CAPÍTULO XVIII
Dos guantes juntos
duermen en calma:
dedo con dedo,
palma con palma.
Dos guantes juntos
en una caja.
Un papel blanco
los amortaja.
Fino el papel,
finas las manos
que han de vestir
los dos hermanos.
Dos manos juntas
y un sueño roto.
Dedos con dedos
guardan un voto.
C. LAMOTTE
Maud estaba sentada en el Centro de Documentación de Estudios sobre la Mujer, en un asiento color verde manzana, ante una mesa color naranja. Estaba repasando el archivador que contenía lo poco que poseían sobre el suicidio de Blanche Glover. Una noticia de periódico, una transcripción de la investigación judicial, una copia de la nota que se había encontrado, pisada por una piedra de granito, sobre la mesa de Betania, en Mount Ararat Road. Había también unas cuantas cartas a una antigua pupila, hija de un parlamentario no indiferente a la causa de las mujeres. Maud inspeccionaba esos parvos restos con la esperanza de encontrar alguna pista sobre cómo había pasado el tiempo Christabel LaMotte entre el viaje al Yorkshire y la investigación. Qué poco quedaba de Blanche.
A quien corresponda:
Hago esto en mi sano juicio, a despecho de cuanto de mí se pueda pensar, y tras larga y atenta reflexión. Mis razones son sencillas y se pueden exponer con sencillez. Primera, la pobreza. Ya no tengo con qué comprar pigmentos, y he vendido muy poco en los últimos meses. Dejo en el salón, envueltos, cuatro cuadros de flores muy bonitos, del género de otros que el señor Cressy, de Richmond Hill, apreciaba antiguamente, y espero que él ofrezca por ellos lo bastante para sufragar mi entierro, si fuera posible. Es mi deseo particular que la SEÑORITA LAMOTTE no corra con esos gastos, y por lo tanto espero que el señor Cressy tenga esa gentileza, pues no veo otra posibilidad.
Segunda, y quizá más reprensible, el orgullo. No puedo volver a rebajarme entrando en casa de nadie como institutriz. Esa vida es un infierno, incluso cuando la familia es buena, y prefiero no vivir a ser una esclava. Tampoco quiero pesar sobre la Caridad de la SEÑORITA LAMOTTE, que tiene otras obligaciones.
Tercera, el fracaso de los ideales. He intentado, inicialmente con la SEÑORITA LAMOTTE, y también sola en esta casita, vivir con arreglo a ciertas convicciones acerca de la posibilidad, para mujeres solteras e independientes, de llevar vidas útiles y plenamente humanas, en mutua compañía, y sin recurso a la ayuda del mundo exterior ni de los hombres. Creímos que era posible vivir frugalmente, caritativamente, filosóficamente, artísticamente, y en armonía recíproca y con la Naturaleza. Lamentablemente, no era así. O el mundo fue demasiado hostil a nuestro experimento (que creo que lo fue), o nosotras no supimos ser lo bastante avisadas y voluntariosas (que también lo creo, en ambos aspectos, y de vez en cuando). Cabe la esperanza de que nuestros primeros tiempos entusiastas de independencia económica, y el trabajo que dejamos detrás, animen a otros espíritus más fuertes a asumir la tarea y acometer el experimento con buen éxito. Las mujeres independientes deben esperar más de sí mismas, ya que ni los hombres ni otras mujeres más convencionalmente domesticadas abrigan esperanza de nada, ni esperan otro resultado que el fracaso absoluto.
Tengo poco que legar, y quisiera que mis escasas pertenencias se repartieran como a continuación se indica. Este documento, debido a las circunstancias, no tiene fuerza legal, pero confío en que su lector o lectores le otorguen el mismo respeto que si la tuviera.
Mi vestuario se lo dejo a nuestra criada, Jane Summers, para que tome de él lo que quiera y el resto lo distribuya según crea conveniente. Aprovecho esta oportunidad para pedirle que me perdone un pequeño engaño. Sólo pude convencerla de que me dejara —a pesar de mi total imposibilidad de pagarle— aparentando una insatisfacción que estaba muy lejos de sentir. Había tomado ya la resolución que ahora pongo en práctica, y no quería que le cupiese ninguna responsabilidad directa sobre sus consecuencias. Ésa fue mi única razón para actuar como actué. No soy diestra en fingimientos.
La casa no es de hecho mía. Pertenece a la SEÑORITA LAMOTTE. Los muebles y el ajuar que contiene, y que adquirimos juntas con nuestros ahorros, son más suyos que míos, como socio más adinerado, y deseo que haga con ellos lo que quiera.
Quisiera que mi Shakespeare, mis Poemas de Keats y mis Obras Poéticas de lord Tennyson sean para la señorita Eliza Daunton, si de algo le sirven unos volúmenes tan usados y estropeados. A menudo los leímos juntas.
Tengo pocas alhajas, y ninguna de valor, a excepción de la cruz de perlitas, que llevaré puesta esta noche. Las otras chucherías pueden ser para Jane, si alguna le gusta, con la excepción del broche de azabache con dos manos unidas en Amistad, que me regaló la SEÑORITA LAMOTTE y que deseo que le sea devuelto.
Eso es todo lo que poseo, salvo mi trabajo, que creo firmemente que tiene valor, aunque en el presente no sean muchos los que lo quieren. En estos momentos hay en la casa veintisiete cuadros terminados, amén de muchos esbozos y dibujos. De esas obras de mayor tamaño, dos son propiedad de la SEÑORITA LAMOTTE: «Christabel ante sir Leoline» y «Merlín y Vivien». Es mi deseo que conserve esas obras y espero que quiera colgarlas en su cuarto de trabajo, como ha hecho en el pasado, y que ellas le recuerden tiempos más felices. Si eso le resultara demasiado doloroso, le encomiendo que no se desprenda de esas pinturas, ni por donación ni por venta, durante su vida, y que para después deje dispuesto su destino como yo misma lo hubiera hecho. Son lo mejor de mí, como ella bien sabe. Nada tiene asegurada la permanencia, pero el buen arte permanece algún tiempo, y yo he querido que me comprendan los que aún no han nacido. ¿Quiénes si no, realmente? El destino de mis otras obras lo dejo igualmente en las manos de la SEÑORITA LAMOTTE, que tiene conciencia artística. Quisiera que permanecieran reunidas, si fuera posible, hasta que existan un gusto y un espíritu de juicio que permitan apreciarlas en su verdadero valor. Pero dentro de poco habré perdido mi derecho a tutelarlas, y deberán ser ellas, mudas y frágiles, quienes se labren su camino.
