CAPÍTULO X

La correspondencia

Apreciada señorita LaMotte:

No sé qué sacar de su carta, si aliento o desánimo. Lo esencial está en ese «si quiere usted volver a escribir», porque con ese permiso me alienta usted más de lo que me desanima con su deseo de no ser vista, deseo que yo he de respetar. Y me manda un poema, y comenta sabiamente que vale más un poema que todos los bocaditos de pepino del mundo. Desde luego que sí, y el suyo en particular; pero imagine la contumacia de la imaginación poética y su deseo de alimentarse de unos bocaditos de pepino imaginados, que, ya que decididamente no han de ser, se representa ella como una forma de maná inglés: ¡oh verdes círculos perfectos! ¡Oh delicada pizca de sal! ¡Oh pálida y fresca mantequilla! ¡Oh, sobre todo, las tiernas migas blancas y la dorada corteza del pan reciente! Y así, en todos los aspectos de la vida, la infatigable fantasía idealiza lo que en la sobria realidad se podría zampar y deglutir en un instante de codicia refrenada.

Pero ha de saber usted que con gusto renuncio a los bocaditos, soñados o sobriamente masticados, a cambio de su delicioso poema; que, como usted dice, tiene un toque de salvajismo que es propio de los hábitos de las auténticas arañas según las observaciones más recientes. ¿Desea usted extender su metáfora de la captura o la seducción al Arte? He leído otros poemas suyos sobre insectos, y me ha maravillado cómo combinaban la brillantez y la fragilidad de esas cosas aladas —o reptantes— con algo también de ese morder y tragar y devorar que se puede ver al microscopio. Muy valiente habría de ser el poeta que acometiese una descripción veraz de la abeja —o avispa, u hormiga— reina tal como ahora sabemos que son, luego de haber supuesto durante siglos que esos centros de culto y actividad comunales eran monarcas masculinos; no sé por qué imagino que usted no comparte la repugnancia de su sexo hacia esas formas de vida, o lo que yo imagino ser una repugnancia común.

Yo tengo en la cabeza una especie de proyecto propio de un poema largo sobre insectos. No lírico, como los de usted, sino un monólogo dramatizado como los que ya he escrito sobre Mesmer o Alexander Selkirk o el Vecino Voluble; no sé si conoce usted esos poemas, y si no los conoce tendría mucho gusto en enviárselos. Me encuentro a gusto con otras mentes imaginadas: trayendo a la vida , devolviendo en cierto modo la vitalidad, a los hombres desaparecidos de otros tiempos, completos, con su pelo, sus dientes, sus uñas, su tazón, su banqueta, su bota de vino, su iglesia, su templo, su sinagoga y la tejeduría incesante del cerebro maravilloso dentro del cráneo, haciendo sus dibujos, su particularísimo sentido de lo que ve, lo que aprende, lo que cree. Parece importante que esas otras vidas mías abarquen muchos siglos y tantos lugares como mi limitada imaginación pueda alcanzar. Porque yo no soy más que un señor del siglo diecinueve puesto en mitad del humo de Londres, y lo que es peculiar de él es saber exactamente cuánto es lo que se extiende más allá de su minúsculo punto de observación, antes, alrededor y después; en tanto que él es durante todo el tiempo el que es, con su rostro patilludo y sus anaqueles cargados de Platón y Feuerbach, San Agustín y John Stuart Mill.

Divago, y no le he comunicado el tema de mi poema entomológico, que ha de ser la vida breve y milagrosa —y en conjunto trágica— de Swammerdam, descubridor en Holanda del vidrio óptico que nos reveló los interminables alcances y la agitación incesante de lo infinitamente pequeño, del mismo modo que el gran Galileo dirigió su tubo óptico a los majestuosos movimientos de los planetas, y más allá a las silenciosas esferas de lo infinitamente grande. ¿Conoce usted su historia? ¿Puedo enviarle mi versión cuando la tenga armada, si prospera? (Como sé que ha de prosperar, porque está repleta de diminutos hechos y objetos particulares, en cuya observación está la vida de la mente humana; y preguntará usted, ¿mi mente o la de él?, y yo, a decir verdad, no lo sé. Él inventó maravillosos instrumentos diminutos para atisbar y fisgar en la esencia de la vida de los insectos, y todos hechos de fino marfil, por ser menos destructivo y dañino que el violento metal: hacía agujas liliputienses antes de la invención de Liliput, agujas de hada. Y yo no tengo más que palabras, y cáscaras muertas de las palabras de otros, pero lo sacaré: no es necesario que me crea todavía, pero ya lo verá.)

Veamos: dice usted que puede darme un ensayo sobre la Negación Eterna, o sobre el Velo de Ilusión de Schleiermacher, o la Leche del Paraíso, o lo que quiera. ¡Cuánta prodigalidad! ¿Qué escogeré? Creo que no quiero la Negación Perpetua, pero conservo todavía la esperanza de unos círculos verdes y frescos, como acompañamiento de la leche del Paraíso y su poquito de Bohea [9]; y de usted no quiero ilusión sino verdad. Así que tal vez me cuente algo más de su Proyecto del Hada, si es posible hablar de él sin perjuicio de la idea. Hay momentos en los que hablar —o escribir— es útil, y momentos en que es muy improductivo: si le viene mejor no proseguir nuestra conversación, lo entenderé. Pero espero una carta en respuesta a todas estas tonterías deshilvanadas, que espero no incomoden a alguien de quien espero que las comprenda.

Suyo muy sinceramente,

R. H. Ash


Estimado señor Ash:

Me avergüenzo al pensar que lo que usted puede haber interpretado razonablemente como afectación —o incluso rudeza— por mi parte haya suscitado de la suya una mezcla tan generosa y chispeante de ingenio e información. Gracias. Si todos aquellos a los que negase un mero nutrimento vegetal me obsequiaran con semejante alimento intelectual, me mantendría impenitente en materia de bocaditos hasta la eternidad; pero la mayoría de los solicitantes se contentan con una sola negativa. Y verdaderamente es lo mejor que sea así, porque aquí vivimos con toda tranquilidad, dos damas solitarias, y llevamos nuestra pequeña casa, tenemos nuestros dulces ritmos diarios imperturbados, y nuestra pequeña independencia circunscrita, precisamente porque no somos nada notable. Usted, con su delicadeza, sabrá apreciarlo: por una vez hablo llanamente: ni hacemos ni recibimos visitas. Nos hemos conocido, usted y yo, porque Crabb Robinson fue amigo de mi querido padre; ¿y de quién no ha sido amigo? No tuve fuerzas para rehusar una petición hecha en su nombre, y aun así lo sentí, porque yo no hago vida social; la señora se excusa demasiado, dirá usted, pero es que sus visiones de dicha en verdes círculos la conmovieron, y es verdad que por un instante habría querido poder darle una respuesta más satisfactoria. Pero hubiera sido de lamentar: no sólo por mí, también por usted.

Me he sentido muy halagada por su buena opinión de mi poemita. No estoy segura de cómo contestar a su pregunta sobre la captura o la seducción como cualidades del Arte; del arte de Aracne quizá lo sean, y por extensión de las producciones femeninas meramente frágiles o refulgentes; pero de las grandes obras de usted, desde luego que no. Me ha dejado atónita que pudiera usted suponer que no conozco el poema de Mesmer, o el de Selkirk en su isla terrible, cara a cara con un Sol impacable y un Creador aparentemente sordo, o el del Vecino Voluble y su versatilidad religiosa, o sus tergiversaciones. Debería haber contado una mentirilla y dicho que no los conocía, por la gracia de recibirlos de manos de su autor; pero hay que ser fiel a la verdad, así en lo pequeño como en lo grande; y esto no era cosa pequeña. Debe usted saber que tenemos todos sus libros, alineados en imponente hilera; y que son abiertos a menudo y a menudo comentados, en esta casa pequeña lo mismo que en el ancho mundo. Debe usted saber también —o quizá no deba saberlo; no sé cómo decírselo, cuando hace tan poco tiempo que nos conocemos; pero si no es a usted, a quién; y acabo de escribir que hay que ser fiel a la verdad, y esta verdad es tan central—, debe usted saber, pues, porque he de sacar fuerzas de flaqueza, que su gran poema Ragnarök fue la ocasión de lo que ha sido, con mucho, la peor crisis en la historia de mi sencilla fe religiosa, que he experimentado y espero experimentar. No es que en ninguna parte de ese poema atacara usted la religión cristiana —de la cual, con absoluta propiedad poética, ciertamente no se hacía mención—; aparte de que nunca, en su poesía, habla usted con su propia voz, ni con su propio corazón directamente. (Que interroga está claro: el creador de Voluble, de Lázaro, del hereje Pelagio es tan sabio como la serpiente en cuanto a todas esas sutiles y profundas interrogaciones e investigaciones de los Fundamentos de nuestra Fe que en nuestro tiempo han sido más insistente y persistentemente planteadas. Conoce los «ambages y sinuosidades» de la filosofía crítica, como dice su Agustín refiriéndose a su Pelagio; por el cual siento cierta debilidad, pues ¿no era acaso bretón, como yo soy en parte, y no quería que los hombres y mujeres pecadores fueran más nobles y más libres de lo que eran?…) Pero mucho me estoy apartando de Ragnarök y su pagano Día del Juicio, y su pagana interpretación del misterio de la Resurrección, y del Nuevo Cielo y la Nueva Tierra. Me pareció como si estuviera usted diciendo: «Cuentos así cuentan los hombres y han contado, no diferentes, salvo en el énfasis, en éste o aquel punto.» O incluso: «Los hombres cuentan aquello que desean que sea o pudiera ser, no aquello que por decreto divino y trascendente debe ser y es.» Me pareció como si convirtiera usted las Sagradas Escrituras en un cuento maravilloso como otros, a fuerza de escribir así, de imaginar con esa fuerza. Me embarullo, no sigo, le pido perdón si lo que he dicho le parece incomprensible. Dudé y admití dudas con las que desde entonces he tenido que convivir. Y basta.

No pretendía escribir todo esto. ¿Cómo pone usted en duda el gran placer que sería recibir su Swammerdam, si, cuando llegue al final, aún le apetece hacer una copia y mandarla aquí? No le puedo prometer una crítica inteligente, pero de eso no estará usted escaso; una lectura receptiva y reflexiva sí le garantizo. Me ha interesado mucho lo que me dice de su descubrimiento del microscopio, y de sus agujas de marfil para examinar las formas de vida más minúsculas. En esta casa nos hemos entretenido un poco con microscopios y lentes, pero tenemos una resistencia muy femenina a matar; aquí no encontraría usted ninguna colección bajo alfileres y cloroformos, tan sólo unos cuantos frascos puestos del revés como morada de huéspedes temporales: una araña grande, una mariposa en forma de crisálida, un gusano voraz con muchas patas que hemos sido totalmente incapaces de identificar y que está poseído por un demonio incansable, o por el odio a los frascos panópticos.

Le envío otros dos poemas. Forman parte de una serie sobre Psique, en forma moderna: aquella pobre muchacha dubitante que confundió el Amor Divino con una serpiente.

No he respondido a su pregunta sobre mi Poema del Hada. Me halaga profundamente, y me alarma no menos profundamente, que lo recuerde usted así; pues si hablé de ello fue —o pretendí que fuera— de pasada, como de algo que podría ser entretenido o curioso ensayar o investigar, un día de ocio cualquiera.

Siendo así que lo cierto es que tengo metido en la cabeza escribir una epopeya, o si no una epopeya una saga, un lai o un gran poema mítico; y ¿cómo puede una pobre mujer embarullada, sin capacidad de fijeza y con un saber sólo lunar, confesar tamaña ambición al autor de Ragnarök? Pero tengo una curiosa certeza de que usted es de fiar en esto, de que no se burlará ni echará sobre el hada de la fuente un jarro de agua fría.

Basta. Adjunto los poemas. Tengo muchos más sobre el tema de la metamorfosis: uno de los temas de nuestro tiempo, y de todos los tiempos, si bien se mira. Estimado amigo, perdone mi vehemente prolijidad; y envíe cuando pueda, si quiere, su Swammerdam para edificación de

Su sincera amiga, que le desea todo bien,

C. LaMotte

[Adjunto]

METAMORFOSIS

La voladora en sedas agitada,

¿se para a recordar cómo empezó:

prisionera, sin alas, arrugada?

El hombre, ebrio de gloria,

¿piensa cómo nació su peregrina historia:

mota de carne, fruto de la nada?

Yacían ambos en la eterna espera

y ya su biografía estaba entera

en la vista terrible del Creador.

Él les dio forma y vida palpitante;

Él se las sigue dando en cada instante

y será al fin su fuego abrasador.

PSIQUE

Los animales en los cuentos viejos

daban al hombre auxilios y consejos.

Uno era el mundo entonces, y armonía

lo que hoy es discordante algarabía.

Llora la infeliz Psique castigada

por los rigores de una diosa airada

a separar con solas sus dos manos

un monte de simientes y de granos,

confusa e inextricable mezcolanza

que a Venus asegura cruel venganza.

Mas he aquí que las célibes hormigas,

apiadadas de Psique y sus fatigas,

con solidaridad discreta y muda

acuden presurosas en su ayuda;

y, dando prueba de su gran destreza

en las labores de orden y limpieza,

separan y amontonan diligentes

según sus variedades las simientes.

Así, el duro mandato bien cumplido,

podrá Psique reunirse con Cupido.

No es el hombre quien con su aprobación

da mérito y valor a nuestra acción,

ni es su beso de amor o gratitud

el premio que acredita la virtud.

Las hormigas, sin amo, rey ni dueño,

no necesitan en su diario empeño

otra razón para su afán y esmero

que el bienestar de todo el hormiguero.

Y al cruzarse dos de estos animales

sus mensajes se dan como entre iguales;

y a ninguna otra inclina la cabeza,

porque donde no hay rey todo es realeza.


Estimada señorita LaMotte:

Cuánta generosidad la suya, después de todo, al escribir tan pronto y por extenso. Espero que mi respuesta no sea demasiado precipitada, pues no querría por nada del mundo atosigarla ni importunarla; pero hay tantas cosas de interés en lo que me dice, que me gustaría poner por escrito lo que pienso mientras aún esté fresco y claro. Sus poemas son deliciosos y originales; si estuviéramos cara a cara, aventuraría un par de conjeturas sobre los fondos últimos de la críptica alegoría de Psique, que no tengo el valor o el descaro de escribir con todas sus letras. Empieza usted tan dócilmente, con su princesa afligida y sus animalitos útiles, y acaba en todo lo contrario, con una dispensa moral… ¿de qué?, he ahí el problema: ¿de la monarquía, o del Amor del Hombre, o de Eros en cuanto distinto de Ágape, o de la malignidad de Venus? ¿Es verdaderamente el afecto social del hormiguero mejor que el amor de hombres y mujeres? En fin, usted es quien ha de juzgar, el poema es suyo y excelente; y bastantes muestras hay en la historia humana de desmochadas torres incendiadas por un capricho de pasión, o de pobres almas esclavizadas por uniones sin amor impuestas por la voluntad paterna y los dictados de la alcurnia; o de amigos matándose entre sí; Eros es un diosecillo malo y voluble; y yo, hablando, hablando, acabo en su misma manera de pensar, señorita LaMotte, y sigo sin saber del todo en qué consiste.

