CAPÍTULO VI
Su gusto, que era a un tiempo su pasión, le llevaba
a salitas burguesas, cuartos oscuros, tristes,
que guardaban olores de cenas ancestrales,
tras un judío pulcro, pulido y sonriente,
muy atento a las formas, esclavo del decoro;
y allí veía acaso, entre caobas macizas,
la cómoda meublé, la mesa indestructible
—de azul añil vestida su calma sabatina,
marrón descolorido las listas de algodón—,
sacar una por una de cajones cerrados
con tres vueltas de llave, vulgares y panzudos,
varias bolsitas suaves de sedas orientales,
y extender en hilera por su orden concertado,
descubrir con ternura, mostrar con reverencia,
una veintena larga de azulejos antiguos
de Damasco, amatista su azul inmemorial:
brillantes como cielos, sutiles como viva
collera iridiscente de las aves de Juno.
Aquietábase entonces su alma satisfecha,
y saboreaba mieles, y en esas luces muertas
revivía, sentía su vida, y daba su oro
por poder verlas siempre.
R. H. ASH,
El gran coleccionista
El cuarto de baño era un rectángulo largo y estrecho de espacio bien aprovechado, coloreado en tonos de peladilla. Los accesorios eran de un rosa fuerte con toques de gris humo. El suelo era de baldosas en un violeta grisáceo, con ramitos de azucenas espectrales —el diseño era italiano— en algunas, no todas. Las mismas baldosas recubrían las paredes hasta media altura, y allí empezaba un papel de vinilo con dibujo de cachemira, un prolijo hormigueo de formas globulares con ventosas, octópodos, holoturias, en morado muy vivo y rosa. Había accesorios de cerámica a juego en un rosa polvoriento, un portarrollos de papel higiénico, un portaclínex, un vaso de lavar los dientes sobre una repisa que era como las enormes decoraciones labiales africanas, una venera con prístinos óvalos de jabón morado y rosa. La persiana de vinilo, de lamas fáciles de limpiar, representaba un amanecer rosáceo, con rosáceos cúmulos bulbosos. La alfombra de baño, de peluche sobre fondo de goma coriácea, era color lavándula, lo mismo que la cubierta en forma de media luna que ceñía el pie del retrete y la cubierta acolchada que revestía su tapa. Encima de eso, atento a los ruidos de la casa y en un estado intenso de concentración, estaba posado el profesor Mortimer P. Cropper. Eran las tres de la madrugada. Estaba maniobrando con un paquete grueso de papel, una linterna de goma negra y una especie de caja negra rígida y mate, del tamaño justo para apoyarla en las rodillas sin que tocara en las paredes.
No estaba en su medio ambiente. En parte estaba saboreando el picante de lo incongruente y lo prohibido. Vestía un batín largo de seda negra, con solapas rojas, sobre pijama de seda negra con vivos rojos y un monograma sobre el bolsillo del pecho. Calzaba zapatillas de terciopelo negro, bordadas en hilo de oro con una cabeza femenina rodeada de una aureola de rayos o cabellos agitados. Se las habían hecho en Londres, de encargo. La figura estaba esculpida en el pórtico de la parte más antigua de la Universidad Robert Dale Owen, el Museo Harmonia, llamado así en recuerdo de la antigua academia de Alejandría, «pajarera de las musas». Representaba a Mnemósine, Madre de las Musas, aunque ahora pocos la reconocían sin ayuda, y lo más frecuente era que la tomasen, quienes tenían un barniz de educación, por la Medusa. Aparecía también, no demasiado llamativa, en el membrete de las cartas del profesor Cropper. No aparecía en su anillo de sello, un ónice imponente con un caballo alado grabado en hueco, que en tiempos había pertenecido a Randolph Henry Ash y ahora reposaba en el lavabo rosa donde Cropper acababa de lavarse las manos.
Su cara, vista en el espejo, era fina y bien dibujada: pelo canoso exquisita y severamente recortado, medias gafas con montura de oro, boca fruncida pero fruncida a la manera americana, más generosa que la inglesa, apta para vocales más abiertas y sonidos menos ñoños. Su cuerpo era largo, delgado y atlético: caderas americanas, propias para un buen cinturón y el fantasma lejano de una pistolera.
Tiró de un cordón, y la estufa del cuarto de baño entró en acción lentamente con un chisporroteo. Presionó un interruptor de su caja negra, que también chisporroteó un poco y se iluminó por un instante. Encendió la linterna y la colocó en equilibrio sobre el lavabo, iluminando sus manipulaciones. Apagó la luz, manejando papeles e interruptores como quien tiene mucha práctica de cuarto oscuro. Del sobre, con dos dedos, sacó delicadamente una carta. Una carta vetusta, cuyos dobleces alisó hábilmente antes de introducirla en la caja, bajar la tapa, echar el cierre y pulsar el interruptor.
Le tenía mucho cariño a su caja negra, un artilugio que había inventado y perfeccionado en los años cincuenta, y que ahora, al cabo de varios decenios de buen servicio, se resistía a abandonar por otras máquinas más nuevas o ingeniosas. Cropper era experto en hacerse invitar a las casas más insospechadas, donde pudiera haber alguna reliquia de mano de Ash; una vez allí, había llegado a la conclusión de que era imprescindible tomar algún registro de lo encontrado, en privado y para sí, por si acaso después el propietario se negaba a vender, o incluso a dejar copiar, como ya alguna vez había sucedido, con efectos muy perjudiciales para la causa de los estudios literarios. En algunos casos, sus fotografías clandestinas eran el único registro que quedaba en todo el mundo de documentos desaparecidos sin dejar huella. No creía que en esta ocasión sucediera tal cosa; esperaba, con razonable optimismo, que Daisy Wapshott accediera a desprenderse del tesoro heredado por su difunto esposo apenas supiera el monto del cheque que podía recibir a cambio: una cifra modesta, opinaba, sería más que suficiente. Pero en otros casos había habido sorpresas, y, si Daisy Wapshott se cerraba a la banda, no habría otra oportunidad. Al día siguiente Cropper estaría de regreso en su confortable hotel de Piccadilly.
Las cartas no eran gran cosa. Estaban escritas a la madre del marido de Daisy Wapshott, que al parecer se llamaba Sophia y al parecer había sido la única ahijada de Randolph Henry. Más adelante averiguaría quién era. De la señora Wapshott le había hablado un librero chismoso que él conocía, que organizaba subastas locales y le informaba de todo lo que hubiera de interés. La señora Wapshott no había llevado las cartas a subastar; había estado ayudando a servir el té; pero le había hablado al señor Biggs de lo que siempre se habían conocido como «las cartas de árboles del poeta a la abuela».