Dentro de muy poco tiempo saldré de esta casa, donde hemos sido tan felices, para nunca volver. Pretendo emular a la autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, pero, guiada por su ejemplo, me he cosido a los bolsillos del manteo las grandes piedras volcánicas que la SEÑORITA LAMOTTE tenía colocadas sobre su escritorio, esperando asegurar por ese expediente que todo sea rápido y seguro. No creo que la Muerte sea el final. Sabemos de muchos prodigios acaecidos en las reuniones espirituales de la señora Lees y hemos tenido testimonio ocular de la supervivencia indolora de los que se han ido, en un mundo más bello, en la otra orilla. Conforme a esa fe, estoy fuerte en la confianza de que mi Hacedor lo verá y lo perdonará todo, y hará en el futuro un mejor uso de mis capacidades —grandes y aquí indeseadas y desaprovechadas— de amor y de Trabajo creador. He llegado, en efecto, al convencimiento de que aquí mi existencia es superflua. Allí conoceré y seré conocida. En estos tiempos en los que cabe asomarse a las sombras a través del borroso Velo que nos separa de los que se fueron antes, acaso me sea dado hablar, perdonar y ser perdonada. Ahora pido al Señor misericordia de mi pobre alma y de las almas de todos.
Blanche Glover, soltera.
Maud sintió un escalofrío, como lo sentía siempre al leer este documento. ¿Qué habría pensado Christabel cuando lo leyó? ¿Dónde estaba Christabel, y por qué se había ido, y dónde estaba Randolph Ash, entre el mes de julio de 1859 y el verano de 1860? No había indicaciones, según Roland, de que Ash no estuviera en su casa. No había publicado nada en 1860, y había escrito pocas cartas; y las había fechado en Bloomsbury, como de costumbre. Los expertos en LaMotte no habían podido explicar satisfactoriamente la patente ausencia de Christabel cuando se produjo la muerte de Blanche, y habían supuesto una disputa entre las dos mujeres. Esa disputa presentaba ahora un cariz muy distinto, pensó Maud, pero no aparecía más clara. Cogió el recorte de periódico.
En la noche del 26 de junio, en medio de un temporal de lluvia y viento, otra desventurada joven se arrojó a una muerte terrible en las aguas crecidas del Támesis. El cuerpo no fue rescatado hasta el 28, en que fue hallado un poco más abajo del puente de Putney, sobre un banco de arena, al descender la marea. No hay sospechas de acción criminal. Había varias piedras redondas de gran tamaño cosidas cuidadosamente a los bolsillos de la ropa de la desdichada, persona de buen pasar pero no opulenta. La fallecida ha sido identificada como la señorita Blanche Glover. Vivía sola, en una casa que en otro tiempo compartió con la poetisa señorita Christabel LaMotte, cuyo paradero actual se desconoce desde hace algún tiempo, según ha declarado la que hasta hace poco fuera sirvienta de la casa, Jane Summers. La policía está intentando averiguar el lugar de residencia actual de la señorita LaMotte. La desventurada señorita Glover dejó un mensaje en Mount Ararat Road en el que manifestaba de forma fehaciente su intención de quitarse la vida.
La policía había localizado a Christabel para tomarle declaración. ¿Dónde?
Detrás de los tabiques sonaron unos pasos apresurados. Tronó una voz. «¡Sorpresa, sorpresa!» Maud no acababa de alzarse de la silla cuando se vio envuelta en unos brazos grandes y cálidos, en un perfume almizclado, en unos pechos blandos y anchurosos.
—Maud, queridísima. Pensé: ¿dónde andará?, y me dije: estará trabajando porque no hace otra cosa, así que me he venido aquí derecha y aquí estás, justo como te imaginaba. ¿Te sorprendo? ¿Te sorprendo de verdad?
—Bájame, Leonora, que no puedo respirar. Claro que me sorprendes. Te sentía venir por el Atlántico, como un frente cálido…
—Qué metáfora. Me encanta cómo hablas.
—Pero no pensé que ya estuvieras aquí. No te esperaba hoy, por lo menos. Qué alegría.
—¿Me puedes alojar un par de noches? ¿Me das una cabina en tus archivos? Nunca me acuerdo del poquísimo espacio que tenéis aquí. Me figuro que será por desprecio a los Estudios sobre la Mujer; ¿o es únicamente la tacañería de la universidad inglesa? ¿Tú lees francés, cariño? Tengo cosas que enseñarte.
Maud, que siempre temía las llegadas de Leonora, luego siempre se alegraba muchísimo de verla, al menos en el primer momento. La expansiva presencia de su amiga llenaba y desbordaba el pequeño Centro de Documentación. Leonora era una mujer de dimensiones majestuosas en todas direcciones. Vestía correspondientemente, en esta ocasión una falda hasta los pies y una larga chaqueta suelta tipo camisa, cubierta de soles o flores en naranja y oro. Tenía el cutis oliváceo y bruñido, la nariz imponente, la boca carnosa, con un toque africano en los labios, y una mata espesa de pelo negro y ondulado, que le caía hasta los hombros con la vitalidad de los aceites naturales: la clase de pelo que se agrupa y recoge entre las manos en vez de salir volando. Llevaba varios collares de pedazos de ámbar y diversas formas ovoides, bárbaros pero evidentemente caros. Una banda de seda amarilla le ceñía las sienes, en semitributo a las bandas indias de sus tiempos de hippy a finales de los años sesenta. Era de Baton Rouge, y decía descender de criollos y pieles rojas. Su apellido de soltera era Champion, según ella criollo francés. Stern era el apellido de su primer marido, Nathaniel Stern, un agregado de Princeton que había sido un Nuevo Crítico felizmente meticuloso, y totalmente incapaz de sobrevivir a Leonora y a las sanguinarias batallas ideológicas del estructuralismo, el postestructuralismo, el marxismo, la desconstrucción y el feminismo. Su librito sobre Armonía y Discordia en Las bostonianas había salido en el peor momento. Leonora se había unido al ataque de las feministas contra su aprobación de la inquietud de James sobre el «sentimiento del sexo» en el Boston de 1860, y se había ido a vivir con un poeta hippy, Saul Drucker, a una comuna de Nuevo México. Nathaniel Stern, un hombrecito preocupado, blanco, mordaz, a quien Maud había conocido en un congreso de Ottawa, había intentado aplacar a las feministas acometiendo la biografía de Margaret Fuller Ossoli. Veinte años después seguía trabajando en ella, bajo la desaprobación de todo el mundo, y de las feministas en particular. Leonora siempre le llamaba «el pobre bobo», pero había conservado su apellido, tal y como apareciera en la cubierta de su primera obra importante, Nada como estar en casa, un estudio de la imaginería de las labores domésticas en la narrativa de mujeres del siglo XIX, escrito antes de su militancia en el lacanismo medio y tardío. Saul Drucker era el padre de su hijo Danny, que ya había cumplido diecisiete años. Tenía, según Leonora, una barba rubia y rizada y una auténtica pelliza de vello rubio por todo el torso y más abajo del ombligo hasta el pubis. Eso era lo único que sabía Maud del aspecto de Saul Drucker, cuyos poemas estaban llenos de joder y mierda y carajo y correrse, y que al parecer era lo bastante grande para haberle dado a Leonora una paliza de vez en cuando, lo cual no debía ser fácil. Su poema más famoso, Reptación milenariana, describía una especie de resurrección de hombres y serpientes en el Valle de la Muerte, con préstamos de Blake, Whitman y Ezequiel, y, según Leonora, un exceso de ácido. «¿No sería más correcto milenaria?», había preguntado Maud, y Leonora había respondido: «No, porque se podía alargar más; es delicioso cómo se te escapa la intención, a ti que eres tan exacta.» A Drucker le llamaba «el carnoso». Le había abandonado por una profesora de antropología, de raza india, que le había enseñado el yoga, el vegetarianismo y la manera de conseguir orgasmos múltiples hasta el desmayo, literalmente, y le había infundido una ira solidaria contra la inmolación de las viudas hindúes y el culto al lingam. Saul Drucker trabajaba ahora en un rancho de Montana —«a los caballos no los pega», decía Leonora— y tenía con él a Danny. Se había vuelto a casar, y su nueva mujer, según Leonora, quería mucho a Danny. Tras la profesora llegaron Marge, Brigitta, Pocahontas y Martina. «Las quiero locamente», decía Leonora, «pero la vida hogareña me pone histérica. No soporto la sensación de estar metida entre almohadones y quedarse ahí, hay en el mundo demasiados seres maravillosos…»
—¿Qué haces? —preguntó a Maud.
