CAPÍTULO XIX
Sopla el viento enfurecido;
lanza sus iras el mar
contra los muros del puerto
y la torre señorial.
Clamores rasgan la noche,
voces que vienen y van;
el pueblo corre las calles
huyendo del temporal.
En vano al pie de la torre
llaman, tornan a llamar:
la torre sigue dormida
y cerrado su portal.
Dentro Dahud y su amante
yacen en tierna amistad,
entre blancuras de seda
y silencios de cristal.
Pero él, sintiendo en el aire
como el presagio de un mal,
del blando seno levanta
la frente para escuchar.
«Reina, oigo voces que gritan
y fragor de tempestad.»
«Ve a asomarte a la ventana
y dime cómo está el mar:
qué color trae, cómo rompe
y qué otras señales da.»
«Reina, sus olas son verdes,
tenebroso el cielo está.
Las barquillas en el golfo
vuelan de acá para allá
como gaviotas perdidas
que arrastrara el temporal.»
«Vuelve a abrazarme y no temas,
que mis besos cubrirán
con su fuerza en tus mejillas
los gritos de la ciudad,
con su fiebre en tus oídos
las amenazas del mar.»
Él la obedece, hechizado;
hasta que en el mismo umbral
de la torre oye las olas.
«Reina, alzaos, que llega ya.»
«Nada temas», le responde;
«del umbral no pasará.
Ve a asomarte a la ventana
y dime cómo está el mar:
qué color trae, cómo avanza
y qué otras señales da.»
«Reina, sus olas son blancas,
el cielo velado está;
flotan hombres entre espumas
y los va tragando el mar.»
«Vuelve a mis brazos. ¿Qué importa
la suerte de su ruindad?
Tú estás seguro conmigo;
mi poder le detendrá.»
Pero él de nuevo se agita;
«Reina, alzaos», vuelve a clamar.
Y ella: «Ve tú a la ventana
y dime cómo está el mar:
qué color trae, cómo asciende
y qué otras señales da.»
«Reina, negras son sus olas:
hierve como de alquitrán.
Sube y sube con mil bocas
abiertas de par en par;
dientes de espuma en la torre
clava con sañudo afán;
crece en formas monstruosas
que revuelve sin cesar.
No se ve el cielo, señora:
las estrellas ya no están.
Corren aguas turbulentas
en lo que era la ciudad;
ni el campanario más alto
se podría ya encontrar.
Ahora hay rechinar de hierros;
la torre empieza a oscilar;
ríe el mar, levanta el puño,
prepara el golpe mortal.
Reina, alzaos, que nos hundimos:
reina, nos devora el mar.»
CHRISTABEL LAMOTTE,
La ciudad de Is
Estaban encerrados en un camarote del Prince of Brittany. Era de noche: se oía el ronquido acompasado de los motores, y más allá y en derredor la poderosa, inmensa agitación del mar. Estaban los dos cansados por sobreexcitación. Habían visto, desde cubierta, fulgurar y achicarse las luces de Portsmouth. Habían estado separados, sin tocarse, aunque anteriormente, en Londres, embargados por una oscura emoción, se precipitaran el uno en brazos del otro. Ahora estaban sentados en la litera de abajo, bebiendo whisky libre de impuestos y agua, en los vasos de lavarse los dientes.
—Debemos ser un par de locos —dijo Roland.
—Lo somos. Y malos. Yo le he mentido descaradamente a Leonora. Y peor todavía: copié la dirección de Ariane Le Minier cuando no me veía. Soy igual de mala que Cropper y Blackadder. Todos los investigadores están un poco locos. Todas las obsesiones son peligrosas. Ésta se nos ha ido un poco de las manos. Pero ¿y la dicha de respirar el aire del mar y no tener que compartir el piso con Leonora durante las próximas semanas?
Era extraño oír a Maud Bailey hablar desaforadamente de locuras y dichas.
