz amarilla la noche neblinosa. El viento agitaba las ramas y se llevaba las primeras hojas secas de los árboles. El aire olía a tierra y lluvia.

El mayordomo le abrió la puerta. Margaret lo aguardaba en la sala de estar. Estaba plantada en medio de la estancia, como si le hubiese oído llegar y se hubiese levantado para recibirlo. Parecía cansada. La tensión había hecho mella en su semblante y estaba muy pálida, pero los ojos le brillaban. En cuanto Rathbone hubo cerrado la puerta a sus espaldas, se acercó a él presurosa, le echó los brazos al cuello y le dio un beso en la mejilla y otro en la boca.

Acto seguido se apartó.

—Vamos a ganar, ¿verdad? Lo noto en los rostros de los jurados. Lo absolverán. —Cerró los ojos—. Gracias a Dios.

Rathbone la abrazó con fuerza.

—Aún no podemos cantar victoria, pero sí, creo que lo absolverán.

Margaret abrió los ojos otra vez.

—Tienen que saber que no mató a ese desdichado, no solo que Monk no puede demostrarlo.

—No es Monk, Margaret, es…

—¡Sí que lo es! —respondió con vehemencia—. Monk fue quien lo arrestó y presentó los cargos. Sé que no lleva la acusación porque no es abogado, pero es el que está detrás de esto y todo el mundo lo sabe. ¡No me vengas con sutilezas! Debes conseguir que sepan que lo hizo otra persona, probablemente Rupert Cardew. No van a llamar a esa chica para que diga que le robó la corbata, ¿verdad?

—No, por supuesto que no. No pueden. Está muerta.

Observó el rostro de Margaret, temeroso de lo que vería en él.

—Lo lamento —dijo Margaret en voz baja—. Pero me temo que las prostitutas suelen acabar mal. Y mintió. No sé por qué. Quizá la amenazó. Pero eso ahora no importa. Tienes que asegurarte de que el jurado entienda que la mataron, y que seguramente lo hizo Rupert Cardew. Será lo mejor para la causa. Así sabrán que papá es realmente inocente.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Margaret? —preguntó Rathbone, apartándola un poco de él para verle mejor la cara. Y vio miedo firmemente dominado, ansias de protección, urgencia. Ninguna consciencia de haber dicho o pensado algo que ensombreciera su integridad.

—Que se hará justicia y volveremos a estar a salvo —contestó Margaret.

¿Debía discutir? ¿Valía la pena o solo lograría enojarla, con el consiguiente distanciamiento entre ambos? Le constaba que no debía decirlo y, sin embargo, las palabras le salieron de la boca:

—¿No te importa que esté muerta, tal vez asesinada?

—¡Claro que me importa! No soy tan cruel —replicó un tanto airada—. Pero llevaba una vida que tarde o temprano iba a acabar mal. —Negó con la cabeza—. No podemos hacer nada al respecto. Tenemos que luchar para que se haga justicia y lograr la exoneración de papá. Y luego a lo mejor Monk enmienda las cosas acusando a Rupert Cardew otra vez. Puede hacerlo, ¿verdad? Me refiero a que no habría doble enjuiciamiento, ni nada por el estilo, ya que no fue llevado a juicio. Incluso es posible que también haya matado a Hattie Benson. Y entonces, aunque no puedas demostrar que mató a Mickey Parfitt, siempre podrías ahorcarlo por matarla ella.

—Lo dices como si desearas que sucediera —señaló Rathbone. ¿Por qué estaba provocando una riña, apartándola de él? Lo único que quería era que su padre quedara libre de toda mácula o indicio de fechoría. ¿Acaso no era lo normal? ¿No haría exactamente lo mismo él si se tratara de su padre?

¿No lucharía con el mismo encono lord Cardew, no se mostraría igual de implacable cuando llegara el momento? ¿Volvería a pedir a Rathbone que lo defendiera? ¿Y Rathbone aceptaría?

¿Monk seguiría al mando de la Policía Fluvial para continuar con el caso? ¿O para entonces lo habría remplazado otro hombre?

Hester no habría encontrado tan seca y terminante aquella lealtad. Era una mujer más compleja, más dividida por pasiones y convicciones encontradas. Y, no obstante, al menos en aquel momento, le resultaba más fácil comprenderla. Lloraría a Hattie; no aceptaría que hubiese sido inevitable; y sufriría por Rupert Cardew y por su padre. ¿Y por Monk? Monk era parte de ella. Lucharía a ciegas por él, sin que le importaran el dolor, la fatiga o incluso una derrota temporal, tal como Margaret luchaba por su padre. Ahora bien, ¿Hester se aseguraría de que Monk hubiese obrado bien? Rathbone pensó que sí. No disminuiría su amor por él, pero tomaría en consideración la posibilidad de que se hubiese equivocado, incluso la de que ese error fuese no solo de facto, sino también moral.

¿Eso era bueno o malo?

Margaret lo miraba fijamente, desconcertada y enojada.

—Si es culpable, lo tiene merecido —contestó—. No es algo que me guste, pero lo acepto. ¿Tú no?

—No lo sé. En mi opinión la diferencia entre el bien y el mal no es tan simple.

—Asesinó a Parfitt y, probablemente, también a Hattie, y tenía la intención de que mi padre pagara por ello. ¿Qué tiene de complicado eso?

Su rostro reflejaba desafío y tirantez, nada que Rathbone siguiera deseando acariciar.

—Demostrarlo —dijo Rathbone con frialdad—. Mañana iré a ver a tu padre y le preguntaré hasta dónde quiere que fuerce el asunto. Tiene hasta el lunes para decidirlo. Tal como están ahora las cosas, creo que tenemos muchas probabilidades de sembrar una duda razonable. Siempre puedo llamarlo a testificar para que sostenga su inocencia, pero eso brindará a Winchester la ocasión de repreguntarle. Tal vez prefiera no hacerlo. La elección es suya, no tuya ni mía —concluyó de modo tajante, dando por zanjado el asunto. Era consciente de su frialdad, pero el caso era que sentía frío en su fuero interno, como si una puerta se hubiese cerrado y no supiera cómo abrirla otra vez.

Por la mañana fue a ver a Arthur Ballinger a la prisión de Newgate. Tuvo que aguardar un rato hasta que finalmente llevaron a Ballinger a su presencia. La luz gris le confería un aspecto cansado y, por primera vez, Rathbone fue plenamente consciente del miedo que lo embargaba. Sintió una punzada de lástima por Margaret y deseó haber sido más amable con ella, pero ya no había manera de deshacer lo hecho.

—¡Oliver! —dijo Ballinger bruscamente—. ¿Qué haces aquí? Creía que todo iba bien.

—Y así es —contestó Rathbone. ¿Por qué lo incomodaba tanto aquel hombre? Había hablado con montones de clientes en circunstancias semejantes, tanto culpables como inocentes. Carraspeó para aclararse la garganta—. Necesito saber si desea prestar declaración o si prefiere no hacerlo. No tiene que decidirlo hasta el lunes por la mañana, pero es preciso que lo medite con detenimiento.

