CAPÍTULO III
Aquí en la penumbra
Nidhogg la que se arrastra con sus negras escamas
va royendo las raíces del gran Árbol,
y en medio del nudoso laberinto
hace su nido, y enroscada come.
R. H. ASH,
Ragnarök, III
A la mañana siguiente Roland fue a Bloomsbury en la bici; salió muy temprano, cuando Val estaba todavía poniéndose la cara de los días laborables. Roland fue colándose peligrosamente por entre la fétida serpiente de tráfico, de cinco millas de largo: el puente de Putney, el Embankment, Parliament Square. No tenía despacho en su antiguo college; para sus pocas horas de clase habitaba un despacho en precario. Allí, en un silencio vacío, descargó las alforjas de la bici y se dirigió a la despensa, donde la mole de la fotocopiadora se alzaba entre desagradables paños de cocina y al lado de un fregadero con churretes de té. Mientras la máquina se calentaba, con el ruido y el zumbido del extractor, sacó las dos cartas y las volvió a leer. Después las extendió boca abajo sobre el vidrio negro, bajo el cual pasaron flotantes las barras de luz verde. Y la máquina escupió los espectrogramas de aquellos escritos, calientes y oliendo a química, ribeteados de negro por la imagen de un espacio vacío, lo mismo que lo estaban los originales por el polvo de un siglo. Roland no hacía trampa: apuntó su deuda en el bloc del departamento, sobre el escurridor. Roland Michell, 2 copias, 10 peniques. Sí hacía trampa. Ahora tenía copias y podía volver a meter las cartas en el Vico de la Biblioteca Londinense sin que nadie lo notara. Pero no quería. Sentía que eran suyas. Siempre había sentido un ligero desprecio hacia los que se embelesaban ante las cosas que habían tocado los grandes hombres: el ornamentado bastón de Balzac, la flauta de Robert Louis Stevenson, la mantilla negra de encaje que usó George Eliot. Mortimer Cropper tenía la costumbre de sacar el gran reloj de oro de Randolph Henry Ash de un bolsillito interior, y poner en hora el suyo por el de Ash. La escritura estaba más limpia y clara en las fotocopias de Roland que en la letra desvaída, gris-cobriza de los originales; realmente la tinta de la copiadora tenía una frescura negra y brillante, señal de que los rodillos de la máquina debían estar recién entintados. Pero Roland quería los originales.
Cuando abrieron la biblioteca del doctor Williams, se presentó y solicitó ver el manuscrito del monumental Diario de Crabb Robinson. Había estado allí antes, pero tuvo que mencionar el nombre de Blackadder para recordárselo a los empleados, aunque no tenía la menor intención de enseñarle a Blackadder lo que había encontrado; al menos de momento, mientras no hubiera satisfecho su propia curiosidad y devuelto los papeles.
Empezó a leer en 1856, el año de publicación de Dioses, hombres y héroes, que Crabb Robinson, infatigable, había leído y glosado.
4 DE JUNIO Leí varios poemas dramáticos del nuevo libro de Randolph Ash. Me llamaron particularmente la atención los que pone en boca de Agustín de Hipona, del monje sajón del siglo IX Godescalco, y del «Vecino Voluble» del Viaje del peregrino. También una singular evocación de Franz Mesmer y el joven Mozart tocando su armónica de copas ante la corte vienesa del archiduque, llena de sones y aires extraños, excelentemente concebida y plasmada. Este Godescalco, precursor de Lutero, hasta el punto de repudiar sus votos, se podría tomar, por su visión intransigente de la predestinación, como figura de algunos evangélicos rezagados de nuestros días, y el Vecino Voluble tal vez sea una sátira de los que como yo creen que el cristianismo no consiste en la presencia idólatra de la Deidad en un pedazo de pan, ni tampoco en los cinco puntos de fe metafísica. Como es costumbre en él, Ash trata a Voluble, con quien cabría esperar que simpatizase, con más bilis aparente de la que dirige hacia su monje monstruoso, cuyos desvarios tienen una cierta sublimidad real. Sería difícil saber dónde hay que colocar a Randolph Ash. Me temo que nunca llegue a ser un poeta popular. Su evocación de la Selva Negra en «Godescalco» es muy buena, pero ¿qué proporción del público está dispuesta a soportar sus diatribas teológicas para llegar hasta ella? Retuerce y entrelaza sus melodías con tal forzamiento de la rima y tal maraña de analogías peculiares y mal fundadas, que cuesta trabajo distinguir el sentido. Cuando leo a Ash pienso en el joven Coleridge, recitando con brío su epigrama sobre Donne:
Como Donne, cuya musa galopa en dromedario,
y forjando badilas compone un relicario.