Y el señor Biggs se las había mencionado a Cropper en una posdata. Y Cropper se había pasado seis meses tentando a la señora Wapshott, con preguntas de tanteo y por último la información de que «casualmente tenía que pasar por allí». Eso no era del todo exacto. Había pasado de Piccadilly a las afueras de Preston, específica y especialmente. Y allí estaba, entre las cubiertas de peluche, con los cuatro pequeños mensajes.
Querida Sophia:
Gracias por tu carta y por tus excelentes dibujos de patos y patas. Como soy viejo y no tengo hijos ni nietos, tienes que perdonarme que te escriba como escribiría a una querida amiga que me hubiera enviado algo bonito que atesoraré. Qué bien observado está el patito cabeza abajo, tan atareado con las raíces y los gusarapos del fondo del estanque.
Yo no sé dibujar tan bien como tú, pero creo que se debe corresponder a los regalos, así que aquí tienes una versión torcida de mi tocayo, el poderoso Fresno. Es un árbol común y mágico: no mágico como el serbal, sino porque antiguamente nuestros antepasados escandinavos creían que el fresno mantenía unido al mundo, porque sus raíces llegaban al mundo subterráneo y su copa tocaba el Cielo. Es bueno para hacer palos de lanza y posible para trepar. Sus yemas, como observó lord Tennyson, son negras.
Espero que no te moleste que te llame Sophia en vez de Sophy. Sophia quiere decir sabiduría, la Sabiduría celestial que mantenía en orden las cosas antes de que Adán y Eva hicieran la tontería de pecar en el jardín. Tú sin duda llegarás a ser muy sabia; pero ahora estás en la edad de jugar, y de deleitar con patos a tu anciano admirador,
Randolph Henry Ash
Esta efusión tenía el valor de la rareza. No había más cartas escritas a niños de cuya existencia tuviera noticia Mortimer Cropper. Ash, en general, había tenido fama de ser poco paciente con los niños. (No se sabía que hubiera aguantado a los sobrinos de su mujer, contra los cuales vivió fuertemente protegido.) Esto requeriría un pequeño ajuste. Cropper fotografió las otras cartas, que iban acompañadas de dibujos de un plátano de sombra, un cedro y un nogal, y pegó la oreja a la puerta del cuarto de baño para oír si la señora Wapshott, o su terrier gordito, andaban por la casa. En unos momentos se cercioró de que los dos roncaban, en registros diferentes. De puntillas volvió a cruzar el descansillo, produciendo una sola vez un chasquido en el linóleo, y se introdujo en el cuarto de invitados, una bombonera donde, sobre un tocador arriñonado y cubierto con cristal, con dobles faldas de satén marrón y ganchillo blanco, había depositado el reloj de faltriquera de Randolph Ash en un platillo en forma de corazón y decorado con gardenias.
Por la mañana desayunó con Daisy Wapshott, señora afable y pechugona que lucía un vestido de crêpe-de-chine y una rebeca rosa de angora, y que a pesar de sus protestas le sirvió una fuente enorme de huevos con jamón, champiñón y tomate, salchichas y alubias. Cropper comió tostadas triangulares, y mermelada de naranja sacada de un tarro de cristal tallado con tapa basculante y una cucharita en forma de venera. Bebió té cargado, servido de una tetera de plata bajo una cubretetera bordada en figura de gallina en su nidal. Cropper aborrecía el té. Lo que le gustaba era el café solo. Felicitó a la señora Wapshott por su té. Por las ventanas de su propia y elegante casa habría estado viendo un jardín geométrico, y más allá las salvias y los enebros de la mesa, y los cerros que se afeaban sobre el desierto sobre un cielo despejado. Aquí lo que veía era una franja de césped, entre vallas de plástico que la separaban de franjas idénticas a uno y otro lado.
—He pasado la noche muy a gusto —dijo—. Le estoy sumamente agradecido.
—Yo me alegro de que las cartas de mi Rodney le hayan interesado, profesor. Él las heredó de su mamá. Que había venido a menos, según él. Yo no conocí a su familia. Me casé con él en la guerra. Nos conocimos en la brigada contra incendios. Yo entonces estaba sirviendo, y él era un señor, saltaba a la vista. Pero nunca tuvo inclinación al trabajo de ninguna clase, realmente. Tuvimos la tienda, de confecciones, pero a decir verdad era yo la que lo hacía todo, él no hacía más que sonreír a los clientes, como si le diera vergüenza. Nunca supe exactamente de dónde habían salido las cartas. Su mamá se las dio: dijo que él podía ser el que heredara la afición a las letras y eran cartas de un poeta famoso. Él se las enseñó una vez al párroco, que dijo que no le parecía que tuvieran mucho interés. Yo le prometí no desprenderme nunca de ellas, profesor. La verdad es que no son gran cosa, cartas a una niña sobre árboles.
—En Harmony City —dijo Mortimer Cropper—, en la Colección Stant de la Universidad, tengo la colección mayor y mejor que existe en el mundo de la correspondencia de Randolph Henry Ash. Es mi pretensión saber hasta donde sea posible todo lo que hizo, quiénes fueron importantes para él, qué pequeñas preocupaciones tenía. Estas cartitas de usted, señora Wapshott, quizá no sean gran cosa aisladamente. Pero dentro de la perspectiva total añaden lustre, añaden detalle, ponen ese toque más de vida en el hombre entero. Yo espero que usted las confíe a la Colección Stant, señora Wapshott. Allí se conservarán para siempre en las mejores condiciones: aire filtrado, temperatura controlada y acceso reservado exclusivamente a investigadores acreditados de la especialidad.
—Mi marido quería que fueran para Katy, nuestra hija. Por si ella heredaba la afición a las letras. Donde ha dormido usted es su cuarto, profesor. Ahora hace mucho tiempo que se marchó de casa, tiene un niño y una niña; pero yo le tengo su cuarto tal cual, para el día que quiera volver, si le fueran mal las cosas. Ella eso lo aprecia. Era maestra antes de tener los niños; daba clases de lengua. Y muchas veces se interesó por las cartas de árboles de la abuela. Así las hemos llamado siempre, las cartas de árboles de la abuela. Yo no puedo ni pensar en dárselas a usted sin preguntarle. Son suyas, en cierta manera…, están como en depósito, a ver si me entiende.