—Estaba leyendo la nota del suicidio de Blanche Glover.
—¿Por qué?
—Porque me gustaría saber dónde estaba Christabel cuando Blanche se mató.
—Si sabes francés, a lo mejor yo te ayudo. He recibido una carta de Ariane Le Minier desde Nantes. Ya la verás.
Cogió la nota.
—Pobrecita Blanche, qué ira, qué dignidad, qué follón. ¿Apareció alguno de los cuadros? Serían fascinantes. Pintura feminista y lesbiana documentada.
—No se ha encontrado ninguno. Supongo que Christabel se los quedaría todos. O los quemó en un arrebato, no sabemos nada.
—Lo mismo se los llevó a ese castillo de cartón piedra donde el viejo asqueroso de la escopeta. Me dieron ganas de apuñalarlo con las tijeras de podar, al muy cerdo. Estarán pudriéndose ahí en una buhardilla.
A Maud no le apeteció seguir el hilo de sir George, aunque la idea de Leonora era buena y hasta verosímil. Dijo:
—¿Cómo te imaginas tú los cuadros, Leonora? ¿Tú crees que serían buenos?
—Yo quiero creer a toda costa que lo eran. Los había hecho con entrega. Ella tenía la seguridad de que eran buenos. Yo me los imagino con unas mujeres muy pálidas y tensas, ¿verdad?, voluptuosas pero pálidas, bellas y juncales, con el pecho agitado y grandes melenas prerrafaelistas. Pero si eran realmente originales no seremos capaces de imaginárnoslos, mientras no los encontremos, dadas las condiciones del caso.
—Hizo uno titulado «Guirnalda de espíritus y manos espirituales en una sesión de Hella Lees».
—No suena muy atractivo. Pero a lo mejor las manos eran tan buenas como las de Durero, a lo mejor la guirnalda parecía un Fantin-Latour. Sólo que en su estilo, claro. No plagio.
—¿Tú crees?
—No, pero hay que concederle el beneficio de la duda. Era una hermana.
—Sí.
Aquella noche, en su casa, Maud le tradujo la carta de la doctora Le Minier a Leonora, que decía: «Yo la idea general sí la capto, pero mi francés es rudimentario. ¡Lo que es tener una formación inglesa!»
Maud se había sentado sin pensar en su sitio de costumbre, la esquina del sofá blanco bajo la lámpara de pie, y Leonora se había desmoronado a su lado, con un brazo tendido sobre el sofá por detrás de Maud y una nalga que topaba en la de Maud cada vez que se movía. Maud se sentía amenazada y violenta, y a punto estuvo de levantarse un par de veces, pero se lo impidió su idea inglesa, exigente y nada práctica, de la buena educación. Se daba cuenta de que Leonora sabía exactamente lo que sentía, y le hacía gracia.
La carta era un posible filón. Maud, a estas alturas un poco más experta en fingir que Blanche Glover ante Jane, la leyó sin énfasis, como si fuera una consulta erudita de rutina.
Apreciada profesora Stern:
Soy una estudiosa francesa de la literatura de mujeres, aquí en la Universidad de Nantes. Siento gran admiración por su trabajo sobre las estructuras de significación de ciertas mujeres poetas, sobre todo de Christabel LaMotte, que también a mí me interesa, por ser medio bretona y haberse inspirado mucho en su herencia de mitos y leyendas bretones para crear un mundo femenino. Permítame decirle, en particular, que encontré muy acertadas y sugerentes sus observaciones sobre la sexualización de los elementos de paisaje en El hada Melusina.
Tengo entendido que está usted buscando material para una biografía feminista de LaMotte, y he hecho un hallazgo que quizá tenga interés para usted. Estoy trabajando actualmente en una autora casi inédita, Sabine de Kercoz, que en la década de 1860 publicó algunos poemas, entre ellos varios sonetos en elogio de George Sand, a la que no conoció personalmente, pero por cuyos ideales y modo de vida sentía una admiración apasionada. Existen también cuatro novelas inéditas, Oriane, Aurelia, Les Tourments de Geneviève y La Deuxième Dahud; de esta última espero preparar la edición en un futuro no muy lejano. Trata de la misma leyenda de la Ciudad Anegada de Is que aparece en el bello poema de LaMotte que lleva ese título.
Como usted quizá no ignore, Mademoiselle de Kercoz estaba emparentada, por su abuela paterna, con Christabel LaMotte. Lo que acaso no sepa es que en el otoño de 1859 LaMotte visitó a sus parientes de Fouesnant. Mi fuente es una carta de Sabine de Kercoz a su prima Solange, que figura entre ciertos papeles, inéditos y creo que no examinados desde que fueron depositados en esta Universidad por un descendiente de Sabine (que pasó a ser Madame de Kergarouet en Pornic, y murió de sobreparto en 1870). Adjunto una transcripción de la carta, y, en el caso de que fuera de su interés, ni que decir tiene que tendré sumo gusto en compartir con usted cualesquiera otras informaciones que pueda obtener. Mes Hommages.
—Perdona la torpeza de la traducción, Leonora. Paso a Sabine de Kercoz.