Este pasaje era ya muy conocido por los estudiosos de Ash y había sido citado con frecuencia. A Roland le gustaba Crabb Robinson, un hombre de buena voluntad infatigable y gran curiosidad intelectual, amante de la literatura y la erudición, y aun así lleno de humildad.
«Pronto descubrí que no tenía capacidad literaria para ocupar el puesto que hubiera deseado entre los autores ingleses; pero pensé que tenía la oportunidad de llegar a conocer a muchos de los hombres distinguidos de la época, y que algún bien haría llevando un registro de mis conversaciones con ellos.» Los había conocido a todos, a dos generaciones enteras, Wordsworth, Coleridge, De Quincey, Lamb; madame de Staël, Goethe, Schiller; Carlyle, G. H. Lewes, Tennyson, Clough, Bagehot. Roland se leyó todo 1857 y pasó a 1858. En febrero de este año, Robinson escribía:
Si fuera ésta mi última hora (y la de un octogenario no puede estar lejos), daría gracias a Dios por haberme permitido contemplar tanta de la excelencia concedida a personas. De la mujer, he visto el tipo de su grandeza heroica en la señora Siddons; de sus fascinaciones, en la señora Jordán y mademoiselle Mars; he escuchado con embeleso los soñadores monólogos de Coleridge, «el anciano elocuente»; he viajado con Wordsworth, el mayor de nuestros poetas lírico-filosóficos; he paladeado el ingenio y el dramatismo de Charles Lamb; he conversado libremente con Goethe en su propia mesa, sin comparación el genio supremo de su época y país. Goethe sólo se reconoce en deuda con Shakespeare, Spinoza y Linneo, así como Wordsworth, cuando resolvió ser poeta, sólo temió la competencia de Chaucer, Spenser, Shakespeare y Milton.
En junio Roland encontró lo que iba buscando.
Mi desayuno se desenvolvió francamente bien, en lo tocante a conversación. Tuve conmigo a Bagehot, Ash, la señora Jameson, el profesor Spear, la señorita LaMotte y su amiga la señorita Glover, esta última algo taciturna. Ash no conocía a la señorita LaMotte, quien en realidad salió quebrantando sus costumbres, por darme gusto y hablar de su amado Padre, cuyas Mitologías tuve yo alguna influencia en dar a luz para el público inglés. El debate sobre poesía estuvo animado, sobre todo a propósito del genio incomparable de Dante, pero también se habló del genio de Shakespeare en sus poemas, en especial sobre el desenfado de sus obras de juventud, por las que Ash siente particular admiración. La señorita LaMotte habló con una energía que yo no esperaba en ella: cuando se anima es sorprendentemente hermosa. También se discutió sobre las llamadas «manifestaciones espirituales», acerca de las cuales me escribió lady Byron con gran sentimiento. Se habló de la afirmación de la señora Stowe de haber conversado con el espíritu de Charlotte Bronté. La señorita Glover, en una de sus escasas intervenciones, declaró con calor que ella creía que esas cosas podían suceder y sucedían. Ash dijo que él exigiría una demostración experimental incontrovertible, y que no suponía que estuviera próxima. Bagehot dijo que la presentación que había hecho Ash de la creencia de Mesmer en las influencias espirituales demostraba que no estaba tan rigurosamente atado a la ciencia positiva como ahora quería aparentar. Ash repuso que la imaginación histórica requería una especie de creencia poética en el universo mental de sus personajes, y que esto en él era tan fuerte que corría peligro de no tener creencias propias de ninguna clase. Todos apelaron a la señorita LaMotte sobre la cuestión de los toques de los espíritus; ella rehusó pronunciarse, y sólo contestó con una sonrisa de Gioconda.