—Claro que debe usted consultárselo. Dígale que, por supuesto, le pagaríamos un precio muy ventajoso por esos documentos. Cuando hable con ella no deje de decírselo. Tenemos fondos muy abundantes, señora Wapshott.
—Fondos muy abundantes —repitió ella vagamente. Cropper vio que le parecía de mala educación preguntarle qué precio podía ofrecer, y eso a él le venía muy bien, eso le daba un margen de maniobra, porque seguramente los sueños más opulentos de su modesta avaricia no llegarían a la suma que él habría pagado muy gustoso en el mercado. Pocas veces se equivocaba en estos casos. Lo más frecuente era que acertara hasta el último dólar lo que un cura de pueblo o un bibliotecario de escuela suponía que podía pedir, antes y después de pedir consejo a un profesional.
—Tengo que pensarlo —dijo la señora Wapshott, preocupada pero enganchada—. Tengo que pensar qué sería lo mejor.
—No hay prisa —la tranquilizó él, acabando la tostada y limpiándose los dedos en la servilleta de damasco—. Eso sí, si alguna otra persona se dirigiera a usted a propósito de esos documentos, le agradecería que recordase que yo me interesé primero. Entre investigadores tenemos nuestro pequeño código, pero hay quien está dispuesto a atacar por la espalda. Yo quisiera llevarme su promesa de que no hará nada con esas cartitas sin consultarme primero. Si no le parece mal. También le puedo asegurar que si me consulta no lo lamentará.
—Ni se me ocurriría. Quiero decir, dejar de decírselo. Si apareciera alguien. Que seguro que no, porque hasta ahora, en todos estos años, no había venido nadie hasta que llegó usted, profesor.
Había vecinos asomados a las ventanas cuando puso en marcha el coche delante de la casita. Era un Mercedes largo y negro, como los que suelen llevar a los dignatarios en los países del Telón de Acero, un coche fúnebre y veloz. Cropper sabía que en Inglaterra resultaba exagerado, a diferencia de su americana de tweed. Pero le daba igual. Era bonito y potente, y Cropper tenía un lado ostentoso.
Mientras se deslizaba por la autopista pensó en las escalas siguientes. Había una venta en Sotheby’s, con un álbum de autógrafos que contenía una cuarteta de Ash y su firma. También tenía que dedicar unos días al Museo Británico. Contrajo la cara con desagrado al pensar en James Blackadder. También —otra cosa que le producía más fastidio que placer— tenía que invitar a almorzar a Beatrice. Si había algo en el mundo que lamentaba especialmente era el embargo de Beatrice, sus derechos semiexclusivos sobre el Diario de Ellen Ash. Si él y su equipo de ayudantes de investigación hubieran tenido el acceso debido a ese texto, en buena parte estaría ya impreso, anotado, indiciado, listo para proporcionar referencias cruzadas e iluminar sus propios hallazgos. Pero Beatrice, con lo que para Cropper era un estreñimiento y un diletantismo genuinamente ingleses, seguía allí sentada barajando y rumiando hechos y significados, sin llegar a nada y al parecer tan a gusto, como la oveja obstructiva de Alicia al otro lado del espejo. Cropper tenía un cuaderno entero de dudas para aclarar, cuando pudiera, cuando Beatrice le diera acceso. Cada vez que cruzaba el Atlántico llevaba un cuaderno así. Estaba firmemente convencido —con una convicción que ni cuestionaba intelectualmente ni experimentaba de otro modo que como una carencia sensual, una conciencia de faltarle algo para su bienestar esencial— de que los papeles de Ellen Ash deberían estar en la Colección Stant.
De vez en cuando acariciaba la idea de escribir una autobiografía. También había pensado escribir una historia familiar. La historia, la escritura, al cabo de un tiempo infectan la idea que un hombre tiene de sí mismo; y era natural que Mortimer Cropper, documentando fluidamente hasta el último componente de la vida de Randolph Henry Ash, sus entradas y sus salidas, sus invitaciones a cenar, sus excursiones, su excesivo afecto a los criados, su antipatía a figurar como personaje social, hubiera quizá sentido en ocasiones, en las mejores ocasiones, que su propia identidad era algo desustanciado, diluido en tanto escribir y anotar. Era un hombre importante. Ejercía poder: poder de contratar, poder de despedir, poder del talonario, poder de Tot y acceso mercurial a los Arcanos de la Colección Stant. Cuidaba su cuerpo, su hombre exterior, con una escrupulosidad que habría dedicado igualmente al hombre interior de haber sabido quién era, de no haber tenido la sensación de que todo estaba oculto por un tupido velo. Sólo pensaba en esto intermitentemente, cuando, como ahora, iba encerrado en una soledad negra y lisa en movimiento.
MIS PRIMEROS AÑOS
Supe lo que iba a ser desde una fase de mi desarrollo muy temprana, en el Gabinete de los Tesoros de la bella casa de mis padres en Chixauga, Nuevo México: no lejos del hermoso emplazamiento actual de la Universidad Robert Dale Owen.
Everblest House está llena de cosas hermosas y extrañas reunidas por mi abuelo y mi bisabuelo, todas ellas piezas de museo de primerísima calidad, a pesar de haber sido cosechadas sin otro principio rector que el de la rareza, o el interés de una relación particular con un gran personaje del pasado. Teníamos un excelente atril de música de madera de caoba, que había sido hecho para Jefferson siguiendo sus ingeniosas instrucciones mecánicas en cuanto a bisagras y ejes de inclinación. Teníamos un busto (de Wieland) que había pertenecido al jovial diarista y amigo de muchos grandes hombres Crabb Robinson, quien lo había rescatado personalmente, con ojo entendido, del abandono de un desván. Teníamos un teodolito usado por Swedenborg y un libro de himnos de Charles Wesley, así como un azadón de nuevo e ingenioso diseño que había utilizado Robert Owen en sus primeros tiempos de New Harmony. Teníamos un reloj de sonería, regalo de Lafayette a Benjamín Franklin, y un bastón de Honorato de Balzac, engastado de piedras preciosas con suntuosidad pero escaso gusto. Mi abuelo solía aquella ostentación de nuevo rico con la sincera dignidad y secillez del azadón de Owen. Por hallarse el azadón en prístino estado, no es seguro que fuera un objeto de tanta utilidad como imaginaba mi abuelo, pero el sentimiento le honra de todos modos. Teníamos también muchos objets de vertu, entre ellos buenas colecciones de porcelana de Sèvres, pâte tendre, cristal veneciano y azulejos orientales. La mayoría de estas piezas —los objetos europeos— las reunió mi abuelo, paciente buscador de minucias y peregrino por cuatro continentes, que siempre volvía con nuevos tesoros a la casa blanca que refulgía frente a la mesa. Las altas vitrinas del Gabinete de los Tesoros las había diseñado él, combinando armoniosamente la sencillez de los primitivos muebles utilitarios de aquellos colonos idealistas de los que descendía y el estilo hispánico, tosco pero poderoso, de las gentes entre las cuales habían intentado construir.