—¿Por qué no voy a querer testificar?

—Porque si lo hace dará a Winchester la oportunidad de repreguntarle, y no podré protegerlo de lo que él diga, como tampoco prever qué será. No lo subestime. Tal como están las cosas, creo que tenemos muchas posibilidades de lograr un veredicto de no culpable, dado que existe una duda más que razonable.

—¿Duda? —dijo Ballinger descontento—. Una duda razonable viene a ser como decir que creen que soy culpable pero que no pueden demostrarlo. Necesito un veredicto de «no culpable», Oliver, con toda certeza. —Tomó aire—. Necesito que crean que fue otro quien mató a ese desdichado sujeto.

—Dirán «no culpable» —le aseguró Rathbone—. Y no podrán volver a acusarlo. Asunto concluido.

—En los tribunales, quizá, pero no para la opinión pública. En esa esfera seguiré estando arruinado. Por el amor de Dios, hombre, ¿es que no te das cuenta? —Ballinger dominó el creciente pánico de su voz con evidente esfuerzo—. No basta con decir que el caso era inadecuado. —Dirigió una penetrante mirada a Rathbone—. Es preciso que sepan que se equivocaron de hombre, Oliver. ¡Lo necesito! Ahí fuera hay otro hombre a quien la policía debería estar persiguiendo. Me figuro que es Rupert Cardew. Deben ir a por él con la misma diligencia con que fueron a por mí. Me importa un bledo que su padre sea un hombre honorable a quien todo el mundo admira, o lo mucho que lo sientan por él. Mi familia también es respetable.

Vaciló por espacio de unos segundos, y Rathbone estaba a punto de hablar otra vez cuando Ballinger pareció tomar una decisión y prosiguió:

—Y no tienes idea del bien que he prodigado sin jactarme de ello ni esperar nada a cambio. Pero eso no detendrá la mano de nadie ni acallará sus lenguas viperinas.

Rathbone lo miró y sintió un profundo pesar por él. Tenía razón: las habladurías y la sospecha perdurarían, la creencia en que de un modo u otro había escapado de la justicia. Se salvaría del castigo de la ley, pero no del de la sociedad.

—¿Seguro que quiere hacerlo, Arthur? —preguntó Rathbone con tono amable—. El caso se halla en precario equilibrio. Los ánimos están encendidos. No tome a Winchester por tonto porque de vez en cuando haga reír a la gente. Se le echará al cuello si tiene ocasión.

—Pues no le brindaré tal ocasión —respondió Ballinger amargamente—. Rupert Cardew es un joven disoluto y violento, y debería responder ante la ley como cualquiera. Parfitt era una postilla en el culo de la humanidad, pero Hattie Benson no era más que una muchacha ignorante que se ganaba la vida de la única manera que era capaz de imaginar. Tenía pocas alternativas salvo la fábrica de cerillas o un taller de mala muerte. Quien la mató debería ser ahorcado por ello, y veo esa misma opinión en los rostros del jurado, aunque tú no la veas.

Rathbone sabía que Ballinger llevaba razón, pero aun así temía el riesgo que correría. Lo incomodaba sobremanera advertírselo, pero si no lo hiciera faltaría a su deber.

—Estaría más seguro dejando las cosas tal como están —dijo de nuevo amablemente—. Mi obligación es decírselo. El riesgo es considerable.

—¿Qué significa «considerable»? —replicó Ballinger con acritud.

—La balanza está inclinada a nuestro favor, pero no del todo. El equilibrio podría cambiar. Podrían oír algo, la atmósfera podría cambiar a causa de una actitud, una respuesta que no comprendan, la declaración de un testigo…

—Correré el riesgo. No saldré de ese juzgado dejando que el mundo crea que soy culpable pero que me libré por tener un buen abogado.

—Existe la posibilidad de que lo hallen culpable. —Rathbone casi se atragantó al decirlo—. A veces depende de algo tan trivial como la simpatía o la antipatía. En la justicia también entran en juego la habilidad y el azar. ¡Por Dios, Arthur, usted lo sabe perfectamente!

—¿Me estás aconsejando que no intente limpiar mi nombre?

Rathbone titubeó. No estaba seguro. Si se tratara de él y se supiera inocente, quizá no le bastaría con el sentido práctico, conformándose con eludir la soga. Quizá creería, más allá de todo razonamiento intelectual, que la verdad prevalecería. ¿Insistiría en luchar o se mostraría prudente y cauteloso, dispuesto a contentarse con el premio menor?

Tal vez sí. Monk no lo haría. Hester ni se lo plantearía. Siempre lucharía por lo mejor, lo primordial, ya fuese para ganar, perder o empatar. No le cabía la menor duda, pero ¿Hester era una mujer sensata?

Yendo más al grano, ¿haría lo mismo al administrar un tratamiento médico a alguien incapaz de tomar decisiones por carecer de las fuerzas o los conocimientos, y que, por consiguiente, dependía de ella? No. Supo la respuesta sin siquiera meditarla. Nunca arriesgaría la vida de otra persona.

No obstante, amputaría un miembro gangrenado antes de permitir que todo el cuerpo del paciente se infectara, conduciéndolo a la muerte.

—¡Oliver! —espetó Ballinger bruscamente.

—Creo que debería encontrar otro modo de limpiar su nombre. Tal vez hacer cuanto pueda para ayudar a Monk, o a quien corresponda, a demostrar quién fue y llevarlo a juicio. Será más lento, pero…

—No —dijo Ballinger con firmeza—. Lo haré ahora. No pienso someter a mi familia a este horror por más tiempo. Y, por el amor de Dios, ¡cómo puedes esperar que ponga mi destino en manos de William Monk!

—Pero…

—¿Te estás negando a obedecer mis instrucciones, Oliver?

—No. Le estoy aconsejando, pero al final haré lo que usted desee.

Se sintió cobarde al decirlo, como si indirectamente lo hubiese traicionado, pero no tuvo elección.

Hablaron un poco más y Rathbone se marchó. Fuera, la llovizna lo dejó empapado antes de que lograra encontrar un coche de punto, cosa que encajó a la perfección con su estado de ánimo.

Rathbone no podía dejarlo correr. Por la tarde fue a la clínica de Portpool Lane con la esperanza de que, aun siendo sábado, Hester estuviera allí. Quizás averiguaría con más exactitud qué le había sucedido a Hattie Benson. Se sintió culpable al cruzar la destartalada entrada que tan bien conocía. Una de las chicas que lo conocían le dio la bienvenida alegremente.