Ma chère petite cousine:
Nuestros largos y aburridos días aquí se han animado con la llegada inesperada —al menos inesperada para mí— de una prima lejana, Christabel LaMotte, que reside en Inglaterra y es hija de Isidore LaMotte, que recopiló toda la mitología bretona, como también los cuentos y creencias populares de Bretaña. Imagínate mi emoción: resulta que esta nueva prima es una poetisa que ha publicado muchas obras, desdichadamente en inglés, y está muy considerada en ese país. Ahora está delicada, y no sale de la cama, porque hizo un viaje terrible desde Inglaterra en el reciente temporal, y tuvo que permanecer casi veinticuatro horas a la entrada del puerto de Saint-Malo debido a la furiosa tempestad que había. Después encontró los caminos casi intransitables por las inundaciones y el continuo huracán. Tiene fuego en su habitación, y es probable que no se percate de lo singular que es ese honor, en esta casa tan austera.
Me ha agradado mucho lo que he visto de ella. Es menuda y esbelta, con la cara muy blanca (quizá debido a la travesía) y los dientes blancos y un poco grandes. La primera noche cenó en la mesa y no habló apenas. Yo estaba sentada a su lado, y le dije en voz baja que tenía esperanzas de ser poeta. Ella me dijo: «No es el camino de la felicidad, ma fille.» Yo dije que, al contrario, sólo cuando estoy escribiendo me siento vivir de verdad. Y ella dijo: «Si es así, por suerte o por desgracia, nada de lo que yo te diga te podrá disuadir.»
El viento estuvo aullando toda esa noche, un lamento continuo sin interrupción, de una manera que hacía anhelar en cuerpo y alma un momento de silencio, que no lo hubo hasta las primeras horas de la mañana, cuando me despertó del… tohu-bohu, del tumulto una cesación súbita del viento, al revés de lo que suele ocurrir, que lo que te despierta son los ruidos. Mi nueva prima, cuando la vimos por la mañana, no parecía haber dormido, y mi padre insistió en que se retirase a su habitación con una tisana de hojas de frambueso.
Se me olvidaba decir que ha traído con ella un perro lobo grande, que se llama, si no he oído mal, «Dog Tray». El pobre animal también lo pasó muy mal con la tempestad, y no sale de debajo de la mesita que hay en el dormitorio de Christabel, y allí está todo el rato tapándose las orejas con las patas. Mi prima dice que cuando mejore el tiempo podrá correr por el bosque de Brocéliande, que es su ambiente natural…
—Parece que valdría la pena investigar —dijo Leonora cuando Maud acabó—. Es más o menos lo que yo me figuraba. Podría acercarme a Nantes —¿dónde está Nantes exactamente?— y echar un vistazo a lo que tenga Le Minier. Salvo que yo no entiendo el francés antiguo. Tendrás que venir conmigo, cariño. Podríamos divertirnos mucho. LaMotte, marisco y Brocéliande, ¿qué me dices?
—Que más adelante sería estupendo, pero ahora mismo tengo que acabar una ponencia para el Congreso de York sobre la Metáfora, y estoy absolutamente bloqueada.
—Cuéntame. Cuatro ojos ven mejor que dos. ¿Qué metáfora?
Maud no supo qué decir. Había distraído a Leonora de Christabel temporalmente, con el resultado de verse empujada a hablar de una ponencia que apenas tenía esbozada en la cabeza, y que de hecho era mejor dejar un mes más para que germinase a oscuras por sí sola.
—Todavía está sin perfilar. Es sobre Melusina, Medusa y la idea de Freud de que la cabeza de Medusa era una fantasía de castración, la sexualidad femenina, temida, no deseada.
—Ah —dijo Leonora—, te tengo que hablar de una carta que me ha mandado un alemán sobre el Fausto de Goethe, donde las cabezas cortadas de la Hidra se arrastran por escena pensando que todavía son no sé qué; le he estado prestando atención a Goethe últimamente: el ewig weibliche[16], las Madres y todo eso, las brujas, las esfinges…
Leonora siguió hablando. Nunca resultaba aburrida, aunque siempre atropellada. Maud empezó a sentirse a salvo conforme la conversación pasaba de la Bretaña a Goethe, de Goethe a la sexualidad en general, y de lo general a lo particular y lo peculiar de las costumbres de los dos maridos de Leonora, costumbres que ella era dada a deplorar, y muy de vez en cuando a ensalzar, en una especie de recitativo vehemente. Maud siempre pensaba que no había más cosas que saber que ella no supiera sobre las manías y las flaquezas, las lujurias secretas y los fracasos desconsiderados, los olores y ruidos ridículos y eyaculaciones verbales y seminales que emitían el pobre bobo y el carnoso. Siempre resultaba estar equivocada. Leonora era una especie de Cleopatra verbal, que creaba apetito allí donde más satisfacía, y de la nueva oratoria del diván hacía un libro de almohada interminable.
—Y tú —dijo de pronto—, ¿en qué estado tienes tu vida amorosa? No has contado mucho esta noche.
—¿Cómo quieres que cuente nada?
— Touchée. Reconozco que no paro. Pero eso a ti te viene muy bien, porque eres muy reservona para tu sexualidad. Te hizo daño ese hijo de perra de Fergus Wolff, pero no tenías por qué haberte quedado tan aniquilada; es dejarnos mal a todas. Deberías diversificarte. Probar otras dulzuras.
—Quieres decir mujeres. Por ahora estoy probando el celibato. Y me gusta. El único riesgo que tiene es que los demás te vengan con proselitismos de su manera de hacer las cosas. Deberías probarlo tú también.
—Lo probé, durante un mes, este otoño. Al principio fue espléndido. Llegué a estar locamente enamorada de mí misma, pero entonces pensé que era una relación insana y que debía dejarme. Así fue como descubrí a Mary-Lou. Es mucho más emocionante hacérselo a otra persona; es más generoso, Maud.
—Ves lo que te digo del proselitismo. Déjalo, Leonora. Yo estoy a gusto como estoy.
—Tú veras —dijo Leonora, ecuánime. Y añadió—: Intenté llamarte antes de tomar el avión. Nadie sabía dónde estabas. En el departamento me contaron que te habías ido en coche con un hombre.
—¿Quién? ¿Quién te contó eso?
—Eso no te lo digo. Espero que te lo pasaras bien.
Maud se asemejó entonces a su homónima: gélidamente correcta, espléndidamente vacua[17]. Dijo con frialdad:
—Sí, gracias —y miró al espacio, pálida y apretando los labios.
—No se hable más —dijo Leonora—. Prohibido el paso. Me alegro de que haya alguien.
—No hay nadie.
—De acuerdo. No hay nadie.
Leonora chapoteó largo rato en el cuarto de baño de Maud y lo dejó sembrado de charquitos de agua, tarros destapados y diversos olores picantes de ungüentos desconocidos. Maud tapó los recipientes, secó los charcos, se dio una ducha entre cortinas que olían a Opium o Poison, y acababa de meterse en su fresca cama cuando Leonora apareció en la puerta, sin otra cosa encima que una exigua bata de seda roja sin cerrar.