Mi padre, que sufría de lo que ahora llamaríamos períodos de depresión clínica —que de hecho le impidieron ejercer una profesión, a pesar de haberse graduado summa cum laude en Teología por Harvard—, se distraía de vez en cuando dejándome examinar aquellos tesoros, a cuya catalogación consagraba sus días de mayor lucidez, no muy eficazmente, pues nunca llegó a establecer un principio rector para su ordenación. (La mera cronología, de fabricación o adquisición, habría sido lo más sencillo, pero su modo de pensar no tendía a la sencillez.) «Mira, Morty, hijo mío», me decía, «esto es tener la Historia en la mano.» A mí me atraía especialmente la colección de retratos, dibujos o fotografías firmadas, de figuras eminentes del siglo XIX —dibujos de Richmond y Watts, fotografías de Julia Margaret Cameron—, en su mayoría recibidos como obsequio o solicitados por mi bisabuela, Priscilla Penn Cropper. Esos magníficos retratos —que componen una colección que, a mi juicio, no tiene rival en todo el mundo— forman ahora el núcleo de la sección de retratos de la Colección Stant de la Universidad Robert Dale Owen, cuyo patronato tengo el honor de presidir. En aquellos tiempos eran los compañeros de mi infancia, y mi imaginación vivificaba sus facciones solemnes y las hacía sonreír bondadosamente. Me subyugaban los ásperos rasgos de Carlyle, me hechizaba la dulzura de Elizabeth Gaskell; me sobrecogía la solemne fuerza de pensamiento de George Eliot, y la beatitud ultramundana de Emerson aligeraba mi espíritu. Yo era un niño delicado, educado básicamente en casa por mi querida niñera, mi institutriz y más tarde un preceptor, formado en Harvard, que le fue recomendado a mi padre como poeta que con esa ocupación gozaría de respaldo seguro para escribir una gran obra. Se llamaba Hollingdale, Arthur Hollingdale; muy pronto afirmó discernir un talento literario considerable en mis composiciones adolescentes, y por ello me alentó a orientar mi mente en esa dirección. Trató de interesarme en la literatura moderna —recuerdo que era entusiasta de Ezra Pound—, pero mis gustos y aptitudes estaban ya formados, era el pasado lo que me apasionaba. No creo que el señor Hollingdale llegara a escribir su gran obra. La soledad de nuestro desierto no era de su gusto; se aficionó poéticamente al tequila, y al cabo se marchó, sin gran pesar por ninguna de las partes.
Entre las posesiones de la familia había una carta —una carta muy significativa— dirigida por Randolph Henry Ash a mi bisabuela, Priscilla Penn Cropper, de soltera Priscilla Penn. Esta antepasada era una mujer de personalidad muy acusada, y por así decirlo excéntrica; oriunda de Maine, hija de abolicionistas fervientes, que habían acogido a esclavos fugitivos y participado en aquella fermentación de Nuevas ideas y modos de vida que había por entonces en los Estados de Nueva Inglaterra. Mi bisabuela fue una oradora elocuente en favor de la Emancipación de la Mujer, y colaboró también, como era corriente en aquellas valientes luchadoras por los derechos humanos, en otros movimientos. Creía firmemente en la terapia mesmérica, de la cual afirmaba haber obtenido grandes beneficios, y estuvo también muy inmersa en los experimentos espiritistas de entonces, que tanto florecieron en los Estados Unidos después de que las hermanas Fox oyeran sus primeros «toques»; recibió al visionario Andrew Wilson, autor del Univercoelum o Clave del Universo, que estando en su casa (entonces en Nueva York) conversó con los espíritus de Swedenborg, Descartes y Bacon. Debo quizá añadir que, aunque ella no negaba un parentesco con los Penn de Pennsylvania, los cuáqueros, mis propias indagaciones no revelan que hubiera un nexo cierto. Mi bisabuela pasó a la historia, acaso injustamente si se piensa en su versatilidad y su inventiva, como la creadora de los Polvos Regeneradores de Priscilla Penn, una composición registrada que yo creo honradamente que no mató a nadie, y que puede haber salvado al menos algunas vidas de entre los miles que mi antepasada contaba, aunque sólo fuera en virtud de un efecto de placebo. Los Polvos, inteligentemente comercializados, hicieron la fortuna de Priscilla, y con la fortuna de Priscilla se levantó Everblest House. Everblest House constituye una sorpresa no pequeña para los forasteros que la visitan, por ser una réplica exacta de una mansión paladiana de Mississippi, perdida durante la Guerra entre los Estados por mi tatarabuelo paterno, Mortimer D. Cropper. Fue su hijo, Sharman M. Cropper, el que en aquellos tiempos revueltos marchó al norte a ganarse la vida, y, según reza la leyenda familiar, quedó transido por la vista de mi bisabuela dirigiendo la palabra a una asamblea al aire libre sobre los principios fourieristas de Harmony y el deber de luchar por la libertad de la pasión y del placer. Si a impulsos de la pasión o del oportunismo no lo sé, pero el caso es que él se incorporó al número de sus seguidores, y así fue como en 1868 llegó a Nuevo México, con un grupo que pretendía fundar un falansterio. Algunos habían pertenecido anteriormente a lo que ahora llamaríamos grupos escindidos de las comunidades modelo y poblados rectangulares fundados sin éxito por Robert Owen y su hijo, Robert Dale Owen, autor de La tierra discutible entre este mundo y el siguiente.
El proyecto de falansterio, menos austero que los poblados de Owen, fracasó porque nunca se alcanzó el número mágico de 1620 habitantes que habían de presentar todas las variantes posibles de todas las pasiones posibles de uno y otro sexo, y también porque entre los entusiastas no había ninguno práctico en agricultura ni conocedor de las condiciones del desierto. Mi bisabuelo, un caballero sureño, también empresario a su manera, cuando vio la ocasión propicia le propuso a mi bisabuela una reconstrucción del Paraíso de su juventud perdida de conformidad con los principios racionales y armónicos del modo de vida de ella: basar la felicidad de ambos en los placeres alcanzables de la vida de familia (con criados, aunque por supuesto sin esclavos), sin añoranzas de aquel entusiasta amor de grupo que se había demostrado tan divisivo y tan inmanejable. Así pues, los rendimientos de los Polvos Regeneradores se aplicaron a erigir la bella casa que todavía habitamos mi madre y yo, y mi bisabuelo se dedicó a sus colecciones.