—Yo creo que he perdido prácticamente todo lo que tenía o me importaba. Mi modesto trabajo en la Factoría Ash. Val. Lo cual quiere decir mi casa, porque la casa es de ella, es ella la que paga el alquiler. Debería estar sintiéndome fatal. Y probablemente lo estaré. Pero en este momento me siento absolutamente… lúcido, y soltero, por decirlo de algún modo. Debe ser cosa del mar. Si me hubiera enterrado en Londres me sentiría simplemente estúpido.
No se tocaban. Estaban sentados a una distancia amigable, pero no se tocaban.
—Curiosamente —dijo Maud—, si estuviéramos obsesos el uno por el otro no le pareceríamos locos a nadie.
—Val cree que lo estamos. Ha llegado incluso a decir que era más sano que estar obseso por Randolph Ash.
—Leonora cree que he salido corriendo en respuesta a la llamada telefónica de un amante.
Roland pensó: toda esta lucidez vertiginosa depende de que no estemos obsesos el uno por el otro.
—Estas camitas son blancas y limpias —dijo.
—Efectivamente. ¿Prefieres la de arriba o la de abajo?
—Me es indiferente. ¿Y tú?
—Me quedo con la de arriba. —Se echó a reír—. Leonora diría que es por lo de Lilit.
—¿Por qué Lilit?
—Porque Lilit se negaba a ocupar la posición inferior. Por eso Adán la despidió, y ella erró por los desiertos de Arabia y las tinieblas exteriores. Es un avatar de Melusina.
—Yo no veo que importe, arriba o abajo —dijo Roland imperturbable, perfectamente consciente del absurdo alcance de este comentario entre la mitografía, las preferencias sexuales y el reparto de literas. Se sentía feliz. Todo era absurdo y armonioso. Abrió la ducha.
—¿Quieres ducharte? Es agua salada.
—En efecto. Una ducha de agua de mar bajo el mar. Estamos bajo el mar, ¿no?, en este camarote. Pasa tú primero.
El agua siseaba, picaba y calmaba. Fuera, esa misma agua corría oscura, partida por la gran mole del barco, y más allá sostenía la efervescencia y el equilibrio de una fauna invisible, manadas de marsopas y de delfines cantores amenazados, masas veloces de caballas y pescadillas, los doseles propulsivos de las medusas, el semen fosforescente de los arenques, que Michelet, mezclando géneros y funciones según su costumbre, llamaba el mar de leche, la mer de lait. Roland, tendido apaciblemente en la litera de abajo, pensó en una frase mágica de Melville, sobre bancos de, ¿qué era exactamente?, corriendo bajo la almohada. Oía el agua de la ducha romperse y tamborilear en el cuerpo invisible de Maud, que imaginaba tranquila y vagamente, sin urgencia ni precisión, blanco como la leche, girando a un lado y otro bajo los chorros y el vapor ascendente. Vio sus tobillos cuando subió por la escala, blanca y bien formada, envuelta en algodón blanco y un aura de polvos con aroma de helecho y pelo mojado. Sintió un gran contento de que estuviera allí metida, invisible e inaccesible pero allí. «Que duermas bien», dijo ella, y él respondió: «Igualmente, buenas noches.» Pero estuvo mucho tiempo sin dormirse, con los ojos abiertos en la oscuridad y el oído voluptuosamente atento a los pequeños chirridos y crujidos, suspiros y corrimientos con que ella se movía allá arriba.
Maud había telefoneado a Ariane Le Minier, que estaba a punto de irse de vacaciones al sur pero quedó en verlos un rato. Hicieron un pacífico viaje a Nantes en el coche, con buen tiempo, y almorzaron con ella en un restaurante sorprendente, misteriosa y brillantemente decorado con azulejos turcos fin-de-siècle, columnas, vidrieras opulentas. Ariane Le Minier era joven, calurosa y decidida; llevaba el pelo negrísimo cortado con exacta geometría, en ángulo sobre la nuca, en línea recta sobre la frente. Las dos mujeres se cayeron bien; compartían la pasión de la exactitud en su manera de investigar, y hablaron de la liminalidad y de la naturaleza de la forma monstruosa de Melusina como una «zona de transición», en la terminología de Winnicott: una construcción imaginaria que libera a la mujer de identificarse sexualmente. Roland habló muy poco. Era su primera comida francesa en Francia, y estaba desbordado por la precisa sensualidad del marisco, del pan recién hecho, de las salsas cuya sutileza pedía análisis y lo frustraba.