Roland copió este pasaje y siguió leyendo, pero no pudo encontrar ninguna otra alusión a la señorita LaMotte, aunque Ash aparecía como anfitrión e invitado bastante frecuente. Robinson rendía homenaje a las excelentes cualidades de ama de casa de la señora Ash, y lamentaba que no hubiera sido la Madre que idealmente estaba dotada para ser. Robinson no parecía haber advertido un conocimiento extraordinario de la poesía de Ash ni en la señorita LaMotte ni en la señorita Glover. Tal vez la conversación «agradable e inesperada» o «extraordinaria» se hubiera producido en otro lugar o en otra ocasión. Los registros de Crabb Robinson quedaban raros transcritos en la letra más bien comprimida de Roland, menos confiados, menos homogéneamente parte de una vida. Roland sabía que estadísticamente estaba casi condenado a corromper este texto de alguna manera, aunque sólo fuera por descuido en la transcripción. Mortimer Cropper obligaba a sus alumnos de doctorado a transcribir pasajes —generalmente de Randolph Henry Ash—, volver a transcribir sus transcripciones, pasarlas a máquina, y luego buscarles errores con severo ojo editorial. No había jamás un texto sin errores, según Cropper. Él mantenía aquel ejercicio de humildad, incluso en los tiempos de la fotocopia sin esfuerzo. Nada de semejante método profesional había en Blackadder, quien, no obstante, advertía y corregía multitud de errores, acompañando sus correcciones con una retahíla ininterrumpida de comentarios despectivos sobre el deterioro de la educación en Inglaterra. En sus tiempos, decía, los estudiantes sabían ortografía y aprendían poesías y la Biblia de corazón. Curiosa expresión, añadía, «de corazón»: como si los poemas se almacenaran en el torrente sanguíneo. «“Con el corazón sentido”, que diría Wordsworth», decía Blackadder. Pero, fiel a la mejor tradición inglesa, no se consideraba obligado a equipar a sus deficientes alumnos con las herramientas que les faltaban. Tenían que apañárselas como pudieran bajo una niebla de gruñidos y desprecios.
Roland fue al Museo Británico en busca de Blackadder. No tenía decidido qué decirle, así que hizo tiempo estableciendo su posición en la Sala de Lectura, bajo la alta cúpula que, por alta que fuera, parecía no contener oxígeno suficiente para todos los diligentes lectores, de modo que éstos, consumido su sustento, yacían soñolientos como llamas moribundas en la campana de Humphry Davy. Era por la tarde —la mañana se le había ido en Crabb Robinson—, y eso quería decir que estaban tomados todos los pupitres amplios y altos de cuero azul claro, alineados en los radios de la gran rueda que tenía por centro la mesa del Vigilante y por perímetro el Catálogo, y Roland hubo de contentarse con uno de los extremos mínimos, planos y triangulares, de los segmentos últimamente insertos entre los radios. Estas inserciones eran pupitres fantasma, subordinados, tartamudeantes, DD GG OO. Roland encontró sitio al final de AA (por Ash), cerca de la puerta. Cuando por primera vez sintió el placer de verse admitido en aquel primer círculo del saber, lo había comparado con el Paraíso de Dante, en el que los santos, los patriarcas y las vírgenes tenían asiento en hileras ordenadas en formación circular, una enorme rosa, y también las páginas de un volumen enorme, antes dispersas por el universo y ya reunidas. Las letras doradas sobre el cuero azul claro coadyuvaban a esas imaginaciones medievales.