Ahora que ya he dado a sus poemas la prioridad que se les debe, le diré que me ha disgustado saber que mi poema fuera ocasión de duda para usted. Una fe segura, un espíritu de oración sincero, es algo hermoso y verdadero, independientemente de cómo hayamos de interpretarlo hoy día, y que no tienen por qué turbar los vaivenes y búsquedas del cerebro finito de R. H. Ash ni de ningún otro estudioso perplejo de nuestro Siglo . Ragnarök fue escrito con toda sinceridad en la época en que yo personalmente no ponía en duda las certezas bíblicas, ni la fe que me habían transmitido mis padres, y a ellos los suyos . Algunos lo leyeron de distinta manera —la dama que iba a ser mi esposa fue uno de esos lectores—, y en aquel momento a mí me alarmó y sorprendió que mi poema se interpretara como apostasía de ningún tipo, porque para mí era una reafirmación de la Verdad Universal de la presencia viva del Padre de Todo (llámesele como se le llame) y de la esperanza de Resurrección tras todo desastre devastador en una u otra forma. Cuando Odín, disfrazado como el caminante Gangrader, le pregunta en mi poema al gigante Wafthrudnir qué palabra fue la que el Padre de los dioses susurró al oído de su hijo muerto Baldur, en la pira funeral, el joven que yo era entonces pensaba, con toda devoción, que esa palabra era Resurrección. Y él, aquel joven poeta, que soy y no soy yo, no veía ninguna dificultad en suponer que el escandinavo Dios de la Luz muerto pudiera prefigurar —o figurar— al Hijo de Dios muerto que es el Padre de la Cristiandad. Pero, como usted percibió, es una máquina doble, un arma de corte que corta en los dos sentidos, esto de la figuración: decir que la Verdad del Relato está en el significado, que el Relato no hace sino simbolizar una verdad eterna, es dar un paso en el camino hacia la paridad de todos los relatos… Y la existencia de las mismas Verdades en todas las Religiones es un gran argumento tanto a favor como en contra de la Verdad suprema de Una.

Ahora debo confesarme. He escrito y destruido una respuesta anterior a su carta en la cual —no insinceramente— la instaba a aferrarse firmemente a su fe, a no meterse en los «ambages y sinuosidades» de la filosofía crítica; y escribía lo que quizá no sea una tontería, que las mentes de las mujeres, más intuitivas y puras y menos obstruidas por torsiones y tensiones que las de los simples varones, pueden guardar seguras ciertas verdades que nosotros los hombres podemos perder por demasiado cuestionar, por un exceso de esa futilidad mecánica; «Un hombre puede estar en tan justa posesión de la verdad como de una ciudad, y verse, sin embargo, obligado a rendirla»: así dijo sabiamente sir Thomas Browne, y yo no quisiera colaborar en pedirle a usted las llaves de esa ciudad por seguir una tesis falsa.

Pero pensé —y pensé con razón, ¿no es cierto?— que no le sería muy grato verse exonerada de argumentar por una apelación a su intuición superior y un abandono del campo por mi parte.

No sé por qué, ni cómo, pero sí sé de todo corazón que es así, y por eso no puedo prevaricar con usted, y lo que es peor, no puedo decentemente pasar por encima de cuestiones de tal trascendencia. De modo que habrá usted observado —con su aguda inteligencia— que en ninguna parte de esta carta declaro sostener ahora las simples o inocentes opiniones del joven poeta de Ragnarök. Y si le digo qué opiniones sostengo, ¿qué pensará usted de mí? ¿Seguirá usted comunicándome sus pensamientos? No lo sé; lo único que sé es que siento la compulsión de ser sincero.

No he llegado a ser ninguna clase de ateo, ni siquiera de positivista, no en cuanto a la posición religiosa extrema de quienes hacen de la Humanidad una religión; pues, aunque deseo bien a mis semejantes, y los encuentro infinitamente interesantes, aun así hay más cosas en el Cielo y la Tierra que las creadas para su beneficio, es decir, para el nuestro. Los impulsos que llevan a la religión pueden ser la necesidad de confiar o la capacidad de asombro, y mis propios sentimientos religiosos siempre han estado más inspirados por lo segundo. Encuentro arduo prescindir del Creador; cuanto más vemos y entendemos, mayor es nuestro asombro ante este extrañamente interrelacionado Montón de cosas, que a pesar de todo tiene su orden. Pero voy demasiado deprisa. Y no puedo, no debo, cargarla con una confesión completa de lo que en cualquier caso es una suma muy confusa, muy incoherente, realmente rudimentaria, de ideas, percepciones, medias verdades, ficciones útiles, por las que se lucha sin poseerlas.

La verdad es, mi querida señorita LaMotte, que vivimos en un mundo viejo: un mundo cansado, un mundo que ha ido apilando especulaciones y observaciones hasta que verdades que habrían podido ser aprehensibles al sol primaveral de la mañana de los hombres, por el joven Plotino o el extático Juan de Patmos, ahora están oscurecidas por palimpsesto sobre palimpsesto, por excrecencias córneas y espesas sobre esa clara visión; como la serpiente que muda, antes de irrumpir con su nueva piel flexible y brillante, se encuentra cegada por las costras de la antigua; o, podríamos decir, como las bellas líneas de fe que se alzaban en las animosas torres de las antiguas catedrales y abadías son a la vez roídas por el tiempo y la suciedad y blandamente amortajadas por las negras acreciones de nuestras ciudades industriales, nuestra riqueza, nuestros descubrimientos mismos, nuestro Progreso. Ahora bien, yo no puedo creer, porque no soy maniqueo, que Él, el Creador, si existe, no nos hiciera e hiciera nuestro mundo así como somos. Nos hizo curiosos, ¿no es verdad?, nos hizo preguntones, y el Escriba del Génesis hizo bien en situar la fuente de todas nuestras miserias en esa avidez de conocimiento que ha sido también nuestro mayor acicate —en cierto sentido— para el bien. Para el bien y el mal. De ambas cosas tenemos ahora más, no puedo por menos de creerlo, que nuestros primitivos padres.

Pues bien, mi gran pregunta es: ¿se ha apartado Él de nuestra vista para que con la diligencia de nuestras mentes maduras descubriéramos Sus Caminos —que ahora nos quedan tan lejanos—, o somos nosotros los que por el pecado, o por algún endurecimiento ineludible de nuestra piel antes de los nuevos estadios de la metamorfosis, hemos llegado a una fase que exige que seamos conscientes de nuestra ignorancia y nuestra distancia, y será esa condición salud o enfermedad?

Yo estaba, en Ragnarök, donde Odín, el Todopoderoso, queda en mero Inquiridor errante en la Tierra Media, y es inevitablemente aniquilado con todas sus obras en el último campo de batalla, al final del último terrible invierno, estaba tanteando hacia una pregunta semejante, sin darme cuenta.

Y a eso se suma la entera cuestión de qué clase de Verdad se pueda transmitir en un cuento maravilloso, como usted acertadamente lo llama; pero estoy abusando terriblemente de su paciencia, que conmigo ya debe estar agotándose; y quizá habré traspuesto ya el límite de su atención despierta y perspicaz.

Y no he contestado a lo que me decía de su epopeya. Pues bien, si aún le interesa mi opinión, y no tiene por qué interesarle; porque usted es Poeta y a fin de cuentas deben interesarle sólo sus propias opiniones, ¿por qué no una epopeya? ¿Por qué no un drama mítico en doce libros? No veo razón alguna en la Naturaleza para que una mujer no sea capaz de escribir un poema así tan bien como un hombre, si se empeña.

¿Le parece brusco lo que digo? Es porque me disgusta que, con sus dotes, suponga usted siquiera que pudiera hacer falta ninguna apología del Proyecto.

Sé muy bien que lo que requiere apología es mi tono a lo largo de toda esta carta, que no voy a releer, porque no sería capaz de rehacerla otra vez. Así que va a usted en bruto, sin viático ni extremaunción; y yo quedo esperando —resignado pero nervioso— a ver si ve usted posible alguna respuesta.

Suyo,

R. H. Ash


Estimado señor Ash:

Si he guardado silencio demasiado tiempo, perdóneme. Estaba deliberando no sobre si, sino sobre qué podía contestar, ya que me hace usted el honor —he estado a punto de escribir el doloroso honor, pero verdaderamente no lo es , no es así— de confiarme sus auténticas opiniones. Yo no soy ninguna señorita de novela evangélica que prorrumpa en una catarata de refutaciones o repulsas —elevadas— ante las expresiones de duda sincera; y en parte estoy de acuerdo con usted: la Duda, la duda es endémica en nuestra vida en este mundo y en esta época. No disputo su visión de nuestra situación histórica; estamos lejos de la Fuente de la Luz, y sabemos cosas que hacen que una fe sencilla sea difícil de sostener, difícil de aprehender, difícil de conquistar.

Escribe usted mucho acerca del Creador, a quien no llama Padre, salvo en su analogía escandinava. Pero del relato veraz del Hijo dice usted bien poco; y sin embargo es eso el Centro de nuestra fe viva: la Vida y Muerte de Dios hecho hombre, nuestro verdadero Amigo y Salvador, el modelo de nuestra conducta, y nuestra esperanza, por su Resurrección de entre los muertos, de una vida futura para todos nosotros, sin la cual la flaqueza y la manifiesta injusticia de nuestra estancia en la tierra serían una burla intolerable. Pero escribo como un predicador, cosa que no podemos —está mandado— ser las mujeres, y no le digo sino lo que usted, con su sabiduría, ya habrá meditado interminablemente.

Y sin embargo: ¿podríamos haber concebido ese Modelo Sublime, ese Sacrificio Supremo, de no ser así?

Yo podría aducir contra usted la evidencia de su propio poema sobre Lázaro, el misterio de cuyo críptico título tiene usted que explicarme algún día . Déjà-vu o la clarividencia. Sí, pero ¿cómo hay que entender eso? Mi amiga —mi compañera— y yo nos hemos interesado últimamente por los fenómenos psíquicos, hemos asistido a algunas conferencias locales sobre estados mentales inusitados y manifestaciones de espíritus; hemos tenido incluso la osadía de presenciar una sesión dirigida por una señora llamada Lees. Pues bien, la señora Lees está convencida de que los fenómenos de déjà-vu —en los cuales el que los experimenta tiene el convencimiento de que una experiencia presente no es sino repetición de algo ya vivido antes, quizá con frecuencia— son la demostración de una cierta circularidad del tiempo inhumano: de otro mundo adyacente en el que las cosas son eternamente, sin cambio ni deterioro. Y de que los fenómenos comprobados de clarividencia —el don de prever, vaticinar o profetizar— son otra inmersión en ese continuo siempre renovado. Así que desde este punto de vista su poema parecería sugerir que el Lázaro muerto entró en la Eternidad y volvió a salir —«de tiempo en Tiempo», como escribió usted en ese poema—, si no lo entiendo mal, y ahora ve el Tiempo desde la perspectiva de la Eternidad. Es una idea digna de usted —y ahora empiezo a conocerle mejor—, esa visión resucitada que tiene Lázaro del carácter milagroso de los pequeños pormenores de la Vida; el ojo amarillo y barrado de la cabra, el pan sobre el plato y los peces con sus escamas esperando para el horno, todas esas cosas son para usted la esencia del vivir, y únicamente para su narrador perplejo la mirada del hombre vivo-muerto parece indiferente; porque la realidad es que él ve que todo tiene valor, Todo.

Antes de conocer a la señora Lees, yo entendía la clarividencia de usted de una manera más general: como una prefiguración de la Segunda Venida que esperamos: los granitos de arena serán separados y contados, como los cabellos de nuestras cabezas, en la mirada del hombre muerto.

El Hijo de Dios no habla en su poema. Pero el escriba romano que refiere la historia —él, que hace los censos, el recopilador de datos de poca importancia—, ¿acaso no se asombra a despecho de sus propias inclinaciones, a despecho de sus prosaicos hábitos mentales de funcionario, viendo el efecto de la presencia del Hombre sobre esa pequeña comunidad de creyentes, que están alegremente dispuestos a Morir por Él, e igualmente dispuestos a vivir en la penuria? «Todo es igual para ti», escribe desconcertado; pero a nosotros no nos desconcierta, porque Él les ha abierto la Puerta de la Eternidad y ellos han vislumbrado la luz interior, que ilumina los panes y los peces: ¿no es así?

¿O soy yo demasiado simple? ¿Fue Él —tan amado, tan ausente, tan cruelmente muerto— sólo Hombre?

Usted ha presentado de la forma más dramática el Amor por Él; la necesidad de su consuelo —ahora ausente— entre las mujeres de la casa de Lázaro: Marta la incesantemente activa y María la visionaria, cada una a su manera sabedora de lo que Su Presencia significó en otro tiempo, aunque Marta lo ve como un decoro doméstico, y María lo ve como una Luz perdida; y Lázaro ve sólo lo que ve, momentáneamente.

Ah, qué enigma. Ya termino mi torpe bosquejo de aprendiz de su monólogo magistral; ¿he descrito la vivacidad de la Verdad Viva, o la dramatización únicamente de la fe, de la Necesidad?

¿Me dirá usted lo que ha querido decir? ¿Es usted como el Apóstol, todas las cosas para todos los hombres? ¿Dónde he ido a parar? Dígame… que Él Vive… para usted


Pues bien, mi querida señorita LaMotte: Estoy amarrado al poste y he de llegar hasta el fin, aunque en otros aspectos mi parecido con Macbeth sea bien escaso. Primeramente me tranquilizó recibir su carta, y ver que no estaba excomulgado; después, pensándolo mejor, la estuve sopesando algún tiempo, dándole vueltas, en la duda de si realmente no me traería una lluvia de azufre y cenizas.

Y cuando la abrí por fin, lo que traía era una tal generosidad de espíritu, una fe tan ferviente y una comprensión tan sutil de lo que yo había escrito; no me refiero sólo a mi dudosa carta, sino a mi poema sobre Lázaro. Ya sabe usted lo que pasa, porque también usted es poeta: se escribe una historia así y asá, y va uno pensando sobre la marcha, este toque está bien, este concepto modifica aquel otro, ¿no será demasiado obvio para la generalidad? Porque un empaste excesivo de obviedad, un sentido demasiado transparente, casi estomaga. Y hete aquí que llega a manos del público en general, y el público en general lo declara a la vez demasiado sencillo y elevado, robusto e incomprensible, y lo único que aparece claro es que lo que uno había querido transmitir se pierde en brumas impenetrables, y lentamente pierde la vida, en la mente del autor no menos que en la de sus lectores.

Pero entonces llega usted, con un destello de sabiduría como casual y sin esfuerzo, y todo lo resucita, hasta en su pregunta dubitativa del final: ¿Hizo Él esto? ¿Vivió Lázaro? ¿Será verdad que el Dios-hombre resucitó a los muertos antes de triunfar Él mismo sobre la Muerte? ¿O se trata únicamente, como cree Feuerbach, del producto del Deseo humano, materializado en una historia?

Me pide usted que le diga que Él Vive para mí.

Vive, sí; pero ¿cómo? ¿De veras creo que aquel Hombre entró en el pudridero donde Lázaro ya se descomponía y le ordenó levantarse y andar?

¿De veras creo que en todo eso no hay más que ficción de esperanzas y sueños y folclore mutilado, embellecidos por los simples para los crédulos?

Vivimos en una era de historia científica; cribamos los datos; sabemos algo de lo que cuentan los testigos presenciales y hasta qué punto es prudente fiarse de ellos; y de lo que aquel muerto-vivo (hablo de Lázaro, no de su Salvador) vio, o comunicó o pensó, o confió a su amante familia sobre qué había más allá de la frontera terrible : ni una palabra.