—Un beso de buenas noches —dijo.
—No puedo.
—Sí puedes. Es fácil.
Leonora se acercó a la cama y envolvió a Maud en su seno. Maud forcejeó por sacar la nariz. Sus manos se encontraron con el vientre majestuoso de Leonora y sus pesados pechos. No podía empujar; hubiera sido tan malo como someterse. Para su vergüenza, se echó a llorar.
—¿Qué pasa contigo, Maud?
—Ya te lo he dicho. Estoy fuera de todo el asunto. Fuera absolutamente. Te lo he dicho.
—Yo puedo relajarte.
—Deberías darte cuenta de que tu efecto es justamente el contrario. Vuélvete a la cama, Leonora. Por favor.
Leonora emitió varios gruf-gruf de perro grande o de oso, y por fin se apartó riendo.
—Mañana será otro día —dijo—. Felices sueños, Princesa.
Maud sintió algo parecido a la desesperación. El tonelaje de Leonora yacía sobre el sofá de su cuarto de estar, entre ella y sus libros. Notó una especie de dolor riguroso de brazos y piernas, de estar en tensión, que le recordaba los últimos y terribles días de Fergus Wolff. Sintió deseos de oír su propia voz diciendo algo sencillo y atinado. Trató de pensar con quién quería hablar, y se le ocurrió Roland Michell, otro partidario de las camas blancas y solitarias. No miró el reloj: era tarde, pero no tardísimo para un estudioso. Dejaría sonar unas pocas llamadas, y si no lo cogían colgaría en seguida, de modo que si molestaba no se supiera quién había sido. Agarró el teléfono que tenía en la cabecera y marcó el número de Londres. ¿Qué le diría? No lo de Sabine de Kercoz, sino únicamente que tenía algo que contarle. Que no estaba sola.
Dos llamadas, tres, cuatro. Descolgaron. Silencio de escucha al otro lado.
—¿Roland?
—Está durmiendo. ¿Tiene usted idea de la hora que es?
—Disculpe. Llamo de fuera.
—Es Maud Bailey, ¿verdad?
Maud no dijo nada.
—Es Maud Bailey, ¿no? ¿Por qué no nos deja en paz?
Maud sostuvo el auricular en silencio, escuchando la voz iracunda. Alzó los ojos y vio a Leonora en la puerta, con un fulgor de rizos negros y seda roja.
—Venía a pedir disculpas y a preguntarte si tienes algo para el dolor de cabeza.
Maud colgó.
—No quería interrumpirte.
—No había nada que interrumpir.
Al día siguiente Maud telefoneó a Blackadder. Fue un error táctico.
—¿El profesor Blackadder?
—Soy yo.
—Soy Maud Bailey, del Centro de Documentación de Estudios sobre la Mujer de Lincoln.
—Ah, sí.
—Estoy tratando de localizar a Roland Michell, con cierta urgencia.
—No sé por qué se dirige usted a mí, doctora Bailey. Últimamente no le veo nunca.
—Pensé que…
—Ha estado fuera recientemente. Está mal de salud desde que volvió. O eso creo, porque no le veo.
—Lo siento.
—No lo sienta. Me figuro que no será usted la responsable de su… enfermedad.
—Si le ve, ¿podría decirle que le he llamado?
—Si le veo se lo diré. ¿Quiere que le diga algo más?
—Que me llame.
—¿A propósito de qué, doctora Bailey?
—Dígale que está aquí la profesora Stern, de Tallahassee.
—Si me acuerdo, y si le veo, se lo diré.
—Muchas gracias.
Maud y Leonora salían de una tienda de Lincoln cuando estuvo a punto de matarlas un coche grande que iba marcha atrás a toda velocidad y sin hacer ruido. Llevaban unos caballitos de juguete, cabezas de terciopelo sobre palos de escoba, muy bien hechos, con largas crines sedosas y ojos bordados de aviesa expresión. Leonora los quería para varios ahijados, y decía que tenían pinta de ingleses y mágicos. El conductor del coche, al ver a las dos mujeres a través de un cristal ahumado, pensó que tenían pinta de venir de un culto extraño, con aquellas faldas vueludas y turbantes en la cabeza, y blandiendo sus animales totémicos. Hizo un gesto económico de desdén hacia el arroyo. Leonora alzó su caballito, y al son de sus campanillas le llamó cerdo, cabrón y anormal. Él, aislado contra sus imprecaciones, siguió con su maniobra, con peligro para una sillita de niño, una abuela, dos ciclistas, un chico de reparto y un Cortina, que detrás de él tuvo que recorrer toda la calle marcha atrás. Leonora tomó nota de la matrícula, que era ANK 666. Ni Maud ni ella habían visto nunca a Mortimer Cropper. Sus círculos de poder eran distintos: distintos congresos, distintas bibliotecas. Maud, por lo tanto, no sintió la más mínima amenaza ni aprensión cuando el Mercedes desapareció por aquellas viejas callejuelas para las que no había sido diseñado.
De haber sabido Cropper que una de aquellas figuras cultuales era Maud Bailey, no se habría detenido; tampoco el acento americano de Leonora le llamó demasiado la atención. Iba en pos de otra cosa. Al poco rato el Mercedes tenía problemas con un carro de heno en las carreterillas tortuosas de las cercanías de Bag-Enderby. Al fin fue el carro el que tuvo que ceder, metiéndose precariamente contra un seto. Cropper llevaba cerrada la ventanilla, y refrigerado el aséptico interior de cuero.
La entrada a Seal Court estaba sembrada de carteles, unos viejos y verdosos, otros nuevos en rojo sobre blanco. PROPIEDAD PRIVADA NO PASAR. PROHIBIDO EL PASO. PERRO PELIGROSO. FINCA PROTEGIDA. NO SE RESPONDE DE ACCIDENTES. Cropper entró. La experiencia le había enseñado que la verbosidad escrita no era indicación de trampas mortales, sino su sustituto. Recorrió la avenida de hayas y metió el coche en el patio, y allí paró con el motor en marcha, meditando el paso siguiente.
Sir George, armado de su escopeta, se asomó a la ventana de la cocina y después salió a la puerta. Cropper seguía en su asiento.
—¿Se ha perdido?
Cropper bajó la gris ventanilla, y en lugar de un robusto decorado de película vio piedras ruinosas. Miró en derredor con mirada experta. Almenas rotas. Puertas desvencijadas. Hierbajos en el patio de caballerizas.
—¿Es usted sir George Bailey?
—Sí. ¿Puedo servirle en algo?
Cropper bajó del coche y paró el motor.
—¿Me permite que le dé mi tarjeta? Profesor Mortimer Cropper, de la Colección Stant de la Universidad Robert Dale Owen, Harmony City, Nuevo México.
—Debe ser un error.
—No, no lo creo. Vengo de muy lejos sólo para pedirle unos minutos de su tiempo.