Se sentía culpable porque deseaba ver a Hester aunque pudiera ser brusca, poco comprensiva o decirle cosas que preferiría no saber. Había algo limpio, incluso astringente, en sus creencias. Rathbone no recordaba un solo momento de su larga amistad en que hubiese intentado manipularlo. Dios sabía que habían conocido momentos difíciles, algunas disputas, muchas diferencias de opinión. Él la había considerado escandalosa, y así se lo había hecho saber. Ella lo había considerado pedante y también se lo había dicho. Pero habían sido sinceros, no solo de palabra, sino también en sus intenciones. Justo en ese momento, lo agradecería enormemente.

Se dio cuenta, mientras hablaba con Squeaky Robinson —que al vivir en la clínica siempre rondaba por allí—, de que también sentía otra clase de culpabilidad, sentimiento que le producía un agudo malestar, pues tenía miedo de lo que pudiera descubrir.

—Arriba —dijo Squeaky, señalando con el dedo por encima del hombro—. No hay manera de detenerla. Debería estar en casa. Pero el chico ha salido en barca con Monk, o algo por el estilo.

—Gracias —dijo Rathbone, y enseguida siguió su camino para que no lo enredara en una conversación. Subió la escalera de dos en dos, pese a lo estrecha que era. Conocía cada giro y cada crujido, cada peldaño desigual, y no tropezó en ningún momento.

Encontró a Hester haciendo camas en una de las habitaciones grandes, que estaba desocupada. Ella oyó el crujido de la puerta cuando Rathbone la empujó para terminar de abrirla, y se volvió para mirarlo, abriendo los ojos con sorpresa.

—¿Oliver? —Dejó caer la sábana, que quedó formando pliegues blancos encima de la cama y que desprendía el agradable aroma del algodón recién lavado—. ¿Ha ocurrido algo malo? —Miró a Rathbone con más detenimiento—. ¿De qué se trata?

Sería absurdo tratar de abordarlo dando rodeos, sobre todo con ella.

—Tengo que saber más detalles sobre la desaparición de Hattie Benson, y cualquier otra cosa que puedas contarme sobre ella.

Hester escrutó su semblante.

—¿Por qué?

Aquella era la única respuesta que Rathbone no había previsto.

—¿Cómo que por qué? Iba a testificar, y de pronto se marchó de aquí y la encontraron al día siguiente flotando en el río. No cabe duda de que la asesinaron, y es casi seguro que lo hiciera la misma persona que asesinó a Parfitt. Lo sabes de sobra.

—Si supiera quién la asesinó, Oliver, ya lo habría dicho, fuese quien fuese el responsable —contestó Hester—. No guardo secretos de nadie, ni tengo más lealtad que la de perseguir la verdad. Tenía el deber de protegerla y fallé. No tengo el deber de proteger a quien la mató. Tú tal vez sí.

No terminó de decir lo que pensaba; era innecesario.

Rathbone titubeó un momento.

—Creo… creo que el único modo de servir a los intereses de mi cliente pasa por saber la verdad en la medida de lo posible —dijo lentamente—. Quizás a ti te cueste creer que fue Rupert Cardew quien la mató, pero si lo fue, y cabe que así fuera, supondría no solo la absolución de Arthur Ballinger, sino que limpiaría su reputación, y sin ella está arruinado. —Vaciló de nuevo, buscando una manera más amable de decir lo que tenía que decir. No había ninguna—. Y soy consciente de que la absolución de Ballinger significará que Monk se equivocó, y que no puedes mantener tus sentimientos al margen.

—Otra vez las lealtades —dijo Hester con una sonrisa irónica—. La tuya es para con Ballinger, porque es el padre de Margaret. La mía es contra él, porque eso pondría en evidencia a Monk. Pero distan mucho de tener el mismo calado, ¿no? —No fue una pregunta, sino más bien una reprobación—. ¿Piensas que dejaría que ahorcaran a un hombre inocente con tal de que no saliera a relucir una equivocación de mi marido? ¿En qué me convertiría hacer algo semejante?

—Yo tampoco dejaré en libertad a un hombre culpable porque sea mi suegro —respondió Rathbone.

—Es tu cliente —lo corrigió Hester—. Eso te obliga a darle la mejor defensa posible, salvo que te conste que en realidad es culpable. Entonces tendrías un problema con el que no podría ayudarte. Pero no tienes constancia de que sea así, pues de lo contrario no estarías aquí haciéndome preguntas sobre Hattie.

—No me vengas con sofismos, Hester —suplicó Rathbone—. Tú tampoco sabes quién es el culpable, pues de lo contrario se lo habrías dicho a Monk y todo habría terminado, salvo por la sentencia.

Una repentina y profunda compasión asomó al semblante de Hester. Rathbone no lo entendió de inmediato. Entonces cayó en la cuenta de lo que acababa de decir: «todo habría terminado, salvo por la sentencia», no «salvo por el juicio». Una parte de él temía que Ballinger fuese culpable, y Hester lo había notado.

—Necesito saberlo, Hester —dijo con la garganta seca—. Quiere prestar declaración. Tengo que saber para qué debo prepararme. ¿No lo entiendes?

—Oh.

La voz de Hester sonó terminante, con una carga emocional que hizo sentir un miedo súbito a Rathbone.

—¿De qué se trata? —preguntó Rathbone—. Sabes cómo se marchó. Habrás insistido hasta averiguarlo. Cuéntame.

Hester estaba pálida, y su mirada fue terriblemente directa. Rathbone supo que lo que iba a decir haría sufrir a uno de los dos. La cuestión era a quién, y cuánto.

—Margaret la condujo a la puerta —dijo Hester en voz baja—. Allí se encontró con otra mujer de habla distinguida que llevaba ropa ordinaria, o al menos un chal ordinario, pero que lucía unos guantes de cuero, muy originales y de primera calidad, labrados con una cenefa sobre la muñeca.

Rathbone se sintió como si le hubiesen dado un puñetazo. La impresión le cortó la respiración.

—No puede ser —dijo cuando recobró el habla—. Tienes que estar equivocada. ¿Quién te ha dicho que Margaret la condujo hasta la puerta? Alguien está mintiendo.

—Fue la propia Margaret, Oliver. No lo niega. Tenía miedo de que Rupert Cardew hubiese pagado a Hattie para que mintiera por él, y ella quiso evitarlo.

Rathbone meneó la cabeza, negándose a creerlo.

—¡A Hattie la estrangularon y la arrojaron al río! —dijo casi gritando—. No puedes imaginar que Margaret tuviera algo que ver con eso. No es posible.

Hester lo tocó con ternura, posando una mano en su brazo. Rathbone notó su ligero calor a través del tejido de la chaqueta.

—Por supuesto que no creo que tomara parte activa o consciente en ello —corroboró Hester—. Llevó a Hattie a la puerta y la convenció de que se marchara. Allí la aguardaba otra mujer. Yo diría que era Gwen, pero no estoy segura. Esa segunda mujer la llevó a una casa de Avonhill Street, en Fulham, a menos de dos kilómetros de Chiswick.

—Un lugar donde estaría a salvo —dijo Rathbone enseguida—. Debió de marcharse de allí y se tropezaría con uno de los hombres de Parfitt. Margaret no podía saber lo que iba a ocurrir.

