Capítulo 10

La noche antes de que comenzara el juicio de Arthur Ballinger, Rathbone estaba sentado en su sillón, delante de un fuego que en realidad todavía no era necesario encender pero que resultaba un tanto reconfortante. Margaret estaba sentada frente a él con sus labores de aguja, aunque descosiendo tanto como cosía.

—¿A quién llamarán primero? —preguntó Margaret, mirándolo de hito en hito, con el rostro crispado.

Unas minúsculas arrugas en torno a sus ojos resultaban visibles a la luz del aplique de gas que tenía a su izquierda. Rathbone nunca había reparado en ellas a la luz del día. Sentía una inmensa compasión por ella y anhelaba ser capaz de brindarle algún consuelo, pero las promesas que no podían mantenerse eran peores que nada. Una vez rotas, Margaret nunca volvería a tener confianza en él, y Rathbone no podía arrebatársela.

—¡Oliver! —instó Margaret—. ¿A quién llamarán primero?

—Seguramente a Monk —contestó él.

—¿Por qué? Él no encontró el cuerpo de ese desdichado. ¿Por qué no al policía que lo halló?

—Quizá también lo llamen, pero resultará tedioso y no aporta nada al caso. Es peligroso aburrir a un jurado.

—¡Por Dios bendito! ¡No es un espectáculo! —replicó Margaret hecha una furia—. El jurado está allí para desempeñar la tarea más importante de su vida, no para entretenerse.

Rathbone procuró no alterarse para no resultar brusco.

—Son gente corriente, Margaret. Tienen miedo de equivocarse, los sobrecoge que recaiga sobre ellos la responsabilidad de tomar una decisión tan importante porque no se sienten preparados para hacerlo. La vida de un hombre pende de un hilo, y lo saben. Les resultará difícil concentrarse, casi imposible recordarlo todo, y si Winchester o yo permitimos que se distraigan de lo que estemos diciendo, olvidarán la mitad. Winchester no tiene un pelo de tonto, créeme. No repetirá nada que sea irrelevante.

—¿Qué significa eso de irrelevante? —inquirió Margaret—. ¿Cómo puede ser irrelevante la verdad? Se trata de la vida de una persona… ¿Acaso son idiotas?

Margaret levantaba la voz, estaba comenzando a perder el dominio de sí misma que con tanto trabajo había mantenido desde la detención de su padre.

Rathbone se inclinó un poco hacia delante.

—La descripción del lugar del río donde hallaron a Parfitt no es lo bastante importante para oírla en boca de la policía local y de Monk —explicó—. No guarda relación alguna con la clase de persona que era Parfitt, ni con quién lo mató. No es preciso que lo oigan dos veces. Dejarán de escuchar, y eso es lo que cuenta.

—¿Qué dirá Monk? —insistió Margaret—. Lo tergiversará todo porque odia a papá. Nunca le ha perdonado que te eligiera para defender a Jericho Phillips. Los hombres como Monk no soportan verse vencidos. ¿Qué piensas hacer para mostrar al jurado que se la tenía jurada a papá, y que quería que fuese culpable por motivos personales?

Rathbone reparó en la ira y el miedo que reflejaba su expresión. Era como si una parte de ella se enfrentara a un suplicio del que quizá no se recobraría nunca. Rathbone anhelaba poder acercarse a ella y abrazarla, sentir aquella estrecha intimidad que permitía compartir el dolor. Pero Margaret estaba demasiado tensa para consentirlo, como si él también fuese el enemigo.

—Margaret, Monk quiere poner fin al abominable comercio de la pornografía infantil, no perseguir a cualquier persona. Si abrigaba deseos de venganza contra Phillips, ¡por Dios!, ¿no crees que ya los satisfizo en Execution Dock?

Margaret lo miraba fijamente.

—No me crees, ¿verdad? ¡Te estás poniendo del lado de Monk!

Rathbone se tragó la exasperación que amenazaba con hacerle perder los estribos.

—Lo que intento es defender a tu padre. Los ataques personales contra la policía no van a servir de nada, salvo si Monk comete un error. Si se equivoca, lo haré pedazos, sea o no sea amigo mío.

—¿Lo harás? —preguntó Margaret, poco convencida.

Aquello era injusto, y en cualquier otra ocasión así se lo habría hecho saber.

—Sabes de sobra que sí —contestó Rathbone con gentileza—. ¿Acaso no lo hice tanto con Monk como con Hester para defender a Jericho Phillips? Y yo despreciaba a ese hombre. ¿Cómo dudas que vaya a hacerlo para defender a tu padre?

—Te consta que es inocente, ¿no?

Margaret estaba verdaderamente asustada, temblando en el borde del sofá, a menos de un metro de él. ¿Qué podía decirle? No le constaba que Ballinger fuese inocente; del asesinato de Parfitt, probablemente lo fuera, ¿por qué iba a hacer algo tan innecesario y sin sentido? Ahora bien, en cuanto a tener relación con quienes frecuentaban los barcos y abusaban de los niños, no: no estaba ni mucho menos seguro de la inocencia de Ballinger.

—¡Oliver!

Margaret temblaba tanto que Rathbone habría pensado que la habitación estaba helada de no ser por el calor de las llamas que le abrasaba las piernas y el sudor que le perlaba la frente.

—Sé que no mató a Parfitt —le contestó—. Claro que lo sé. Lo que me da miedo es que haya ido más lejos de lo que le hubiera gustado en defensa de alguna de sus víctimas. No estoy absolutamente convencido de que no sepa quién lo mató, y es posible que lo esté defendiendo.

—¿Por qué? ¿Por qué demonios defendería a un hombre que… que asesinó…? Oh. —Bajó la voz—. ¿Quieres decir que podría ser un cliente suyo? Sí, por supuesto. ¿Iría a juicio y soportaría todo el sufrimiento y la culpa para proteger a una víctima del chantaje de Parfitt porque le habría dado su palabra?

Dejó de temblar, y le tensión de la tela que le cubría los hombros cedió un poco.

No era ni por asomo lo que Rathbone había querido decir. Lo que tenía en mente era algo mucho menos noble, pero le faltó valor para desengañarla. Vio la dulzura de su mirada, su súbita tranquilidad, y las palabras murieron antes de que las pronunciara.

—Es posible. Debo estar preparado para toda clase de sorpresas.

—¿No te lo habría confiado? —insistió Margaret—. Al fin y al cabo, eres su abogado, y lo que te cuenta está amparado por el secreto profesional.

—Por supuesto —respondió Rathbone procurando sonreír—. Incluso para ti, cariño.

—¡Oh!

Margaret escrutó sus ojos, tratando de descifrar lo que quizá supiera pero no estaba autorizado a decirle.

—¿Qué me dices de ese tal Winchester? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Cómo es?

—Muy inteligente —contestó Rathbone—. Bastante agradable. Es engañosamente encantador, y a veces incluso divertido, pero bajo esa apariencia se esconde una mente muy perspicaz.

—¡Me estás asustando! —dijo Margaret con aspereza—. Parece que estés diciendo que podría ganar.

—Claro que podría ganar —le contestó Rathbone—. Y si lo olvido siquiera un instante, estaré abriendo una puerta para que lo consiga. —Respiró profundamente y procuró serenarse y mostrarse amable—. Margaret, tienen un caso. Si no lo tuvieran, no irían a juicio mañana. Si hubiese podido lograr que lo desestimaran, ¿no crees que lo habría hecho?

—¡Sí! Sí, ya lo sé. ¡Pero esto es ridículo! ¿Mi padre? ¿Cómo es posible que alguien que lo conozca pueda imaginar que estaría… remando en el río para asesinar a un… pornógrafo?

Rathbone alargó el brazo y le tocó la mano, y Margaret se la agarró con fuerza. Apretó tanto que le clavó las uñas, pero no la retiró y se obligó a no hacer una mueca.

—Precisamente porque no lo conocen —contestó Rathbone—. Mi trabajo es mostrar al jurado que tu padre es exactamente lo que parece y lo que él sostiene ser: un marido y padre respetable, un buen abogado que, en el transcurso de su carrera profesional, ha tenido clientes buenos y malos, tal como me ha sucedido a mí. Ha hecho cuanto ha podido por todos ellos, sin formarse una opinión personal en cuanto a su honorabilidad, que es lo que la ley requiere y la justicia exige.

Margaret intentó contener las lágrimas que le arrasaban los ojos, pero se le derramaron por las mejillas.

—Tienes razón, Oliver, y te amo. Perdóname. Tengo mucho miedo de que algo salga mal. No creo en la justicia. Si fuese real, papá no tendría que enfrentarse a este juicio. Y, lo siento, pero pienso que Monk es un ser despiadado, y ni siquiera sigo confiando en Hester. Creo que haría cualquier cosa por él, incluso mentir si fuese necesario, con tal de impedir que volviera a quedar mal. Monk no puede permitirse el lujo de cometer otra equivocación porque se arriesga a perder su trabajo, ¿y a qué podría dedicarse entonces?

—¿Por qué iba Hester a hacer algo semejante? —preguntó Rathbone.

—¡Por el amor de Dios, Oliver! Está enamorada —respondió exasperada—. ¡Es leal! Es su esposa.

—¿En eso consiste la lealtad?