Son muchos los retratos que se conservan de Priscilla Penn Cropper; fue, evidentemente, una persona de notable belleza y amplios encantos. Durante las décadas de 1860 y 1870 su casa fue un centro de estudios espiritistas, en los cuales, con su habitual entusiasmo, trató de involucrar a los hombres pensantes de todo el orbe civilizado. Una de esas tentativas debió ser lo que motivó la carta de Randolph Henry Ash que por alguna razón misteriosa tanto me impresionó y suscitó el interés absorbente de mi vida. Pese a las más diligentes indagaciones, no he podido nunca dar con la carta que ella debió escribirle, y tengo el constante temor de que ella misma la destruyera. No sé por qué, de los muchos tesoros que había en nuestra posesión, fue aquél el que más me emocionó. Los caminos de Dios son misteriosos: puede ser, incluso, que el desaire de Randolph Henry al interés de mi antepasada engendrara en mí el deseo de demostrar que, en el fondo, éramos dignos de entenderle, y, por decirlo así, de agasajarle. Lo que es cierto es que, la primera vez que mi padre puso en mis manos aquellas hojas manuscritas, conservadas en papel de seda, por ver si yo era capaz de descifrarlas, sentí algo semejante a la emoción del recio Cortés de Keats, silencioso en su cumbre de Darién[7]. Y una vez que toqué la carta, sentí, dicho en palabras de Tennyson, que el muerto me había tocado desde el pasado: he hecho mi vida entre «Esas hojas caídas que guardan su verdor, las nobles cartas de los muertos».
Nuestro Gabinete de los Tesoros tiene un ingenioso lucernario con una cúpula diáfana de vidrio liso, no multicolor, que puede ser sombreada con medias persianas o cerrarse totalmente mediante el giro de una manivela. Aquel día, cosa desacostumbrada, mi padre había abierto no sólo los postigos sino también las persianas verdes que dejan pasar lentamente una luz tamizada e inofensiva, de modo que la sala estaba llena de sol. En aquella soleada quietud se concibió el germen de la idea que daría origen a la Colección Stant que adorna el Museo Harmonia de la Universidad Robert Dale Owen, de la cual mi antepasado Sharman Cropper fue ilustre cofundador, y a la cual los Polvos Regeneradores aportaron su óbolo fertilizante.
Doy el texto íntegro de la carta enviada a mi bisabuela. Ahora se encuentra en el lugar que le corresponde dentro del Volumen IX de mi edición de las Cartas Completas (núm. 1207, pág. 883), y un extracto aparece en las notas a Momia poseída, el poema espiritista de RHA, en la edición de las Obras Completas, que va avanzando con pasos seguros, aunque lamentablemente lentos para los entusiastas, bajo la dirección editorial general de James Blackadder, de la Universidad de Londres. Yo no acepto la identificación que hace el profesor Blackadder de mi antepasada con la señora Eckleburg, el personaje burdamente crédulo de ese poema. Hay demasiadas disparidades notorias, que yo he detallado en mi artículo sobre el tema «Un caso de identificación errónea» (PMLA, LXXI, invierno de 1959, págs. 174-180), al cual remito al lector interesado.
Estimada señora Cropper:
Le agradezco que me haya comunicado su experiencia con la planchette. Hizo usted bien en suponer que cualquier cosa emanada de la pluma de Samuel Taylor Coleridge podía suscitar mi interés. Pero también suscita en mí, se lo digo sin ambages, una considerable repugnancia imaginar a ese lúcido espíritu, cumplido ya su doloroso tránsito por esta vida terrenal fatigosa y opresiva, viéndose forzado a levantar mesas de caoba, o a flotar parcialmente materializado por salones alumbrados por el fuego de la chimenea, o a aplicar su Inteligencia liberada a garrapatear tonterías tan penosas e inanes como las que usted me envía. ¿No debería estar ahora en paz, nutriéndose de ambrosía y gustando la leche del Paraíso?
No bromeo, señora mía. He asistido a intentos de exhibición de esa clase de manifestaciones que usted cita —nihil humanum a me alienum puto, puedo decir, como deberían decir todos los de mi profesión—, y creo que la explicación más probable es una combinación de pura superchería y una especie de histeria colectiva, un miasma o una neblina de ansiedad espiritual y agitación febril, que invade a nuestra buena sociedad y cosquillea en nuestras conversaciones a la hora del té. Un temperamento especulativo podría encontrar la causa de ese miasma en el creciente materialismo de nuestra sociedad, y en el riguroso examen crítico —que es a la vez natural e inevitable, en el presente estado de nuestro Desarrollo intelectual— de nuestras narraciones histérico-religiosas. En efecto, todo es incertidumbre en esa esfera, y el historiador y el científico por igual abren brecha en nuestra fe sencilla. Aun suponiendo que el resultado final de nuestras arduas inquisiciones sea el fortalecimiento de esa fe, a ese resultado no se llegará sin trabajo, como es lógico, ni acaso se llegue en nuestra generación. Decir esto no es afirmar que las panaceas que se ofrecen para satisfacer una molesta hambre pública de certidumbre o solidez sean ni terapéuticas ni bien fundadas.
Podría decirse que el historiador y el científico por igual se comunican con los muertos. Cuvier ha infundido carne, movimiento y apetitos al difunto megaterio, y los oídos vivos de los señores Michelet y Renán, del señor Carlyle y los hermanos Grimm, han escuchado los clamores exangües de los desaparecidos y les han dado voz. Yo mismo, ayudado por la imaginación, he trabajado un poco en esa línea, he hecho de ventrílocuo, he prestado mi voz a esas voces pretéritas, y mezclado mi vida con esas vidas pretéritas, cuya resurrección en nuestras propias vidas como advertencia, como ejemplo, como la vida del pasado persistente en nosotros, incumbe a todo hombre y toda mujer que piense. Pero hay maneras y maneras, como usted no ignora, y unas están probadas y verificadas, y otras están cargadas de peligro y desengaño. Lo que se lee y se comprende, se contempla y se capta intelectualmente, pasa a ser nuestro, señora, para con ello vivir y trabajar. Toda una vida de estudio no alcanza a procurarnos más allá de un fragmento de nuestro pasado ancestral, cuanto menos de los eones que precedieron a la formación de nuestra especie. Pero ese fragmento hemos de apropiárnoslo plenamente y transmitirlo. Hoc opus, hic labor est. No existe, me veo tentado a afirmar, camino fácil ni atajo corto: pretender encontrarlos es hacer como la ignorancia de Bunyan, que encontró un sendero al Infierno junto a las mismas puertas de la Ciudad del Cielo.