Entonces, si yo invento un relato ficticio de testigo presencial, un relato creíble, aceptable, ¿estaré dando vida a la verdad con mi ficción, o verosimilitud a una Mentira colosal con mi imaginación enfebrecida? ¿Estaré haciendo lo mismo que ellos, los evangelistas, reconstruyendo los hechos de la Historia al cabo de un tiempo, o como los falsos profetas, haciendo del aire simulacros? ¿Seré como las brujas de Macbeth, un hechicero que mezclando verdad y mentira hace formas incandescentes? ¿O seré algo así como un escriba muy modesto de un Libro profético, que relata la verdad que habita en él, ayudándose de ficciones, que reconoce como suyas, como Próspero reconocía a Calibán? Pues en ninguna parte digo que no sea mío ese pobre censor romano, ese zoquete testarudo, boca de barro para soplar por ella.

No es respuesta, dirá usted ladeando la cabeza, escudriñándome como un ave sabia, y dictaminando que prevarico.

Le diré que la única vida de la que estoy seguro es la vida de la Imaginación . Sea cual sea la Verdad —o la Falsedad— absoluta de todo eso de vida-en-la-muerte, la Poesía puede hacer que ese hombre viva durante todo el tiempo que usted o quienquiera le crea vivo. Yo no pretendo dar Vida como Él se la dio a Lázaro, pero quizá sí como Elíseo, que se acostó sobre el cuerpo muerto y lo vivificó con su aliento.

O como hizo el Poeta del Evangelio; pues Poeta era, aparte de todo lo demás; Poeta era, fuese historiador científico o no.

¿Vislumbra usted lo que quiero decir? Yo, cuando escribo , sé. Recuerde aquellas palabras milagrosas del joven Keats: de nada tengo certeza, si no es de la santidad de los afectos del Corazón y la verdad de la Imaginación.

Fíjese que no digo que la Belleza sea Verdad, la Verdad Belleza, ni ninguna sutileza por el estilo. Lo que digo es que sin la imaginación del Hacedor nada puede vivir para nosotros, ya esté vivo o muerto, o vivo antaño y ahora muerto, o esperando recibir la vida.

Ah, pretendía contarle mi verdad y no he escrito más que sutilezas insípidas sobre la poesía. Pero usted lo sabe; sinceramente creo que lo sabe.

Dígame que lo sabe; y que no es tan sencillo, ni sencillamente rechazable: que hay una verdad de la Imaginación.


Estimado señor Ash:

Macbeth era un hechicero. Si el que no había nacido de mujer no le hubiese dado muerte con su afilada espada, ¿cree usted que el buen rey Jacobo, con su piadosa Demonología, no hubiera querido quemarle en la hoguera?

Pero en nuestra época puede usted argumentar tranquilamente: ah, yo no soy más que un poeta; si afirmo que la Verdad sólo nos llega a través de la vida, o de la vivacidad de las mentiras, nada de malo hay en eso; puesto que una cosa y otra hemos mamado, indisolublemente; tal es la suerte de los hombres.

Él dijo: Yo soy la Verdad y la Vida. ¿Y de eso qué, señor mío? ¿Era una afirmación aproximada? ¿O una figuración poética? ¿Qué era? Algo que resuena por toda la eternidad: YO SOY.

No es que no le conceda (ahora me bajo de mi estrado de predicador, de mi púlpito inalcanzable) que hay verdades de las que usted dice. Quién que lo juzgue negará que el suplicio de Lear, y el dolor del duque de Gloster, son verdad, aunque esos hombres no hayan vivido nunca, o no hayan vivido así. Me dirá usted que sí que vivieron en cierta manera; y que él, W. S., sabio, hechicero, profeta, los devolvió a una Vida enorme; tanto, que ningún actor podría llenar el papel, y sólo usted y yo podemos, con nuestro estudio, redondearlo.

Pero lo que podía ser un Poeta en aquellos tiempos de gigantes, que fueron también los del dicho rey Jacobo y su Demonología, y no sólo su Demonología, sino su encargo de trasladar la Palabra de Dios al inglés, de tal modo fijada entonces para la posteridad que cada una de sus palabras está cargada de verdad y fe, y ha ido cargándose más, de fe al menos, con el paso de los siglos, hasta nuestra incredulidad…

Lo que era entonces un poeta —vidente, daimon, fuerza de la naturaleza, la Palabra— no es lo que es ahora, en nuestra época de engrosamiento material.

Puede ser que la diligente reconstitución que usted hace, como la restauración de frescos antiguos con colores nuevos, sea nuestro camino a la Verdad: un discreto parcheado. ¿Aceptaría usted mi símil?

Fuimos a oír otra conferencia sobre las Manifestaciones Espirituales recientes, dada por un cuáquero muy respetable que empezó con una predisposición a creer en la vida del Espíritu, pero sin ningún deseo vulgar de asombros ni sorpresas. Siendo él inglés, caracterizó a los ingleses en términos no del todo ajenos al estilo del poeta Ash. Hemos pasado, decía este buen hombre, por un doble proceso de endurecimiento. El comercio, y la abjuración protestante de las relaciones espirituales, han estado mutuamente obrando sobre nosotros una petrificación y osificación internas. Somos groseramente materialistas, y lo único que aceptamos son pruebas materiales —como nosotros las llamamos— de los hechos espirituales; y por eso los espíritus han condescendido a hablarnos de esas maneras toscas, con toques y crujidos y susurros musicales, que no hacían falta en otros tiempos, cuando nuestra Fe estaba encendida y viva en nosotros.

Dijo también que los ingleses estamos particularmente endurecidos porque nuestra atmósfera es más densa, menos eléctrica y magnética que la de los americanos, que son visiblemente más nerviosos y excitables que nosotros, tienen más talento para los planes sociales y más fe en la mejora de la Naturaleza Humana; cuyas mentes, al igual que sus instituciones, se han desarrollado con una rapidez de crecimiento semejante a la de las junglas tropicales, y en consecuencia poseen un mayor grado de apertura y receptividad. Ellos tuvieron a las Hermanas Fox y los primeros mensajes por toques, y las revelaciones de Andrew Jackson Davis y su Univercoelum, y fueron ellos los que alentaron el talento de D. D. Home.

Mientras que nuestras «condiciones telúricas» (¿saborea usted la expresión igual que yo?) son menos favorables a la transmisión de impresiones espirituales.

No sé qué opinión le merecerán a usted estas cuestiones, que tienen tan universalmente interesada a la Sociedad que hasta han llegado a remover las tranquilas aguas del río en nuestro Richmond.

Esta carta no es respuesta digna a sus inspiradoras observaciones sobre Keats y la verdad poética, ni a su presentación de sí mismo como profeta-hechicero. No está escrita Al Rojo, como otras lo han sido; pero en mi descargo debo decir que no estoy bien , no estamos bien: tanto mi querida amiga como yo hemos estado aquejadas de unas ligeras fiebres y el consiguiente abatimiento. Yo he pasado el día de hoy en una habitación en penumbra, y eso me ha mejorado, pero sigo estando débil.

No es extraño que en tal situación las fantasías abusen de la mente. Estaba casi resuelta a hacerle un ruego: no más cartas así; déjeme tranquila en mi fe sencilla; déjeme al margen de la impetuosidad de su intelecto y su fuerza de expresión, o seré Alma Perdida, señor: me veo amenazada en esa autonomía por la que tanto he luchado. Ahora ya ve que, de una manera indirecta y tortuosa, se lo he hecho, presentándolo como una designación hipotética de lo que podría decir. De modo que si puedo hacerlo, o si lo hago, lo dejo a su juicio generoso.


Estimada señorita LaMotte:

No me prohíbe usted que vuelva a escribirle. Se lo agradezco. Ni siquiera me reprende enérgicamente por mezclar las cosas y entrometerme en los poderes arcanos. Se lo agradezco también. Y basta —por ahora— de tan arduos temas.

Me disgusté mucho al saber que estaba enferma. No creo que este suave tiempo de primavera —ni mis cartas, tan cargadas de buena voluntad, aunque por lo demás puedan ser intrusas— haya podido afectarla tan desdichadamente, por lo que no me queda sino sospechar de la oratoria de su inspirado cuáquero, cuyas condiciones telúricas de inercia magnética, cuya observación del endurecimiento, no me han proporcionado menor placer que el que usted esperaba. Ojalá él invoque una fuerza que sea capaz, en efecto, de «aplastar las gruesas redondeces de la tierra». Hay una magistral falta de lógica en acusar de materialismo a una época para inmediatamente invocar una espiritualidad totalmente material, ¿no le parece?

No sabía que saliera usted por tan poca cosa ni tan a menudo. Me la representaba muy atrincherada tras la bonita puerta de su casa; puerta que imagino, porque yo nunca estoy a gusto si no utilizo la imaginación, muy arropada en rosas y clemátides. ¿Qué diría usted si yo manifestara un deseo vehemente de oír en persona a su razonable cuáquero? Pase que me niegue los bocaditos de pepino, pero el sustento espiritual no me lo puede negar.

No, no se inquiete; no haría tal cosa; no quiero poner en peligro nuestra amistad.

En cuanto a los toques y golpecillos, no me han interesado mucho hasta ahora. No estoy convencido, como algunos lo están por razones religiosas o de escepticismo, de que no sean nada: esa nada que emana de la debilidad y la credulidad humanas, y del deseo vehemente de creer en la presencia amorosa de aquellos a quienes perdimos y echamos mucho de menos, deseo que todos hemos sentido en alguna ocasión. Me agrada la tesis de Paracelso, que dice que hay espíritus menores condenados a habitar las regiones del aire, que vagan por el mundo a perpetuidad y a los cuales, de vez en cuando, excepcionalmente, podríamos oír o ver, si el viento o el efecto de la luz fueran propicios. (También creo que la superchería es una explicación posible y probable de muchas cosas. Estoy más dispuesto a creer en las habilidades prestigiosas de D. D. Home que en ninguna preeminente percepción suya para las cosas del espíritu.)

A propósito de Paracelso, se me ocurre que en sus libros su hada Melusina era precisamente uno de esos espíritus; ¿conoce usted el pasaje? Tiene usted que conocerlo, pero lo transcribo por lo interesante que es, y para preguntar si es ésta la forma de su interés por el Hada, o si lo que le han interesado han sido sus inclinaciones, más benéficas, a la construcción de castillos, como recuerdo haberle oído decir.

Las Melusinas son hijas de reyes, que desesperaron por sus pecados. Satán se las llevó y las convirtió en espectros, espíritus malos, aparecidas espantosas y monstruos temibles. Se cree que viven sin alma racional en cuerpos fantásticos, que se nutren de los elementos simples, y que en el Juicio Final perecerán con ellos, a menos que se unan a un hombre en matrimonio. En tal caso, y por virtud de esa unión, pueden morir de muerte natural, como pueden haber vivido una vida natural, durante su matrimonio. Es opinión que estos espectros abundan en desiertos, en bosques, en ruinas y enterramientos, en criptas vacías y a las orillas del mar.

Ahora dígame, ¿cómo va su trabajo? Yo, de la manera más egotista —y respondiendo a su generosa invitación—, le he hablado extensamente de mi Ragnarök y de mi Déjà-vu; pero de la Melusina —a despecho de alguna sugerencia de que no le desagradaría escribir acerca de ella—, nada. Sin embargo, ella fue la causa de que se iniciara esta correspondencia. Me parece recordar hasta la última palabra de nuestra única conversación; recuerdo su semblante, un poco desviado pero resuelto; recuerdo que habló usted con gran sentimiento de la Vida del Lenguaje: ¿recuerda usted esa frase? Yo empecé en tono de ordinaria cortesía, y usted dijo que tenía esperanzas de escribir un poema largo sobre el tema de Melusina; y en parte me desafió con la mirada a objetar algo a ese proyecto, como si yo pudiera o pretendiera hacer tal cosa; y yo le pregunté si sería un poema en estrofas spenserianas, o en verso blanco o en otro metro, y de pronto usted se puso a hablar de la fuerza del verso y de la Vida del Lenguaje, y, olvidándose de timideces y modestias, tomó usted una actitud que me perdonará que califique de majestuosa: fue un momento que no me será fácil olvidar mientras este cuerpo me pertenezca.

En fin, espero que me escriba diciéndome que ya está totalmente recobrada, lo mismo que la señorita Glover, y nuevamente capaz de soportar la luz de esta clara primavera. Espero menos saber que se atreve a asistir a más conferencias sobre lo Prodigioso, porque no estoy convencido de sus buenos efectos; pero si cuáqueros y espiritistas pueden poner sus ojos en usted, acaso se me permita la esperanza de otro debate sobre la rima, ya que no del verde planisferio en rodajas.


Estimado señor Ash:

Le escribo desde una casa afligida, y debo ser breve, pues tengo un enfermo a mi cargo: mi pobre Blanche, absolutamente destrozada por horribles jaquecas y mareos, totalmente postrada e incapaz de aplicarse al trabajo que es su vida. Tiene entre manos un cuadro grande de Merlín y Vivien, en el momento del triunfo de ella, cuando canta el Hechizo que pone a Merlín en su poder, para sumirle en perpetuo sueño. Tenemos muchas esperanzas puestas en esa obra, toda ella sugerencias veladas e intensidad local; pero Blanche está muy enferma y no puede seguir. Yo no estoy mucho mejor, pero preparo tisanas, que son eficaces, y humedezco pañuelos, y hago lo que puedo.

Los demás habitantes de la casa, la criada Jane, mi pequeño Dog Tray y Monsignor Borato el canario, no sirven para nada. Jane no vale para cuidar enfermos, aunque es diligente; y Dog Tray anda de acá para allá mirando, no condolido sino enfadado de que no le acompañemos al parque ni le tiremos palos interesantes.

Así que esta carta no será larga.

Me hace mucho bien que me hable usted de la Melusina como si fuera cosa decidida y sólo a falta de realización. Le diré cómo nació el proyecto, allá en tiempos remotos, cuando yo era niña y me sentaba en las rodillas de mi buen padre y él compilaba su Mythologie Française. De lo que fuera aquella gran tarea yo sólo tenía una idea vaga y peregrina: no sabía en qué podía consistir su magnum opus, como él decía en broma; pero lo que sí sabía es que yo tenía un papá que contaba cuentos más bonitos que ningún otro papá, o mamá, o niñera, del mundo. Tenía él la costumbre de hablarme a ratos —cuando le daba el trance cuentacuentos— como si fuera el mismísimo Marinero de Antaño (amigo mío muy querido y muy temprano, gracias a él). Pero otras veces me hablaba como si yo fuera un colega, un especialista en lo suyo, erudito y especulador; y hablaba en tres o cuatro idiomas, porque pensaba en francés, en inglés y en latín, y, naturalmente, en bretón. (No le gustaba pensar en alemán, por razones que ya explicaré, aunque lo podía hacer y lo hacía, llegada la ocasión.) El cuento de Melusina me lo contó muchas veces, muchas; porque decía que la propia existencia de una mitología genuinamente francesa era dudosa; pero que, si fuera posible dar con ella, el Hada Melusina sería indiscutiblemente una de sus eminencias y luminarias. Mi buen padre había concebido la esperanza de hacer para los franceses lo que hicieran los hermanos Grimm para el pueblo alemán: recontar la verdadera pre-historia de la raza mediante el testimonio de los cuentos y leyendas populares; descubrir nuestras ideas más antiguas como el barón Cuvier empalmó el Megaterio a partir de unos cuantos huesos indicativos y ligaduras hipotéticas, y con su personal ingenio y capacidad de deducción. Pero, así como Alemania y Escandinavia tienen ese caudal de mitos y leyendas de donde tomó usted su Ragnarök, los franceses tenemos unos cuantos demonios locales y unos cuantos cuentos racionales de astucias aldeanas, y la Materia de Bretaña, que es también la materia de Gran Bretaña, y los druidas, que según mi querido padre eran muy importantes, y los menhires y los dólmenes; pero nada de enanos ni de elfos, como tienen hasta los ingleses. Nosotros tenemos las Dames Blanches, las Fate Bianche, traduzco: damas blancas, entre las cuales decía mi padre que podía contarse a Melusina, en algunos de sus aspectos, pues se aparece para anunciar la Muerte.