—Tengo mucho que hacer. Mi mujer está enferma. ¿Qué quiere?
Cropper se adelantó hacia él y pensó preguntarle si podía pasar; sir George alzó un poco la escopeta. Cropper se detuvo en el patio. Llevaba una chaqueta suelta y elegante de lana y seda negra, pantalones gris marengo y una camisa de seda crema. Era delgado y musculoso; mostraba un lejano parecido a los Virginianos de la película, plantados como gatos en los corrales, prestos a saltar para un lado u otro, o a desenfundar.
—Creo que puedo decir sin temor a equivocarme que soy el primer experto mundial en Randolph Henry Ash. Ciertas fuentes me han inducido a pensar que podría usted estar en posesión de alguna documentación suya: digamos que alguna carta, algún borrador…
—¿Qué fuentes?
—Fuentes indirectas. Estas cosas siempre se acaban sabiendo, antes o después. Pues bien, sir George, yo represento, soy el conservador, de la mayor colección de manuscritos de R. H. Ash que hay en el mundo.
—Escuche, profesor, no me interesa. Yo no sé nada del tal Ash, ni quiero empezar a…
—Mis fuentes…
—Además, no me gusta que las cosas inglesas se vendan a extranjeros.
—¿Un documento que tenga que ver, quizá, con su ilustre antepasada Christabel LaMotte?
—Ni ilustre ni antepasada mía. Yerra usted en ambas cosas. Lárguese.
—Si me dejara entrar un momento para exponerle la cuestión…, simplemente saber a efectos académicos qué podría usted tener…
—No quiero más académicos en esta casa. No quiero injerencias de nadie. Tengo cosas que hacer.
—Pero no niega que tiene algo…
—Yo no digo nada. A usted no le importa. Salga de mi propiedad. Pobrecita poetisa de las hadas. Déjela en paz.
Sir George dio un par de pasos resueltos. Cropper alzó elegantemente sus elegantes manos; el cinturón de piel de cocodrilo se le corrió un poco, como un cinto de pistolero, sobre las escurridas caderas.
—No dispare. Me voy. Yo no molesto al que realmente no quiere. Pero permítame decirle una cosa. ¿Tiene usted idea de lo que podría valer uno de esos escritos, si lo hubiera?
—¿Valer en qué sentido?
—En dinero. En dinero, sir George.
Pausa.
—Por ejemplo: una carta de Ash, que no era más que una nota concertando una sesión con un retratista, se vendió recientemente en Sotheby’s por quinientas libras. La compré yo, naturalmente. Podrá parecer jactancia, pero nosotros no tenemos una asignación con cargo al presupuesto de la universidad, sir George, tenemos sencillamente un talonario. Y si usted tuviera más de una carta, o un poema…
—Siga…
—Pongamos una docena de cartas largas…, o una veintena de cartas cortas de poco contenido…, llegaría fácilmente a las seis cifras y quizá a más. Seis cifras en libras esterlinas. Observo que su espléndida casa tiene muchos gastos de mantenimiento.
—¿Cartas de la poetisa de las hadas?
—De Randolph Henry Ash.
La roja frente de sir George se frunció meditabunda.
—Y si usted tuviera esas cartas las sacaría del país…
—Y las conservaría en Harmony City para tenerlas a disposición de todos los investigadores de todas las naciones. Estarían reunidas con las demás en condiciones perfectas de presión atmosférica, de humedad, de luz: nuestras condiciones de conservación y exhibición son las mejores del mundo.
—Yo soy de los que piensan que las cosas inglesas deben estar en Inglaterra.
—Es comprensible. Es un sentimiento admirable. Pero en estos tiempos del microfilm y la fotocopia… ¿qué aplicación tiene el sentimiento?
Sir George hizo un par de movimientos convulsivos con la escopeta, quizá producto de la meditación. Cropper, con sus ojos de lince puestos en los de sir George, seguía teniendo las manos un tanto absurdamente levantadas, y sonreía con una sonrisa oscuramente zorruna, no de preocupación pero sí de vigilancia.
—Si lo que usted me está diciendo, sir George, es que estoy totalmente equivocado al suponer que ha descubierto usted algunos manuscritos inéditos de importancia, o simplemente unos manuscritos, dígamelo sin más y me marcho inmediatamente. Aunque espero que acepte mi tarjeta; pudiera ser que un repaso más atento de unas cartas de Christabel LaMotte…, diarios, libros de cuentas…, revelase algo de Ash. Si tuviera usted alguna duda sobre el carácter de un manuscrito cualquiera, yo tendría mucho gusto en darle una opinión, una opinión sin compromiso, sobre su procedencia y su valor. Y su valor.
—No sé. —Sir George se replegó en la cerrilidad boyuna del caballero rural; Cropper vio un cálculo en sus ojos, y en ese momento supo sin lugar a dudas que había algo, y que sir George lo tenía a mano.
—¿Le puedo dar mi tarjeta sin que me mate?
—Sí, claro. Claro que puede. Pero conste que no le estoy diciendo que vaya a servir de nada, no le estoy diciendo…
—No me está diciendo nada. Sin compromiso. Entiendo perfectamente.
El Mercedes volvió a atravesar Lincoln más deprisa que a la ida. Cropper consideró, y desechó, la idea de visitar a Maud Bailey en aquel punto. Pensó en Christabel LaMotte. En alguna parte de la Colección Stant —para la cual tenía él una memoria amorosa y casi fotográfica, una vez activada— había algo relacionado con Christabel LaMotte. ¿Qué era?
Maud estaba cruzando la plaza del mercado de Lincoln entre los puestos cuando alguien la paró de un empujón. Era sir George, con un traje inesperado, ceñido y marrón verdoso. La agarró de una manga.
—¡Señorita! —dijo a voces—. ¿Usted sabe lo que puede costar una silla de ruedas eléctrica? O un ascensor de escalera, ¿tiene usted idea de lo que cuesta eso?
—No —dijo Maud.
—Pues debería enterarse. Acabo de hablar con mi abogado, y tiene una baja opinión de usted, Maud Bailey, una baja opinión.
—No acabo de ver…
—No me ponga esa cara de mosquita muerta. Seis cifras o más, según ese vaquero astuto del Mercedes. Usted de eso no había dicho ni palabra, quiá; usted no ha roto un plato en su vida.
—Se refiere a las cartas…
—A los Bailey de Norfolk jamás les importó un comino Seal Court. Sir George lo construyó para fastidiarlos, y en mi opinión se alegrarían mucho de verlo en ruinas, como en seguida lo estará. Pero una silla de ruedas eléctrica, jovencita, en eso debería usted haber pensado.
Maud sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Un vaquero en un Mercedes, por qué no el Servicio Nacional de Salud, qué iba a ser de las cartas, dónde estaba la felizmente ignorante Leonora, deambulante entre los puestos del mercado escogiendo platos?