—Claro que no —dijo Hester, pero había luz en su rostro, ningún alivio de su tristeza—. Y la casera dijo que fue a buscarla un hombre que se hacía llamar Cardew.

—¿Y no ibas a contármelo? —dijo Rathbone con incredulidad—. Acabas de decir que no le debes lealtad a nadie, solo a la verdad.

Aquello fue una acusación en toda regla. Costaba creer que Hester, precisamente, fuese tan hipócrita. Y nadie la había obligado a hablar de sus lealtades: lo había hecho motu proprio; una mentira gratuita. Se sintió más traicionado de lo que hubiese creído posible. Se dio cuenta con asombro de cuán profundamente seguía importándole Hester, quizás idealizándola. Le escocieron los ojos y la garganta. Demasiadas cosas que amaba se estaban deshaciendo entre sus dedos, escurriéndosele de las manos.

—¿De verdad crees que Margaret y Gwen cooperaron con Rupert Cardew para asesinar al único testigo que podía salvarlo, y así condenar a su padre? —preguntó Hester.

—¡No, por supuesto que no! Ellas… —Rathbone se calló.

—¿Sí? ¿Ellas qué?

Hester aguardó.

—Tal vez no iba a salvarlo —contestó Rathbone—. A lo mejor Cardew le pagó para que mintiera pero ella no iba a hacerlo. Él se dio cuenta y por eso la mató.

—¿Con la ayuda de Margaret? —Hester enarcó las cejas con incredulidad, pero su semblante no reflejaba triunfo—. ¿Y la de Gwen? ¿Te imaginas lo que Winchester hará con esa idea en el estrado?

Hester tenía razón. Era inconcebible.

—¿Realmente querías saber todo esto, Oliver? —La voz de Hester irrumpió en su pesadilla—. Si era así, me disculpo por no habértelo dicho. Me equivoqué, y lo lamento. Me consta que debes actuar honestamente. Pensé que si sabías esto te resultaría imposible.

Rathbone se sintió mareado, como si la habitación diera vueltas a su alrededor. Hester tenía razón; claro que tenía razón. Pero ahora él lo sabía. Lo más terrible era que se veía capaz de creerlo. Recordó el semblante de Margaret cuando miraba a su padre. Lo obedecía a ciegas, sin pensárselo dos veces. Él era parte de la vida que siempre había conocido, la urdimbre de sus creencias, el orden establecido.

Era lo natural. Tal vez Henry Rathbone fuese la piedra angular de la vida de Rathbone. No se le ocurrían valores, pensamientos ni ideas que no hubiesen compartido a lo largo de los años. Su confianza era tan profunda que nunca había sido preciso expresarla. Era algo tan seguro como el amanecer; era la seguridad que disipaba todas las dudas, de modo que nunca temiera una caída sin fin.

—¿Oliver?

Rathbone oyó la voz de Hester, pero tardó un momento en regresar al presente, a la pequeña habitación de la clínica, la cama con la sábana limpia encima, y Hester mirándolo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Hester con preocupación.

—No lo sé. De verdad que no lo sé. Supongo que estás segura de todo lo que has dicho.

—Sí —contestó Hester con gentileza—. Me lo contó la propia Margaret cuando me enfrenté a ella. No lo eludió. Aunque no dijo que la otra mujer fuera Gwen. Eso lo deduje haciendo preguntas en la calle. Encontré a un vendedor ambulante que vio a Hattie con otra mujer, y la describió. Encontré el coche de punto que las llevó hasta la casa de Fulham. Tomé el mismo coche hasta la misma casa y hablé con la propietaria. Quizás haya una posibilidad entre cien de que me equivoque. Podría ser otra mujer que se pareciera a Hattie, el mismo día a la misma hora. Y que otro señor Cardew hubiese alquilado una habitación para ella. Pero nuestra Hattie apareció muerta al día siguiente en el río, a menos de dos kilómetros de allí.

—¿Una posibilidad entre cien? —contestó Rathbone con amargura—. Tal vez entre un millón.

—Lo siento.

—¿La casera vio la cara de Cardew?

—No. Se mantuvo a cierta distancia, en la penumbra, y llevaba un abrigo grueso y sombrero. Pudo haber sido cualquiera.

A Rathbone no se le ocurría qué más decir, nada que aliviara el creciente dolor que anidaba en su fuero interno.

—Gracias… Y…

Hester negó con la cabeza.

—Lo sé, Winchester no me llamará, y tú tampoco deberías hacerlo. No puedo testificar de primera mano. Haz lo que consideres correcto.

—¡Lo correcto! —Las palabras se le escaparon cargadas de amargura—. Por Dios, ¿y eso qué es?

—¿Crees que Ballinger es culpable? —preguntó Hester.

—No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Supongo que temo que lo sea.

Lo dijo en serio: no estaba exagerando el horror que veía en su imaginación.

Hester lo miró fijamente.

—¿Harías que ahorcaran a Rupert Cardew con tal de salvar a Ballinger, porque es parte de tu familia y Rupert no? Si lo hicieras, Oliver, ¿qué sería de la ley? ¿Y si lord Cardew fuese del mismo parecer y estuviera dispuesto a ahorcar a cualquiera, culpable o inocente, a fin de que su hijo no tuviera que enfrentarse a sí mismo y a sus actos? ¿Lo aceptarías? ¿De veras crees en eso: una ley para tu familia, y otra para los demás?

—¿Y dónde queda la lealtad, dónde queda el amor? —preguntó Rathbone.

—¿Qué te queda que ofrecer, cuando ya te has dado a ti mismo?

—Hester…

—Lo siento. No siempre me gusta, pero no puedo creer en algo diferente. No significa que dejes de amar. Si solo te importaran quienes son siempre buenos, ninguno de nosotros sería amado. Lo siento.

Rathbone asintió. Le estrechó la mano brevemente y dio media vuelta para marcharse.

Llegó a casa a la hora del almuerzo; Margaret lo estaba esperando.

—¿De dónde vienes? —preguntó Margaret con aspereza—. No me dijiste que ibas a salir.

—Me he marchado antes de que te levantaras —contestó Rathbone, notando que se ponía a la defensiva—. He ido a ver a tu padre. Quiere subir al estrado. En mi opinión, no debería hacerlo, pero no he conseguido convencerlo.

—¿Por qué no tendría que subir al estrado? —inquirió Margaret. Vestía de azul celeste, llevaba el pelo recogido hacia atrás con cierta severidad y parecía enojada—. Tiene que defenderse. El jurado debe oírle negar todos los cargos y explicar que es abogado. Actúa en representación de toda clase de personas. Incluso los hombres como Parfitt tienen derecho a contratar asesoría legal, y una defensa, si se les ha acusado erróneamente.

—Tienen derecho a ella, aunque la acusación contra ellos tenga fundamento —señaló Rathbone.