Qué pena que no haya conocido usted a mi padre. Su conversación le habría encantado. No había nada que no supiera, dentro del campo que había escogido, y nada de lo que sabía era para él un conocimiento muerto, sino siempre vivo, y luminoso, y cargado de sentido para nuestras vidas. Tenía siempre una cara muy triste: delgada, llena de arrugas y siempre pálida. Yo pensaba, por lo que le oía decir, que estaba triste porque no hubiera una mitología francesa; pero ahora creo que estaba triste porque vivía exiliado, sin una casa en su país; él, cuyo mayor objeto de interés eran precisamente los Lares y Penates del Hogar natal.

A mi hermana Sophie no le llamaban la atención aquellas cosas. A ella le gustaba lo que a todas las mujeres, las cosas bonitas; no era lectora; la mortificaba que viviéramos aislados, como había mortificado a mi madre, que había supuesto que todo francés tenía que ser un galant, un hombre de mundo; o eso creo yo que supondría, porque no se entendían. Se me embala la pluma, llevo tres noches durmiendo muy poco, pensará usted que desparramo las ideas; ¿de dónde he podido sacar que lo que usted quería era la historia de mi vida en vez de la epopeya de Melusina? Es que están muy entrelazadas; y con usted tengo confianza.

Mi padre usaba unas gafas pequeñas, redondas, de acero; al principio sólo para leer, después para todo. Recuerdo aquellos círculos fríos como la visión más amigable, más tranquilizadora y confortante: tras ellos, sus ojos eran ojos subacuáticos, tristes y grandes y llenos de velado cariño. Yo quería ser su amanuense, y con ese fin le convencí de que me enseñara griego y latín, francés y bretón, y también alemán, cosa que hizo de buen grado, no con ese fin, sino porque le enorgullecía que yo aprendiese tan deprisa y con tanta economía.

Basta de mi papá. Últimamente le he echado mucho de menos; creo que porque voy posponiendo la epopeya, y por otras razones.

Su cita de Paracelso la conocía, por supuesto. Y, con su agudeza habitual, ha visto usted que me interesan otras visiones del hada Melusina, que tiene dos aspectos, uno de Monstruo Contranatural y otro de mujer orgullosa, amante y práctica. Hay una frase que puede parecer extraña, pero ninguna otra le cuadraría: todo lo que tocaba lo hacía bien. Sus palacios estaban sólidamente construidos, bien puestos sus sillares, sus campos llenos de buen trigo; según una leyenda que descubrió mi padre, hasta llevó las alubias al Poitou, las auténticas haricots; lo que demuestra que vivió hasta el siglo diecisiete, pues antes de esa fecha, como demostró mi padre, no se cultivaron alubias. ¿No le parece a usted que no fue sólo Vampiro, sino una especie de diosa de la foison, una Ceres francesa, quizá; o, viniendo a la mitología de ustedes, la dama Holda, o Freya la del Arroyo, o Iduna la de las Manzanas de Oro?

Es verdad que todos sus descendientes tuvieron algo de monstruoso. No sólo Jofré el del Gran Diente —o Colmillo de Jabalí—, sino otros que fueron reyes de Chipre y Armenia tenían las orejas como asas de jarro o los ojos desiguales.

Y el Niño Horrible que tenía tres ojos, cuya muerte a manos de Remondín exigiría Melusina imperiosa en el momento de su metamorfosis: ¿cómo habría que interpretarle?

Yo escribiría, si me pusiera, un poco desde la óptica propia de Melusina. No, como podría hacer usted, en primera persona, como si estuviera en su pellejo, sino viéndola como una hija desventurada del poder y la fragilidad; siempre con miedo a volver a los ámbitos del aire, del aire no eterno sino al fin aniquilado.

Me llaman. No puedo escribir más. Debo apresurarme a sellar esto, que me temo sea una efusión quejumbrosa, un refunfuño de convaleciente. Me llaman otra vez; he de acabar. Créame su amiga muy sincera.


Estimada señorita LaMotte:

Confío en que ahora todo esté bien en su casa, y que el trabajo en el Merlín y Vivien, y en la cada día más fascinante Melusina, continúe a buen ritmo. En cuanto a mí, tengo ya casi terminado el poema sobre Swammerdam; tengo una versión de la totalidad sin desbastar, sé lo que va y lo que queda, por mucho que pese, eternamente abandonado; y cuando haya arreglado un cúmulo de imperfecciones sacaré para usted la primera copia en limpio.

Me subyugó y conmovió ese breve retrato de su padre, cuya prodigiosa erudición he admirado siempre, y cuyas obras he leído y releído muy a menudo. ¿Qué mejor padre podría tener un poeta? Su mención del Marinero de Antaño me animó a pensar si sería él quien escogió el nombre de usted, y si sería por la heroína del poema inacabado de Coleridge. No he tenido ocasión de decirle —aunque se lo digo a todo el que encuentro, con la misma insistencia con que nuestro amigo Crabb refiere su historia de cómo rescató el busto de Wieland— que yo vi una vez a Coleridge, que me llevaron una vez a Highgate, cuando yo era muy joven y muy verde, y tuve la oportunidad de oír a aquella voz angélica (y un poquito envanecida) hablar largo y tendido sobre la existencia de los ángeles y la longevidad de los tejos, y la suspensión de la vida en invierno (ahí con una estrecha mezcolanza de lo banal y lo realmente profundo), y las premoniciones y los deberes del hombre (no sus derechos), y cómo los espías de Napoleón le habían ido pisando los talones en Italia cuando volvió de Malta; y sobre los sueños verídicos y los sueños mendaces. Y más cosas, creo. Nada sobre Christabel.

Yo era tan joven y tan verde, que me preocupó desmesuradamente no tener ocasión, en medio de aquel monólogo brillante y torrencial, de interponer mi propia voz, de que se viera que era capaz de pensar en aquella compañía, de hacerme notar. No sé qué habría dicho si hubiera podido hablar. Seguramente alguna vaciedad o alguna tontería; alguna pregunta erudita e insustancial sobre su doctrina de la Trinidad, o algún tosco deseo de oír el final del poema Christabel. No soporto no saber en qué acaba una historia. Leo las cosas más triviales, una vez comenzadas, sólo por una codicia febril de poder deglutir el final, sea dulce o amargo, y despachar algo que en realidad no tenía por qué haber empezado. ¿Está usted en mi caso, o es usted una lectora más exigente? ¿Abandona usted lo improvechoso? ¿Tiene usted alguna intuición privilegiada sobre el posible desenlace de la Historia de Christabel del gran S.T.C.? Que intriga tanto porque es como los mejores cuentos, imposible predecir adónde va a parar: y algo tiene que ser, pero no lo sabremos nunca; su secreto duerme con su letárgico e inconsecuente autor, que no se preocupa de sacarnos del irritante dilema.

Veo en parte lo que quiere usted decir acerca de Melusina, pero no me atrevo a escribir ideas mías que pudieran deformar su pensamiento, molestándola con mi falta de percepción o, lo que sería peor, enturbiando la línea luminosa de sus propias ideas.

Parece usted señalar que lo peculiarmente maravilloso del mito de Melusina es el ser a la vez salvaje, extraño, terrorífico y demoníaco, y al mismo tiempo sólido, con esa solidez que tienen las mejores historias terrenales, que presentan la vida de las familias y la organización de las sociedades, la introducción de la agricultura y el amor de toda madre por sus hijos.

Pues bien: voy a ser muy atrevido, y confío en que no me colme usted de vergüenza si me equivoco; yo veo, en las dotes que ya ha manifestado usted en sus escritos, un tal dominio de esos dos elementos contradictorios, que podría decirse que la Historia hubiera sido hecha para usted, que estuviera esperando que usted la contase.

Tanto en sus cuentos fantásticos como en sus bellos poemas, tiene usted la vista y el oído más precisos para los pormenores materiales: para la ropa de la casa, por ejemplo, las delicadas manipulaciones de la costura primorosa, o acciones como el ordeño, que hacen que a un simple hombre el mundo de las pequeñas labores domésticas se le aparezca como una revelación paradisíaca.

Pero nunca se contenta sólo con eso; su mundo está poblado por formas mudas, pasiones errantes, pequeños miedos volanderos, más siniestros que cualquier murciélago o bruja de escoba al uso.

Es como si dijéramos que tiene usted la facultad de pintar la segura fortaleza de Lusignan como pudiera estar presente en las vidas de los señores, de las damas y de los campesinos, con los vivos colores de un Libro de Horas, y sin embargo es capaz de pintar también las voces del aire, el gemido, el canto de sirena, el dolor inhumano que resuena por las avenidas de los años.

¿Qué pensará usted ahora de mí? Ya se lo he dicho, no puedo pensar en nada sin imaginarlo, sin darle forma visible y audible en mi interior. De ahí que, como le dije, tenga la más nítida visión mental de esa puerta de su casa que no he visto nunca, bajo un marco de clemátides —de esas deliciosas violeta-azul oscuro— y rositas trepadoras. Tengo también la más nítida visión de su cuarto de estar, con sus dos pacíficos habitantes humanos empleados, no diré en hacer malla, sino quizá en leer, en alta voz, alguna obra de Shakespeare o sir Thomas Malory; y Monsignor Dorato, todo plumas de limón bajo una cúpula de filigrana; y su perrito: ¿de qué clase es? Si hubiera que adivinarlo, yo diría que quizá un King Charles Spaniel; sí, ahora lo veo, nítidamente por desdicha, con una oreja color chocolate y la otra blanca, y el rabo muy sedoso; pero a lo mejor no es nada de eso, sino un galguito, una blanquísima bestezuela como la que tenían las damas de sir Thomas Wyatt en su cámara misteriosa. De Jane no tengo visión alguna, pero ya llegará. Sí tengo la más nítida sombra olfativa de sus tisanas; aunque dudo entre verbena, tila y hojas de frambueso, que mi querida madre tenía por muy eficaces en caso de dolor de cabeza y lasitud.

Pero no tengo derecho, por más que extienda mi mirada imaginativa sobre butacas inocuas y papeles pintados, no tengo ningún derecho a extender mi desafortunada curiosidad a su trabajo, a sus escritos. Me acusará usted de pretender escribir su Melusina, pero no es así; es mi desdichada propensión a intentar concretar en mi cerebro cómo lo haría usted; y ante mí se abren las posibilidades verdaderamente apasionantes, como vistas de largas cabalgadas en la sombra moteada de sol del bosque misterioso de Brocéliande: pienso «así lo hará», «así acometerá el proyecto». Y, sin embargo, si algo sé de su obra, es que ha de ser plenamente original, y mis especulaciones una impertinencia. ¿Qué puedo decir? Hasta ahora nunca me había visto tentado de comentar con otro poeta los recovecos de mis escritos ni de los suyos, siempre he seguido una marcha solitaria y autosuficiente; pero con usted sentí desde el primer momento que tenía que ser la verdad o nada, no había término medio. Así que le hablo —o no le hablo, le escribo, escribo discurso escrito, una extraña mezcla de géneros—, le hablo como hablaría a todos aquellos que más poseen mis pensamientos: a Shakespeare, a Thomas Browne, a John Donne, a John Keats; y me encuentro imperdonablemente prestándole a usted, que está viva, mi voz, como acostumbro prestársela a esos muertos. Que es tanto como decir: he aquí un autor de monólogos que intenta torpemente construir un diálogo ocupando sus dos mitades. Perdóneme.

Si esto fuera un diálogo de verdad… Pero sobre eso es usted quien tiene la única palabra.


Estimado señor Ash:

¿Ha sopesado usted realmente lo que me pide? No el grácil acomodo de mi musa a sus indicaciones, pues a eso me opondría hasta la muerte de lo inmortal; que no puede ser sólo una disipación en el aire. Pero abruma usted mi modesta diligencia amontonando un Pelión sobre un Ossa de pensamiento y fantasía; y si de veras me aplicase a responder a todo como habría que responder, se me iría toda la mañana; y ¿quién iba a ocuparse de cuajar el dulce de leche y el Hada Melusina?

Pero no deje de escribirme por eso, si escatimo un poco los pasteles de hada y le escribo una respuesta trunca y exigua, y aplazo, no sin provecho, un día más la Melusina; todo se andará, de algún modo.

Dice usted que no se imagina a Jane. Pues bien, le diré esto, nada más: que es golosa, muy golosa. Es superior a sus fuerzas dejar en la despensa una bandeja de flanes, o de deliciosos mostachones, o de galletitas de coñac, sin abstraer un ejemplar insignificante por aquí o hincar una cuchara por allá y dejar la huella de su glotonería. Así me ocurre a mí, tristemente, cuando se trata de redactar una carta. No lo haré, me digo, mientras no haya acabado esto o empezado aquello; pero se me viene a la mente una respuesta a tal o cual cosa, y me digo: si despachara esa cuestión (si probara ese dulce y me lo comiera), mi mente volvería a ser mía, sin agitación.

Pero no, sería descortesía sutilizar. Únicamente quería afirmar que no soy ninguna Hechura de su pensamiento, ni corro peligro de serlo: los dos estamos a salvo en ese aspecto. En cuanto a las butacas y los papeles pintados, imagine a su gusto, piense lo que quiera, y de vez en cuando yo le escribiré una pequeña pista para que su confusión sea más completa. De clemátides y rosas no digo nada, pero tenemos un majuelo muy hermoso, que ahora mismo está cargado de capullos rosados y cremosos, y repleto de ese aroma almendrado tan dulce —demasiado— que duele olerlo. No diré dónde está este árbol, ni si es joven o viejo, grande o pequeño, para que usted se lo imagine no como es en realidad, paradisíaco y peligroso; ya sabe que el mayo no debe meterse en casa.

Ahora debo disciplinarme, y orientar mis pensamientos errantes a sus graves preguntas, no sea que a los dos nos devoren las imaginaciones frívolas y las especulaciones vanas.

Yo también he visto a S. T. C. Era yo muy pequeña; me puso la regordeta mano sobre mis rizos dorados, y su voz hizo algún comentario sobre su rubia palidez; dijo (o yo, a fuerza de pensar, he creado desde entonces su voz diciéndolo; porque yo también, como usted, tengo que imaginarlo todo, no puedo dejar estar las cosas), creo que dijo: «Es un nombre bonito, y confío en que no sea de mal agüero.»

Y ésa es toda la pista que tengo sobre el final del poema de Christabel: que a su heroína le aguardaban tribulaciones, lo cual no es difícil suponer; más difícil, si no imposible, es suponer cómo podría obtener después la felicidad.