La tarea de Maud era delicada. Tenía que obtener acceso a los papeles de Sabine de Kercoz sin decir exactamente por qué y sin explicar la relación entre su solicitud y la ausencia de Leonora. En un primer momento pareció como si la inminente partida de Ariane lo pusiera todo más difícil. Los papeles estaban guardados bajo llave, y realmente no era posible consultarlos en su ausencia.
—Si hubiera sabido que venían…
—Nosotros mismos no lo sabíamos. Resultó que teníamos estos días de vacaciones. Pensamos hacer un viaje por la Bretaña y ver la casa natal de LaMotte.
—No hay nada que ver, desdichadamente. Se quemó en la Primera Guerra Mundial. Pero aunque sólo fuera ver Finistère y la bahía de Audierne —donde según la tradición está sepultada Is—, y la Baie des Trépassés, la Bahía de los Muertos…
—¿Ha averiguado algo más sobre la visita de LaMotte en el otoño de 1859?
—Ah, tengo una sorpresa para ustedes. Después de escribir a la profesora Stern he hecho un descubrimiento: he encontrado un journal intime de Sabine de Kercoz que cubre casi toda la visita de LaMotte. Sospecho que Sabine lo escribió imitando a George Sand…, y por eso lo escribió en francés y no en bretón, que hubiera sido lo más natural.
—No se puede figurar lo que me gustaría verlo…
—Es que tengo una sorpresa más. Les he sacado una fotocopia. Para que la vea la profesora Stern, y por lo mucho que admiro sus trabajos sobre Melusina. Y en compensación por mi ausencia y el cierre del archivo. La fotocopiadora es un gran invento democrático. Y deberíamos compartir nuestras informaciones, ¿no le parece? Es un principio feminista, la cooperación. Me parece que le va a sorprender mucho el contenido de ese diario. Espero que podamos discutir sus implicaciones una vez que lo haya leído. Ahora no digo más. No se debe estropear una sorpresa.
Maud se declaró sorprendida y agradecida, con cierta confusión. Le pesaba en el alma lo que pudiera decir Leonora. Pero la curiosidad y la codicia narrativa pesaban más.
Al día siguiente cruzaron la Bretaña hasta el confín de la tierra, Finistère. Pasaron por los bosques de Paimpont y Brocéliande, y llegaron a la tranquila bahía cerrada de Fouesnant, donde encontraron hotel en Le Cap Coz, un hotel que conjugaba la aspereza ventosa del norte con algo más soñador, más suave y más meridional; que tenía una terraza y una palmera, con vistas a un pinar casi mediterráneo, y más allá del pinar a una bahía arenosa y un mar verdiazul. Allí, durante los tres días siguientes, leyeron el diario de Sabine. Lo que pensaron se dirá después. Esto es lo que leyeron.