Margaret se quedó perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—No me parece leal ayudar a una persona a hacer algo que está mal y que terminará conduciendo a otra a la muerte. Le estarías ayudando a cometer un pecado del que se arrepentiría, y por el que pagaría el resto de su vida. ¿Tú querrías algo así? Yo no.

Margaret estaba confundida.

—¿Aunque la amaras? —insistió.

—No… no lo sé. Desearía defenderla. ¿Tú no? —Margaret frunció el ceño—. Tal vez si la amara mucho llegaría a pensar que podía estar equivocada. Pero no tanto como eso.

—¿Y prescindirías de tu propio juicio? —preguntó Margaret.

—No lo sé, pero eso no va a suceder. —Rathbone negó con la cabeza—. No estoy casado con William Monk, estoy casado contigo. No puedo lamentar los problemas de Hester. Son asunto suyo.

Rathbone se vio asaltado por un súbito recuerdo, tan vívido que fue como si tuviera a Hester delante de él, con la expresión tan vehemente como siempre, pero enojada, vulnerable, apasionadamente preocupada por los problemas de otra persona, ansiosa por hallarles solución, incapaz de descansar o dormir hasta haberlo conseguido. Aquella actitud lo había asustado, y también excitado. Y por eso la había amado.

Apartó la vista de los ojos de Margaret. No quería escrutar sus sentimientos por si le dejaban un vacío interior. Y tampoco quería que ella viera los suyos.

Le soltó las manos y se levantó.

—Vuelvo al estudio —anunció—. Necesito leerlo todo, una última vez. Procura dormir. Hasta mañana.

Era mentira. Ni lo necesitaba ni tenía intención de leerlo todo de nuevo. Simplemente deseaba estar a solas para poder descansar. Pese a todos sus intentos por tranquilizar a Margaret, estaba mucho más preocupado de lo que le había dado a entender.

La sala del tribunal se hallaba abarrotada y ya no se permitía la entrada a más público incluso antes de que comenzaran los preliminares del juicio. Cuando se llamó al primer testigo, la atmósfera era semejante a la que precede a una tormenta eléctrica. Rathbone no estaba sorprendido. Había contado con ello porque la perspectiva de un abogado respetable acusado de asesinar a un proxeneta en circunstancias particularmente sórdidas había provocado que los periodistas más morbosos especularan hasta el límite legal de lo que se permitía imprimir. Aun así, le daba pánico el sufrimiento que vería en el semblante de Margaret. Se había planteado pedirle que no asistiera, pero supo que ella lo vería como una invitación a la cobardía; peor aún: a la traición.

Winchester llamó primero a Monk, tal como Rathbone había previsto.

Monk subió la escalera en espiral hasta el estrado, que quedaba más alto que el grueso del tribunal, donde se plantó erguido con tanta elegancia como siempre. Parecía seguro de sí mismo. Solo Rathbone, que lo conocía muy bien, acertó a ver la tensión de su cuerpo, la absoluta calma tan impropia de él mientras aguardaba a que Winchester comenzara.

La primera pregunta de Winchester fue sencilla: cuestión de identificar a Monk de modo que el jurado supiera exactamente quién era y cuál era su rango, para luego establecer el lugar y la hora, y a quién había llamado Monk a la escena del crimen, y por qué motivo.

—Usted estaba en la orilla del río a primera hora de la mañana… —dijo Winchester.

—En realidad, en el agua —corrigió Monk.

—¿Somera?

—Por encima de la rodilla, y fangosa.

Monk esbozó una mueca al recordarlo.

—Y sin duda estaría fría —agregó Winchester.

—Sí.

—¿Por qué motivo le había mandando a buscar la policía local?

—Habían encontrado el cuerpo de un hombre, completamente vestido, flotando en el río. Le dieron la vuelta para identificarlo, cosa que resultó bastante fácil, a pesar del deterioro causado por el agua, porque tenía un brazo atrofiado.

—¿Atrofiado? —inquirió Winchester.

—El brazo derecho era más corto que el izquierdo, y los músculos estaban atrofiados. Daba la impresión de ser un miembro inútil.

—¿De quién era el cuerpo? —preguntó Winchester.

—De un vecino que se llamaba Mickey Parfitt —contestó Monk.

—¿Daba la impresión de que se hubiese ahogado? —Winchester mostraba mera curiosidad, hablando en tono afable—. ¿Lo avisan cada vez que encuentran a un ahogado?

—No —respondió Monk—. Presentaba una herida grave en el cogote. Pero el motivo de que nos mandaran aviso a Wapping era la ligadura hundida en la carne hinchada del cuello.

—¿Ligadura? ¿Se refiere a algo largo y delgado atado en torno a su garganta y apretado con fuerza para estrangularlo?

—Sí.

—¿Se fijó en lo que habían utilizado para ello? —preguntó Winchester.

—No en ese momento.

—¿Más tarde?

—Cuando el médico forense lo arrancó y vino a mostrármelo —explicó Monk.

Winchester hizo un gesto con la mano, como si quisiera impedir que Monk añadiera algo.

—Volveremos sobre eso más adelante. En ese momento, señor Monk, de pie en el agua a la luz del alba, ¿creyó que el señor Parfitt había encontrado la muerte por causas naturales?

—Me pareció sumamente improbable.

—¿Un accidente? —sugirió Winchester.

—No se me ocurrió ninguna clase de accidente que encajara con aquellas pruebas.

—De modo que ¿fue un homicidio?

—Eso pensé, en efecto.

—¿Qué hizo entonces, señor Monk?

Monk describió cómo habían sacado el cuerpo del agua, pesado y chorreando lodo, para luego llevarlo hasta el carro y finalmente de regreso a Chiswick, donde lo dejaron en el depósito de cadáveres para que el forense realizara la autopsia.

—¿Y después, señor Monk?

Winchester se mostraba tranquilo y a sus anchas. Rathbone lo conocía de oídas, pero no se había enfrentado a él en una sala de vistas hasta entonces y no lograba descifrar de qué humor estaba. Parecía engañosamente displicente, casi informal, como si supusiera que aquel caso solo le requería una atención parcial.

—Comencé a hacer averiguaciones sobre el carácter y el negocio del señor Parfitt, así como sobre los motivos que alguien hubiese podido tener para matarlo —contestó Monk.

—¿Rutina? —preguntó Winchester enseguida.

—Sí.

—Bien, pues salvo que sir Oliver desee entrar en detalles… —se volvió para mirar a Rathbone con una expresión inquisitiva, aunque solo por su efecto retórico, y volvió a dirigirse a Monk—, preferiría no aburrir a los caballeros del jurado con todos los pasos que dio. ¿Qué descubrió? Por ejemplo, ¿cuál era la ocupación del señor Parfitt, en la medida en que pudo determinarla? Y le ruego que se ciña estrictamente a los hechos demostrables.

Monk sonrió sombríamente. Le constaba que, pese al aire desenfadado que adoptaba Winchester, este prestaba tanta atención al detalle como Rathbone, concentrándose con la misma intensidad en cada palabra, cada matiz.

—La policía me contó que el señor Parfitt era dueño de un barco que solía fondear en distintos lugares, pero que entonces estaba anclado un poco más arriba de Corney Reach, más o menos a medio camino entre Chiswick y Mortlake. Tal extremo resultó ser cierto, y fui al barco, llevándome al sargento Orme conmigo.

—¿El sargento de la policía local?

—No, mi propio sargento, de la comisaría de Wapping.

—¿Y eso por qué, señor Monk? ¿Los agentes locales no habrían sido de más ayuda, dado su conocimiento de la zona, las mareas y, posiblemente, del propio señor Parfitt?

—Él todavía estaba interrogando a los colegas del señor Parfitt, y en ese terreno su conocimiento también jugaba en su favor.

—Entiendo. Le oiremos más adelante. Su señoría, llamaré al señor Jones, al señor Wilkin y al señor Crumble en su debido momento. En mi opinión será más sencillo para el tribunal escuchar todas las pruebas del señor Monk de una sola vez, aunque hacerlo así altere un poco el relato, siempre y cuando su señoría no tenga inconveniente.

El juez asintió e hizo un comedido gesto de impaciencia con la mano.

Winchester inclinó ligeramente la cabeza para darle las gracias.

—¿Encontró el barco en cuestión, señor Monk? —preguntó Winchester.

Rathbone se dio cuenta de que estaba sentado con los músculos agarrotados, y se obligó deliberadamente a relajarlos uno por uno. No podía levantar la vista hacia el estrado que quedaba a su izquierda, donde Arthur Ballinger permanecía inmóvil, observándolos a todos desde lo alto. Si lo hiciera atraería la atención del jurado, y después quizá lo lamentaría. Incluso la más fugaz expresión que sugiriese arrogancia o indiferencia podía ser interpretada como indicio de culpa, por más que no lo significara en absoluto. Lo mejor sería que siguieran pendientes de Monk.

—Sí —contestó Monk—. Subimos a bordo sin dificultad. Bastó con abarloar, amarrar nuestra barca y trepar por las cuerdas. El tambucho principal estaba cerrado, de modo que lo forzamos y bajamos la escalera…

—¿Se refiere a una escalera de mano? —interrumpió Winchester—. ¿Podría describirnos el barco, por favor?

Rathbone detestaba aquel regodearse en los detalles, pero debía guardarse muy mucho de reflejarlo en su rostro. El jurado también le observaría. Por la forma de preguntar de Winchester y el horror del semblante de Monk, considerarían que era importante.