—¡Déjate de sutilezas! —le espetó Margaret—. ¿Por qué no quieres que testifique? No has explicado eso al jurado y no entiendo por qué.

—Porque no quiero decirlo más de una vez —contestó Rathbone de manera cortante—. Parecerá una excusa si insisto demasiado. «A mi parecer protestáis demasiado» —citó—. Me lo reservo para la alocución final.

—Aun así, papá debería prestar declaración. Si no lo hace parecerá culpable. Me lo has dicho un montón de veces. Tendrán la impresión de que escurre el bulto. Si lo escuchan, si lo ven, sabrán qué clase de hombre es y se darán cuenta de que la acusación es absurda. Todo es culpa de Monk y de su afán de renombre. Seguro que a estas alturas ya sabe que se ha equivocado, pero no se atreve a echarse para atrás para no quedar como un idiota.

Rathbone se sintió como si una pesadilla lo estuviera acosando.

—Margaret, ¿fuiste a ver a Hattie Benson a la clínica, le abriste la puerta de la calle y la convenciste de que se marchara?

Dos manchas de color tiñeron las mejillas de Margaret, que levantó la barbilla.

—Iba a mentir acerca de Rupert Cardew, y Hester se habría encargado de que lo hiciera. Si piensas que podía permitir que ahorcaran a mi padre por algo que no hizo, significa que no tienes ni idea de qué son el amor y la lealtad.

—Amar no significa traicionar aquello en lo que crees, Margaret, y nadie que te amara de verdad te pediría que lo hicieras —contestó Rathbone con voz temblorosa.

Margaret cerró los ojos.

—¡Eres un pedante y un imbécil! —dijo entre dientes—. Amar significa preocuparse apasionadamente. ¡Significa sacrificarte por otra persona porque es más importante que tú, que tu carrera o tu ambición, más importante que lo que las demás personas admiran de ti, o que tu dinero, incluso que tu propia vida! —Se le quebró la voz—. Pero tú no lo puedes entender. Tú aprecias, deseas, quizás a veces necesitas, ¡pero no amas! Eres un hombre frío, beato y farisaico. Tú no quieres una esposa, tú quieres a alguien a quien llevar del brazo a las fiestas y que te organice la vida doméstica.

Para Rathbone fue como un bofetón. Procuró pensar con claridad, hallar la razón, el equilibrio, pero todo lo que ocupaba su mente era puro desasosiego. Recordó las palabras de Hester, pero supo que de nada serviría repetírselas a Margaret. Y además le recordarían a Hester, con lo cual solo empeoraría las cosas.

Tomó un coche de punto para efectuar el largo trayecto hasta Primrose Hill, sin detenerse a considerar la posibilidad de que su padre hubiese salido. No pensó en ello hasta que se apeó del coche y se dispuso a pagar al cochero. Hacía una agradable tarde de sábado. ¿Por qué iba a estar en casa Henry Rathbone, cuando había tantas otras cosas que hacer, tantos amigos a quienes visitar?

—Espere un momento —dijo al cochero—. A lo mejor ha salido. Vuelvo enseguida.

Dio media vuelta y recorrió a grandes zancadas el camino de entrada, apresurado, como si cada segundo contara. Llamó a la puerta y, treinta segundos después, volvió a llamar.

Nadie abrió. Le cayó el alma a los pies, presa de una absurda y abrumadora desilusión. Se enojó consigo mismo por comportarse como un crío. Dio un paso atrás y la puerta se abrió. Henry Rathbone estaba sucio y despeinado, y sostenía un rastrillo en la mano. Era más alto que Oliver, delgado y un poco cargado de espaldas. Su escaso pelo gris estaba alborotado, y su mirada era afable.

—Tienes un aspecto espantoso —observó, mirando a Oliver de arriba abajo—. Será mejor que entres. Pero antes paga al cochero.

Oliver ya se había olvidado de él. Regresó a grandes zancadas, pagó al cochero, le dio las gracias y luego entró en la casa.

—¿Dónde está como-se-llame? —preguntó. Nunca conseguía recordar el nombre del sirviente de su padre.

—Es sábado por la tarde —contestó Henry Rathbone—. Bien se merece disponer de tiempo libre. Tiene un nieto en alguna parte. Voy a calentar agua mientras guardo las herramientas y me lavo las manos. Luego me contarás qué ha ocurrido. Me figuro que tendrá que ver con el caso de tu suegro. Medio Londres habla de ello.

Rara vez exageraba. Oliver obedeció. Diez minutos después estaban sentados en los grandes sillones junto a la chimenea de la sala de estar con sus acuarelas en la pared y sus infinitas estanterías cuajadas de libros. Sirvieron el té, que aún estaba demasiado caliente para beberlo, y su fragancia llenó la estancia. También había unos trozos de tarta de frutas en un plato. La tarta tenía un aspecto muy apetecible, pese a que Oliver poco antes creyera que nunca más iba a tener apetito.

—¿Cuál es el dilema? —preguntó Henry.

—Creo que no tengo ninguno —contestó Oliver—. Solo veo una opción aceptable, pero la detesto. Supongo… —Se interrumpió, inseguro sobre lo que quería decir.

Henry cogió un trozo de tarta y comenzó a comérselo, aguardando.

Oliver dio unos primeros sorbos a su té, procurando no escaldarse.

Transcurrieron varios minutos de un silencio amigable, cómodo, pero que aun así precisaba ser llenado con palabras para formular lo que agobiaba a Oliver.

—Te ves obligado a hacer algo que te repugna —dijo Henry finalmente—. Si estás seguro de que Ballinger es inocente, probablemente tengas que presentar pruebas de que el culpable es otro. ¿Rupert Cardew? ¿Es el sufrimiento de lord Cardew lo que te inquieta?

—No puedo hacer eso —contestó Oliver—. Las pruebas no se sostienen. Winchester las hará añicos y Ballinger quedará aún peor.

—¿Tienes miedo de que Ballinger sea culpable? ¿Si no de matar a Parfitt, al menos de alguna otra cosa, como por ejemplo de financiar ese barco; o peor aún, de utilizar a Parfitt para el chantaje?

Ahí la tenía: simple y pasmosamente dolorosa, la verdad, expresada por la voz precisa y afable de su padre. No tuvo necesidad de contestar, sin duda su semblante era elocuente. No obstante, lo hizo. Siempre habían sido francos el uno con el otro. Su padre nunca le había exigido confianza ni le había dicho cuánto le preocupaba él, al menos que Oliver recordara, pero habría sido completamente innecesario, como afirmar algo tan evidente como la respiración o la luz del sol.

—Sí. Y todavía hay más. Me temo que Hester tiene razón y que mató a la muchacha que habría declarado haber robado la corbata de Rupert Cardew para dársela a uno de los hombres que trabajaban para Parfitt, o incluso al propio Ballinger.

Henry se irguió un poco en el asiento, adoptando una expresión más grave.