Ahora debo cambiar totalmente mi tono habitual. Ahora debo escribir severamente y no revolotear con aleteos de oropel ni centelleos de libélula que le distraigan. Es una tontería que finja usted temer, o acaso tema de verdad, que lo que me dice de la Melusina y de mis dotes de escritora, de lo que yo sería capaz de hacer, pueda causar en mí otra cosa que el más hondo halago. Me ha leído usted el pensamiento, o me ha aclarado mis predisposiciones, no como un intruso, sino con verdadera intuición. En efecto, mi Melusina es una de esas combinaciones que usted sugiere de lo ordenado y humano con lo contranatural y lo salvaje: fundadora del hogar y demonio destructor. (Y mujer, cosa que usted no comenta.)

No sabía que leyera usted cosas tan pueriles como los Cuentos del mes de noviembre. Son fundamentalmente los cuentos que contaba mi padre , sólo en esos meses oscuros a los que convienen. Él solía decir que los compiladores o investigadores que iban a Bretaña en los meses de verano —cuando el mar a veces sonríe, y la bruma se alza del granito y casi brilla— acaso no encontraran nunca lo que iban buscando. Los cuentos de verdad sólo se contaban en las noches oscuras, ya pasados los Santos. Y los cuentos del mes de noviembre eran los peores: cuentos de aparecidos, de demonios, de portentos, del Príncipe de los Poderes del Aire. Y del Ankou que conducía un carro terrible, un vehículo que iba chirriando, crujiendo, rechinando, y que cualquiera podía oír a sus espaldas por el campo desierto en una noche oscura: lleno de huesos de muerto, quizá, balanceándose en montón. Y el Conductor era un Hombre de Huesos: debajo de su sombrero enorme sólo se le veían unas cuencas vacías; pero no era, conste, la Muerte, sino el Criado de la Muerte, que venía con su Guadaña, cuya hoja no era curva hacia dentro para recoger, sino hacia fuera… ¿para qué? (Me parece estar oyendo la voz de mi padre en una noche oscura, preguntando: ¿para qué? Y si yo se lo cuento a usted un poco insípidamente, pues es porque los días se van alargando, y fuera hay un tordo que no para de cantar en mi espumoso mayo: y todo esto está fuera de fecha.) Si todavía en noviembre seguimos escribiéndonos cartas —¿y por qué habríamos de hacerlo? ¿y por qué no?—, puedo contarle un cuento, y lo haré, a la manera exacta de mi padre. Pasado noviembre venían las historias, más suaves, de la Natividad de Nuestro Señor; recordará usted que es creencia bretona que en ese día santo las bestias hablan en los pesebres y en los establos, pero ningún ser humano puede oír lo que dicen esas criaturas sabias e inocentes, bajo pena de Muerte…

Atienda: no vuelva usted a hablar de su interés por mi obra como una posible intrusión. No parece usted percatarse, señor Ash, a pesar de todo su conocimiento del ancho mundo que yo no frecuento, de la respuesta que suelen hallar las producciones de la pluma femenina; y no digamos ya, como es en este caso, de las producciones hipotéticas. Todo lo más que podemos esperar es: sí, está muy bien hecho … para una mujer. Aparte de que hay temas que no podemos tratar; cosas que no podemos saber. No digo que no tenga que haber —la hay— alguna diferencia esencial entre el alcance y la fuerza de los hombres y nuestra consciencia limitada y nuestra aprehensión posiblemente más débil. Pero sí sostengo, con la misma firmeza, que en estos momentos las fronteras están todas mal puestas. No somos, las mujeres, meras acólitas de los pensamientos virtuosos, meros cálices de Pureza; pensamos y sentimos, y hasta leemos; cosa que a usted no parece asombrarle en nosotras, en mí, aunque yo he ocultado a muchos la medida de mi —vicario— conocimiento de las veleidades humanas. Pues bien; si hay una razón para que yo mantenga esta correspondencia, es precisamente ese no percatarse de usted, auténtico o aparente, de aquello de lo que presuntamente es capaz una mujer. Eso para mí es lo que un arbusto fuerte, bien enraizado, para la mano del que se está cayendo por un precipicio: aquí me agarro, aquí me sujeto…

Le voy a contar un cuento; pero no, ni pensarlo; o sí, como muestra de confianza… en Usted.

Una vez le mandé unos cuantos de mis poemas más breves, una pequeña gavilla escogida con temblor, a un gran poeta que ha de quedar innominado, no puedo escribir su nombre; preguntándole: ¿Esto son poemas? ¿Tengo… voz? Él replicó, con amable prontitud, que eran bonitos, no del todo acabados, y no siempre reglados por el debido sentido del decoro; pero que él me animaba, moderadamente; que servirían para proporcionarme un objeto en la vida en tanto no tuviera —reproduzco sus palabras exactas— «Otras responsabilidades más dulces y más serias». Pero con semejante juicio, ¿cómo iba yo a desear éstas, señor Ash; cómo? Usted comprendió mi concreta expresión: la Vida del Lenguaje. Usted comprende; tres personas en mi vida, sólo tres, han vislumbrado que la necesidad de poner palabras por escrito; lo que veo, sí, pero también palabras, palabras sobre todo; que las palabras son toda mi vida, toda mi vida; es una necesidad como la de la Araña que lleva delante un enorme Fardo de Seda que tiene que ir hilando: la seda es su vida, su casa, su seguridad, su comida y su bebida; y si se la atacan o se la deshacen, qué otra cosa puede hacer sino fabricar más, hilar de nuevo, diseñar otra vez. Dirá usted que es paciente, y lo es; puede que también sea salvaje; es su naturaleza , tiene que hacerlo o morirse de empacho, ¿me comprende?

Por esta vez no puedo escribir más. Tengo el ánimo demasiado cargado, he dicho demasiadas cosas; si repaso estas cuartillas me faltará valor, así que van a ir así como están, sin corregir, con sus imperfecciones en la frente. Dios le bendiga y le guarde.

Christabel LaMotte


Querida amiga:

Me permite considerarme amigo suyo, ¿verdad? Pues mis verdaderos pensamientos han pasado más tiempo en su compañía que en la de ninguna otra persona, en estos dos o tres últimos meses; y donde están mis pensamientos, allí estoy yo, en verdad; aunque, como el árbol de mayo, sea sólo una presencia de umbral por decreto. Ahora le escribo con prisas, no para responder a su última y generosísima carta, sino para impartir una visión, antes de que su extrañeza se desvanezca. Respuesta ha de tener usted, y la tendrá; pero esto he de decírselo antes de que me falle el valor. ¿Siente curiosidad? Así lo espero.

Primero debo confesar que mi visión tuvo lugar en el parque de Richmond. ¿Y por qué debo confesar esto? ¿Acaso un poeta y señor no puede pasear a caballo con sus amigos por donde le plazca? Me invitaron unos amigos a hacer ejercicio en ese parque, y sentí una vaga intranquilidad, como si sus plantaciones boscosas y sus espacios verdes estuvieran cercados por un tácito sortilegio prohibitorio: como está su Casita, como estaba Shalott para los caballeros, como están en el cuento los bosques del sueño, con sus setos de zarzas espinosas. Pero, como usted sabe, en el plano de los cuentos todas las prohibiciones existen sólo para ser quebrantadas, han de ser quebrantadas: ejemplo de ello es su propia Melusina, con notable infortunio para el caballero desobediente. Hasta es posible que no hubiera ido a cabalgar por allí si el parque no hubiera tenido el nítido brillo y atractivo de lo cerrado y vedado. Aunque debo añadir, como un verdadero caballero del siglo diecinueve, que no me sentí con derecho a pasar por delante de las clemátides y las rosas, ni del espumoso árbol de mayo, como hubiera podido hacer con toda tranquilidad y naturalidad: las aceras son lugares de libre paso. No pienso cambiar mi rosaleda imaginada por la realidad hasta que se me invite a traspasarla, cosa que quizá no suceda nunca. Conque cabalgué sin salir de los límites del parque, y pensé en quienes moraban tan cerca de sus puertas de hierro, y al volver cada esquina me imaginaba poder vislumbrar un chal o un sombrero a medias conocidos que pasara de soslayo, como sus damas blancas. Y sentí una cierta irritación hacia ese buen señor cuáquero cuyas estólidas condiciones telúricas tienen tanta más virtud de inspirar confianza que la moralidad poética de R. H. Ash…

Pues bien, iba yo cabalgando, como hacen todos los buenos caballeros en todos los buenos cuentos, un poco apartado y sumido en mis pensamientos. Iba por un sendero herboso, donde reinaba lo que bien pudiera haberse tomado por una quietud encantada. En otras partes del parque la primavera estaba muy activa: asustamos a una familia de conejos entre los helechos nuevos, que se erguían en pequeñas frondas fuertes y enroscadas, como serpientes recién nacidas, entre lo plumoso y lo escamoso. Había bandadas de negros cuervos, muy atareados e importantes, que se paseaban apuñalando las raíces con sus picos triangulares negro-azulados. Y alondras alzando el vuelo, y arañas tendiendo sus relucientes trampas geométricas, y mariposas vacilantes, y los dardos azules, en vuelo entrecortado, de las libélulas. Y un cernícalo que se dejaba llevar por las corrientes de aire con calma superlativa, y la mirada concentrada en la tierra luminosa.

Conque iba yo así, solo, adentrándome cada vez más en el silencioso Túnel de la Vereda; no muy seguro de dónde estaba pero tampoco preocupado, sin pensar en mis acompañantes ni tan siquiera en la proximidad de… ciertas amistades. Los árboles eran hayas, y los brotes, recién abiertos, tenían un brillo fiero, y la luz nueva, renovada sobre ellos, era un diamante intermitente; pero las profundidades eran oscuras, una Nave silenciosa. Y no había pájaros cantando, o yo no oía a ninguno, ni repicaba el pájaro carpintero, ni silbaba o brincaba ningún zorzal. Y yo escuchaba la quietud cada vez mayor, y mi caballo caminaba blandamente sobre la alfombra de hayucos, que estaba húmeda por las lluvias pasadas: no quebradiza, un poco apelmazada, no encharcada tampoco. Y yo tenía la sensación, bastante corriente, para mí al menos, de estar saliendo del tiempo, de que aquel camino estrecho y moteado de sombra se prolongaba indistintamente por delante y por detrás, y yo era lo que había sido y lo que iba a ser, todo a la vez, todo en uno; y de que avanzaba y daba igual, por ser todo uno, que fuera o viniera o me estuviera quieto. Para mí esos momentos son poesía. No me interprete mal: no quiero decir que sean «poéticos» en un sentido ñoño, sino que de ellos brota la fuerza que impulsa la línea del verso; y no sólo la línea del verso, sino también ciertas líneas de vida que nos recorren indistintamente, desde el Origen hasta el Fin. ¿Cómo se lo diría yo? ¿Y a quién sino a usted podría intentar siquiera describir cosas tan indescriptibles, tan oscuramente intocables? Imagínese un esquema abstracto como el que podría hacer un profesor de dibujo para corregirle una perspectiva: un abanico o túnel de líneas que se va estrechando, no hacia la ceguera, no hacia la Nada, sino hacia el punto de Fuga, hacia el Infinito. Y seguidamente imagínese esas Líneas materializadas en las hojas suaves y brillantes, la pálida luz y el azul de arriba; y los altos troncos con su suave corteza gris en disminución; y los surcos del suelo, una alfombra tan única de tonos marrones, negros, pardos, ambarinos, cenicientos, todo variado y todo uno, todo incitante y al mismo tiempo estacionario… no lo sé decir… confío en que usted ya lo conozca…

A lo lejos parecía haber un charco. Estaba atravesado en mi camino: un charco pardo, de color oscuro, de profundidad incierta, que reflejaba el dosel en su oscura superficie ininterrumpida. Lo miré y miré a otro lado, y cuando lo volví a mirar contenía un Ser. Debo suponer que aquel Ser había llegado hasta allí por algún arte de magia menor, pues ciertamente no estaba antes, ni podía haber entrado por su pie, porque la superficie seguía estando quieta e ininterrumpida.

Aquel Ser era un galguito blanquísimo, con una cabecita finamente apuntada y unos ojos negros e inteligentes. Estaba tendido, o mejor diríamos acurrucado, como la esfinge , couchant, mitad fuera y mitad dentro del agua, de modo que sus hombros y sus ancas aparecían lamidos y divididos por la línea finísima de la superficie, y sus miembros, bajo la superficie, fulguraban a través de un fluido verde y ambarino. Tenía las delicadas patas delanteras extendidas ante sí, y la fina cola enroscada alrededor. Estaba inmóvil, como si fuera de mármol, y esto no durante unos instantes, sino durante un buen rato.

En torno al cuello llevaba una fila de campanas esféricas de plata sobre una cadena también de plata: no campanillas diminutas, sino de buen tamaño, como huevos de gaviota, o incluso de gallina pequeña.

Mi caballo y yo nos paramos, mirándole. Y el ser, siempre absolutamente inmóvil, nos miraba a su vez, con seguridad imperturbada, y una mirada, en cierto modo, de dominio.

Transcurrieron algunos momentos sin que yo pudiera resolver de ninguna manera si aquella manifestación era realidad, alucinación u otra cosa venida de otra era. Estaba allí tan inverosímil, medio sumergido, un auténtico Canis aquaticus, un espíritu del agua emergente, o un espíritu de la tierra a medias sumergido.

Yo era absolutamente incapaz de seguir adelante, hacer que se apartara, se fuera o se esfumara. Yo le miraba y él me miraba. Me parecía un Poema corpóreo, y entonces me acordé de usted, y de su perrito y sus criaturas ultraterrenas venidas a la tierra. Me acordé también de varios poemas de sir Thomas Wyatt: poemas de cacería en su mayor parte, pero donde las criaturas de la caza son habitantes de las estancias cortesanas . Noli me tangere, parecía proclamar la bestia altanera; y, en efecto, no pude aproximarme a ella y no me aproximé, sino que volví al tiempo, a la luz del día y a la sucesión del parloteo cotidiano, como mejor pude.

Ahora lo pongo por escrito. Acaso a usted no le parezca nada extraordinario, o a quien pueda leer esta relación. Pero lo era. Era un signo. Yo pensé en Isabel, que en su juventud cazaba en ese mismo parque con esa clase de galguitos, Virgen Cazadora, Artemisa implacable, y me pareció ver su rostro fiero en aquella blancura, y los venados huyendo de ella. (Aquellos con los que me crucé, bien alimentados, pastaban tranquilamente, o me miraban como estatuas y aspiraban el aire a mi paso.) ¿Sabía usted que la Cacería Infernal solía a veces, al pasar por una alquería, dejar junto al hogar un perrillo que, si no se le ahuyentaba con el hechizo correspondiente, se pasaba allí un año, comiéndose el sustento de la casa, hasta que volvían los Cazadores?

No voy a escribir más sobre este tema. Ya he hecho bastante el ridículo y he depositado mi dignidad enteramente en sus manos, con toda la confianza que usted expresaba hacia mí en su inolvidable última carta, que, como dije al principio, tendrá contestación.

Dígame qué le parece mi aparición.

Swammerdam necesita todavía algunos retoques. Era un intelecto extraño y un alma perdida; despreciado y rechazado, como tantos grandes hombres; las circunstancias de su vida, casi perfectamente coincidentes con las grandes preocupaciones, obsesiones incluso, de su carácter. Piense, amiga mía, en la diversidad, la multiplicidad de formas y la extensibilidad infinita del espíritu humano, que es igualmente capaz de habitar un sofocante gabinete de curiosidades holandés y disecar un corazón microscópico, contemplar la visión de un galgo acuático en medio de la más luminosa frondosidad inglesa, y correr la Galilea considerando los lirios de aquellos campos con Renán, y curiosear, imperdonablemente y con la fantasía, los secretos del cuarto invisible donde usted inclina la cabeza sobre el papel y mira sonriente su obra: porque Melusina ya ha echado a andar, y el caballero se dirige al encuentro junto a la Fuente de la Sed…


Querido amigo:

Si me dirijo a usted así, será no sólo por primera, sino por última vez. Nos hemos precipitado por una pendiente —yo al menos— por la que podríamos haber descendido con mayor circunspección, o de ninguna manera. Se me ha hecho comprender que hay peligros en nuestra conversación continuada. Temo faltar a la delicadeza al decirlo, pero la verdad es que no veo buena salida. No le reprocho nada a usted, ni me reprocho nada a mí misma, como no sea alguna confesión indiscreta; pero ¿de qué? ¿De que quise a mi padre y me empeñé en escribir una epopeya?