Monk estaba muy erguido, apoyaba las manos en la barandilla que tenía delante, como si precisara agarrarse a ella para mantener el equilibrio. Estaba muy pálido, su mirada era dura y apretaba los labios. A juzgar por la actitud que adoptó, padecía un malestar que apenas lograba dominar.

—El barco tendría unos quince metros de eslora, según calculé a ojo —comenzó en voz baja—. No lo medí. Parecía tener tres cubiertas, contando la superior. Después comprobamos que en efecto era así. Había un mástil y una timonera. Bajamos por el primer tambucho, que era amplio y permitía acceder fácilmente al interior. Para descender no había una escala, sino una recia y cómoda escalera que conducía a una gran habitación amueblada como el bar de un club para caballeros. Encontramos alcohol en los armarios y varias docenas de vasos.

Rathbone vio que el jurado miraba fijamente a Monk, sin acabar de entender que aquella descripción en apariencia tan anodina pudiera tener importancia, y mucho menos suscitar el horror que tan patente resultaba en el rostro y la voz de Monk, incluso en su porte.

Rathbone notó que se le hacía un nudo en el estómago. Sabía exactamente lo que estaba haciendo Monk.

—Prosiga, por favor —le instó Winchester con voz grave. Con su estatura, sus anchas espaldas y un pelo inusualmente bonito, poseía una elegancia natural.

—La otra mitad de la cubierta la ocupaba una segunda sala más o menos del mismo tamaño —prosiguió Monk—. Pero estaba organizada como una especie de teatro, con un escenario en un extremo, una simple plataforma, y focos.

—¿Y telón? —preguntó Winchester—. ¿Espacio para músicos?

Monk se estremeció.

—Ni telón ni músicos.

Winchester asintió.

El juez se estaba impacientando.

—Señor Winchester, ¿cree que esto nos va a conducir a alguna parte?

—Sí, su señoría, me temo que así es. ¿Señor Monk?

—Bajamos a la siguiente cubierta. —Monk bajó la voz y habló más deprisa, como si deseara acabar con aquello cuanto antes—. Había varias cabinas pequeñas, poco más que cubículos, con el espacio justo para que cupiera una cama. En la habitación del fondo encontramos a seis niños pequeños, de entre cuatro y seis años de edad…

Se oyó un grito ahogado entre el público de la sala. A una mujer con vestido marrón y sombrero se le escapó un chillido y se tapó la boca con la mano.

Un miembro del jurado soltó el aire en un prolongado suspiro.

—Estaban pálidos, acurrucados en un rincón. —A Monk se le quebró la voz—. Y aterrorizados. Tuvimos que convencerlos de que no teníamos intención de hacerles daño. Tenían frío, estaban hambrientos y medio desnudos.

Winchester echó un vistazo al juez y miró a Monk con el ceño fruncido, como si fuera a preguntarle si no estaba exagerando. Tras mirarlo a los ojos durante varios segundos, se pasó la mano por la cara y meneó la cabeza.

—Entiendo. ¿Qué hizo entonces, señor Monk?

—Organicé lo preciso para evacuar a los niños, darles de comer, vestirlos y ponerlos a salvo hasta el día siguiente —contestó Monk—. Eran catorce en total. Nos pusimos en contacto con un hospital para huérfanos que los acogería hasta que fueran identificados y devueltos a sus hogares, siempre y cuando los tuvieran.

—¿De dónde procedían? —preguntó Winchester, sin intentar disimular su consternación.

Si alguien hubiese dejado caer un alfiler al suelo, el ruido se habría oído en toda la sala.

—De distintos lugares del río —dijo Monk—. Huérfanos, hijos no deseados, otros cuyos padres no podían alimentarlos…

Winchester se estremeció.

—¿Cuándo llegaron a ese barco? ¿Qué hacían allí?

—Los encontraron y recogieron en distintas ocasiones. Los utilizaban para participar en diversos actos sexuales con muchachos de más edad, o con hombres hechos y derechos, para entretener a los clientes del señor Parfitt. Esos actos se…

Rathbone se puso de pie.

El juez lo miró.

—Sí, sir Oliver. Me estaba preguntando cuándo iba a objetar. Señor Winchester, ¿cómo es que el señor Monk sabe todo esto? Sin duda no resultaría obvio a simple vista cuando irrumpió en la cubierta inferior de ese barco. Y todavía no ha presentado ninguna prueba que demuestre que se trataba del barco del señor Parfitt. Podría haber sido de cualquiera.

—Su señoría, ahora mismo iba a preguntar qué parte de este terrible relato guarda relación con el señor Ballinger —respondió Monk.

—¿Señor Winchester?

El juez enarcó las cejas. Winchester sonrió.

—Admito, su señoría, que estaba intentando mostrar a los miembros del jurado el repulsivo personaje que era la víctima, antes de que sir Oliver lo hiciera por mí, como me temo que hará, de modo que todos se apercibieran de que es muy probable que el señor Parfitt tuviera muchos enemigos y muy pocos amigos.

En la galería se oyó un suspiro de alivio y alguna que otra risa nerviosa. Incluso los miembros del jurado parecieron relajarse un poco en sus dos hileras de asientos de altos respaldos, ubicadas al otro lado de la sala.

Rathbone no tuvo más remedio que ceder. El juez miró a Monk.

—Confío en que no vaya a describirnos esos actos, señor Monk. Si esa es su intención, tendré que despejar la sala, sacando al menos a todas las damas presentes.

—No vi cómo los llevaban a cabo, su señoría —dijo Monk, con fría formalidad—. Si hubiese estado presente, no habrían tenido lugar. Iba a decir que los fotografiaban y que las fotos resultantes se utilizaban para hacer chantaje a los hombres más ricos que tomaban parte en ellos.

El juez frunció el entrecejo.

—No sabía que fuese posible fotografiar a personas en movimiento, señor Monk. ¿No se necesitan entre cinco y diez segundos de exposición, incluso con los equipos más avanzados?

—Sí, su señoría —contestó Monk—. Los personajes de esas fotografías posaban ex profeso. Formaba parte de la ceremonia de iniciación para ingresar en el club. Un elemento de riesgo añadido que, para esos hombres, aumentaba su placer y su sentido de la camaradería.

—¿Ya sabía todo esto entonces? —preguntó el juez.

—No, su señoría, pero debido a mi experiencia anterior en otro barco muy similar, sospeché que se trataba de esto.

Miró al juez con dureza y frialdad, y la expresión dolida.

—Entendido. —El juez dirigió su mirada a Winchester—. Espero que demuestre cada uno de estos particulares, señor Winchester, más allá de toda duda razonable.

—Sí, su señoría. El jurado no abrigará ninguna clase de duda. Ojalá nada de esto fuese necesario. —Se volvió hacia el jurado—. Mis disculpas, caballeros. Esto será penoso para todos ustedes, pero en nombre de la justicia, no puedo evitar herir sus sentimientos. Yo…

Abrió las manos con un ademán de impotencia.

Rathbone sabía con toda exactitud lo que estaba haciendo Winchester, pero no había manera de impedírselo. Había contado con que Winchester sería inteligente, pero abrigando la esperanza de que estuviera tan seguro de su acusación como para caer en un descuido de vez en cuando, y tomar una o dos cosas por sentadas, brindando así a Rathbone la ocasión de ponerle la zancadilla. Por el momento Winchester avanzaba casi de puntillas, y su prudencia hacía que los detalles resultaran todavía más atroces. No había nada que le diera pie a atacar, ninguna histeria, nada innecesario. Cuestionarlo parecería un acto a la desesperada, el primer síntoma de que Rathbone no estaba seguro de sus propios argumentos.

No podía volverse hacia la galería para mirarla, pero le constaba que Margaret le estaría observando, aguardando hecha un manojo de nervios a que él hiciera algo, cualquier cosa menos quedarse sentado sin poder hacer nada. Estaba permitiendo que Winchester siguiera adelante como si estuviera cohibido. ¿Cómo iba Rathbone a explicarles, a ella y a su madre, que los ataques inútiles lo debilitaban a él, no a Winchester?

Debía apartarla de su mente; debía concentrarse en la defensa y olvidar lo demás. La batalla lo era todo.

Monk volvía a hablar en voz baja y temblorosa, describiendo las fotografías que había visto.

Winchester sostenía un paquete en la mano.

—Su señoría, si lo considera necesario, pueden mostrarse a los caballeros del jurado, solo para que no tengan duda de que el señor Monk está siendo muy comedido en la descripción de una terrible verdad.

El juez se inclinó hacia delante y tendió la mano.

Winchester cruzó el entarimado y le dio el paquete. Su señoría lo abrió y miró las fotografías.

Rathbone no había visto las imágenes, pero ver el semblante del juez tal vez avivó más su imaginación de cuanto lo habría hecho la realidad, porque el sufrimiento se convertía en algo vivo en su mente, en una monstruosidad que cambiaba sin que la pudiera controlar.

¡Maldito Winchester!

Rathbone miró hacia el jurado y vio sus expresiones. Un hombre estaba pálido, pestañeaba deprisa sin saber adónde mirar. Otro no paraba de frotarse la cara con las manos, como si estuviera avergonzado. Un tercero tosió, y luego se sonó la nariz. Los demás dejaban vagar la vista por la sala, miraban fijamente al juez, se movían inquietos en el asiento, respiraban entrecortadamente.