—Esto no me lo habías contado. Creo que lo mejor será que lo hagas ahora.

Con serenidad y sencillez, Oliver le contó todo lo que sabía, incluida la conversación que había mantenido con Hester por la mañana. La riña con Margaret todavía le dolía demasiado y la refirió de pasada, sin entrar en detalles.

—Entiendo —dijo Henry al final—. Me temo que estás ante una situación angustiante. Ojalá pudiera resolverla por ti, pero no puedo. La única salida honorable es plantarle cara, pues con el tiempo cualquier otra solución te dolerá todavía más. Lo siento.

La apenada expresión de su rostro y el matiz de impotencia en su voz hablaron por sí mismos. No había más que añadir.

Se estaba haciendo tarde, y en la calle comenzaba a oscurecer. En aquella época del año, el ocaso llegaba pronto y el crepúsculo se demoraba al despintar el paisaje. Soplaba un cálido viento racheado que levantaba las hojas del suelo.

Henry se puso de pie.

—Demos un paseo —propuso—. Todavía quedan manzanas en buen estado en los árboles. En realidad, ya tendría que haberlas recogido.

Oliver lo siguió y salieron por las cristaleras que daban al césped del jardín. El seto vivo estaba lleno de bayas relucientes entre los escaramujos, mezcladas con las más oscuras de las majoletas. En el aire flotaba un intenso aroma a hojas en descomposición y tierra húmeda, al que se sumaba el humo de una hoguera cercana. Los arbustos de áster estaban en flor, y contrastaban con los ocres y los dorados de los crisantemos.

A lo lejos, más allá de los álamos, una bandada de estorninos ascendía en espiral hacia el cielo oscurecido, camino de casa.

Todo aquello le resultaba tan familiar, lo tenía tan metido en el corazón y la mente, que formaba parte de todos sus recuerdos y sus sueños. Sería absurdo, incluso embarazoso, decirlo, pero el amor que sentía por su padre era tan profundo que no concebía la vida sin contar con su amistad. ¿Antepondría él su seguridad y su felicidad a las de Margaret? En realidad no necesitaba preguntárselo, supo la respuesta antes de formular la pregunta. Sí, lo haría. Traicionarlo le resultaría insoportable.

Sin embargo, en ese mismo momento también supo que Henry Rathbone jamás haría las cosas que Arthur Ballinger había hecho. Cometía errores, su carácter presentaba defectos; claro que sí, como todo el mundo. Oliver no deseaba pensar en ellos, pero le constaba que existían. Si lo obligaran, podría enumerarlos.

Pero también sabía que Henry nunca habría pedido a otro que pagara el precio o cargara con la culpa en su lugar.

¿Tal vez Margaret pensaba lo mismo de Ballinger? ¿Sus recuerdos estaban tan imbricados en su vida y en sus creencias? ¿Estaba siendo injusto con ella?

Aquello no tenía nada que ver con la ambición, ni siquiera con el amor. Tenía que ver con su propia identidad. Margaret le estaba pidiendo que renunciara a sí mismo y, si lo hacía, no quedaría nada para ninguno de los dos. No era cuestión de sacrificarse; esa quizás hubiese sido una decisión más difícil. La cuestión era hacer algo que creía… no, que sabía que estaba mal.

Levantó la vista al cielo y vio que los estorninos descendían dejándose llevar por el viento, volando como si obedecieran una pauta preestablecida, dirigiéndose a sus nidos a pasar la noche.

Al parecer, Henry supo que Oliver había sacado sus conclusiones. No volvió a sacar el tema. Dieron media vuelta y juntos regresaron a la casa caminando entre los manzanos.

Rathbone y Margaret pasaron el fin de semana sumidos en un amargo silencio. La cortesía entre ambos era como caminar sobre cristales rotos.

Al amanecer del lunes Rathbone fue una vez más a ver a Arthur Ballinger para tratar de convencerlo de que no testificara. Tal como estaban las cosas, había muchas probabilidades de que lo absolvieran. Podría demostrar su inocencia más adelante, cuando llevaran a juicio a otro sospechoso.

Pero Ballinger era obstinado. No abandonaría la sala con aquella acusación pendiendo sobre su existencia, agobiándole la vida, ensombreciendo y mancillando el nombre de su familia.

Ni siquiera logró disuadirlo la posibilidad de un veredicto de culpabilidad. Simplemente, no creía que pudiera suceder.

¿Se trataba de arrogancia o en verdad era inocente y Rathbone lo había juzgado mal? Entró en la sala sin haberlo dilucidado.

En cuanto llamó a Ballinger al estrado se produjeron susurros excitados, movimientos, una creciente atención.

Ballinger subió al estrado. Estaba pálido pero sereno, tan serio como debía estarlo un hombre acusado, y con la apropiada humildad. Saltaba a la vista que seguía los consejos que le había dado Rathbone. Encarnaba al modelo de un buen hombre injustamente afligido por las circunstancias.

Sin embargo, Rathbone estaba tan nervioso como si le estuvieran juzgando a él. Tenía la boca seca y le dolían los músculos por la tensión acumulada tras dar una y mil vueltas a cada posibilidad. Le daba miedo que la voz le fallara, poniéndolo en evidencia. No dirigió siquiera una mirada a Margaret, que estaba sentada con su madre y sus hermanas en la galería. No soportaría ver la frialdad de su semblante, como tampoco preguntarse qué sería de sus vidas después de aquello, fuera cual fuese el resultado.

No se atrevía a fracasar.

Ballinger prestó juramento y se volvió hacia él expectante.

—Señor Ballinger —comenzó Rathbone. Carraspeó para aclararse la garganta. No estaba acostumbrado a estar tan nervioso—. ¿Conocía usted a Mickey Parfitt?

—Tuvimos un breve encuentro, hace varios años —contestó Ballinger—. No lo recuerdo bien. Solo me consta por la transacción que nos ocupó en su momento.

—Vaya. ¿Y en qué consistió dicha transacción?

Rathbone sabía que debía sacarlo a colación enseguida porque había constancia de ello, y si no lo hacía él, Winchester le sacaría todo el partido posible.

—La venta de un barco al señor Parfitt por parte de un cliente al que yo representaba —contestó Ballinger con ecuanimidad.

—¿Ese barco era el mismo en el que nos han dicho que se organizaban actuaciones pornográficas y en el que había niños cautivos? —preguntó Rathbone, manteniéndose inexpresivo.

—No lo sé. Me limité a aconsejar a mi cliente en la venta del barco.

—¿El cliente a quien representaba era el señor Jericho Phillips, el mismo Jericho Phillips al que luego representó cuando fue juzgado hace unos meses?

Fue como si el público entero de la galería contuviera el aliento.

Los miembros del jurado permanecieron inmóviles, con los rostros pálidos.

—En efecto —contestó Ballinger en voz baja—. Creo que todo hombre tiene derecho a que lo proteja le ley, así como a un juicio justo e imparcial.