Piense usted en lo que hace, señora, al intentar abordarlos, a los estimados y terribles muertos, directamente. En todo este tiempo, ¿qué sabiduría han impartido? Que la abuelita se ha dejado el broche nuevo en el reloj de pared, o que una tía vetusta anda molesta, más allá de la vida, por la imposición de un ataúd de recién nacido sobre el suyo en el panteón familiar. O, como su S.T.C. le asegura solemnemente, que hay en el Más Allá «dicha eterna para cualesquiera la merece y un tiempo de corrección para cualesquiera no». (Él, que jamás equivocó un pronombre en siete idiomas.) No hace falta, señora, que salga de la tumba ningún fantasma para decirnos eso.
Que pueda haber espíritus errantes, se lo concedo: pompas de la tierra, exhalaciones, criaturas del aire, que ocasionalmente, camino de sus ocupaciones invisibles, se crucen en nuestras corrientes habituales de percepción. De que en algunos lugares terribles habita una reminiscencia torturada en alguna forma mental, hay ciertas evidencias. Existen, qué duda cabe, más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña nuestra filosofía. Pero yo creo que si se descubren no será a través de toques ni golpecillos ni manejos palpables ni el señor Home flotando alrededor de la lámpara con los brazos tiesos, ni a través de los garabatos de su planchette, sino a través de la larga y paciente contemplación de las intrincadas operaciones de mentes muertas y organismos vivos, a través de la sabiduría que mira al antes y al después, a través del microscopio y el espectroscopio y no a través de la interrogación de aparecidos y espectros obsesionados por lo terrenal. Yo he conocido a un alma buena y mente clara a quien esos manejos trastornaron totalmente, y no para buen fin, antes para malo.
Le he escrito tan largamente porque no quiero que piense que respondo a su amabilidad a la ligera o con ánimo de irreflexiva denigración belicosa, como algunos podrían decir. Es verdad que tengo convicciones profundas, y una cierta dosis de experiencia personal al respecto, que me impiden recibir su comunicación —su comunicación espiritual— con gran interés o placer. Debo pedirle que no me envíe más escritos de esa índole. Pero por usted, y por su búsqueda desinteresada de la verdad, claro es que siento un gran respeto y admiración. Su combate en favor de su sexo es noble, y antes o después ha de verse coronado por el éxito. Espero más noticias sobre eso en el futuro, y le ruego que me considere
Su sincero servidor
R. H. Ash
La transcripción de esta carta marcaba siempre, en los apuntes autobiográficos de Mortimer Cropper, una cima a partir de la cual se despeñaban rápidamente en recuerdos banales de la infancia o mera catalogación escolástica de sus subsiguientes relaciones con Randolph Henry Ash: casi, pensaba a veces, como si no hubiera tenido existencia propia, separada, desde aquel primer contacto con el crujido eléctrico del papel y las enérgicas lazadas negras de la tinta. Era como si sus manuscritos inacabados estuvieran impulsados por el deseo de llegar a la inclusión de la carta, la lectura de la carta, el punto de reconocimiento, y pasado eso perdieran el impulso y la tensión, y con un temblor se parasen. Había una frase que a menudo añadía, sin saber muy bien por qué, sobre el engarce de este recuerdo temprano con el olor ancestral del excelente pout-pourrí que su abuela había importado a aquel desierto, de pétalos de rosa y aceites esenciales refrescantes, sándalo y almizcle. Era consciente también, sin querer de ningún modo examinar esa conciencia, de que su desgana o incapacidad para seguir escribiendo en la misma tónica tenía que ver con algo que le prohibía escribir sobre su madre, con quien compartía su vida doméstica en los Estados Unidos, y a quien desde el extranjero dirigía cartas largas y cariñosas todos los días. Todos tenemos cosas en la vida que conocemos de ese modo alusivo, breve y conveniente, y en las que deliberadamente no queremos ahondar. La señora Cropper vivía en el desierto y lo hacía verdear y florecer a fuerza de voluntad y de dinero. Cuando soñaba con ella, el profesor Cropper perdía siempre el sentido de la proporción: su madre llenaba el espacioso vestíbulo de entrada, o se alzaba, enorme y severa, en medio de la pradera. Esperaba mucho de él, y él no la había decepcionado, pero temía decepcionarla.
Razonablemente satisfecho llegó al Barrett’s Hotel, que había elegido en parte por sus comodidades, pero sobre todo porque en él se habían alojado antiguamente algunos escritores norteamericanos cuando iban a visitar a Ash. Allí le estaban esperando una pila de cartas, entre ellas una de su madre, y una nota de Blackadder diciendo que no veía razón para enmendar su nota a Ask a Embla III a la luz de los descubrimientos de Cropper sobre el paisaje islandés. Había también un catálogo de Christie’s, que en una subasta de objetos de la época victoriana incluía un alfiletero que según la tradición había pertenecido a Ellen Ash, y una sortija, propiedad en otro tiempo de una viuda norteamericana residente en Venecia, de la que se afirmaba que contenía en su cavidad de cristal unos cuantos pelos de Ash. La Colección Stant tenía varias muestras consecutivas de aquella gran melena, en su oscuridad desvaída, su canosa mezcla posterior y su plata final post-mortem, ahora la más brillante, la más permanente. El Museo Ash de la casa de Ash en Bloomsbury pujaría, quizá; Cropper pujaría sin duda, y el alfiletero y el mechón irían a ocupar un lugar de honor en la sala de cristales hexagonal que formaba el centro de la Colección Stant, donde se iban acumulando las reliquias de Ash y de su esposa, familia y conocidos, envueltas en un aire quieto y regulado. Cropper se sentó a leer sus cartas en el bar, en un sillón alto de cuero junto a un fuego muy vivo, y durante breves instantes tuvo una visión de su templo blanco brillante bajo el sol del desierto, un recinto de patios frescos, altas escaleras y una especie de panal cristalino de celdas silenciosas, cubículos radiales y salas de depósito y de estudio enlazadas en sentido vertical, dorados marcos refulgentes que encerraban pilares y pozos de luz, y dentro de éstos, encapsulados en doradas lanzaderas, eruditos que subían y bajaban, resueltos y callados.