—Lo lamento. No tenía la menor idea de su valor. Sabía que valdrían algo, claro está. Pensé que debían seguir estando donde estaban. Donde Christabel las dejó…
—Mi Joan está viva. Ésa está muerta.
—Por supuesto. Eso lo entiendo.
—«Por supuesto, eso lo entiendo». Pues no, no lo entiende. Mi abogado piensa que tiene usted algún propósito de beneficio propio: en su carrera, o quizá incluso revenderlas. Valiéndose de mi ignorancia, ¿estamos?
—Se equivoca.
—No lo creo.
Leonora apareció entre unas masas de flores de oscura fragancia y una fila de chaquetas de cuero embellecidas con calaveras.
—¿Alguien te está molestando, querida? —inquirió. Y exclamó a renglón seguido—: ¡Anda, si es el salvaje de la escopeta!
—¡Ésta! —dijo sir George, amoratado. No paraba de apretar y retorcer la manga de Maud—. Es una invasión de americanos. Están todos metidos en esto.
—¿En qué? —quiso saber Leonora—. ¿Es una guerra? ¿Un incidente internacional? ¿Te están amenazando, Maud?
Y avanzó sobre sir George, irguiéndose sobre él, desbordante de generosa indignación.
Maud, que presumía de afrontar con racionalidad las crisis, estaba intentando resolver qué temía más, si la cólera de sir George o el descubrimiento intempestivo, por parte de Leonora, de su ocultación de las cartas. Resolvió que sir George era causa perdida, mientras que Leonora, sintiéndose ofendida o engañada, podía ser terrible. No por ello se le hizo más claro qué decir. Leonora asió el puñito flaco de sir George con sus manos largas y robustas.
—Suelte a mi amiga o llamo a la policía.
—No será usted quien la necesite, seré yo. Intrusas. Ladronas. Rapaces asquerosas.
—Quiere decir arpías, pero es un inculto.
—Leonora, por favor.
—Estoy esperando una explicación, señorita Bailey.
—En otro lugar y en otro momento. Se lo suplico.
—¿Qué hay que explicarle, Maud?
—Nada importante. ¿Pero no ve usted que no es el momento, sir George?
—Ya lo veo, ya. Quíteme las manos de encima, verdulera; quite. Espero no volver a verlas a ninguna de las dos.
Sir George dio media vuelta, se abrió paso entre el corrillo que se había formado y se marchó a toda velocidad.
—¿Qué hay que explicarle, Maud? —dijo Leonora.
—Luego te lo cuento.
—Eso espero. Estoy intrigada.
Maud se sintió al borde de la desesperación absoluta. Hubiera querido estar en cualquier otro sitio y momento. Pensó en el Yorkshire, en la luz blanca del salto de Thomasine, en las piedras sulfurosas y los amonnites entrevistos en Boggle Hole.
Una celadora con tintineo de llaves y gesto de severidad en la negra cara hizo una seña a la pálida Paola.
—Teléfono —dijo—. Para los editores de Ash.
Paola siguió el ruido de llaves y las macizas caderas enchaquetadas por túneles de moqueta, hasta el teléfono de un punto de seguridad que la Factoría Ash tenía permitido usar, como gran concesión, en casos de emergencia.
—Paola Fonseca.
—¿Es usted la persona encargada de la edición de las Poesías Completas de Randolph Henry Ash?
—Soy su ayudante.
—Me han dicho que debo hablar con el profesor Blackadder. Me llamo Byng. Soy abogado. Hablo en representación de un cliente, que querría hacer una consulta acerca de…, bueno, del precio de mercado de ciertos… posibles manuscritos.
—¿Qué quiere decir posibles, señor Byng?
—Mi cliente no especifica. ¿Seguro que no puedo hablar directamente con el profesor Blackadder?
—Voy a avisarle. Hay mucha distancia. No se impaciente.
Blackadder habló con el señor Byng. Cuando regresó a la Factoría Ash iba lívido, desencajado y en un estado de gran irritación.
—Un memo que quiere una tasación de un número indeterminado de cartas de Ash a una mujer indeterminada. Digo: cuántas son, cinco, quince, veinte. Byng dice que no lo sabe, pero que le han mandado decir que alrededor de unas cincuenta. Largas, dice, no citas de dentista ni notas de agradecimiento. Se niega a dar el nombre del cliente. Yo le he dicho que cómo voy a dar precio de algo que podría ser tan importante, sin haberlo visto. Y va y me dice el tal Byng que cree que hay ya una oferta del orden de seis cifras grandes. Oferta inglesa, pregunto, y Byng dice que no, no necesariamente. El cabrito de Cropper ha estado aquí, eso está claro. Digo: me puede usted decir desde dónde llama, y dice que desde Tuck Lane Chambers, Lincoln. Digo si puedo ver las cosas, y Byng dice que su cliente es muy refractario a que se le moleste y muy irascible. ¿Qué deduciría usted de todo esto? Yo deduzco que si les dijera una cifra tirando a generosa es posible que me dejaran echar una ojeada. Pero si lo hago jamás conseguiremos fondos para responder, si el cabrito de Cropper está por medio con su talonario inagotable y el cliente de Byng anda ya haciendo averiguaciones sobre el valor no literario sino comercial.
»¿Sabe usted lo que le digo, Paola? Que todo esto tiene algo que ver con el extraño comportamiento de Roland Michell y sus visitas a esa doctora Bailey de Lincoln. Ahora quisiera yo saber en qué se ha metido el joven Roland. Y además, ¿dónde está? Me va a oír a mí ése…
—¿Está Roland?
—No. ¿Quién es? ¿Es Maud Bailey?
—Soy Paola Fonseca. No sueno ni remotamente parecida a Maud Bailey. Val, tengo que hablar con Roland, es urgente.
—No me sorprende, ya no va a la biblioteca, se pasa el día aquí metido escribiendo…
—¿Está en casa?
—Qué prisas tenéis siempre, tú y Maud Bailey.
—¿Pero qué pasa con Maud Bailey?
—Nada, que echa el aliento por teléfono.
—Val, ¿está ahí Roland? Estoy en un pasillo y no me puedo entretener, ya sabes que estos teléfonos absurdos…
—Voy a llamarle.
—Roland, soy Paola. Oye, que estás en un lío. Blackadder está que echa chispas. Te anda buscando.
—Pues no ha debido buscar mucho. Estoy aquí. Trabajando en el artículo.
—No me entiendes. Escucha: no sé si esto te dirá algo. Le ha llamado por teléfono un tal Byng, que quiere que tase una colección de unas cincuenta cartas de Ash a una mujer.
—¿Qué mujer?
—Byng no lo dijo. Blackadder cree que lo sabe. Cree que tú también lo sabes. Cree que estás haciendo algo a sus espaldas. Dice que eres un traidor. ¿Estás ahí, Roland?