—En eso estamos todos de acuerdo, señor Ballinger —Rathbone asintió—, por eso estamos aquí.

Ninguno de los dos miró al jurado. Podrían haber estado a solas en el bufete de Rathbone.

—¿Ha visitado alguna vez ese barco, señor Ballinger? —prosiguió Rathbone.

—Una sola vez, en el momento de la venta. Me pareció una embarcación bastante corriente. Tan solo fui a comprobar en persona que estuviera descrito correctamente en los documentos correspondientes, y lo encontré todo en regla.

—¿Preguntó al señor Parfitt qué uso tenía intención de darle?

—No. No era asunto mío. —Ballinger esbozó una sonrisa—. Aunque, si en efecto tenía intención de usarlo como se ha descrito aquí, no es de extrañar que prefiriera no contármelo.

—Desde luego. —Rathbone se permitió apuntar una sonrisa a su vez—. Que usted sepa, ¿tuvo relación con alguno de los hombres que frecuentaban esos barcos, una vez acondicionados para dedicarlos a la pornografía?

—Por supuesto que no. Aunque los hombres que tienen esa clase de conducta no suelen contárselo al prójimo, a excepción de quienes comparten sus mismos vicios. A juzgar por lo que he oído durante este juicio, parece que gustan de permitírselos en grupo, de lo que deduzco que sí se conocen entre ellos.

—Seguro.

A Rathbone le incomodaba que Ballinger diera respuestas tan completas. Le había aconsejado que tuviera mucho cuidado, que solo contestara sí o no, pero Ballinger estaba demasiado nervioso para obedecer, o demasiado seguro de sí mismo para hacerle caso. Rathbone debería cambiar de tema.

—Señor Ballinger, ¿dónde estuvo la noche en que mataron a Mickey Parfitt?

Ballinger repitió con toda exactitud la historia que ya había referido con anterioridad y que había sido corroborada por testigos.

Rathbone sonrió.

—El comandante Monk ha testificado que siguió su misma ruta, minuciosamente, descubriendo que pudo encontrar una barca y remar hasta el lugar donde estaba fondeado el barco de Parfitt, pasar a bordo el tiempo que en su opinión sería necesario para atar a Parfitt, y luego remar de regreso a Mortlake. Allí tomó un coche de punto hasta el embarcadero del transbordador que queda delante de la isleta de Chiswick, llegando a la misma hora a la que usted declaró haber llegado. ¿Hizo usted todo esto?

Ballinger le sonrió.

—El señor Monk es casi una generación más joven que yo, y su estilo de vida conlleva hacer bastante ejercicio físico. Es policía fluvial. Seguramente usa barcas de remo a diario. Ojalá yo fuese tan joven y estuviera en tan buena forma como él, pero, indudablemente, no es así. Ni lo hice ni quise hacerlo. Pero aunque lo hubiese querido, el esfuerzo habría superado mi capacidad.

—¿No lo hizo?

—No lo hice. Mi desgracia es que eso ocurriera la misma noche en que fui a visitar a un viejo amigo en Mortlake, en lugar de estar en casa con mi esposa o cenando en un lugar público. Para colmo de desdichas, el comandante Monk nunca me ha perdonado que actuara en nombre de Jericho Phillips, menos aún habida cuenta de que conté con sus servicios para defenderlo cuando fue llevado a juicio. Según parece Monk no cree que un hombre acusado de una mala acción sea culpable hasta que así lo demuestra la ley, como tampoco que tenga derecho a una defensa de tanta calidad como la de quien lo acusa. Y ese es el primer fundamento de la justicia.

Un murmullo de aprobación recorrió la galería. Ballinger se relajó un poco en el estrado y miró de hito en hito a Rathbone, salvando la distancia que mediaba entre ellos.

Rathbone también se sintió reconfortado, como si hubiese alcanzado lo que el deber le exigía.

—Gracias, señor Ballinger. Le ruego que aguarde por si el señor Winchester tiene alguna pregunta que hacerle.

Regresó a su asiento.

Winchester se levantó y dio unos pasos por el entarimado.

—Sí que las tengo. Desde luego que las tengo.

Levantó la vista hacia Ballinger.

Rathbone había sido muy cuidadoso, el nombre de Hattie Benson ni siquiera se había mencionado. Winchester se estaba echando un farol, posponiendo su previsible derrota, prolongando la tensión, los pocos minutos que le quedaban de autoridad.

—Un testimonio muy conmovedor, señor Ballinger —observó Winchester—. E interesante. He reparado en que sir Oliver ha tenido la cautela de no preguntarle si conocía a la prostituta Hattie Benson, que lamentablemente fue asesinada del mismo modo que Mickey Parfitt. Incluso se utilizó un trozo de tela con nudos que le dejó señales a intervalos regulares en torno a la garganta.

—Porque le consta que no sé nada al respecto —contestó Ballinger sin perder la calma—. Podría especular, por supuesto, igual que cualquiera de nosotros, dado que sabemos con quién tenía relación, por boca del propio interesado.

—Ah, sí. —Winchester asintió—. El señor Rupert Cardew. Pero puesto que está muerta, desconocemos su testimonio.

—Quizá no lo habría expresado aunque siguiera viva —señaló Ballinger—. Es posible que se arrepintiera y le dijera que no quería hacerlo.

El relajo de Rathbone comenzó a disiparse. Se puso de pie.

—Su señoría, esta clase de especulaciones no tienen cabida aquí y ahora. Es imposible que sepamos lo que la señorita Benson habría declarado, y tampoco podemos pedirle que demuestre su veracidad. Si mi docto colega tiene algo que preguntar al señor Ballinger, le ruego le dé instrucciones en ese sentido, pues de lo contrario estará haciendo perder tiempo a este tribunal.

El juez se inclinó hacia delante, pero antes de que tuviera ocasión de hablar, Winchester se disculpó.

—Lo lamento, su señoría. Proseguiré con las preguntas. Señor Ballinger, ¿ha dicho que no tenía conocimiento directo del comercio que el señor Parfitt llevaba a cabo en el barco que le ayudó a comprar?

—Exactamente. Ninguno en absoluto —contestó Ballinger con frialdad.

—Y que usted sepa, ¿no conocía a ninguno de los hombres que lo frecuentaban para participar en esos actos y que, como consecuencia de ello, eran chantajeados?

Rathbone volvió a levantarse.

—Su señoría, el señor Winchester no está haciendo más que repetir argumentos que ya se han presentado.

El juez suspiró.

—Señor Winchester, ¿tiene algún propósito lo que está haciendo?

—Sí, su señoría: tengo intención de poner en duda la sinceridad del señor Ballinger, en concreto en lo que atañe a esta cuestión.

—¿Con qué propósito? —inquirió Rathbone—. Ya ha dicho que no conoce a ninguno de esos hombres, al menos a sabiendas de cuáles eran sus aficiones secretas. Nadie sabe qué debilidades o vicios puede tener la gente y, gracias a Dios, por lo general no son de nuestra incumbencia. ¡Quizá sean hombres a los que usted mismo conozca! O a los que alguno de nosotros conozcamos.