En ese caso la Factoría Ash, embutida en las entrañas del edifició, era el Infierno. Había un camino de bajada, por una escalera de hierro, desde la Sala de Lectura, y un camino de salida, por un portón con cerrojo, que desembocaba en la sombría necrópolis egipcia, entre faraones de mirada fija y ciega, escribas en cuclillas, esfinges de poca monta y sarcófagos vacíos de momia. La Factoría Ash era un sitio caluroso de armarios metálicos y cubículos entre tabiques de vidrio que encerraban el tableteo de las máquinas de escribir, bajo una triste media luz de neón. Las pantallas de microfilm ponían un fulgor verde en la penumbra. A veces olía a azufre, cuando en las fotocopiadoras se producía un cortocircuito. Y hasta gemidos y alaridos extraños lo atravesaban. Todas las regiones inferiores del Museo Británico apestan a gato. Los animales se cuelan por rejillas y respiraderos, merodean y son perseguidos, y a veces alimentados subrepticiamente.
Blackadder, instalado en medio del caos aparente y orden real de su magna edición, cribaba un aluvión de papeletas en un valle flanqueado por riscos de fichas sobadas y archivadores abultados. Tras él iba y venía su secretaria, la pálida Paola, de larga melena incolora recogida con un elástico, enormes gafas que le daban aspecto de polilla y las puntas de los dedos convertidas en almohadillas grises y polvorientas. En un cuarto interior, más allá del cubículo de las máquinas de escribir, había una covachuela construida con armarios archivadores, y en ella habitaba la doctora Beatrice Nest, casi emparedada detrás de las cajas que encerraban el diario y la correspondencia de Ellen Ash.
Blackadder tenía cincuenta y cuatro años, y había venido a dar en la edición de Ash por un pique. Era hijo y nieto de maestros escoceses. Su abuelo recitaba poesía a la nocturna luz de la chimenea: Marmion, el Childe Harold, el Ragnarök. Su padre le envió al Downing College de Cambridge a estudiar con F. R. Leavis. Leavis hizo con Blackadder lo que hacía con los alumnos serios: mostrarle la terrible, la majestuosa importancia y trascendencia de la literatura inglesa, y al mismo tiempo desposeerle de cualquier posible presunción de capacidad para acrecentarla o alterarla. El joven Blackadder escribía poemas, imaginaba los comentarios que sobre ellos haría Leavis y los quemaba. Acuñó un estilo ensayístico de brevedad, ambivalencia e impenetrabilidad espartanas. Su suerte quedó echada por un seminario sobre datación. El aula estaba atestada, con gente de pie y gente encaramada en los brazos de los asientos. El profesor, delgado y ágil, con el cuello de la camisa abierto, se subió al alféizar de la ventana y tiró del batiente para dejar entrar el aire fresco y la fría luz de Cambridge. La prueba de datación contenía una poesía trovadoresca, un fragmento de teatro jacobeo en verso, unos pareados satíricos, una meditación en verso blanco sobre el lodo volcánico y un soneto amoroso. Blackadder, enseñado en la escuela de su abuelo, vio inmediatamente que todos aquellos poemas eran de Randolph Henry Ash, muestras de su ventriloquia, de su inabarcable versatilidad. Vio ante sí dos posibilidades: declarar su conocimiento o dejar que el seminario siguiera adelante, que Leavis empujara a los pobres estudiantes a equivocarse y procediera después a demostrar su propio talento analítico para distinguir lo falso de lo auténtico, la alienación victoriana de la voz del sentimiento sincero. Blackadder optó por el silencio, y Ash fue convenientemente descubierto y censurado. Blackadder tuvo la sensación de haber hecho traición a Randolph Henry Ash, aunque con mayor justicia se le podía haber acusado de hacérsela a sí mismo, a su abuelo o acaso al doctor Leavis. Indemnizó. Escribió su tesis sobre el tema Argumento consciente y sesgo inconsciente: Una fuente de tensión en los poemas dramáticos de Randolph Henry Ash. Se hizo experto en Ash durante la época en que Ash estuvo más olvidado. Ya en 1959 se le convenció para acometer la edición de la Poesía y teatro completo, con el beneplácito del presente lord Ash, un anciano aristócrata metodista que descendía de un primo remoto de Ash y había heredado la propiedad de los manuscritos no vendidos. En aquellos tiempos de inocencia, Blackadder había visto la Edición como una tarea finita que llevaría a otras cosas.