—¡Sir Oliver! —dijo el juez con brusquedad, como si lo hubiese dicho antes y Rathbone no le hubiese oído.

Rathbone se puso de pie.

—¿Sí, su señoría?

—¿Está de acuerdo en que el jurado no tiene por qué ver este… material?

Rathbone sabía que debía contestar de inmediato, y debía hacerlo con acierto. Quizá lo que las fotografías sugerían y la carga emocional que reinaba en la sala las habían convertido en algo peor de lo que realmente eran. Tal vez la realidad sería un anticlímax.

—¿Se me permitiría verlas, su señoría? Y supongo que el señor Winchester nos demostrará, sin dejar resquicio a la duda, que se hicieron en el barco propiedad de la víctima.

—Naturalmente.

El juez crispó el semblante, pero hizo señas a un ujier para que se acercara, y le entregó el paquete para que se lo pasara a Rathbone.

Rathbone lo cogió y miró las dos primeras imágenes. Eran patéticas y más obscenas de lo que había esperado, pero lo peor de todo era algo que ni siquiera le había pasado por la cabeza: reconoció al hombre que aparecía en la segunda, llevándose tal impresión que se puso a sudar, primero acalorado y acto seguido con frío. ¿Debía ver aquello el jurado? ¿Suscitaría una duda razonable sobre la culpabilidad de Ballinger, dado que sin duda un hombre que le hiciera aquello a un niño por placer se rebajaría a hacer cualquier cosa?

No obstante, se trataba de un personaje público. ¿Cómo reaccionarían los miembros del jurado al final al ver sus ilusiones machacadas de un modo tan terrible, hechas trizas, manchadas para siempre? Le resultaba imposible saberlo.

—¿Sir Oliver?

La voz del juez rompió el hilo de sus pensamientos.

—Creo… —Rathbone tuvo que interrumpirse para aclararse la garganta—. Creo que debido a los hombres que aparecen en estas imágenes, y al perjuicio que les causaría a ellos y a sus familias, debemos considerarlo un asunto aparte en el que no es mi deseo indagar, al menos aquí y ahora. Tan solo pediría a su señoría que informase al jurado de que, por horribles que sean, ninguna de ellas, de ninguna manera, involucra al señor Ballinger.

El juez asintió con gravedad y se volvió hacia el jurado.

—En efecto, así es, caballeros. Y, sin duda, sir Oliver lo reafirmará cuando interrogue al señor Monk. Le ruego que prosiga, señor Winchester. En mi opinión, ya le ha dejado más que claro al jurado que el señor Parfitt se dedicaba a un comercio de una vileza inconcebible para cualquier hombre en sus cabales. Aunque este hecho parece servir mejor a los intereses de la defensa que a los de la acusación.

Winchester sonrió un tanto contrito, como si le hubieran pillado en un renuncio.

—Quizá no haya obrado en mi favor tan bien como esperaba. —Encogió ligeramente los hombros—. Estoy obligado a ir allí donde me conduzcan los hechos.

Levantó la vista hacia Monk.

—¿Dónde encontró estas fotografías, señor Monk? Es más, ¿cómo sabe que guardan relación con el señor Parfitt? ¿Aparece en alguna de ellas?

—No. Es posible que estuviera detrás de la cámara —contestó Monk—. Las encontramos en el barco, aunque no de inmediato. Estaban cuidadosamente escondidas en lo que parecía una pieza de equipamiento náutico.

—¿Es probable que estos hombres supieran que los estaban fotografiando? —preguntó Winchester.

—No, salvo si se lo dijeron —contestó Monk.

—¿Dónde encontró las fotografías que nos ha mostrado?

—Con el equipo.

—Entiendo. ¿Y en ellas se reconoce el interior del barco que usted vio?

—Sí.

—Que usted sepa, señor Monk, ¿estaba solo el señor Parfitt en este espantoso negocio?

—No —contestó Monk, apretando los labios, como si la pregunta encerrara cierta dosis de humor para él—. Contaba al menos con tres hombres a quienes hemos tenido ocasión de interrogar, que trabajaban bastante abiertamente para él, pero por supuesto es posible que haya otros a quienes no hayamos encontrado.

—¿En serio? ¿Qué le induce a sacar tal conclusión, señor Monk?

Winchester seguía aparentando inocencia.

Rathbone notó que se estaba agarrotando otra vez. Aquello era lo que Winchester se había propuesto, y Monk incluso más. Rathbone tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para transmitir indiferencia. El jurado también estaría pendiente de él. Cualquier indicio de inquietud, confusión o sorpresa que vieran podrían interpretarlo como culpabilidad.

El tenso silencio que reinaba en la sala era palpable.

—Las fotografías —contestó Monk a Winchester.

—Pero si acaba de decirnos que las sacó el propio Parfitt —repuso Winchester sorprendido.

—Es probable —concedió Monk—. Pero no solo por gusto.

—¿Las vendía? —preguntó Winchester torciendo el gesto con repugnancia—. Me figuro que debe de haber un mercado para tales…

Buscó una palabra que describiera lo que sentía de manera aceptable ante un tribunal, pero no la encontró.

Monk sonrió con amargura.

—No le quepa la menor duda —coincidió Monk—. Pero el mercado que pagará los precios más altos, una y otra vez, lo forman los hombres que aparecen en ellas.

Había ira en su voz, y casi se atragantó, pero mirándolo en lo alto del estrado al otro lado del entarimado, Rathbone también percibió compasión en su semblante, cosa que le sorprendió.

—Vaya —dijo Winchester, y se mordió el labio—. Por supuesto. Qué torpe he sido. Chantaje. ¿Y tiene algún motivo para pensar que no lo hiciera el propio Parfitt?

—Parfitt procedía de una familia de obreros pobres y ladronzuelos que vivía a orillas del río —contestó Monk—. No tenía formación y vivía de su ingenio. Según quienes lo conocían, no era bien parecido ni poseía ningún encanto, y tampoco era especialmente elocuente. Sus dones eran la astucia y un conocimiento enciclopédico de las debilidades humanas y la depravación. ¿Cómo iba a encontrar víctimas para semejante chantaje? No pertenecían a su círculo social, y no podía anunciar los servicios que prestaba.

Winchester fingió comprenderlo de súbito. Abrió los ojos y acto seguido sonrió, como burlándose de su propia actuación. Miró al jurado como para disculparse. Varios de sus miembros correspondieron a su sonrisa.

—Por supuesto —dijo gentilmente—. Tiene que haber un hombre más sofisticado, con mejores contactos sociales y, por descontado, provisto de un equipo fotográfico de primera.

—Sí.

Rathbone se planteó objetar, pero un vistazo a los rostros del jurado le bastó para darse cuenta de que solo se granjearía su desdén. Daría la impresión de estar haciendo objeciones absurdas para tratar de distraerlos, cosa que otorgaría más credibilidad a lo que Winchester estaba diciendo. Y si era sincero, el propio Rathbone creía que había alguien detrás de Parfitt, pero que esa persona no era Arthur Ballinger.

—¿Y no sabe quién es? —prosiguió Winchester.

—Creo que sí —lo contradijo Monk—. Y he venido aquí para presentar las pruebas pertinentes.

Los miembros del jurado se quedaron atónitos. Se oyeron murmullos en la galería del público, roces de tela al moverse e inhalaciones repentinas.

El propio Winchester fingió a más no poder.

—¿Está dando a entender, señor Monk, que fue este… este inversor quién asesinó a Mickey Parfitt? ¿Por qué, en nombre de Dios? ¿Acaso no estaba amasando una fortuna?

Rathbone por fin se levantó.

—¡Su señoría, esto es una especulación descabellada!

—En efecto, lo es —contestó el juez con aspereza—. ¡Señor Winchester, se está extralimitando, y lo sabe!

—Mis disculpas, su señoría —dijo Winchester humildemente—. Lo siento.

Fue en ese preciso instante cuando Rathbone se dio cuenta de que Winchester no tenía nada más que añadir. La intervención de Rathbone le había ahorrado que el jurado se diera cuenta a su vez.

—¿Tiene alguna otra cosa pertinente que decir, señor Winchester? —preguntó el juez con evidente impaciencia—. Por ejemplo, algo tangible, ¿alguna de las armas usadas para atacar al señor Parfitt o una cronología de sus movimientos? ¿O quizás un testigo? Por el momento solo tiene un puñado de fotografías obscenas y repulsivas y un entramado de especulaciones, y no ha relacionado nada de eso con el acusado.

Winchester se mostró convenientemente reprendido y se dirigió a Monk otra vez.

—Señor, su señoría lleva toda la razón, y ha tenido la deferencia de recordarme que todavía no he mencionado las armas empleadas para segar la vida de este hombre repulsivo. ¿Las buscó? ¿Las encontró?

—No encontré el arma con la que le golpearon la cabeza —contestó Monk—. Es difícil saber qué pudo ser, pero cualquier trozo de rama de un árbol habría servido, o una tabla rota, o un remo. Había muchas de esas cosas en la orilla, y también flotando en el río.

Winchester pareció sorprenderse un poco, pero no lo interrumpió.