Pero el mundo no vería bien unas cartas así, entre una mujer que vive en soledad compartida como yo y un hombre, aunque ese hombre sea un poeta grande y sabio.

Hay quienes piensan en lo que pueda decir el mundo… y su esposa. Hay quienes sufren con la mala opinión del mundo. Se me señala, y con toda razón, que si soy celosa de mi libertad para llevar la vida que llevo, y mandar en mis cosas, y hacer mi trabajo, debo poner un cuidado exquisito en seguir siendo lo suficientemente respetable a los ojos del mundo y de su esposa para evitar sus malas opiniones, y las consiguientes y molestas restricciones de mi libertad de movimientos.

No pretendo impugnar su delicadeza en nada, ni su juicio, ni su buena fe.

¿No cree usted que sería mejor que dejáramos de escribirnos?

Yo siempre le desearé lo mejor.

Christabel LaMotte


Querida amiga:

He leído su carta con asombro, como usted, ni que decir tiene, ya lo habría previsto, por su absoluto contraste con la que la precedió, y con la buena fe y confianza que habían surgido y subsistían (o yo así lo creía) entre nosotros. Me he preguntado qué había hecho para alarmarla tanto, y me he respondido que transgredí los límites de su recinto privado al ir a Richmond, y no sólo ir, sino escribir, como lo hice, contando lo que había visto. Podría instarla a tomar eso como exageración caprichosa de un fenómeno curioso —aunque no lo fue—, si realmente pensara, después de meditarlo, que fuese ésa la causa del asunto. Pero no lo es; o si lo fue, después del tono de su carta, ya no lo es.

Confieso que, en un primer momento, no sólo me asombró, sino que me enojó que me escribiera así. Pero había demasiadas cosas en juego —sin olvidar la delicadeza, buen juicio y buena fe que usted amablemente me atribuye— para responder con enojo. Así que pensé intensa y largamente en nuestra correspondencia, y en su situación, tal como la describe: la de una mujer «celosa de su libertad para llevar la vida que lleva». Yo no pretendo atentar contra su libertad, me habría gustado replicar; muy al contrario, respeto, honro y admiro esa libertad y su producto, su obra, sus palabras, su trama de lenguaje. Conozco, porque para mi mal la he vivido, la desdicha que la falta de libertad puede acarrear a las mujeres: lo indeseables, lo dolorosas, lo ruinosas que son las restricciones que de ordinario pesan sobre ellas. Yo pensaba en usted, con la mayor sinceridad, como excelente poeta y amiga mía.

Pero —perdóneme esta ineludible falta de delicadeza— una cosa tiene su carta, y es que nos define con toda claridad en nuestra relación mutua como hombre y mujer. Mientras no se hubiera hecho eso, podríamos haber seguido eternamente, conversando sin más, con un atisbo de galantería inofensiva, o quizá de devoción cortés, pero básicamente con el deseo, que sin duda no es ilícito, de hablar del arte, o del oficio, que ambos profesamos. Yo creía que esta libertad quería usted tenerla. ¿Qué le ha hecho replegarse de esa manera tras una empalizada de conveniencias espinosas?

¿Se puede rescatar algo?

Yo haría aquí dos observaciones. La primera es que no formula usted, ni mucho menos, la firme resolución de que dejemos de escribirnos. Escribe en forma interrogativa, y, además, con una deferencia a mi opinión que, o es mera humildad femenina (¿muy a destiempo?), o refleja verazmente su estado de ánimo: una certeza no completa de cierre en esta cuestión.

No, mi querida señorita LaMottte; no creo (por las pruebas que usted me ofrece) que fuera mejor que dejáramos de escribirnos. No sería mejor para mí, que saldría casi infinitamente perdedor, y sin ninguna certeza moral gratificante de haber hecho nada bueno ni noble al abandonar una correspondencia que me proporcionaba un intenso deleite —y libertad— y que no hacía daño a nadie.

No creo que fuera mejor para usted; pero no conozco plenamente sus circunstancias, y por lo tanto me puedo equivocar.

He dicho que iba a hacer dos observaciones. Ésa era la primera. La segunda es que escribe usted —acaso esto sea ir demasiado lejos— como si su carta fuera en parte dictada por las opiniones de otra u otras personas. Lo digo muy tentativamente, pero resulta muy llamativo que es otra voz la que habla; ¿estoy en lo cierto? Pues bien, puede ser la voz de alguien con muchos mayores títulos sobre su lealtad y su atención que los que yo pueda esgrimir; pero debe usted estar muy segura de que esa persona ve las cosas como son, y no con una visión distraída por otras consideraciones. No sé encontrar un tono con que escribirle que no tienda ni a lo intimatorio ni a lo quejumbroso. No sé tan deprisa se ha hecho usted parte de mi vida— cómo podría pasarme sin usted.

De todos modos, me gustaría mandarle el Swammerdam. ¿Me permite eso, al menos?

Suyo para lo que disponga,

Randolph Ash


Querido amigo:

¿Cómo responderle? He sido grosera y descortés; por miedo a que me faltara resolución, y porque soy una voz —una voz que querría ser pequeña y estar callada— que grita quejumbrosa desde un torbellino que, sinceramente, no le puedo describir. Le debo una explicación, y sin embargo no debo hablar; y sin embargo sí debo, so pena de aparecer como rea de horrible ingratitud y otros vicios menores.

Pero le aseguro, señor, que no puede ser. Las —inestimables— cartas son demasiado y demasiado poco; y sobre todo y ante todo, diría yo, comprometedoras.

Qué palabra tan fría y triste. Es Su palabra; la palabra del Mundo; y la palabra también de esa gazmoñería que es su Esposa. Pero supone libertad.

Voy a extenderme… sobre la libertad y la injusticia.

La injusticia es que yo reclame mi libertad de usted, que tan perfectamente la respeta. Nobles palabras las suyas sobre la libertad; cómo puedo…

Voy a aducir en mi descargo una breve historia. Una historia de pequeñas acciones sin nombre, olvidadas. De esta nuestra casita de Betania, que lleva ese nombre por una razón. Pues bien: para usted y en su maravilloso Poema, Betania es el lugar donde el maestro llamó a su amigo muerto a la resurrección anticipadamente y en particular.

Pero para nosotras las mujeres era un lugar donde ni servíamos ni nos servían; la pobre Marta andaba agobiada de tanto servir, y reprendía a su hermana María por sentarse a Sus Pies y escuchar Su Palabra y escoger lo único necesario. Pero yo más bien creo, con George Herbert, que «Quien barre un cuarto por cumplir Tu ley / lo embellece y embellece la acción». Formamos un proyecto, mi querida compañera y yo, de hacernos una Betania donde el trabajo de toda índole fuera llevado a cabo en el Espíritu del Amor y de Sus Leyes. Nos conocimos, debe usted saberlo, en una de las maravillosas conferencias del señor Ruskin sobre la dignidad de la artesanía y del trabajo individual. Éramos dos personas que querían vivir la Vida de la Mente y hacer buenas cosas. Vimos, después de meditarlo, que si reuníamos lo poco que poseíamos y lo que obtuviéramos dando clases de dibujo, o vendiendo cuentos maravillosos o incluso poemas, podríamos forjarnos una vida en la que el esfuerzo fuera artístico; fuera sagrado, como el señor Ruskin cree posible; y fuera compartido, para ningún amo (excepto Aquel que es Señor de Todo y que visitó la Betania de verdad). Teníamos que renunciar. No a las vidas que entonces nos rodeaban, la agobiante devoción filial a una madre mundana y la esclavitud disimulada de una institutriz; en eso no había nada que perder; de eso se huyó con gozo y encarando toda oposición con valentía. Pero teníamos que renunciar al mundo exterior, y a las usuales esperanzas femeninas (y con ellas a los usuales temores femeninos), a cambio de, no sé si atreverme a decir el Arte: un deber cotidiano de crear, desde cortinas exquisitas hasta pinturas místicas, desde bizcochos con rosas de azúcar hasta la Epopeya de Melusina. Fue un Pacto Sellado; no digo más. Fue un modo de vida elegido —en el que, créame, he sido prodigiosamente feliz, y no sólo yo.

(Y las cartas que hemos escrito son en mí tal adicción, que quiero preguntarle: ¿ha visto usted alguna vez al señor Ruskin explicar el Arte de la Naturaleza en la representación de una piedra veteada en una pecera? Sus colores tan rutilantes, la finura de su pluma y su pincel, la exactitud de su descripción de por qué tenemos que ver lo que verdaderamente hay —pero no debo seguir; es bueno que lo dejemos.)

Yo he elegido un camino, querido amigo, y debo seguirlo. Piense en mí si quiere como la Dama de Shalott, con una sabiduría más limitada, que prefiere, no la bocanada de aire exterior y la heladora travesía del río hacia la muerte, sino la atención diligente a los vivos colores de su tela; manejar una lanzadera industriosa; hacer algo; cerrar los postigos, y la mirilla también.

Me dirá que usted no representa una amenaza para eso. Argumentará, racionalmente. Hay cosas que no nos hemos dicho más allá de Ésa que definió usted de una forma tan cruda.

Yo sé, en mi ser intrínseco, que la amenaza está ahí.

Sea paciente. Sea generoso. Perdone a su amiga

Christabel LaMotte


Querida amiga:

Estas últimas cartas han sido como los cuervos de Noé: han echado a volar sobre el desierto de las aguas, sobre el Támesis turgente en estos días de lluvia, y ni han vuelto ni han traído señal de vida alguna. En la última había puesto todas mis esperanzas, con la tinta del Swammerdam apenas acabada de secar. Daba por seguro que viese que en cierto modo era usted quien le había evocado: que sin sus finas percepciones, sin su intrincada visión de vidas inhumanas y minúsculas, él habría presentado un aspecto en general más tosco, no tan articulado sobre sus secos huesos. Ningún otro de mis poemas ha sido escrito, ni por lo más remoto, para un lector determinado: únicamente para mí, o un Otro Yo vagamente concebido. Pero usted no es eso: es a su diferencia, a su diversidad a lo que me dirijo, fascinado, intrigado. Y ahora mi vanidad, y algo más, mi sentido de la Amistad Humana, se duele de que no pueda usted siquiera —pues sería absurdo decir que no se atreva— acusar recibo de mi poema.

Si la he ofendido al tildar su última y ya lejana carta de contradictoria (que lo era) o pusilánime (que lo era), debe usted perdonarme. Con razón podría usted preguntar por qué esta tenacidad mía en seguir escribiendo a una persona que se ha declarado incapaz de mantener una amistad (que, según declaraba también, era valiosa para ella) y persiste inconmovible en el silencio, en el rechazo. Un amante podría aceptar con todo honor que le despidieran así; pero ¿un amigo pacífico y estimado? Jamás ha habido en mí, ni en lo que he escrito, la más leve insinuación de atenciones impropias: nada de «Ah, si las cosas fueran de otra manera…»; nada de «Sus ojos, cuyo brillo conozco, podrán leer…»; no, todo era expresión directa de mis pensamientos sinceros, que están más cerca de mi yo esencial que toda esa necia galantería; ¿y eso no lo puede usted aprobar?

¿Y por qué soy tan tenaz? Ni yo mismo lo sé. Por el bien de futuros Swammerdams, tal vez; porque veo que sin darme cuenta había llegado a ver en usted —no se ría— una especie de Musa.

¿Podría la Dama de Shalott haber escrito la Melusina tras los cerrojos y los fosos de su torreón?

Pero dirá usted que demasiado atareada está en escribir su propia poesía, como para necesitar empleo de Musa. Yo no había pensado que las dos cosas fueran incompatibles; y aun se podría pensar que fueran complementarias. Pero usted sigue en sus trece.

No la engañe mi tono desenfadado. No encuentro otro de momento. Esperaré, contra toda esperanza, que esta carta sea la paloma que vuelva con la ansiada rama de olivo. Si no es así, dejaré de molestarla.

Atentamente suyo siempre,

R. H. Ash


Estimado señor Ash:

No es la primera vez que acometo esta carta. No sé ni cómo empezar ni cómo seguir. Se ha presentado una circunstancia —no, ya no sé ni escribir: ¿cómo va a presentarse una circunstancia, qué aspecto podría ostentar semejante ser?

Estimado amigo, sus cartas no me han llegado —por una razón. Ni sus cartas-cuervo, ni tampoco, para mi pérdida infinita, su Poema.

Temo, es decir sé, aunque sin prueba ocular positiva, que han sido interceptadas.

Hoy, por casualidad, me adelanté yo a recibir al cartero. Hubo casi una… rebatiña de papeles . Forcejeé. Para mi vergüenza, para vergüenza nuestra —forcejeamos.

Le pido, le ruego, porque le he dicho la verdad, que no condene. Se ha hecho por proteger mi honor; y, aunque yo no comparta exactamente la idea del Honor que impulsaba tan celosa vigilancia, debo estar agradecida, debo estarlo y lo estoy.

Pero rebajarse al hurto

Señor, estoy desgarrada por emociones contrarias. Estoy agradecida, como le digo. Pero debo estar muy enojada porque se me haya engañado así, y enojada por usted; pues, aunque pudiera haberme parecido lo mejor no contestar a esas cartas, nadie más tenía derecho a interferir en ellas, por ningún motivo.

No las encuentro. Me dicen que fueron hechas pedazos. Y Swammerdam con ellas. ¿Cómo perdonar eso? Y ¿qué si no?

Esta casa, en otro tiempo feliz, se ha llenado de llantos y gemidos y negras jaquecas como un manto de dolor; Dog Tray anda escurriéndose de acá para allá; Monsignor Dorato ha dejado de cantar; y yo, yo no me puedo estar quieta, preguntándome a quién acudir, y pensando en usted, amigo mío, el causante involuntario de tanto infortunio.

Todo son falsas apreciaciones, lo sé.

Ya no distingo lo que había de bueno y de malo en la decisión original de suspender la correspondencia.

Si era para salvaguardar la armonía doméstica, ahora está absoluta y totalmente alterada, descompuesta y desabrida.

Ay, querido amigo, estoy tan enfadada; veo extrañas llamaradas ante mis ojos anegados.

No me atrevo a escribir más. No puedo estar segura de que cualquier ulterior comunicación suya me llegue intacta, ni de que me llegue siquiera.

Su Poema se ha perdido.