Tenía ayudantes de investigación en número variable, y los despachaba cual palomas y cuervos de Noé a las bibliotecas del mundo, aferrados a papeletas numeradas, como contraseñas de guardarropa o cheques de almuerzo, cada una con una duda, media línea de posible cita, un nombre propio que localizar. El cubo de un carro romano, rastreado en las notas a pie de página de Gibbon. «El peligroso melón soñado del sabio», que resultó estar tomado del sueño de Descartes. Ash se había interesado por todo. La astronomía árabe y los sistemas de transporte africanos, los ángeles y las agallas del roble, la hidráulica y la guillotina, los druidas y la grande armée, los cátaros y los aprendices de impresor, el ectoplasma y la mitología solar, las últimas comidas de mastodontes congelados y la verdadera naturaleza del maná. Las notas a pie de página ahogaban el texto y se lo comían. Eran feas y molestas, pero necesarias, pensaba Blackadder viéndolas brotar como las cabezas de la Hidra, dos que resolver por cada una que se resolvía.
En su lugar oscuro, pensaba con frecuencia que un hombre se convierte en su trabajo. ¿Qué sería él ahora si hubiera sido, pongamos, funcionario dedicado a asignar ayudas financieras a la vivienda, o policía puesto a escudriñar trocitos de pelo y piel y huellas dactilares? (Especulación muy propia de Ash.) ¿Qué sería el conocimiento recogido por su propio interés, es decir, por el interés de James Blackadder, sin referencia alguna a lo comisqueado, digerido y dejado por Randolph Henry Ash?
Había veces en que Blackadder se permitía ver claramente que iba a agotar su vida activa, es decir, su vida consciente pensante, en aquella tarea; que todos sus pensamientos iban a ser los pensamientos de otro hombre, todo su trabajo el trabajo de otro hombre. Y entonces pensaba que quizá eso no importara tanto. En el fondo Ash le parecía fascinante, aun al cabo de todos aquellos años. Era una subordinación grata, caso de ser subordinado. Blackadder creía que Mortimer Cropper se tenía por dueño y señor de Ash, pero él sabía mejor cuál era su puesto.
Una vez había visto por televisión a un naturalista que le pareció algo semejante a él. Aquel hombre salía con una bolsa y recogía bolitas de las que vomitan los buhos; las etiquetaba, y después las partía con unas pinzas, las bañaba en vasos de distintos líquidos limpiadores, y ordenaba y recomponía las sobras y fragmentos del paquete comprimido de huesos, dientes y pellejos, para así reconstruir la musaraña o el lución que habían corrido, fallecido y pasado por las tripas del buho. Le agradó esa imagen, y momentáneamente pensó hacer un poema con ella. Pero descubrió que Ash se le había adelantado. Era en la descripción de un arqueólogo:
Encuentra antiguas guerras en los restos
de hojas partidas, o astillados huesos,
o cráneos destrozados, como el cura
lee muertes de ratón y musaraña
en las pulcras grageas que echa el buho,
blanca muerte flotante en velas suaves,
curvo el sangriento garfio en blanda pluma.
Entonces Blackadder no supo si se había fijado en el naturalista de la pantalla porque en su mente estaba impresa la imagen de Ash, o si había sido por propio impulso.