13 de octubre de 1859
El espacio vacío de estas hojas blancas me llena de temor y de deseo. Aquí puedo escribir lo que quiera, así que ¿cómo decidiré por dónde empezar? En este libro será donde me haga escritora de verdad; aquí aprenderé el oficio, y aquí anotaré cuantas cosas de interés me sucedan o descubra. Es un cuaderno que le he pedido a mi amado padre, Raoul de Kercoz, que utiliza estos volúmenes encuadernados para sus anotaciones del folclore y sus observaciones científicas. He acometido esta tarea de escribir por sugerencia de mi prima, la poeta Christabel LaMotte, que dijo una cosa que me hizo mucha mella. «Un escritor sólo se hace escritor de verdad practicando su oficio, experimentando constantemente con el idioma, de la misma manera que un gran artista experimenta con el barro o con el óleo hasta que la materia se hace en él una segunda naturaleza, que puede moldear a su antojo.» Dijo además, cuando yo le hablé de mi gran deseo de escribir, y de la gran ausencia en mi existencia cotidiana de cosas de interés, acontecimientos o pasiones, que era esencial la disciplina de poner por escrito todo aquello que hubiera en mi vida digno de atención, por vulgar o aburrido que a mí me pudiera parecer. Ese registro diario, dijo, tendría dos virtudes. Daría flexibilidad a mi estilo y exactitud a mi observación para cuando llegara el momento —que en toda vida ha de llegar— en que algo portentoso pidiera a gritos —dijo «pidiera a gritos»— ser contado. Y me haría ver que en realidad no hay nada aburrido en sí, nada que no tenga su interés. Contempla, dijo, tu propio huerto en un día de lluvia, este terrible litoral vuestro, con ojos de forastero, con mis ojos, y verás que están llenos de magia, y de colorido, triste pero variado y hermoso. Examina los cacharros viejos y los platos sencillos y resistentes de vuestra cocina con los ojos de un nuevo Vermeer que hubiera venido a convertirlos en armonía con un poquito de sol y de sombra. Un escritor no puede hacer eso, pero piensa lo que sí puede hacer un escritor, siempre suponiendo que tenga el suficiente oficio.
Veo que llevo ya escrita una página, y lo único de valor que hay en ella son los preceptos de mi prima Christabel. Es lógico que sea así: ella es la persona más importante que hay en mi vida presente, y además de eso un ejemplo luminoso, por ser a la vez una escritora reconocida de cierta importancia y mujer, y por lo tanto un signo de esperanza, una guía para todas nosotras. No sé hasta qué punto le agrada ese papel; la verdad es que me parece que sé muy poco de lo que piensa y siente en su interior. Me trata, con la mayor dulzura posible, como si ella fuera una institutriz y yo una pupila agotadora, llena de entusiasmos, nunca quieta, con una enorme ignorancia de la vida.
Si se parece a una institutriz, estoy segura de que es a la romántica Jane Eyre, tan poderosa, tan apasionada, tan observadora por debajo de su sobriedad exterior.
Las dos últimas frases me llevan a pensar en un problema. ¿Estoy escribiendo esto para que Christabel lo vea, como una especie de deberes —de ejercicios de escritura—, o incluso como una especie de carta íntima, para que ella la lea a solas, en momentos de contemplación y retiro? ¿O lo estoy escribiendo como cosa privada para mí, por ser totalmente sincera conmigo misma, en aras sólo de la verdad?
Yo sé que ella preferiría lo segundo. Así que voy a guardar este volumen bajo llave, por lo menos durante sus primeros tiempos, y escribir en él sólo lo que deban leer mis ojos únicamente, y los del Ser Supremo (la deidad de mi padre, cuando no parece creer en otras mucho más antiguas, Lug, Dagda, Taranis. Christabel tiene una devoción a Jesús fuerte pero peculiarmente inglesa, que yo no entiendo del todo, como tampoco tengo claro de qué comunión es, si católica o protestante).
Una lección. La obra escrita para un solo par de ojos, los del escritor, pierde algo de vitalidad, pero a cambio gana una cierta libertad, y, y esto me sorprende un tanto, madurez. Pierde el deseo, femenino además de infantil, de encantar.
Voy a dar comienzo a esta obra describiendo Kernemet como es hoy, a esta hora, a las cuatro de una tarde de otoño oscura y brumosa.
He pasado toda mi corta vida —que a mí a veces me ha parecido muy larga y lenta— en esta casa. Christabel se sorprendió, según dijo, al verla tan hermosa y a la vez tan sencilla. Pero no, no voy a decir lo que ha dicho Christabel, voy a registrar lo que yo misma descubro en algo que me es tan conocido que en los momentos de ennui casi ni lo veo.