Cuando hubiera hecho sus compras, pensó, llevaría a almorzar a Beatrice Nest. Vería también, suponía, a Blackadder. Había contado con que Blackadder dijera algo despectivo sobre sus observaciones en Islandia. Blackadder, según sus noticias, llevaba muchos años sin salir de las Islas Británicas, salvo para asistir a encuentros internacionales sobre poesía victoriana, todos los cuales se celebraban en seminarios idénticos, a los que se llegaba en coche desde hoteles idénticos. Él, en cambio, había empezado muy pronto a seguir las andanzas de Randolph Ash: no por su orden, sino según fue surgiendo la ocasión, de suerte que su primera expedición había sido a los páramos y la costa del North Yorkshire, por donde Ash había hecho un recorrido solitario a pie, combinado con la recolección de muestras de biología marina, en 1859. Cropper había repetido el mismo recorrido en 1949, buscando las tabernas y las formaciones rocosas, las calzadas romanas y los perlados arroyos, alojándose en la bahía de Robin Hood y bebiendo una desagradable cerveza caliente, comiendo guisos indescriptibles de pescuezo de cordero y menudillos salteados que le daban náuseas. Después había seguido los pasos de Ash en Amsterdam y La Haya, y recorrido los mismos caminos que él en Islandia, en contemplación de géiseres, de círculos de lodo humeante y de aquellos dos poemas inspirados en la literatura islandesa, el Ragnarök, la epopeya de la duda y la desesperación victorianas, y la secuencia de poemas Ask a Embla, las misteriosas poesías de amor publicadas en 1872 pero sin duda escritas mucho antes, posiblemente incluso cuando Ash cortejaba a Ellen Best, hija del deán de Calverley, a la que había amado durante quince años antes de que ella, o su familia, accedieran al matrimonio, que había tenido lugar en 1848. Ciertamente era típico del paso de tortuga de Blackadder con la Edición que hasta ahora no se hubiera planteado las observaciones que Mortimer Cropper hiciera en Islandia en los años sesenta. Cropper había publicado su biografía —El gran ventrílocuo— en 1969, tomando el título de uno de los monólogos irónicos de autorrevelación o autoparodia del propio Ash. Antes había hecho todos los viajes importantes del poeta: había visitado Venecia, Nápoles, los Alpes, la Selva Negra y la costa de Bretaña. Una de sus últimas expediciones había sido la reconstrucción del viaje de novios de Randolph y Ellen Ash en el verano de 1848. Habían cruzado el Canal con temporal en un paquebote, y continuado hasta París en coche de caballos (Cropper había hecho la misma ruta en automóvil), tomando después el tren de París a Lyon, y bajando en barco por el Ródano hasta Aix-en-Provence. Durante todo el viaje les había llovido a cántaros. Cropper, siempre inventivo, negoció un pasaje en un mercante que transportaba maderas y olía a resina y aceite, y tuvo suerte con el tiempo: un sol brillante sobre el agua amarilla, que le tostó la piel de los largos y nervudos antebrazos. En Aix se había instalado en el mismo hotel que los Ash y había hecho las mismas excursiones que ellos, que culminaron en una visita a la Fuente de Vaucluse, donde el poeta Petrarca pasara dieciséis años en soledad, contemplando su amor ideal por Laura de Sade. Los rendimientos de aquel viaje podían verse en la descripción que hacía Cropper de la Fuente en El gran ventrílocuo.
Así pues, un claro día del mes de junio de 1848, el poeta recién casado y su esposa marcharon por la umbrosa orilla del río hasta la caverna que cobija el manantial de la Sorgue: vista terrible y sublime que haría las delicias del viajero más romántico, y tanto más impresionante cuando unida al recuerdo del gran amador cortesano Petrarca, que allí pasó los días de su devoción y el horror de saber que su señora había perecido víctima de la peste.
Ahora las orillas del río son un lodo resbaladizo por el mucho trasiego, y el viajero del norte avanza despacio hacia su meta entre multitudes de turistas, ruidosos perros franceses, niños con piraguas y vendedores de algodón dulce, solicitado por souvenirs espantosos y objetos «de artesanía» hechos en serie. El río ha sido domeñado con esclusas y colectores, aunque la guía nos dice que puede subir de nivel inundando toda la caverna y la comarca circundante. El peregrino literario no debe desanimarse: su recompensa será una visión de aguas verdes y ceñudas peñas, que por su propia naturaleza ha podido cambiar muy poco desde que nuestros viajeros fueron a verla.
El agua sube muy deprisa en el interior de la caverna, alimentada por un río subterráneo de bastante fuerza y por la confluencia de las aguas de lluvia recogidas en la meseta de Vaucluse y en las laderas pedregosas del Mont Ventoux, el Monte Ventoso de Petrarca, como escribió Randolph en una carta. A la vista de esta corriente majestuosa debió pensar en el río sagrado de Coleridge, y acaso en la Fuente de las Musas, dada la asociación con Petrarca, un poeta por el que sentía gran admiración y cuyos sonetos a Laura se cree que influyeron en los poemas a Embla. Ante la caverna, circundada de higueras y raíces fantásticas, varias peñas blancas se alzan sobre la superficie de la veloz corriente, que va a perderse en una alfombra flotante de algas verdes que podría haber sido pintada por un Millais o un Holman Hunt. Ellen comentó la belleza de aquellas «chiare, fresche e dolci acque». Randolph, con gesto encantador, tomó en brazos a su nueva esposa y la llevó por el agua para depositarla, cual sirena presidente o diosa acuática, sobre una peña blanca a manera de trono que dividía la corriente. La imaginamos allí sentada, sonriendo tímidamente bajo su sombrero y recogiéndose las faldas para no mojarlas, mientras Randolph contemplaba su posesión, tan diferente de la de Petrarca, de la dama a la que había adorado de lejos, a despecho de tantos obstáculos y dificultades, durante un tiempo casi tan largo como aquellos dieciséis años de devoción sin esperanza que el poeta anterior viviera en aquel mismo lugar.