Roland salió de túneles de estanterías y entró en el reino gélidamente alumbrado de Blackadder. Paola le dirigió una sonrisa y Blackadder le miró con el ceño fruncido. Blackadder era un hombre gris, de piel gris y pelo gris acero, que llevaba bastante largo, porque le enorgullecía seguir teniéndolo tan espeso. Su indumentaria, chaqueta de tweed y pantalón de pana, era respetable, usada y polvorienta, como todo lo demás de allá abajo. Tenía una buena sonrisa irónica cuando sonreía, que era muy de tarde en tarde.
Roland dijo: «Creo que he hecho un descubrimiento.»
—Seguramente estará ya hecho veinte veces. ¿De qué se trata?
—Fui a leer su ejemplar de Vico y todavía está lleno de papeles manuscritos, repleto, guardados entre las hojas. En la Londinense.
—Cropper lo habrá mirado con lupa.
—No lo creo. Realmente no lo creo. Todo el polvo está posado en franjas negras hasta el borde de los papeles. Hace muchísimo tiempo que no lo ha tocado nadie. Yo diría que nunca. Leí algunos.
—¿Son útiles?
—Mucho. Enormemente.
Blackadder, remiso a mostrar gran interés, se puso a juntar papelitos con clips.
—Le echaré una ojeada —dijo—. Iré yo a verlo. Me pasaré por ahí. ¿No habrá usted cambiado nada de sitio?
—No, qué va. Es decir, al abrir el libro salieron disparados muchos papeles, pero los volvimos a poner donde estaban, creo.
—Me extraña. Yo creía que Cropper era ubicuo. Conviene que de esto no diga usted ni pío, ¿entendido?, porque si no todo se irá volando al otro lado del Atlántico, mientras en la Londinense renuevan las alfombras y ponen una máquina de café, y Cropper nos manda otro de esos faxes tan simpáticos y obsequiosos ofreciéndonos acceso a la Colección Stant y todas las ayudas posibles en microfilm. ¿No se lo habrá usted dicho a nadie?
—Sólo al bibliotecario.
—Yo me pasaré. Habrá que suplir la financiación con patriotismo. Hay que frenar el expolio.
—No dejarían…
—Yo no me fío de nadie con el talonario de Cropper delante.
Blackadder estaba poniéndose trabajosamente el abrigo, una trenca gastada. Roland había renunciado a toda idea, en cualquier caso no muy realista, de hablarle de las cartas robadas. Pero sí preguntó: «¿Puede usted decirme algo sobre alguien llamado LaMotte, que escribía?»
—Isidore LaMotte. Mythologies, 1832. Mythologies indigènes de la Bretagne et de la Grande Bretagne. También Mythologies françaises. Un gran compendio erudito de folclore y leyendas. Empapado de la manía de entonces de encontrar la clave de todas las mitologías, pero también de la identidad y la cultura nacional bretona. Es casi seguro que Ash los leyera, pero no recuerdo que los utilizara concretamente para nada.
—Hubo una señorita LaMotte…
—Ah, sí, la hija. Escribió poesía religiosa, ¿no? Un librito muy lúgubre titulado Postrimerías. Y cuentos para niños. Cuentos del mes de noviembre. Historias truculentas. Y una epopeya que, según dicen, no hay quien la lea.
—Creo que es una autora que interesa a las feministas —dijo Paola.