—Sí. Estaba pensando. No sabes cómo te agradezco que me llames, Paola. No sé por qué te has molestado, pero te lo agradezco.
—Porque detesto el ruido, sencillamente.
—¿El ruido?
—Sí. Si vienes se pondrá a dar gritos y no parará. Me pone mala. Detesto el griterío. Además te tengo cariño.
—Muchas gracias. Yo también detesto el griterío. Detesto a Cropper. Detesto la Factoría Ash. Me gustaría estar en cualquier otro sitio, me gustaría desaparecer de la faz de la tierra.
—Pide una beca para Auckland o Erevan.
—Un hoyo en el suelo, más bien. Dile que no sabes dónde estoy. Y gracias.
—Val parece estar enfadada.
—Es endémico. Ésa es una de las razones de que yo odie el griterío. Básicamente es culpa mía.
—Vuelve la celadora. Me voy. Cuídate.
—Gracias por todo.
Roland salió a la calle. Se sentía totalmente desvalido y desesperado. El decirse que cualquier hombre inteligente que estuviera en su situación habría previsto estas posibles complicaciones no le ponía mejor, sino peor. Emocionalmente había estado del todo convencido de que las cartas seguirían siendo su secreto particular mientras él no quisiera divulgarlo, mientras no conociera el final de la historia, mientras… mientras no supiera qué habría querido Randolph Ash que se hiciera. Val le preguntó dónde iba, y él no contestó. Echó a andar por Putney High Street en busca de una cabina telefónica que no estuviera destrozada. Entró en una tienda de comestibles india y allí se proveyó de una tarjeta de teléfono y un montón de moneda suelta. Cruzó el puente de Putney y pasó a Fulham, donde vio una cabina de las de tarjeta que debía funcionar, porque tenía una larga cola. Esperó. Dos personas, un hombre negro y una mujer blanca, agotaron sus tarjetas. Otra mujer blanca hacía un complicado enjuague en el aparato con las llaves del coche y hablaba interminablemente. Roland y sus compañeros de cola se miraron, y empezaron a rodear la cabina como hienas, con miradas asesinas y dando de vez en cuando una palmada en el vidrio. Cuando por fin salió la mujer iracunda, sin mirar a derecha ni izquierda, los predecesores de Roland tuvieron la amabilidad de ser breves. No se sintió mal mientras hacía cola. Nadie sabía dónde estaba.
Descolgaron.
—¿Maud?
—Ahora mismo no se puede poner. ¿Quiere dejar un recado?
—No. Es igual. Estoy en una cabina. ¿Cuándo estará de vuelta?
—No ha salido, es que se está bañando.
—Tengo cierta prisa. Hay gente haciendo cola.
— MAUD. Acabo de llamarla. No cuelgue, voy a ver si… MAUD.
¿Cuándo tocarían en el vidrio?
—Ahora mismo viene. ¿De parte de quién le digo?
—Es igual, si ya viene.
Se imaginó a Maud, mojada, dentro de una toalla blanca. ¿Quién sería aquella americana? Debía ser Leonora. ¿Le habría dicho algo Maud a Leonora? ¿Podría decirle algo a él, delante de Leonora?
—¿Diga? Soy Maud Bailey.
—Maud. Por fin. Maud. Soy Roland. Te llamo desde una cabina. Esto se está poniendo mal…
—Ya lo creo, tenemos que hablar. Leonora, ¿te importa que me lleve el teléfono al dormitorio? Es una llamada un poco privada. —Un hiato. Una reconexión—. Roland, ha venido Mortimer Cropper.
—A Blackadder le ha llamado un abogado.
—Sir George me montó una escena horrorosa en Lincoln, hablando de sillas de ruedas eléctricas. Necesita dinero.
—Era el abogado de él. ¿Está muy enfadado?
—Está furioso. Y encima vio a Leonora.
—¿A ella se lo has contado?
—No. Pero no puedo seguir adelante sin que lo adivine. Cada día que pasa es peor.
—Vamos a quedar fatal con todos. Cropper, Blackadder, Leonora.
—Oye, a propósito de Leonora: ha descubierto la fase siguiente. Christabel se fue a casa de la familia de Bretaña. Había una prima que escribía poemas. Los tiene una profesora francesa que ha escrito a Leonora. Estuvo allí algún tiempo. Podría coincidir con el suicidio. Nadie sabía dónde estaba.
—Eso querría yo para mí. La verdad es que he salido huyendo por si me mandaba a buscar Blackadder.
—Yo he intentado telefonearte, no sé si ella te lo habrá dicho. Por la voz no parecía muy dispuesta. Ya ni sé qué estamos haciendo ni qué pretendíamos hacer. ¿Cómo pudimos pensar que se lo podíamos tener oculto a C y B?
—Y a Leonora. No lo pretendíamos…, una vez que supiéramos todo lo que pudiéramos averiguar. Necesitábamos tiempo. Es una Búsqueda nuestra.
—Ya lo sé. Pero no es así como lo van a entender.
—Yo quisiera desaparecer.
—No haces más que decirlo. Yo también. Ya está bien con tener que vivir con Leonora, para que encima salga sir George…
—¿Es muy molesta? —Se sorprendió desechando voluptuosamente una visión de Leonora, a la que no había visto jamás, desliando la toalla blanca imaginada. Maud bajó la voz.
—No hago más que acordarme de aquello de las camas vacías que decíamos en la cascada.
—Yo también. Y de la luz blanca sobre la piedra. Y del sol en Boggle Hole.
—Allí sabíamos dónde estábamos. Deberíamos desaparecer sin más. Como Christabel.
—¿Irnos a Bretaña, quieres decir?
—No necesariamente. Aunque también. Ya puestos. ¿Por qué no?
—Yo no tengo dinero.
—Yo sí. Y coche. Y hablo bien el francés.
—Yo también.
—No sabrían dónde estamos.
—¿Ni siquiera Leonora?
—Si le digo una mentira, no. Cree que tengo un amante en secreto. Es un alma romántica. Sería una mentira horrible, echar a correr con su información y traicionarla.
—¿Conoce a Cropper y a Blackadder?
—No tiene trato con ellos. Ni sabe quién eres tú. Ni siquiera cómo te llamas.
—Val se lo podría decir.
—La sacaré de este piso. Haré que la inviten a otro sitio. Así, si llama Val, no contestará nadie.
—Yo no he nacido para conspirador, Maud.
—Ni yo tampoco.
—No tengo valor para volver a casa. Puede ser que Blackadder… Puede ser que Val…
—Tienes que volver. Vuelves, armas una gresca, coges el pasaporte sin decir nada y todos los papeles, y te largas sin más. A uno de esos hotelitos de Bloomsbury.
—Están demasiado cerca del Museo Británico.
—Pues a uno de Victoria. Yo despacharé a Leonora y me iré para allá. Conozco uno donde iba en tiempos…