Sir Oliver lleva razón —concluyó el juez—. Prosiga, señor Winchester, si es que tiene algo más que preguntar al señor Ballinger. De lo contrario, dejemos el asunto en manos del jurado.

—Pero es que resulta que sabemos quiénes son esos hombres, su señoría —dijo Winchester con suma claridad—. Al menos yo lo sé.

De pronto se hizo un silencio absoluto en la sala. Nadie se movía. No se oía ni una tos.

—¿Cómo dice? —preguntó el juez al cabo.

—Sé quiénes son —repitió Winchester.

Rathbone notó que comenzaba a sudar y que el miedo anidaba en su interior, aunque ni siquiera sabía por qué. Miraba fijamente a Winchester.

—¿Estaba usted enterado de esto, sir Oliver? —preguntó el juez.

—No, su señoría. Quisiera cuestionar su veracidad y saber por qué el señor Winchester no lo ha sacado a colación hasta ahora.

—Me lo han comunicado este fin de semana, su señoría —contestó Winchester al juez.

—¿Quién? —inquirió el juez.

Rathbone supo la respuesta antes de que fuera pronunciada.

—El señor Rupert Cardew, su señoría —dijo Winchester—. Por el bien de la justicia, me ha proporcionado…

Rathbone se puso de pie de un salto.

—¿Cómo quiere que sea por el bien de la justicia? —inquirió—. No tiene nada que ver con la causa, salvo quizá para demostrar que había un montón de hombres que podían tener motivos para desear ver muerto a Parfitt. ¡Podría ser la pura invención de un hombre que tiene sumo interés en que se condene al señor Ballinger, a fin de quedar libre de toda sospecha!

—Si es necesario, testificará dando todos los nombres —contestó Winchester—. Y con diligencia, debería ser posible demostrar que todos ellos visitaron el barco alguna que otra vez, aunque en su mayoría lo hicieran con considerable regularidad.

—Una labor larga y tediosa —apuntó Rathbone—. ¡E irrelevante para el caso!

—No es irrelevante, su señoría —dijo Winchester—. Lo menciono para presentar una duda fundamentada sobre la inocencia del señor Ballinger en el asunto que nos ocupa. Sir Oliver me lo ha puesto en bandeja en su interrogatorio al preguntar al testigo sobre su conocimiento del barco, a lo que el señor Ballinger ha contestado que no sabía qué negocio se llevaba a cabo en él, y que tampoco le constaba que conociera a los clientes. Tengo una lista de nombres, su señoría. Lamento decir que yo mismo conozco a un par de ellos…

El juez estaba perdiendo la paciencia.

—Señor Winchester, mi impresión es que se está conduciendo con pésimo gusto, estimulando el aspecto más vulgar de la curiosidad pública en un asunto repulsivo y que no hace avanzar su caso en lo más mínimo.

—Su señoría, ¡todos los hombres de esta lista tienen relación personal con el señor Ballinger! Todos y cada uno de ellos, sin excepción.

Tras unos gritos ahogados y el ruido de algunos movimientos, la sala se sumió en un silencio absoluto.

Rathbone notó que se le agarrotaban los músculos. Le habría gustado creer que aquello era obra de Rupert Cardew en una última intentona por librarse de la sospecha que inevitablemente se cernería sobre él si absolvían a Ballinger. Se volvió para mirar hacia la galería y vio a Rupert de inmediato, pálido como la cera y perfectamente inmóvil. Aquello arruinaría su reputación. La buena sociedad jamás le perdonaría que hubiese desvelado los nombres de quienes habían mancillado el honor al que casi todos ellos aspiraban, si bien careciendo del coraje para defenderlo.

Winchester rompió el silencio.

—Llamaré al señor Cardew al estrado para que dé los nombres. Si alguien duda de él, sir Oliver, como es natural, podrá interrogarlo sobre el asunto y exigirle que demuestre lo que sostiene. Pero solo lo haré si su señoría insiste. Si la lista se hace pública, arruinará la reputación de muchas familias y pondrá en tela de juicio decisiones legales y, tal vez, incluso leyes del parlamento. Las posibilidades del chantaje son tan trascendentes que el daño que podrían causar…

Se interrumpió, dejando que la imaginación de los presentes terminara la frase.

—¿Sir Oliver? —dijo el juez con voz ronca.

Aquello era una derrota y Rathbone lo sabía. No desbarataría el orden de la sociedad para salvar a Ballinger, aunque haciéndolo consiguiera su absolución, cosa que además no sucedería. Vio en los semblantes de los miembros del jurado que el equilibrio de la balanza se había vuelto en su contra. Sabían que Ballinger había mentido, quizás en todo lo declarado. Y, por extraño que pareciera, a pesar de que Rupert había atacado a su propia clase social, cosa que jamás le sería perdonada, le creían y, posiblemente, incluso lo admiraban. Había decidido hacer lo más honorable y pagaría un precio muy alto por ello.

—No… No tengo nada que añadir, su señoría —contestó Rathbone.

Solo al sentarse de nuevo se le ocurrió que tal vez debería haber exigido que se hicieran públicos los nombres. Pero acto seguido entendió que no. Si quedaba algo por hacer, lo haría él mismo. Investigaría, analizaría y, en caso necesario, llevaría a juicio cualquier corrupción. Ni por un instante le pasó por la cabeza que Winchester estuviera marcándose un farol. Los semblantes de Ballinger y de Cardew lo dejaban bien claro.

Hizo una desesperada alocución final, aun sabiendo que de poco serviría. La marea iba contra él, y no le quedaban fuerzas para hacerla cambiar de sentido.

El jurado deliberó por espacio de una hora, que se hizo eterna. Cuando regresaron a la sala, sus rostros dieron el veredicto antes de que se lo preguntaran.

—Culpable.

Simple. Terminante.

Rathbone se sintió mareado mientras un ujier llevaba el birrete al juez. Este se lo puso en la cabeza y pronunció la sentencia de muerte.

La señora Ballinger soltó un grito de horror.

Margaret se desvaneció, y cayó al suelo.

Sin pensarlo, Rathbone salió disparado de su asiento y se agachó a su lado justo cuando comenzaba a volver en sí. Gwen estaba con ella, sosteniéndola. Celia y George trataban de reconfortar a la señora Ballinger.

—¡Margaret! Margaret —dijo Rathbone con apremio—. ¿Margaret?

Quería decir algo, cualquier cosa que la consolara, pero solo serían promesas vanas, cosas sin sentido.

Margaret se recobró, abrió los ojos y miró a Rathbone con sumo desprecio. Luego se volvió hacia Gwen.

Rathbone jamás se había sentido tan absolutamente solo. Se puso de pie, tembloroso, y regresó a su mesa. En la sala se había armado una algarabía espantosa, pero él no vio ni oyó nada.