—No obstante, encontramos el arma con la que fue estrangulado —prosiguió Monk—. Era una corbata azul marino con un inusual estampado de leopardos, agrupados de tres en tres, uno encima del otro, bordados en oro. El tejido era de seda, y había seis nudos muy prietos en ella, a intervalos bastante regulares.

—¡Ah! Supongo que cogería este objeto tan excepcional para comparar sus dimensiones con las del cuello del fallecido.

—Sí, señor. Encajaba con las marcas a la perfección.

Winchester concedió unos instantes al jurado para que sus miembros asimilaran aquella valiosa información.

—¡Caramba! ¿Y dónde encontró la corbata, señor Monk?

—El médico forense la extrajo del cuello de Parfitt —contestó Monk.

Se oyeron suspiros y un rumor de movimientos por toda la sala.

—¿Y localizó a su propietario? —preguntó Winchester.

—Sí, señor. Pertenecía al señor Rupert Cardew…

Monk no pudo seguir a causa del alboroto.

Cuando el juez hubo recuperado el control, Winchester le dio las gracias e invitó a Monk a proseguir.

—El señor Cardew dijo que se la habían robado la noche anterior, y hallamos pruebas que lo confirmaron.

—¿Implicaban al señor Arthur Ballinger esas pruebas?

—No, señor.

—¿Y de qué sirvieron, señor Monk? ¡Hasta ahora, tal como estoy convencido de que sir Oliver se aprestará a señalar, su investigación no revela nada que apunte a su nombre, y mucho menos que insinúe su culpabilidad!

—Una breve nota manuscrita invitando a Parfitt a reunirse con el acusado en el barco, la noche en que murió —contestó Monk.

Una vez más se oyeron jadeos y gritos ahogados en la sala y el juez precisó unos minutos para restablecer el orden.

—¿Y dónde encontró tan extraordinario documento? —inquirió Winchester.

—Me fue entregada, supongo que sin apreciar su importancia, por uno de los empleados del señor Parfitt —explicó Monk.

—Nada menos. ¿Y esa nota estaba firmada por el acusado?

—No. Estaba escrita en el reverso de un trozo de papel, en cuyo anverso había una lista de medicinas que debían adquirirse para las pacientes de la Clínica de Portpool Lane.

Winchester levantó las cejas de golpe.

—¡Santo cielo! ¿Está seguro?

—Sí. La llevamos a la clínica y pedimos a quienes trabajan allí que la identificaran…

—¡Espere un momento! ¿Qué le llevó a plantearse la posibilidad de que guardara alguna relación con el personal de la clínica, señor Monk?

—Era una lista de medicamentos. Pregunté a mi mujer, que es enfermera, si los reconocía. Y lo hizo. Averiguó quién había escrito la lista y cuándo, gracias a la caligrafía y a lo que figuraba en la lista.

El silencio en la sala era tan denso que por un momento se oyó a alguien que respiraba con dificultad en la última fila de la galería.

Las ideas se agolpaban en la mente de Rathbone, buscando algo que preguntar a Monk para desacreditarlo. Sin embargo, viéndole el rostro, le quedó claro que Monk estaba preparado para el contraataque, incluso a la espera. ¿Era posible que esta vez estuviera realmente seguro?

—¿Fue ella quién escribió la lista? —preguntó Winchester con escepticismo—. ¿Y no reconoció su letra de inmediato, señor Monk? Cuesta creerlo.

—No, no la escribió ella —contestó Monk con un amago de sonrisa—. La escribió la señora Claudine Burroughs, una dama de la alta sociedad que dedica su tiempo a cuidar a enfermas sin recursos económicos. No reconocí su letra porque no estoy familiarizado con ella, pero mi esposa sí.

—Entiendo. ¿Y cómo dedujo que la nota que figuraba en el mismo papel que la lista había sido escrita por el señor Ballinger?

Un miembro del jurado comenzó a toser, y enseguida se tapó la boca con un pañuelo.

—Porque la señora Burroughs dijo que había dado la lista a lady Rathbone para que comprara los…

Un ruido ensordecedor llenó la sala.

El juez dio golpes con el mazo y ordenó silencio a los presentes, so pena de desalojar la sala.

Rathbone notó el calor que le subió a la cara hasta dejarlo casi sin respiración. No se atrevió a mirar a Margaret ni a su familia, aunque sabía milimétricamente cuánto debía mover la cabeza para verla.

—… para que le comprara los medicamentos al boticario —prosiguió Monk—. Cosa que lady Rathbone hizo, entregando los recibos correspondientes a la señora Burroughs, aunque sin devolverle la lista. Parece razonable, incluso inevitable, suponer que la dejó donde el señor Ballinger, su padre, la encontró y arrancó un trozo para escribir la nota dirigida al señor Parfitt. Por supuesto, sin saber que lo que había en el otro lado del papel fuese tan distintivo.

—Entiendo —dijo Winchester con gravedad—. ¿Y después pidió al señor Ballinger que diera cuenta de su paradero la noche del asesinato?

—Sí, señor —contestó Monk—. En ningún momento pretendió no haber estado en la zona, pero adujo que había estado en Mortlake, a poca distancia río arriba desde Corney Reach, lugar donde fue encontrado el cadáver. Estuvo en compañía de un amigo, extremo que el amigo corroboró. Sin embargo, si eres buen remero, da tiempo a ir en barca desde Mortlake hasta Corney Reach y regresar, para luego tomar un coche de punto en la ribera sur hasta el transbordador que el señor Ballinger utilizó para cruzar el río, y todo ello en las horas que declaró y que su amigo corroboró.

—¿En serio? —Winchester fingió sorpresa—. ¿Está seguro?

—Sí, señor. Yo mismo lo hice para cerciorarme, a la misma hora de la noche.

—Extraordinario. Gracias, comandante Monk.

Winchester se volvió hacia Rathbone sonriendo.

Rathbone se puso de pie con un ligero temblor en las manos. Acababa de darse cuenta de una posibilidad pasmosa. Ni Monk ni Winchester habían mencionado a Hattie Benson, como tampoco su ocupación. ¿Para no herir los sentimientos de lord Cardew? ¿O había retirado su testimonio, negándose a declarar en el estrado? Sin ella, Rupert seguía siendo el primer sospechoso.

¿Cabía desacreditar aquella maldita nota de alguna manera? ¿Sugerir que tenía otra fecha, otro significado? ¿Incluso que estuviera dirigida a otra persona?

Necesitaba tiempo.

—Se ha hecho tarde, su señoría —dijo con exagerada cortesía—. Tengo varias preguntas que hacer al señor Monk, que son de fundamental importancia para el caso; cosas que nos conducirán en una dirección completamente distinta. Preferiría, por respeto a su señoría y al jurado, comenzar mi turno cuando tenga oportunidad de llevar el asunto hasta su conclusión.

El juez sacó un magnífico reloj de oro y lo consultó con seriedad.

—Espero que su interrogatorio esté a la altura de sus palabras, sir Oliver. Muy bien. Se aplaza la sesión hasta mañana por la mañana.

Rathbone pasó una penosa hora con Ballinger.

—¡No sé quién escribió la maldita nota! —dijo Ballinger, encolerizado—. Esa tal señora Burroughs o miente o es una desmemoriada. Margaret le devolvería la lista con los medicamentos del boticario, y la dejó en cualquier parte. Cualquiera pudo encontrarla y usarla. ¿Qué me dices de Robinson, el proxeneta retirado que les lleva las cuentas? Esa es la respuesta más plausible. ¡Usa la cabeza, Oliver! Ve a por ellos. ¡Ve a por él!, jamás tendrá credibilidad como testigo. Aplástalo.

Rathbone no contestó. Le desagradaba la idea, pero era razonable y, tal vez, la única vía que tenía.

—¡Yo no maté a ese depravado!

Margaret ya estaba en casa cuando Rathbone llegó.

—¿Cómo está? —preguntó en cuanto cruzó el umbral, antes de que le hubiese dado el abrigo al mayordomo.

—Con mucho coraje —dijo Rathbone amablemente, y le dio un beso en la mejilla. No tenía sentido decirle otra cosa.

Margaret se apartó de él para verle la cara, como si escrutándola pudiera juzgar mejor si solo lo decía para tranquilizarla.

Rathbone la miró de hito en hito, fingiendo a la perfección.

Finalmente Margaret sonrió y su rostro recuperó parte de su antigua serenidad y el encanto que tanto sedujo a Rathbone cuando la conoció.

—Es valiente —dijo Margaret sucintamente—. Y, por supuesto, inocente. Sabe que conseguirás que descarten esta ridícula acusación. Después de esto, Oliver, no podrás seguir siendo tan amigo de Monk. —Lo miró muy seria—. Carece del honor y la integridad que tú suponías. Me consta que un desengaño como este es terriblemente doloroso, pero fingir que no ha sucedido no sirve de nada. No cambia la verdad. No sabes cuánto lo siento. —Esbozó una sonrisa: una pequeña muestra de afecto—. En realidad, también lo siento por mí, porque admiraba mucho a Hester y también perderé su amistad. Dudo que sea factible que me quede en la clínica.

Rathbone se quedó desconcertado.

—Margaret, lo único que ha hecho ha sido contestar a las preguntas de Winchester, y no tiene más alternativa que hacerlo.

El afecto se desvaneció de los ojos de Margaret.