¿Y habré de rendirme… así? ¿Yo, que he luchado por mi autonomía contra la Familia y la Sociedad? No, no es posible. A sabiendas de que corro el riesgo de parecer inconsecuente, enredadora, débil de voluntad y femenina, le pregunto si podría usted dar un paseo por el parque de Richmond, no sé cuándo decirle, porque estará usted ocupado: cualquier día de estos tres siguientes, a eso de las once de la mañana. Me dirá usted que el Tiempo es inclemente. Estos últimos días han sido temibles. El agua ha subido tanto, que en cada marea alta el Támesis rebasa y cubre la ribera y el muro del muelle con acuática ferocidad, y riendo y rompiendo cruza el pavimento empedrado de la orilla y se mete en los jardines de las casas, sin respetar verjas ni vallas; se filtra sinuosamente, burbujeando oscuro y poderoso, trayendo una rastra de tales cosas: borra, plumas, ropas mojadas, animalillos muertos, anegando los pensamientos y los nomeolvides, y amenazando la malva real temprana. Pero yo estaré. Saldré con Dog Tray —él por lo menos me lo agradecerá de todo corazón—, con unas botas fuertes y armada con un paraguas; entraré en el parque por la puerta de Richmond Hill, y estaré deambulando en las cercanías, por si usted se decide a venir.

Tengo que ofrecerle una excusa y quiero hacerlo en persona.

Aquí tiene su rama de olivo. ¿La acepta?

Ay, el poema perdido…

Su amiga sincera


Querida amiga:

Espero que llegase usted bien a casa. La estuve mirando hasta que se perdió de vista: dos resueltos piececitos con sus botas y cuatro patitas grises con sus uñas, levantando pequeños surtidores a su paso, sin mirar atrás ni una sola vez. Usted, al menos, no lo hizo; pero Dog Tray volvió su cabeza gris un par de veces, espero que con pesar. ¿Cómo pudo usted engañarme de ese modo? Yo buscaba diligentemente un King Charles Spaniel, o un galguito lechoso y avispado, y he aquí que aparece usted absolutamente dominada y semioculta por una enorme criatura desgarbada y gris, que se diría salida de un cuento de hadas irlandés o una saga nórdica de cazadores de lobos. ¿Qué más cosas me habrá disfrazado con la misma malicia? Ahora reviso a diario mi idea de su Villa Betania; los aleros se mueven, las ventanas se ríen y se alargan, los setos avanzan y retroceden, todo es un perpetuo ajuste y remodelación, nada se mantiene constante. Pero sí he visto su cara, aunque sólo fuera a ráfagas bajo el ala goteante de un sombrero y la curva sombra de ese paraguas enorme y útilísimo. Y he estrechado su mano, al principio y al final, y quiero creer que reposó en la mía con confianza.

Qué paseo, en qué vendaval, inolvidable. El choque de nuestros paraguas cuando nos inclinábamos para hablar, y su enredo irremediable; la tromba de aire que se llevaba nuestras palabras; las hojas verdes desgarradas que pasaban volando, y, en la cresta de la colina, los ciervos corre que te corre sobre el plomizo nubarrón que iba en aumento. ¿Por qué le cuento todo esto, si lo vio conmigo? Para compartir las palabras también, como compartimos el vendaval y el silencio súbito cuando cesaba brevemente. Ha sido un mundo muy suyo el de nuestro paseo, su imperio acuático, con todas las praderas anegadas como la ciudad de Is, y todos los árboles creciendo de la raíz para abajo además de para arriba; y las nubes en remolinos indistintos de follaje aéreo y acuoso…

¿Qué más puedo decir? Que le estoy sacando otra copia del Swammerdam, trabajo problemático, porque sigo descubriendo defectillos, de los cuales corrijo algunos y otros sólo sirven para ponerme nervioso. Lo tendrá usted la semana que viene. La semana que viene daremos otro paseo, ¿verdad que sí, ahora que ya está muy claro que no soy ningún ogro, sino tan sólo un caballero apacible y un tanto encogido?

¿Observó usted, como yo, qué curioso, y a la vez qué natural, fue que estuviéramos tan tímidos el uno con el otro, siendo así que tan bien nos conocíamos ya en papel? Yo siento como si la conociera de toda la vida, y a pesar de ello busco frases de cortesía y preguntas formularias; porque es usted más misteriosa en persona (como quizá lo seamos la mayoría) de lo que aparenta ser en tinta y símbolos escritos. (Acaso todos seamos así. No lo sé.)

Ahora no escribo más. He dirigido esta carta, como me pidió, a la Lista de Correos de Richmond. No me acaba de gustar este subterfugio; no me gusta lo que tiene de insinuación de manejo sospechoso; me cohíbe. Tampoco para usted, para su aguda sensibilidad moral y su preciado sentido de la autonomía moral, puede ser agradable. ¿No se podría idear algo mejor? ¿Disminuirá el agobio? Estoy en sus manos, pero intranquilo. Hágame saber, si puede, que ha recibido esta primera carta de espera. Hágame saber cómo está, y que pronto podremos volver a vernos. Mis respetos para Dog Tray.


Querido amigo:

Su carta llegó perfectamente. Su alusión al subterfugio dio en el clavo . Pensaré; hay velos y torbellinos de impedimentos ; pensaré, y espero que con algún resultado, aparte de dolor de cabeza.

No me será fácil olvidar nuestro radiante avance por la tierra mojada. Ni ninguna de sus palabras, ni la galantería más nimia, ni los momentos robados para hablar con Verdad y Justicia de la Vida Futura. Espero haberle convencido de que las sesiones de la señora Lees merecen su consideración más seria. Es extraordinario el consuelo que proporcionan a los que están postrados por la aflicción. La semana pasada hubo una señora Tompkins que tuvo sobre sus rodillas a su hijito muerto por espacio de más de diez minutos; decía que era su mismo peso, sus mismos deditos curvos: ¿cómo podría equivocarse el amor de una madre? También el padre pudo tocar los suaves rizos de aquella criatura fugazmente recobrada. Había apenas una luz difusa que no era de este mundo, y un hálito de suave fragancia.

Es totalmente cierto lo que usted dice, que la conversación corpórea —a punto he estado de escribir «confrontación»— perturba las cartas. Yo no sé qué escribir. La pluma se me resiste. Estoy bajo la impresión de su voz real, de la Presencia, comoquiera que se tome. ¿Volveremos a vernos? ¿Nos hará bien o mal? Dog Tray, que envía sus respetos, sabe que hará bien, y yo no sé nada; así que puede ser el martes. Si no viene, preguntaré en la Lista de Correos, donde coincido con esposas de marinos, criaturas de mundo y un hosco comerciante en cuyo rostro estalla la tormenta cuando no sacan nada para él.

Espero con ansia el Swammerdam.

Su amiga sincera


Querida mía:

Iba a empezar por el registro de «¿Cómo podría disculparme?», «Un momento de arrebato», etcétera; luego pensé que podía soslayar todo lo sucedido, negar que los imanes corran a unirse, y negarlo tan a pies juntillas que la mentira pudiera llegar a ser una especie de ficción salvadora que encerrase una especie de verdad. Pero las Leyes de la Naturaleza merecen tanto respeto como cualquier otra ley, y hay leyes humanas tan fuertes como el campo magnético del hierro y la calamita: si me desvío a mentir, a usted a quien nunca he mentido, estoy perdido.

La veré, como estaba usted un instante antes del arrebato, hasta el día en que me muera. Su carita, con su pálido candor, vuelta hacia mí, y su mano tendida al sol acuoso, bajo los grandes árboles. Y en ese momento podía tomarla de la mano… o no tomarla, ¿no es así? ¿Lo uno o lo otro? Pero ahora sólo lo uno. Nunca he sentido una tal concentración de todo mi Ser en un solo objeto , un solo lugar , un solo momento: la beata eternidad de un momento que pareció no tener fin. Sentí que usted me llamaba, aunque su voz decía otra cosa, algo acerca del espectro del arco iris; pero toda su persona, desde lo más hondo , me llamaba, y yo tenía que responder, y no con palabras, a aquella llamada sin palabras. ¿Esto es sólo mi arrebato? Al tenerla entre mis brazos (tiemblo al recordarlo según lo escribo), tuve la certeza de que no.

Ahora, lejos de usted, no sé qué será lo que usted piense o sienta.

Pero debo hablar. Debo decirle lo que hay en mi pensamiento. El imperdonable abrazo no fue un impulso súbito, no fue una excitación momentánea, sino algo que brotaba de lo que en mí hay de más profundo, y creo también que de lo que hay de mejor. Debo decírselo: desde aquel primer encuentro, he sabido que usted era mi destino, por más que de tiempo en tiempo me lo haya ocultado a mí mismo.

He soñado con su semblante cada noche, y he recorrido las calles de mi vida cotidiana con los ritmos de su escritura cantando en el silencio de mi cerebro. La he llamado mi Musa, y eso es, o podría ser: la mensajera que viene de no se sabe qué lugar apremiante del espíritu donde la poesía esencial canta sin cesar. Podría llamarla, todavía con más verdad, mi Amor —ya está dicho; porque es certísimo que la amo y de todas las maneras posibles para un hombre y ardientemente. Es un amor que no tiene cabida en este mundo; un amor del que mi razón disminuida me dice que no puede hacernos ningún bien a ninguno de los dos ni nos lo hará, un amor que he tratado de ocultarle astutamente, para protegerla de él, con todos los medios a mi alcance. (Salvo el silencio total, dirá usted acertadamente; pero eso no estaba en mi poder.) Somos seres racionales del siglo diecinueve, podríamos dejar el coup de foudre para los fabuladores de Romances; pero yo tengo evidencia cierta de que usted sabe de qué le estoy hablando, de que ha reconocido, siquiera momentáneamente (aquel momento infinito), que al menos lo que afirmo es verdad.

Y ahora escribo para preguntarle, ¿qué hacemos? ¿Cómo va a ser esto el fin, si por su misma naturaleza es un principio? Sé perfectamente que esta carta se cruzará con otra donde usted me dirá, sabia y acertadamente, que no debemos volver a encontrarnos ni volver a vernos; que incluso las cartas, ese espacio de libertad, deben cesar. Y el argumento que nos envuelve, las fórmulas que nos atan, declaran que yo, como caballero que soy, debo acatar ese requerimiento, al menos por algún tiempo, y confiar en que el Hado, o el argumentista que lleva la cuenta de nuestros pasos, decrete un nuevo encuentro, un re-comienzo accidental…

Pero, querida mía, yo no puedo hacer eso. Va contra la naturaleza; no la mía en particular, sino contra la Dama Naturaleza, que esta mañana me sonríe en y por usted, de tal manera que todo, desde las anémonas que tengo sobre la mesa a las motas de polvo que hay en el rayo de luz que entra por la ventana, hasta las palabras de la página que tengo delante (John Donne), habla de usted, de usted, de usted. Soy feliz como no lo he sido nunca, yo, que debería estarle escribiendo con no se sabe qué agonías mentales, lleno de culpa y contrición horrorizada. Veo su boquita enigmática y releo sus críticas palabras sobre hormigas y arañas…, y sonrío al pensar que entretanto está usted ahí, serena y vigilante; y algo más que yo sé, quiera usted o no …

¿Qué pido?, preguntará usted con la precisión y la ironía que acostumbra, reduciendo mis declaraciones a propuestas precisas. No lo sé; ¿cómo lo voy a saber? Lo único que sé es que suplico de su compasión que no me despida, que no me despache con un solo beso hambriento, aún no, ahora no. ¿No podemos encontrar un pequeño espacio, durante un tiempo limitado, donde maravillarnos de habernos encontrado mutuamente?

No sé si recordará —claro que tiene que recordarlo— cómo vimos el Arco Iris, desde la cresta de nuestra colina, al pie de nuestro soto, donde la luz bañaba las gotas de agua en el aire sumergido, y el Diluvio cesó, y nosotros estábamos bajo su arco, como si la Tierra entera fuera nuestra, por una nueva Alianza. Y de uno a otro pie del arco iris, en esa distancia, no hay más que una sola curva luminosa y continua, aunque cambiante con nuestra cambiante visión.

Qué misiva tan enrevesada para estar cogiendo polvo, acaso para siempre, en la Lista de Correos. Iré a pasear, de tanto en tanto, por el parque, y esperaré incluso, bajo los mismos árboles; y confío en su perdón… y en algo más.

Su R. H. A.


Ah, Señor. Las cosas parpadean y vacilan, son todo chispas, destellos, llamaradas. Llevo toda la larga tarde sentada junto a la chimenea, en mi sólida banqueta, volviendo las mejillas, que me arden, hacia las Aspiraciones de la llama y el derrumbamiento, el rojo murmullo, el desmoronamiento de los carbones consumidos en —adonde iré a parar—, en polvo sin vida, señor.

Y entonces, allá fuera, cuando el Arco Iris se alzó en el aire oscuro sobre un mundo inundado, no hubo Rayo que hiriera aquellos árboles, ni descendiera por sus leñosos miembros hasta la tierra; pero aun así la llama lamió, la llama envolvió, la llama arrolló venas; quemó y consumió totalmente:

El árbol que mata el rayo

muere consumido y negro.

El fuego que arde en el aire

no deja carne ni hueso.

Bajo parecidos árboles, recios y envolventes, se ocultaron nuestros primeros Padres, según tengo entendido; pero el Ojo los vio: incautamente habían comido de un conocimiento que fue mortal para ellos.

Si el mundo no es anegado una segunda vez, es seguro cómo hemos de perecer; se nos ha dicho.

Y también usted, en Ragnarök, unió las veloces aguas que sumergen el mundo de Wordsworth con las lenguas de las llamas de Surtur, que lamen las orillas de la tierra, y se beben su sólida corteza, y la vomitan en raudales de oro sobre el cielo purpúreo.

Y después de eso —una lluvia de Ceniza.

Fresno el Árbol del Mundo, llueven Cenizas:

Fresno en Cenizas, polvo vuelto al polvo.

Veo bandadas de estrellas fugaces, como flechas de oro ante mi vista ensombrecida; presagian dolor de cabeza; pero antes de lo negro, y abrasador, tengo un pequeño hueco claro para decir… ¿para decir qué? No puedo permitir que usted me abrase. No puedo. Ardería, no con la ordenada paz de éste mi hogar querido, con sus diminutas cavernas deleitosas, sus jardines efímeros, llameantes como joyas, con sus empalizadas y sus promontorios; no, yo ardería como Paja en Día seco, una racha de viento, un temblor en el aire, un olor a quemado, un humo aventado, y una porción de polvo fino y blanco que conserva su forma sin sustancia sólo por un instante infinitesimal, y luego se deshace en motas dispersas; no, no puedo.


Ya ve, señor, que no digo nada de Honra ni de Moralidad, a pesar de ser cosas importantes; voy al meollo, que hace superfluo entrar en disquisiciones sobre esas cosas. El meollo es mi soledad, mi soledad que está amenazada, que usted amenaza, sin la cual no sería nada; y ¿cómo me hablarían el honor ni la moralidad?

Le leo el pensamiento, mi querido señor Ash. Ahora abogará usted por una combustión vigilada y cuidadosamente limitada: una rejilla con su cerco, sus barrotes y sus remates de latón ; ne progredietur ultra.

Pero yo le digo que su salamandra es un dragón, y que habría incendio.

Antes de las jaquecas hay un momento de locura. Éste se ha extendido desde el ardor entre los árboles hasta este minuto, y ahora habla.

Ningún modesto ser humano puede estar en un fuego sin consumirse.

No es que yo no haya soñado con —caminar entre las llamas como Sadrak, Mesak y Abednegó.

Pero los Seres Razonables de estos tiempos no tenemos la Pasión taumatúrgica de los creyentes antiguos.

He conocido la Incandescencia, y debo declinar nuevas ocasiones de probarla.

La jaqueca avanza veloz. La mitad de mi cabeza no es más que una calabaza llena de dolor.

Jane echará esta carta; así va. Perdone sus faltas. Y perdóneme a mí.