Nuestra casa está hecha de granito, como casi todas las casas de esta costa, y es larga y baja, con tejados empinados y puntiagudos de pizarra y pignons. Tiene alrededor un muro alto, para crear un espacio resguardado del viento, además de privado. Todo lo de por aquí está hecho para soportar los incesantes vientos y las fuertes lluvias del Atlántico. La pizarra suele estar más reluciente de humedad que seca. A mí me gusta mucho también en verano, cuando brilla de calor. Nuestras ventanas son profundas y hacen arcos altos, como las de iglesia. Nuestra casa tiene sólo cuatro habitaciones grandes, dos en el piso de arriba y dos en el de abajo, cada una con dos ventanas profundas en paredes diferentes, para iluminar en todo tiempo. Fuera hay también una torrecilla que tiene arriba un palomar, y abajo un sitio para perros. Sin embargo, Dog Tray y el braco de mi padre, Mirza, viven dentro de la casa. Detrás de la casa, resguardado del Océano, está el huerto, donde yo jugaba cuando era niña, que entonces me parecía infinitamente espacioso y ahora es demasiado pequeño. También el huerto está vallado con un muro de piedras en seco y enormes cantos rodados del mar, que según los campesinos «gastan» el viento, rompiendo su fuerza entre innumerables agujeros y resquicios. Cuando hay tormenta y el viento sopla de esa dirección, el muro entero canta, un canto pedregoso como el de una playa de guijarros. Todo este país está lleno del canto del viento. Cuando sopla, la gente hinca los pies con más fuerza, y, por decirlo así, cantan al viento, los hombres ahuecando la voz y las mujeres elevando su registro.
(Eso no ha quedado mal. Y ahora que lo he escrito me invade una especie de amor estético a mis paisanos y a nuestro viento. Pasaría, si fuera poeta, a escribir el poema de sus quejas. O, si fuera novelista, diría sin faltar a la verdad que su monótono canto puede hacer delirar por un poco de silencio, en los largos días del invierno, como el hombre que se muere de sed en el desierto. Los salmos cantan la alabanza del fresco abrigo de las rocas bajo el calor ardiente. Aquí nosotros tenemos sed de unas gotas de silencio seco y luminoso.)
Ahora mismo hay en la casa tres personas tranquilamente sentadas en tres habitaciones, escribiendo. Mi prima y yo tenemos las dos de arriba: ella tiene la que fue la habitación de mi madre, que mi padre nunca ha querido que yo ocupe (ni yo tampoco, si vamos a eso). Desde estas habitaciones de arriba se ven los campos hasta el borde del acantilado, y más allá la superficie movida del mar. Es decir, cuando hace malo, entonces se mueve, sube y baja. Cuando hace bueno, es sólo la luz lo que parece moverse. ¿Es así? He de comprobarlo. Otro punto de interés.
Mi padre ocupa una de las habitaciones de abajo, que le sirve a la vez de biblioteca y dormitorio. Tres paredes de esa habitación están forradas de libros, y él siempre está lamentándose del efecto terrible del aire húmedo del mar sobre sus hojas y sus encuademaciones. Cuando yo era pequeña, una de mis tareas era sacar brillo a las tapas de cuero con una mezcla protectora de cera de abejas y no sé qué más —¿goma arábiga? ¿trementina?— que él mismo había inventado. Eso era lo que hacía en lugar de bordar. Sé remendar una camisa, eso lo he tenido que aprender por necesidad, y sé hacer bien la costura sencilla en blanco; pero de las labores femeninas más delicadas no sé hacer ninguna. Recuerdo el rico olor de la cera como las niñas mimadas recuerdan el agua de rosas y la esencia de violeta. Me ponía las manos flexibles y brillantes. En aquellos tiempos hacíamos la vida, los dos, en aquella habitación, con una buena chimenea encendida, además de una especie de estufa de cerámica.
Mi padre tiene una cama de caja de estilo bretón, que es como un gran armario, con sus escalones y su puerta con respiraderos. La de mi madre tenía colgaduras gruesas de terciopelo, con trencillas y bordados. Hace dos meses mi padre me mandó limpiarlas; no dijo por qué; yo me hice la absurda idea de que tenía algún proyecto de casarme, y quería preparar la habitación de mi madre como cámara nupcial. Cuando bajamos las colgaduras, estaban cargadas de polvo, y Gode se puso muy mala sacudiéndolas en el patio, porque se le llenaron los pulmones de las telarañas y la suciedad de toda una vida (mi vida). Y una vez sacudidas se quedaron en nada, con la costra se les fue toda la materia, y aparecieron agujeros enormes y sietes por todas partes. Entonces dijo mi padre: «Va a venir tu prima de Inglaterra, hay que sacar ropa de cama nueva de algún sitio.» Yo hice una cabalgada de un día hasta Quimperlé para pedírsela a Madame de Kerléon, y ella me dio un juego de lino rojo en buen estado, diciéndome que no lo necesitaba de momento. Lleva una cenefa bordada de azucenas y eglantinas que a mi prima le gusta mucho.