—¿Cómo puedes decir eso? Para empezar, es quien fue a por papá desde el principio. No habríamos tenido que defendernos de esa acusación si se hubiese limitado a seguir las pistas que conducían a Rupert Cardew.

De pronto, Margaret tuvo frío. Todo el entramado de certidumbre se estaba desgarrando. Rathbone había tomado aire para decir que Hattie podía demostrar que Cardew era inocente, pero se dio cuenta de que solo se trataba de su palabra, y Margaret diría que Monk la había obligado a hacerlo. Rathbone sabía que Monk era un hombre de pasiones y convicciones, lo bastante valiente y quizá lo bastante despiadado para atenerse a cualquier cosa que considerase correcta.

¿Y si estaba cometiendo una trágica equivocación? ¿Y si en realidad el autor del crimen siempre había sido Cardew, y Monk simplemente se había negado a creerlo? Resulta muy fácil creer en lo que nos conviene. Ya había errado en el pasado, todo el mundo lo hacía.

Margaret estaba hablando de nuevo.

—Considéralo, Oliver. Piensa honestamente. Te consta que Monk está convencido de que papá tenía tratos con Phillips porque le representó. ¡Monk no comprende que eso es lo que hacen los abogados! Creo que en realidad nunca le ha perdonado que te eligiera para defender a Phillips. Detesta que lo derroten. —Se acercó un paso a Rathbone—. La gente pobre, con escasa formación, puede ser muy orgullosa, muy terca, incapaz de encajar una crítica y mucho menos una derrota, sobre todo de un amigo. Te admira y no soporta que veas cómo se equivoca. Es un mal rasgo del carácter, una debilidad, pero no es tan extraño.

¿Tenía razón? Monk era un hombre irritable, aunque no tanto desde que se casara con Hester. No obstante, vencer le seguía importando muchísimo. Rathbone recordó la cólera de Monk cuando lo derrotó en el juicio contra Phillips. ¿Acaso se estaba vengando, aunque lo hiciera de manera inconsciente? ¿Se trataba del antiguo Monk reafirmándose a sí mismo, el hombre que tan temido había sido antes de su accidente, y cuya pérdida de memoria lo había vuelto tan vulnerable?

Volvió a mirar a Margaret. La ternura volvía a asomarse a su rostro.

—Mañana le haré volver sobre todas las pruebas. Mostraré al jurado lo ridículas que son —prometió—. No será posible proteger a Rupert. —Respiró profundamente—. Ojalá no fuese el hijo de lord Cardew. Pobre hombre.

Margaret le tocó el brazo con los dedos y Rathbone sintió su calor brevemente.

—No puedes hacer nada al respecto, querido. La ley es cruel. Lo único que podemos hacer es soportarla con dignidad, y siendo leales entre nosotros. —Sonrió y se volvió—. La cena enseguida estará lista. Debes tener hambre. A veces me preocupas cuando trabajas en un gran juicio como este. ¿Ya te cuidas como es debido?

Rathbone la siguió, reconfortado, hasta que se le ocurrió otra idea. La impresión fue tan fuerte que lo dejó casi tan aturdido como una mala caída, consciente del dolor que le esperaba. ¿Y si Monk tenía tantas ansias de poner fin al comercio pornográfico en el río que estaba dispuesto a ahorcar a Ballinger por la muerte de Parfitt, no porque lo creyera culpable de ella, sino porque sabía que era el hombre que estaba detrás del negocio y, por tanto, también detrás de Phillips? Un motivo era tan bueno como el otro; de hecho, tal vez viera la muerte de Parfitt como un pecado menor.

Quizás el verdadero asesino de Parfitt era un ladrón de poca monta o un extorsionador como Tosh Wilkin, o incluso una de las víctimas de Parfitt. ¿El propio Rupert Cardew? Y de ser así, ¿decidió Monk pasarlo por alto en lugar de hundirlo por haber librado al mundo de un hombre que todos agradecían ver muerto, y utilizó las circunstancias para tender una trampa que incriminara a Ballinger porque este era el arquitecto del auténtico crimen?

¿Monk era capaz de tener una idea tan retorcida?

Mientras la pregunta tomaba forma en su mente, estuvo tentado de pensar del mismo modo. Si Ballinger estuviera detrás del asunto —imposible de rastrear, imposible de atrapar, a punto de salir impune y comenzar de nuevo—, ¿acaso Rathbone no tendría también la tentación de hacerle pagar por el crimen secundario?

¿Quién había matado a Parfitt? ¿’Orrie? ¿Tosh Wilkin? ¿Alguna de sus desdichadas víctimas conducidas a la fornicación, luego al abuso y finalmente al chantaje? Era un camino hacia el infierno fácil de recorrer, pasito a pasito, siendo uno invitado, no empujado ni acosado, sino guiado.

¿Rupert Cardew?

Margaret se volvió al percibir que no la seguía de cerca.

Rathbone apretó el paso y la alcanzó. La sala de estar se hallaba caldeada, resultaba cómoda para el cuerpo y acogedora para la mente. Fuera todavía no hacía frío, pero el fuego contribuía a que la atmósfera fuese placentera. Lo lógico habría sido que Rathbone fuese capaz de sosegarse, de no pensar en las inquietudes y los peligros que encerraba el futuro, pero no lo consiguió. Quería irse a la cama y fingir que dormía. Necesitaba estar solo, alejado de temores y lealtades. Pero si lo hacía, tendría que dar explicaciones a Margaret y eso solo empeoraría las cosas.

El esfuerzo de entablar una conversación banal le resultaba insoportable, pero le constaba que Margaret lo necesitaba, que necesitaba hallar fuerzas en él para aplacar el miedo que crecía dentro de ella, y no iba a dejarla en la estacada. Que fuese difícil carecía de importancia.

Por la mañana la sala del tribunal estaba abarrotada. Había gente haciendo cola fuera, enojada por que no se le permitiera la entrada. Cuando Rathbone se levantó para iniciar su turno de preguntas a Monk, se palpaba la tensión en el ambiente. Winchester guardaba silencio, a primera vista tranquilo, pero movía ligeramente la cabeza y flexionaba los dedos sin cesar, cosa que lo traicionaba.

Todo el mundo estaba a la expectativa, con los ojos puestos en Rathbone, que se situó en medio del entarimado y levantó la mirada hacia el estrado.

—Señor Monk, volvamos sobre esa curiosa nota que el señor Jones encontró en su bolsillo y le entregó. Según recuerdo, usted dijo que se la habían dado para que no olvidara la hora en que el señor Parfitt debía acudir a su cita en su barco.

—Eso fue lo que me dijo el señor Jones —le corroboró Monk.

—¿Y usted siguió esa pista, con ayuda de su esposa, hasta la clínica de Portpool Lane donde ella trabaja asistiendo a las mujeres enfermas del barrio?

—Sí.

—¿Siguió ese rastro más allá? ¿Me refiero a si preguntó a lady Rathbone dónde la dejó después de comprar los artículos que figuraban en la lista y de entregárselos a la señora Burroughs?

—No devolvió la lista —contestó Monk—. No era necesario. Todos los artículos que adquirió iban acompañados de los correspondientes recibos del boticario.

—De modo que la nota pudo haber acabado en cualquier parte —señaló Rathbone—. En posesión de la señora Burroughs, en una mesa cualquiera, en la papelera, en el mostrador del boticario o incluso en posesión del señor Robinson, el hombre que lleva la contabilidad de la clínica.

El semblante de Monk devino súbitamente sombrío, su cuerpo más tenso en lo alto del estrado. Cuando Rathbone lo miró a los ojos, vio que Monk sabía con toda exactitud lo que iba a decir a continuación.

Rathbone esbozó una sonrisa.

—Señor Monk, ¿cuál era la ocupación del señor Robinson antes de encargarse de la contabilidad de la clínica?

El rostro de Monk era casi inexpresivo.

—Dirigía el mismo local cuando este era un burdel, como usted bien sabe. Fue usted quien reparó en su habilidad en ese campo y en lo útil que podría ser si se quedaba en el establecimiento, una vez reformado.

—En efecto —concedió Rathbone, sonriendo más abiertamente—. Tenía muchos conocidos en el barrio y sabía dónde comprar las cosas a buen precio. Y puesto que sus pacientes son en su gran mayoría prostitutas, estaría familiarizado con su entorno, su vida y sus hábitos. Sería difícil engañarlo. No obstante, por lamentable que pueda ser, ¿es posible que el señor Robinson haya retomado su antigua profesión y que esté implicado en el negocio de prostitución que se lleva a cabo en el río?

Monk vaciló. Rathbone lo había atrapado tal como se había propuesto. Decir que no era posible resultaría ridículo, y allanaría el terreno para que Rathbone le hiciera parecer absurdamente ingenuo.

—Por supuesto que es posible —contestó Monk con aspereza—. Es posible que cualquiera invierta en semejante negocio. Por su propia naturaleza, es muy opaco.

—Naturalmente —admitió Rathbone—. Es harto improbable que alguien reconozca estar implicado en un comercio tan vil. ¿Sería correcto decir que usted ha estado buscando, con cierta diligencia, a esa persona durante un tiempo?

—Sí.

—¿Es posible que no la haya encontrado precisamente porque la tenía delante de las narices desde el comienzo?

Un murmullo de risas contenidas recorrió la sala; tensas, un tanto agudas, pues todo el mundo tenía los nervios de punta con una mezcla de horror y excitación. Las tornas se habían vuelto. En el ambiente flotaba un agudo dolor emocional.