—Muy propio —dijo Blackadder—. Para Randolph Ash no tienen tiempo. Lo único que quieren leer es el diario interminable de Ellen en cuanto que nuestra amiga de ahí dentro consiga sacarlo a la luz del día. Dicen que Randolph Ash la reprimía como escritora y se nutría de su imaginación. Trabajo les costaría probarlo, creo yo, si pretendieran probar algo, de lo cual no estoy seguro. Las feministas saben lo que hay antes de verlo. Lo único en lo que pueden apoyarse es que Ellen se pasaba mucho tiempo tendida en un sofá, y eso no es nada insólito en una señora de su época y circunstancias. El verdadero problema que tienen —y el de Beatrice— es que Ellen Ash es aburrida. No era una Jane Carlyle, desdichadamente. La pobrecita Beatrice empezó queriendo demostrar lo abnegada y colaboradora que había sido Ellen Ash y de ahí pasó a comprobar hasta la última receta de confitura de grosella y la última excursión a Broadstairs, y así veinticinco años, increíble, y cuando quiso recordar resultó que ya nadie quería abnegación y dedicación, lo que querían eran pruebas de que Ellen era un volcán de rebeldía, dolor y talento desaprovechado. Pobre Beatrice. Una única publicación con su nombre, y un libro flaco titulado Ayuda para el hombre sin ironía, no es como para congraciarse con las feministas de hoy. Una pequeña antología, en 1950, de dichos profundos, ingeniosos y tiernos de las compañeras de los grandes hombres. Dorothy Wordsworth, Jane Carlyle, Emily Tennyson, Ellen Ash. Pero las de Estudios sobre la Mujer no pueden ponerle la mano encima a todo ese material inédito mientras la pobrecita Bea siga siendo la responsable oficial. No sabe en la que se ha metido.
Roland no quería oír otro largo discurso de Blackadder sobre Beatrice Nest y su retrasadísima edición de Ellen Ash. Cuando Blackadder llegaba al tema de Beatrice, se le ponía una nota en la voz, una nota feroz, desagradable, que a Roland le recordaba el ladrido de los galgos. (Únicamente había oído el ladrido de los galgos por televisión.) La idea de Cropper producía en el erudito una manera de mirar furtiva, de conspirador.
Roland no se ofreció a acompañar a Blackadder a la Londinense. Se fue a tomar café. Después podía seguirle la pista a la señorita LaMotte, que ya tenía una cierta identidad gracias al Catálogo, como cualquier otra alma muerta.
Salió entre los pesos pesados egipcios, y entre dos piernas de piedra enormes vio pasar algo rápido, blanco y rubio, que resultó ser Fergus Wolff, también en pos de un café. Fergus era muy alto, y llevaba el pelo amarillo largo por arriba y corto por detrás, en la versión 1980 de la moda 1930. Llevaba un suéter grueso blanco deslumbrante y un pantalón negro muy ancho, como los japoneses de las artes marciales. Sonrió a Roland con sonrisa complacida y voraz, con sus ojos de vivo color azul y su ancha boca, terriblemente poblada de dientes fuertes y blancos. Era mayor que Roland; era un hijo de los Sesenta que durante un tiempo dejó los estudios, eligió la libertad y las revoluciones parisienses y se sentó a los pies de Barthes y Foucault, para luego volver y deslumhrar al Prince Albert College. En general era un hombre agradable, aunque casi todos los que le conocían sacaban una idea nebulosa de que pudiera ser peligroso de alguna manera inconcreta. Roland apreciaba a Fergus porque Fergus parecía apreciarle a él.
Fergus estaba escribiendo un estudio desconstructivo de la Obra maestra desconocida de Balzac. Roland ya no se sorprendía de que un departamento de Filología Inglesa patrocinara el estudio de obras francesas. En los últimos tiempos no parecía haber otra cosa, y en todo caso Roland no quería pasar por insular. También él, gracias a las apasionadas injerencias maternas en su educación, tenía un buen dominio del francés. Fergus se explayó sobre la banqueta de la cafetería y dijo que el reto era desconstruir algo que aparentemente ya se había desconstruido solo, puesto que el libro trataba de un cuadro que resultaba no ser más que una masa caótica de pinceladas. Roland escuchó cortésmente y dijo:
—¿Tú sabes algo de una tal LaMotte que escribió cuentos para niños y poesía religiosa allá por 1850?
Fergus soltó una carcajada bastante larga, y dijo escuetamente:
—Debería.
—¿Quién era?