Christabel


Querida:

¿Cómo he de interpretar su misiva, que, como pronostiqué, se ha cruzado con la mía, pero que, como no tuve el valor de pronosticar, no es una fría negación sino un ardentísimo enigma, por seguir con su metáfora? Es usted poeta de verdad: cuando está agitada, o turbada, o inusitadamente interesada por alguna cosa, expresa sus ideas en metáfora. Conque ¿cómo he de interpretar todo este centelleo? Se lo diré: es una Pira de la que usted, mi Fénix, alzará el vuelo renovada e inalterada; con el oro más bruñido, la pupila más brillante ; semper eadem.

¿Y será un efecto del Amor, este poner al lado de cada uno de nosotros, como una emanación manifiesta, una personalidad mítica, monstruosa e inhumana? De modo que a usted le salga con toda naturalidad escribir como una Criatura del horno ardiente, una salamandra del hogar convertida en Dragón del aire, y le salga con toda naturalidad verme a la vez en las dos lecturas míticas de mi flexible nombre: el Árbol del Mundo consumido hasta sus restos de papel. Se siente usted, lo mismo que yo , elemental dentro de esta fuerza. Toda la creación se arremolinaba a nuestro alrededor, tierra, aire, fuego, agua; y allí estábamos, le ruego que recuerde, abrigados, humanos y seguros, en el círculo de los árboles, el uno en brazos del otro, bajo el arco del cielo.

Lo más importante que debo aclararle es esto: yo no amenazo en modo alguno su soledad. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo podría hacerlo? ¿Acaso no es su bendito deseo de estar sola lo único que hace posible algo que, de no ser por eso, certísimamente haría daño a alguien? Esto convenido, ¿no podríamos, de alguna forma circunscrita; brevemente quizá, lo más probable, aunque el Amor por su Naturaleza se sabe eterno; y en espacios limitados; no podríamos robar una —he estado a punto de escribir pequeña, pero jamás lo sería— una gran felicidad? A penar y lamentar hemos de llegar de un modo u otro; y yo, al menos, si he de tener algo que lamentar, prefiero que sea la realidad y no su fantasma, el conocimiento más que la esperanza, el hecho más que la vacilación, la vida verdadera y no la mera y endeble potencialidad. Lo que quiero decir con toda esta casuística es únicamente, querida mía, vuelva al parque, déjeme volver a tocar su mano, paseemos juntos bajo nuestra decorosa tormenta. Puede llegar un momento en que eso sea imposible, por muchas buenas razones; pero ¿no es cierto que usted sabe, y siente, como yo sé y siento, que ese momento de imposibilidad no es todavía, no es ahora?

Me resisto a apartar la pluma del papel y cerrar esta carta; porque mientras le escribo me ilusiono con que estamos en contacto, es decir, en la beatitud. ¿Sabía usted, ya que hablábamos de dragones, y de incendio y fuego inmoderado, que el dragón chino, que los mandarines llaman Lung, no es hijo del elemento ígneo, sino exclusivamente del acuático? ¿Y primo, por ende, de su misteriosa Melusina en su tina de mármol? Que es tanto como decir que puede haber dragones más fríos, que gusten placeres más templados. Aparece, azul y sinuoso, en platos chinos, con una melena esparcida y acompañado de lo que yo antiguamente tomaba por pequeñas lenguas de fuego, y ahora sé que son rizos de agua.

Vaya página de prosa para depositarla como una bomba en la Lista de Correos. Estoy hecho, desde hace dos días, un Anarquista desatado.

Estaré esperando bajo los árboles, día tras día, a su hora; y ojo avizor a una mujer que sea como una llama alta y derecha, y un podenco gris derramado por el suelo como humo.

Sé que irá. Hasta ahora, lo que he sabido que iba a ser, ha sido. No es un estado de cosas que experimente normalmente, ni que nunca me haya hecho falta: pero soy hombre sincero, y reconozco lo que es, cuando es… Así que irá. (No es perentorio sino tranquilo, este conocimiento.)

Su R. H. A.


Estimado amigo:

Soy demasiado soberbia para decir que sabía que no debía ir, y aun así fui. Reconozco mis actos, de los cuales fue uno todo aquel paseo trepidante, desde el Camino del Monte Ararat hasta el Cerro de la Tentación, con Dog Tray dando vueltas y gruñendo . Él no le quiere, señor; y el final de esa frase podría ser: «ni yo tampoco», así como el final más esperado: «al margen de cuáles sean mis sentimientos». ¿Le alegró que fuera? ¿Fuimos tan divinos como prometía? Dos caminantes serios, hincando pies diligentes en el polvo. ¿Se percató —dejando aparte, de momento, los Poderes Eléctricos y los Impulsos Galvánicos— de lo tímidos que somos el uno con el otro? Meros conocidos, si no es en papel. Pasamos un rato, y el Tiempo del Universo tiene una breve parada a un toque de nuestros dedos; ¿quiénes somos? ¿Quiénes? ¿No preferiría usted la libertad de la hoja en blanco? ¿Será, desdichadamente, demasiado tarde? ¿Habremos perdido la inocencia primigenia?

No, no estoy, no estoy ni en mi torre ni en mis cabales. Tengo la casita para mí sola durante unas horas, el martes por la tarde, a eso de la una. ¿Le gustaría inspeccionar la vulgar realidad de su pérgola imaginada? ¿Le apetece un té?

Sí, lamento muchas cosas. Muchas. Y hay cosas que es preciso decir, ya pronto, y que tendrán su momento.

Hoy estoy triste, señor, decaída y triste; triste de que paseáramos, y triste también de que no sigamos aún paseando. Y eso es todo lo que puedo escribir, porque la Musa me ha abandonado; como hará bien en abandonar, burlona, a todas las mujeres que juguetean con ella, y luego con el Amor.

Su Christabel


Querida:

Así que ahora ya puedo imaginármela en su realidad: en su saloncito, presidiendo sobre las tacitas floridas, con Monsignor Dorato trinando y pavoneándose, no, como yo conjeturaba, en un palacio florentino, sino en un auténtico Taj Mahal de alambres de latón flameante. Y sobre la chimenea , Christabel ante sir Leoline, usted misma captada como una estatua, cruzada chillonamente por una luz de colores, con un Dog Tray igualmente frígido. Que zascandileaba, buscando afanoso, con los pelos del lomo como púas de puercoespín y los blandos labios grises fruncidos en un gruñido; es verdad, como usted dice, que él por lo menos no me quiere, y un par de veces amenazó mi compuesta atención al excelente pan de especias, e hizo retemblar la taza y el plato. Y nada de pórtico de flores en cascada —todo espuma evanescente y fantasía—, sino rosas altas y tiesas como un macizo de centinelas.

Creo que su casa no me quiso, y no debería haber ido.

Y es verdad, como usted dijo, desde el otro lado del hogar, que yo también tengo una casa, que no hemos descrito ni mencionado siquiera. Y que tengo una esposa. Me pidió usted que hablase de ella y enmudecí. No sé cómo lo interpretaría usted —concedo que tenía absoluto derecho a preguntarme—, pero el hecho es que no supe qué responder. (Aunque sabía que su pregunta era inevitable.)

Tengo una esposa, y la quiero. No como la quiero a usted. Ahora llevo aquí media hora, después de escribir esas frasecillas peladas, y soy totalmente incapaz de continuar. Hay buenas razones —no puedo explicitarlas, pero son buenas, si no absoluta y suficientemente buenas— para que mi amor por usted no tenga que hacerle daño a ella. Sé que esto sonará pobre y débil. Será, con toda probabilidad, lo que muchos hombres, hombres mujeriegos, hayan dicho antes que yo; no lo sé; soy inexperto en estas lides y nunca me imaginé escribiendo una carta en tales términos. Veo que no puedo decir más, salvo afirmar que creo que lo que he dicho es verdad y espero no perderla con esta tosquedad inevitable. Decir más al respecto sería la manera más segura de traicionarla a ella. Sentiría lo mismo si alguna vez se planteara la cuestión de hablar de usted con quien fuera. Incluso la analogía implícita es dolorosa, como usted comprenderá. Lo que usted sea es suyo; lo que tengamos, si algo tenemos, es nuestro.

Le ruego que destruya esta carta, sea lo que sea lo que haga o haya hecho con las demás, porque en sí constituye una traición de esa clase.

Espero que la Musa no la haya abandonado realmente, ni siquiera por poco tiempo, ni siquiera por el tiempo de un té. Yo estoy escribiendo un poema lírico, muy intransigente, sobre dragones de fuego y lungs chinos: una conjura, se podría llamar con propiedad. Tiene que ver con usted, porque todo lo que hago en estos tiempos, o pienso o veo o respiro, tiene que ver con usted; pero no está dirigido a usted; esos poemas están por venir.

Si esta franca carta obtiene alguna respuesta, sabré dos cosas: que es usted generosa en verdad, y que nuestro pequeño espacio es nuestro, durante nuestro breve tiempo, hasta que el momento de la imposibilidad se manifieste.

Su R. H. A.


Estimado amigo:

Su franqueza y su reticencia no pueden sino honrarle, si cabe considerar que eso sea pertinente en esta Caja de Pandora que hemos abierto, o exterior húmedo al que hemos salido. No puedo escribirle más; la pura realidad es que me duele la cabeza, y que los asuntos de esta casa, de los que no voy a hablar, por motivos espero que análogamente honrosos, en fin, no marchan bien. ¿Podrá usted estar en el parque el jueves? Tengo asuntos que comunicar y preferiría que fuese de viva voz.

Siempre, C.


Querida mía:

Mi Fénix es temporalmente un ave alicaída y hasta mojada, que habla en un tono inusitadamente modoso y sumiso, y hasta por momentos deferente. Eso no puede ser, así no; estoy dispuesto a renunciar a todo, a toda la felicidad de mi corazón, se lo aseguro, por verla encenderse y llamear como antes. Haría cuanto estuviera en mi mano para que usted centelleara en su esfera como nunca : incluso renunciar a mi tan cacareado derecho sobre usted. Así que no me diga que está triste, sino por qué lo está, y sinceramente, y yo le prometo enmendar lo que haga falta, si es cosa que esté en mi poder. Ahora vuelva a escribirme como pueda, y vuelva el martes.

Suyo, R. H. A.


Queridísimo amigo:

De verdad que no sé por qué estoy tan triste. O sí lo sé: es porque usted me saca de mí misma y me devuelve disminuida; soy ojos húmedos, y manos tocadas, y labios también: un fragmento muy presente y escuálido de mujer, que no tiene su deseo en la realidad, y que sin embargo tiene un deseo sobreabundante… Ah, esto es doloroso…

Y dice usted, tal es su bondad, que me quiere , me quiere; y yo lo creo; pero ¿a quién quiere, quién es? ¿Es una mujer de finos cabellos rubios y lo que sea que anhela así? Yo en otro tiempo era otra cosa, estaba sola y era mejor; me bastaba a misma; y ahora ando a la deriva, en una búsqueda agitada con continuos cambios. Podría estar menos descontenta si mi vida cotidiana fuera feliz, pero se ha convertido en una trama quebradiza de silencio puntuada por reproches acerados. Yo sostengo la mirada con altivez, y parezco más ignorante allí donde más agudamente entiendo —y me entienden—; pero eso cuesta, no es fácil, no es bueno.

Leo a su John Donne.

Pero a nosotros, si en amor más sabio

amamos con más alto y noble intento,

interasegurado el pensamiento,

¿qué nos importan manos, ojos, labios?

Es una hermosa frase: «interasegurado el pensamiento». ¿Cree usted que sea posible encontrar ese amarre seguro en medio de la tempestad?

Y ahora tengo una palabra nueva en mi vocabulario, muy aborrecida, que me tiene esclavizada: «Y si…» «Y si…» Y si tuviéramos tiempo y lugar para estar juntos, como nos hemos permitido desear, ¿seríamos entonces libres juntos, y no como ahora, prisioneros?


Querida:

El verdadero ejercicio de la libertad consiste en moverse —con dignidad, con sabiduría, con garbo— dentro de los límites del espacio, y no aspirar a conocer lo que haya más allá y no nos es dado tocar ni gustar. Pero somos humanos, y ser humano es querer conocer lo que pueda ser conocido a cualquier precio. Y es más fácil echar de menos labios y manos y ojos cuando ya son un poco familiares y no se pueden explorar: la llamada de lo desconocido. «Y si» tuviéramos una semana, o dos, ¿qué no haríamos con ella? Y acaso la tengamos. Somos personas inteligentes y personas de recursos.

Por nada del mundo quiero disminuirla. Sé que es costumbre, en estas circunstancias, protestar: «La quiero por usted misma», «La quiero por lo que usted es», y que, como usted, queridísima, da a entender, ese «lo que usted es» quiera decir unos labios, unas manos, unos ojos. Pero usted debe saber, sabemos los dos, que no es así; querida mía, yo amo su alma y con eso su poesía, la gramática y la sintaxis truncada y acelerada de su veloz pensamiento, que es usted tanto como el andar de Cleopatra era ella, para deleite de Antonio; más, porque todos los labios y manos y ojos se parecen en algo (aunque los suyos son hechiceros y son magnéticos), pero su pensamiento vestido de sus palabras es sólo suyo, vino con usted, desaparecería si usted desapareciera…

El viaje del que hablé no está del todo decidido. Tugwell se encuentra muy sujeto por sus trabajos en casa; y, aunque el proyecto quedó decidido hace mucho para cuando el tiempo fuera clemente, porque ser civilizado en estos tiempos requiere un interés inteligente por las formas de vida más minúsculas y las monstruosas formas permanentes del planeta, ahora mismo está en suspenso. Y yo, que era todo entusiasmo, ahora vacilo y no sé qué hacer; pues ¿cómo me va a apetecer irme tan lejos de Richmond?

Hasta el martes, pues.

PD . Swammerdam ya está casi acabado una vez más.


Estimado amigo:

Mi dudosa Musa ha vuelto. Le envío (sin perfeccionar) lo que ha dictado.

El altozano herboso

se estremece en su abrazo.

De su rostro los músculos

esparcen por la cima

sonrisas de oro ardientes

y hay algo en cada pliegue

que contraído se tensa.

Y concentra su fuerza

el largo resplandor

y aprieta, aprieta: gritan

las piedras como huesos

vuelve a gritar la tierra

opresa y dolorida

y él aprieta y sonríe.


Queridísima:

Escribo a toda prisa. Temo su respuesta. No sé si irme o quedarme. Me quedaré, por usted, a menos que esa pequeña posibilidad que mencionó resulte ser real. Pero ¿cómo podría serlo? ¿Cómo podría usted explicar satisfactoriamente semejante paso? Y aun así, ¿cómo voy a abandonar la esperanza?

No quiero hacer un daño irreparable a su vida. Me queda todavía el suficiente entendimiento racional para suplicarle —a despecho de mis deseos, de mi esperanza, de mi sincero amor— que piense antes y después. Si mediante alguna clase de invención se puede hacer satisfactoriamente, de suerte que después pueda usted vivir como quiere, en ese caso , si eso es posible; no es cosa para escribir. Estaré en la iglesia mañana al mediodía.

Le envío mi amor ahora y siempre.


Muy señor mío:

Está hecho, POR DECRETO Troné, y dije así ha de ser, y ya no habrá preguntas, ni ahora ni nunca; y a esa proposición absoluta tengo, como todos los tiranos, dócil aquiescencia.

Con esto no se puede hacer más daño del que ya se ha hecho, no por voluntad de usted, aunque sí un poco por la mía, porque estaba (y estoy) furiosa.