Monk respondió con una amarga sonrisa lobuna.

—El mayor pecado suele estar ante las narices de las buenas personas —contestó—. Permanece oculto precisamente porque las buenas personas no conciben que aquellos en quienes confían puedan hacer tales cosas. Quizá me haya dejado cegar como apunta, aunque, por otra parte, tal vez le haya sucedido a usted.

Winchester se tapó la cara con la mano para ocultar su expresión.

George se puso de pie en la galería, pero su concuñado Wilbert le obligó a sentarse otra vez.

Un suspiro mezcla de horror, risa ahogada y aprensión recorrió la galería.

Un miembro del jurado tuvo un ataque de tos y no encontraba su pañuelo. Otro le alcanzó el suyo.

Rathbone tenía una opción, y debía decidirse de inmediato. O bien intentaba defenderse —y no tenía defensa posible; el disparo de Monk había sido letal—, o se retiraba con dignidad. Optó por lo segundo. El gesto tenía la virtud de ser elegante.

—En efecto —dijo, inclinando la cabeza—. Pero si se compara la vida de su contable con la de mi cliente, mi suposición resulta más razonable que la suya.

—Mi contable no está en el banquillo —señaló Monk.

—Todavía no —repuso Rathbone, sonriendo a su vez.

El juez miró a Winchester, pero Winchester no protestó. Estaba disfrutando con la batalla.

Rathbone respiró hondo y se serenó.

—La cuestión que nos atañe, señor Monk, es dilucidar si esa nota pudo haber caído en manos del señor Robinson, incluso con más facilidad que en las del señor Ballinger, quien, al fin y al cabo, nunca ha puesto un pie en la clínica.

—Depende de dónde dejara lady Rathbone la lista: en la clínica, en su casa o en la de sus padres —contestó Monk—. Puesto que el acusado es su padre, además de que ella es su propia esposa, su testimonio se ve comprometido. Aunque también es posible que simplemente no se acuerde.

De pronto Rathbone se encontró sin escapatoria, excepto abandonar aquella línea de interrogatorio. Comenzó de nuevo.

—Señor Monk, en sus declaraciones de ayer dijo que había descartado al señor Rupert Cardew como sospechoso del asesinato de Mickey Parfitt. Y ello a pesar de que al parecer es innegable que la corbata con la que fue visto el día de autos fue la ligadura utilizada para estrangular a Parfitt. Alegó que el motivo para obrar de ese modo era un testigo que juró que esa corbata tan original le había sido robada al señor Cardew, cosa que tuvo que ocurrir en algún momento de esa misma tarde. Estoy convencido de que el jurado se pregunta, igual que yo, cómo es posible que a un hombre le roben la corbata que lleva al cuello, y aguardamos ansiosos que el señor Winchester llame a esa persona a fin de oír la explicación correspondiente.

Monk endureció su expresión. Rathbone percibió su repentino cambio de humor pese a sus esfuerzos por disimularlo. El momento de triunfo se desvaneció. De pronto volvían a estar batallando. Monk también lo notó. Se puso tenso y los hombros cambiaron de postura casi imperceptiblemente, tirando del tejido de su magnífica chaqueta. ¿Lo vio también el tribunal? Winchester, sin duda, sí.

Monk aguardó en silencio.

Winchester no se puso de pie para preguntar si aquel preámbulo contenía alguna pregunta. Esa actitud constituía por sí misma un indicio de peligro, de complejidad, de algo oculto.

—¿Cómo localizó a ese testigo, señor Monk? —prosiguió Rathbone.

—Cuando considerábamos al señor Rupert Cardew sospechoso del asesinato de Parfitt —contestó Monk con ecuanimidad. Su voz no transmitía emoción alguna, desmintiendo la tensión de su cuerpo—. Eso fue de resultas del hallazgo de la corbata y tras haberlo identificado como su propietario. Seguimos sus movimientos el día en que Parfitt murió, descubrimos dónde había estado y cómo había perdido la corbata.

—¿Y cómo averiguó exactamente que la corbata era de Rupert Cardew? —preguntó Rathbone, afectando inocencia, incluso admiración.

—Resultaba razonable deducir que pertenecía a alguien que conocía a Parfitt —explicó Monk—. Dado que obviamente era una corbata cara, apuntaba hacia uno de sus acaudalados clientes. Esas personas no pertenecen al círculo social de Parfitt y, por tanto, era difícil que él mismo se pusiera en contacto con ellas para ofrecerles sus servicios. Es mucho más probable que su fama se extendiera gracias al boca a boca, y por mediación de quienes ya eran clientes suyos. Dado que no podíamos ir en su busca…

Rathbone interrumpió su respuesta.

—¿Porque no sabía quiénes eran?

—Exacto —tuvo que conceder Monk—. Por consiguiente, comenzamos por el tipo de lugares donde podía circular el boca a boca, o donde sería fácil encontrar a caballeros con esos gustos.

—¿A qué lugar se refiere? —preguntó Rathbone.

—A Cremorne Gardens, entre otros.

Los rostros de los miembros del jurado reflejaron que conocían aquel lugar, y en la galería se oyó al público contener el aliento. Muchos conocían la reputación de aquel sitio.

—¿Qué le condujo a Cremorne Gardens? —preguntó Rathbone.

—El sentido común —contestó Monk, con un temblor en los labios que pudo ser casi una sonrisa—. Es un lugar apropiado donde buscar clientes para un comercio como el de Parfitt.

Rathbone asintió satisfecho.

—Me imagino que así es. ¿Y encontró allí al señor Cardew?

—No, encontré a alguien que identificó la corbata —le contestó Monk.

—¿Y oiremos su testimonio?

—Si el señor Winchester así lo desea, aunque no veo qué motivo pueda haber para ello. El señor Cardew no niega que sea suya, como tampoco niega que se la robaran aquella tarde. El médico forense confirmará que la arrancó de la garganta de Parfitt.

—Y este testigo tan escurridizo, cuyo nombre, curiosamente, no me ha sido facilitado, tampoco ha sido mencionado por el señor Winchester. ¿Sabe a qué se debe, señor Monk?

Monk inspiró profundamente.

—No llamará a la señorita Benson —dijo Monk en voz baja y ronca. Incluso el juez se inclinó hacia delante para oírlo.

Rathbone fingió asombro, pero el corazón le palpitaba debido a la excitación.

—¿En serio? Esa tal señorita Benson se diría que es clave para su causa, señor Monk. Si no la llama, dará pie a que el jurado especule sobre su existencia, o incluso a que piense que si en efecto diera testimonio, no diría lo que usted desea. ¿Puede explicar esta decisión al tribunal?

Hizo un gentil ademán que abarcó al resto de la sala.

Monk estaba pálido.

—Sí, puedo. Temiendo por su seguridad, hice que la señorita Benson se trasladara a la clínica de Portpool Lane. Creí que allí estaría a salvo. No obstante, decidió marcharse sin decir a nadie adónde iba. Supongo que tenía miedo.

—Ah, sí; la clínica donde el sospechoso señor Robinson lleva los libros. ¿Está diciendo que ahora no sabe cuál es su paradero?

—Sí.

El rostro de Monk presentaba una tensión que tal vez solo Rathbone, que lo conocía muy bien, identificó como sufrimiento. Tuvo la impresión de haber pasado algo por alto.

Miró de nuevo a Monk y se encogió de hombros.

—Así pues, tendremos que sacar nuestras propias conclusiones, tanto en lo que concierne a por qué la señorita Benson hizo su primera declaración, como al motivo que la ha llevado a huir, negándose a repetirla delante de nosotros. Gracias, señor Monk. Me parece que no tengo nada más que preguntarle.

Monk se dispuso a bajar del estrado.

—¡Ah! ¡Solo una cosa más! —dijo Rathbone.

Monk se detuvo y se volvió, con cara de pocos amigos.

—¿Llamará el señor Winchester al señor Cardew para que nos explique este… robo? No tengo constancia de que vaya a testificar.

—No lo sé. Es bastante posible.

Rathbone inclinó la cabeza con satisfacción. Hizo una seña para autorizarlo a retirarse y regresó a su asiento.

Winchester se levantó y llamó al señor ’Orrie Jones al estrado.

El juez frunció el ceño.

—¿Es su nombre legal, señor Winchester? —preguntó.

—Según parece es el único que conoce, su señoría —respondió Winchester.

—Muy bien. Supongo que no tenemos elección. Proceda.

’Orrie subió con torpeza la escalera curva del estrado y se agarró a la barandilla como si el edificio entero se estuviera balanceando como un barco en el mar. Un ojo se le movía peligrosamente, el otro miraba con gravedad al jurado, cuyos miembros bien le sostenían la mirada, o bien la evitaban.

Prestó juramento y Winchester le pidió con considerable cortesía que explicara a qué se dedicaba y describiera su relación con Mickey Parfitt. Una vez hubo contestado a eso, le preguntó sobre el hallazgo del cadáver con Wilkin Tosh, el aviso a la policía y, después, la llegada de Monk y Orme.

Todo fue muy predecible y Rathbone no tuvo nada que objetar ni añadir.