—Christabel LaMotte. Hija del mitógrafo Isidore LaMotte. Postrimerías. Cuentos del mes de noviembre. Una epopeya titulada El hada Melusina. Muy estrafalaria. ¿Conoces la historia de Melusina? Era un hada que se casó con un mortal para tener alma, y estableció un pacto de que no intentase verla nunca los sábados, y él lo cumplió durante muchos años, y tuvieron seis hijos varones, todos con anormalidades: orejas deformes, colmillos gigantescos, una cabeza de gato saliendo de una mejilla, tres ojos, cosas así. Uno se llamaba Jofré el del Gran Diente, y otro Horrible. Melusina hizo construir castillos, castillos de verdad que existen todavía, en el Poitou. Y al final, como tenía que suceder, él miró por el ojo de la cerradura —o, según una versión, abrió un agujero en la puerta de acero de ella con la punta de su espada—, y vio que se estaba solazando en una gran bañera de mármol. Y de la cintura para abajo era un pez o una serpiente, Rabelais dice que una «andouille», una especie de salchicha enorme, el simbolismo es obvio, y batía el agua con su cola musculosa. Y él no dijo nada y ella no hizo nada hasta que Jofré, el hijo feroz, se enfadó con su hermano Fromonte que se había refugiado en un monasterio, y como no quería salir, apiló leña y lo quemó entero, con los monjes y Fromonte dentro. Cuando se supo la noticia, Remondín (el caballero del principio, el marido) dijo: «La culpa la tienes tú; quién me mandaría a mí casarme con una horrible serpiente.» Entonces ella le llenó de reproches y se convirtió en dragón, y echó a volar alrededor de las almenas haciendo gran estrépito y golpeando las piedras. Ah, y antes de eso le dio órdenes terminantes de que matara a Horrible porque si no los aniquilaría a todos, y así se hizo. Y Melusina vuelve a los condes de Lusignan para anunciar muertes: es una especie de Dame Blanche, o Fata Bianca. Como ya te imaginarás, hay toda clase de interpretaciones simbólicas, mitológicas y psicoanalíticas. Christabel LaMotte escribió ese poema largo y muy retorcido sobre la historia de Melusina en la década de 1860, y se publicó a principios de la de 1870. Es una cosa rara, tragedia y romance y simbolismo a todo pasto, una especie de mundo onírico lleno de bestias extrañas y significados ocultos, y una sexualidad o sensualidad realmente chocante. A las feministas las chifla. Dicen que expresa el deseo impotente de la mujer. No fue muy leído hasta que ellas lo redescubrieron; Virginia Woolf lo conocía y lo señaló como imagen de la androginia esencial de la mente creadora, pero las nuevas feministas ven a Melusina en su baño como un símbolo de la sexualidad femenina autosuficiente, que no necesita al pobre varón. A mí me gusta, es inquietante. Está continuamente cambiando de foco, de la descripción minuciosa de la cola con escamas a las batallas cósmicas.
—Eso me viene muy bien. Lo miraré.
—¿Por qué lo querías saber?
—Encontré una alusión en Randolph Ash. En Randolph Ash se encuentran alusiones a todo, antes o después. ¿Por qué te reías?
—Porque yo me hice experto involuntario en Christabel LaMotte. Hay dos personas en el mundo que saben todo lo que se puede saber de Christabel LaMotte. Una es la profesora Leonora Stern, de Tallahassee. La otra es la doctora Maud Bailey de la Universidad de Lincoln. A las dos las conocí en aquel congreso de París sobre sexualidad y textualidad en donde estuve, no sé si te acordarás. Me da la impresión de que no les gustan los hombres. De todos modos yo tuve una breve aventura con la temible Maud. En París y luego aquí.
Se detuvo y frunció el ceño. Abrió la boca para seguir y la volvió a cerrar. Pasados unos instantes dijo:
—Dirige, Maud, un Centro de Documentación sobre la Mujer en Lincoln. Allí tienen muchos papeles inéditos de Christabel. Si buscas algo difícil de encontrar, es donde tienes que ir.
—Podría. Gracias. ¿Y ella qué tal es? ¿Me comerá?
—Hiela la sangre de los hombres —dijo Fergus con mucho sentimiento indescifrable[2]…