Ash sostuvo siempre, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, señaladamente el profesor Gabriele Rossetti, padre del poeta, que la Laura de Petrarca y la Beatriz de Dante, lo mismo que Fiammetta, Selvaggia y otros objetos del amor platónico cortesano, fueron mujeres de carne y hueso, castas pero realmente amadas mientras vivieron, y no alegorías de la política italiana ni del gobierno de la Iglesia, ni siquiera de las almas de sus creadores. Petrarca vio a Laura de Sade en Aviñón en 1327 y al punto se enamoró de ella, y la amó con constancia, aunque ella era fiel a Hugo de Sade. Ash escribió a Ruskin, indignado, que era no comprender la imaginación poética y la naturaleza del amor suponer que pudiera ser así abstraído en alegorías, que pudiera brotar de otra cosa que «el calor humano de un alma concreta encarnada, con toda su pureza y su vitalidad mortal». Su propia poesía, añadía, empezaba y acababa en «esas verdades encarnadas, esas vidas únicas e irrepetidas».
Dada esa simpatía por la adoración petrarquiana, no es sorprendente que Ash se plegara con tanta abnegación a lo que podríamos llamar los escrúpulos cristianos o los caprichos de Ellen Best y de su padre. En los primeros tiempos de su relación, Ellen era una muchacha devota y de altas miras, dotada de una belleza frágil y delicada, si hemos de creer a su familia y al propio Ash. Como yo he demostrado, las reservas del deán en cuanto a la capacidad de Ash para mantener a una esposa no carecían de fundamento, y se veían corroboradas por las reservas religiosas y muy reales de la propia Ellen sobre las tendencias dudosas del Ragnarök. Las cartas del noviazgo que han llegado hasta nosotros —lamentablemente muy pocas, sin duda como consecuencia de las oficiosas intervenciones de la hermana de Ellen, Patience, tras la muerte de aquélla— indican que Ellen ni coqueteaba con él ni estaba tampoco profundamente enamorada. Pero cuando aceptó a Randolph por esposo se encontraba ya en la difícil posición de ver que sus hermanas más jóvenes, Patience y Faith, habían hecho bodas ventajosas y felices, mientras que ella permanecía soltera.
Todo esto plantea la cuestión de cuáles podían ser los sentimientos del ardiente poeta-amador, ya con treinta y cuatro años, hacia su inocente prometida, que ya no era ninguna niña, sino una mujer madura de treinta y seis años, muy encariñada con sus sobrinos. ¿Era la inocencia de él tan grande como la de ella? ¿Cómo había soportado, se pregunta con suspicacia la mentalidad del siglo XX, las privaciones de su larga espera? Es bien sabida la duplicidad con que muchos victorianos eminentes acudían en busca de desahogo a las llamativas criaturas del submundo victoriano, las tentadoras pintadas y procaces que tanto alborotaban en Piccadilly Circus, las costureras extraviadas, las floristas y las Mujeres Caídas que morían bajo los soportales, que pedían limosna a Mayhew o, si tenían suerte, eran rescatadas por Angela Burdett-Coutts y Charles Dickens. La poesía de Ash, para lo que suele ser la poesía victoriana, manifiesta un cumplido conocimiento de las costumbres sexuales, como de la sensualidad en general. Sus nobles renacentistas son convincentemente carnales, su Rubens es un connaisseur de la forma humana sólida, la voz de los poemas de Embla es un amante real además de ideal. ¿Podía un hombre así contentarse con un deseo puramente platónico? La recatada delicadeza de Ellen Best, un poco pasada su flor, ¿escondía un ardor de respuesta insospechado? Tal vez. No hay constancia de que Randolph tuviera aventuras juveniles, y menos aún tardías: fue siempre, que sepamos, el preux chevalier. ¿Qué veían el uno en el otro, solos y absortos, cuando él tomó en sus manos el talle bien formado de Ellen y la elevó a su trono de piedra? ¿Venían de una noche de dicha? Ellen escribió a su familia que su marido era «exquisitamente considerado en todo», palabras que se prestan a cualquier interpretación.
Hay otra explicación, a la cual yo personalmente me inclino. Depende de dos fuerzas poderosas y hoy día por igual pasadas de moda, la idealización de los poetas cortesanos, a la que ya hemos aludido, y la teoría de la sublimación desarrollada por Sigmund Freud. Dicho llanamente, Randolph Henry Ash escribió, durante sus años de noviazgo: 28.369 versos, que incluyen una epopeya en doce libros, treinta y cinco monólogos dramáticos que abarcan la Historia desde sus orígenes más oscuros hasta las modernas controversias teológicas y geológicas, ciento veinticinco poesías líricas y tres dramas en verso, Cromwell, La noche de San Bartolomé y Casandra, estrenados sin éxito en Drury Lane. Trabajaba con ahínco, hasta altas horas de la noche. Era feliz porque veía a su Ellen como un manantial de pureza, una visión de gracia virginal, que respiraba un aire infinitamente más refinado que los escenarios ensangrentados y apestados de su imaginación, los lechos revueltos de los Borgias o el «lodo sulfuroso de la tierra extinta» en Ragnarök. No le turbaba la impresión de ser menos hombre por aquella casta espera, aquella activa soledad. Trabajaría, la ganaría: y así fue. Si poemas posteriores, como «La fuente sellada» o «Una dama en pintura», con su imagen de la belleza fijada para siempre sobre el lienzo y desvanecida en el rostro, si esos poemas posteriores sugieren que Randolph llegó más tarde a valorar el coste de su largo aprendizaje del amor, ello no invalida mi tesis. Tampoco pueden ayudarnos esos poemas a adivinar lo que sentían los recién casados aquel día de sol, ante la cueva oscura de la Fuente de Vaucluse.
Mortimer Cropper subió a su agradable suite y releyó sus cartas fotografiadas. Telefoneó a Beatrice Nest. La voz de Beatrice tenía una grosura lanosa; vaciló, como hacía siempre, aduciendo una nube de lentas semiobjeciones, y al fin accedió, como hacía siempre. Cropper había aprendido que con ella la adulación no daba buenos resultados, pero la culpabilización sí.
«Tengo un par de consultas muy concretas que sólo usted me podría aclarar… Lo he reservado especialmente para usted… cualquier otro momento me vendría muy mal, pero claro está que lo cambiaría en atención a usted… Querida Beatrice, si no le es posible, yo haría otros planes, no quiero en absoluto entorpecer sus quehaceres…» La cosa llevó largo rato. Gratuitamente, puesto que la conclusión estaba cantada.
Mortimer Cropper abrió su maletín; guardó las cartas de Randolph Ash a su ahijada, o mejor dicho sus imágenes robadas, y sacó aquellas otras fotografías de las que tenía una colección extensa y variada: en la medida en que podía darse variación, en carnaciones, tonos, ángulos o pormenores vistos de cerca, de una actividad, de una obsesión, tan esencialmente simple. También él tenía sus maneras de sublimar.