Winchester hizo que ’Orrie contara lo que había hecho la noche de la muerte de Parfitt, con la hora aproximada en que ocurrió cada cosa. ’Orrie conocía bien las mareas, y eso se incluyó en su relato, así como el arte de remar y el manejo general de una embarcación en el río.

El jurado quizá se habría distraído de no haber sido por el peculiar aspecto de ’Orrie y los mordaces comentarios que Winchester soltaba de vez en cuando, haciendo reír a la gente.

—Gracias, señor Jones —dijo al final—. Una declaración excelente.

Invitó a Rathbone a interrogar al testigo.

Rathbone levantó la vista hacia ’Orrie.

—De modo que estaba involucrado en los asuntos del señor Parfitt. Confiaba mucho en usted, sobre todo en cuestiones personales. Usted lo llevaba en barca cuando tenía que desplazarse por el río. ¿Esto era necesario a causa del brazo atrofiado?

—Sí, señor —contestó ’Orrie, cuyo tono de voz indicó su desdén por una pregunta tan tonta.

—¿Lo hacía siempre usted o había otros remeros que le prestaran servicio?

’Orrie, indignado, se agarró a la barandilla hasta que los nudillos le brillaron.

—Siempre yo. ¿Para qué iba a querer a otro?

—Por ninguna razón —lo tranquilizó Rathbone.

Le traía sin cuidado lo que ’Orrie pensara, pero enseguida fue consciente de que estaba fastidiando al jurado. Winchester había sido escrupuloso al eludir toda mención a la ocupación de Parfitt, como si ’Orrie pudiera desconocerla. Si Rathbone lo sacaba a colación ahora, predispondría al jurado en contra de él.

—Señor Jones, mientras trabajó para el señor Parfitt, ¿alguna vez vio al señor Ballinger?

—No, nunca —contestó ’Orrie con contundencia.

—¿Ni oyó mencionar su nombre? —sugirió Rathbone—. ¿Quizás el señor Parfitt se había citado con él otras veces?

—¡No, nunca!

—¿Alguna vez oyó hablar de él a sus colegas?

—¡No! ¿Cómo se lo tengo que decir? ¡Yo no tengo nada que ver con él! —dijo ’Orrie indignado.

—Estoy convencido de ello, señor Jones —le aseguró Rathbone—. Estoy seguro de que su camino y el del señor Ballinger nunca se cruzaron, como tampoco el del señor Parfitt. Gracias.

A continuación Winchester llamó al médico forense, que prestó declaración describiendo los detalles más escabrosos en relación con el cadáver, las heridas, qué las había causado exactamente y cómo era más probable que se hubiesen infligido, incluyendo la operación de retirar la corbata incrustada en la carne hinchada.

—¿Un golpe en la cabeza con un instrumento romo, como un tronco o una rama? —repitió Winchester.

—Sí.

—Y cuando estaba tendido inconsciente, su asesino le enrolló la corbata del señor Rupert Cardew al cuello…

—Tras haberla anudado —terció el forense.

Winchester puso cara de haber cometido un error, aunque Rathbone sabía que lo había hecho a propósito.

—Por supuesto. Mis disculpas. Después de hacer los nudos, ya fuese entonces o con antelación, el asaltante enrolló la corbata en torno al cuello del señor Parfitt y luego la apretó hasta causarle la muerte por asfixia.

—Sí.

—¿Por qué los nudos, señor?

—Para ejercer más presión sobre la tráquea, supongo —contestó el forense—. Resultaría mucho más efectivo.

—Pero ¿lleva tiempo?

—No, si se hicieron con antelación.

—Por supuesto. Así pues, ¿diría usted que pudo tratarse de un crimen impulsivo?

—Imposible. Es un acto de vandalismo hacer eso con una pieza de buena seda.

Winchester asintió.

—Un acto premeditado. Gracias, señor.

Lo único que podría hacer Rathbone era no atraer más la atención sobre el testimonio del médico, repasándolo de arriba abajo otra vez. Declinó su turno de preguntas.

Después del almuerzo Winchester llamó a Stanley Willington, el barquero que había llevado a Ballinger desde Chiswick hasta la carretera de Lossdale en la ribera sur, y luego de regreso a la una de la madrugada. Todas las horas que dio coincidieron con las que Ballinger le había dicho a Rathbone, y no hubo nada que agregar ni poner en duda.

A continuación Winchester llamó a Bertram Harkness, cuya comparecencia fue bien distinta. Estaba a un mismo tiempo nervioso y enojado. Saltaba a la vista que deseaba dar cuenta de lo que había hecho Ballinger para dejar claro que no había la más remota posibilidad de que hubiese matado a Parfitt, pero desconocía lo que había referido el barquero del transbordador, pues como prestaba declaración más tarde que aquel, no se le había permitido entrar en la sala hasta que le tocó declarar.

Se puso bravucón. Le desagradaba Winchester, y Winchester era lo bastante listo para aprovecharse de ello. Se mostraba encantador, incluso ligeramente divertido, como para conceder al jurado un respiro pese a la gravedad del crimen. Entre el público hubo quien se rio, aunque posiblemente fuese más por aliviar el nerviosismo que por sentido del humor.

Harkness estaba furioso.

—¿Esto le resulta divertido, señor? —inquirió, con el rostro colorado—. Arrastra a un buen hombre hasta aquí, mancilla su nombre delante de todos sin excepción, lo acusa de asesinato y, por implicación, Dios sabe de qué más, y luego se pasea con su elegante traje… ¡y hace bromas! ¡Es usted un papanatas, señor! ¡Un papanatas irresponsable!

Winchester se mostró desconcertado y, acto seguido, avergonzado.

Rathbone maldijo para sí. Era Harkness quien parecía ridículo, no Winchester. El público de la galería ya había tomado partido por Winchester, y faltaba poco para que se levantaran para defenderlo.

—Me disculpo si he herido sus sentimientos, señor Harkness —dijo Winchester con amabilidad—. Tal vez tendrá usted la bondad de explicarme otra vez qué ocurrió exactamente, y describir cómo es el terreno en torno a la zona donde usted reside, de modo que sea eso lo que el jurado tenga bien presente, y no algún comentario frívolo por mi parte.

Pero Harkness había perdido el hilo de la historia que había intentado pergeñar, fundamentada en medias verdades y suposiciones, y dio una versión posterior y más larga que protegiera a Ballinger.

—Entiendo su apuro —dijo Winchester con gentileza—. Sin duda no tenía por qué saber que sería convocado para que diera cuenta de cada minuto de su tiempo con semejante precisión. Convengamos en que sus cálculos son aproximados.

—¡Ballinger no mató a ese desdichado! —dijo Harkness con aspereza—. Si lo conociera tan bien como yo, ni siquiera se le habría pasado por la cabeza pensarlo. Busque entre los repugnantes cómplices de Parfitt, o alguna víctima de su nauseabundo negocio.

—Su lealtad le honra, señor —contestó Winchester.

—¡No se trata de lealtad, maldito idiota! —le gritó Harkness—. Es la pura y simple verdad. Si es incapaz de darse cuenta, debería buscar empleo en un sector donde no pueda hacer daño a nadie.

Winchester sonrió pacientemente y se volvió hacia Rathbone.

—Su testigo, sir Oliver.

Rathbone lo meditó solo un momento, sopesando, juzgando, decidiendo.

—Gracias, señor Winchester, pero creo que el señor Harkness ya nos ha referido con exactitud lo que ocurrió. —Tomó aire y arremetió—. Ese testigo suyo, la señorita Benson, al parecer se resiste a dar testimonio sobre el robo de la corbata que el señor Cardew llevaba aquella tarde. Ha demostrado concluyentemente que fue el instrumento con que estrangularon al señor Parfitt. Sin el testimonio de ese testigo me parece, y creo que el jurado estará de acuerdo conmigo, que existe una duda más que razonable sobre la implicación del señor Ballinger en algún aspecto de este sórdido asunto, así como de que sea culpable de la muerte de Parfitt. Sin duda la respuesta es exactamente la que parece ser. A saber, que murió a manos de una víctima de su repugnante negocio.

Por una vez Winchester se quedó sinceramente perplejo.

—Su señoría… —comenzó—. Esto… esto es una conclusión injusta a propósito de la renuencia de la señorita Benson…

—Que tenga dudas, remordimientos o miedo del castigo que se le pueda imponer por mentir —prosiguió Rathbone, ahora ya convencido de que Winchester ocultaba algo—, carece de importancia. ¡No está presente para hablarnos de la corbata ni para sugerir que en algún momento dejara de estar en posesión de Rupert Cardew!

Ahora Winchester estaba pálido; su tensión era patente.

—Hattie Benson no está presente para dar testimonio porque hubo que sacar su cadáver del Támesis en Chiswick, tres días antes de que detuvieran al señor Ballinger —dijo con voz ronca—. ¡Estrangulada exactamente del mismo modo que Mickey Parfitt!

Una mujer gritó en la galería. Alguien más sofocó una exclamación, y un hombre soltó un gemido.

Uno de los miembros del jurado se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse.

El juez exigió orden con el mazo sin que le hicieran caso.

Rathbone sintió que lo invadía el frío, como si tuviera agua helada en la boca del estómago. Estaba aturdido y con la visión periférica mermada. ¿Cómo había sucedido aquello? No era de extrañar que Monk pareciera un fantasma. Sin duda lo sabía.

De pronto lo abrumó la compasión, y un profundo y terrible miedo.