Se dice que estas camas de caja de Bretaña, que son como cuartitos de madera, se inventaron como protección contra los lobos. Todavía quedan lobos por las tierras altas y las parameras de esta parte del mundo, y en los bosques de Paimpont y Brocéliande. Cuentan que, antiguamente, en las aldeas y las alquerías, estas alimañas entraban en las casas y se llevaban a los niños que dormían en la cuna junto a la chimenea. Por eso los campesinos y granjeros, para tener a salvo a sus hijos, los dejaban encerrados dentro de las camas de caja y atrancaban bien la puerta antes de salir al campo. Gode dice que así se los protege también de los cerdos sueltos que en todo meten el hocico, y de las gallinas voraces que entran y salen de las casas, y lo mismo pican en un ojo que en una oreja, un piececito o una manita.
Gode me aterrorizaba, cuando yo era pequeña, con esas historias pavorosas. Yo iba con miedo de los lobos de día y de noche, y de los hombres-lobo también, aunque no puedo decir que jamás haya visto un lobo, ni desde luego lo he oído, aunque Gode alzaba un dedo en las noches de nevada cuando aullaba algo, y decía: «Se acercan los lobos; están hambrientos.» En este país de brumas dice mi padre que las líneas de separación entre el mito, la leyenda y la realidad no están marcadas, son como un arco de piedra que empezara en este mundo y acabara en otro, o más bien como una serie de velos movidos o telarañas tejidas entre una habitación y otra. Vienen los lobos; y hay hombres tan malos como los lobos; y hay hechiceros que creen controlar esos poderes, y hay la creencia del campesino en los lobos y en la necesidad de poner puertas macizas entre el niño y todos esos peligros. En mi infancia el miedo a los lobos no era mucho mayor que el miedo a ser encerrada, sin luz, en aquella caja, que a veces más parecía un cofre o nicho de un panteón que un escondite seguro (una cueva de ermitaño cuando yo jugaba a ser Lanzarote, antes de saber que era sólo una mujer y tenía que contentarme con ser Elaine la de las Blancas Manos, que no hacía más que sufrir, lamentarse y morir). Era tal la oscuridad que había en aquella cama, que yo pedía luz a gritos, a menos que estuviera muy enferma o muy triste, y entonces me hacía una bolita, como si fuera un erizo o una oruga dormida, y me estaba quieta como una muerta, o como se está antes de nacer, o entre el otoño y la primavera (el erizo) o entre el estado de arrastrarse y el de volar (la oruga).
Ahora estoy haciendo metáforas. Christabel dice que Aristóteles dice que una buena metáfora es señal del genio verdadero. Este escrito ha recorrido un largo trecho, desde su inicio formal, hacia atrás en el tiempo y hacia dentro en el espacio, hasta mis propios comienzos en una cama de caja, dentro de la cámara que hay dentro de la casa que hay dentro del muro protector.
Tengo mucho que aprender sobre cómo organizar mi discurso. Cuando estaba escribiendo sobre la cama de mi padre, quería a la vez describir la de mi madre, que iba a continuación, y hacer una disquisición o digresión sobre las camas de caja y la frontera entre la realidad y la fantasía, que también iba a continuación. No me ha salido del todo bien: hay huecos y saltos torpes en la secuencia, como agujeros demasiado grandes en el muro de piedras. Pero algo queda hecho, y ¡qué interesante es todo, visto como una labor que se puede mejorar, o rehacer, o desechar, como un trabajo de aprendiz!
¿Qué viene después? Mi historia. La historia familiar. ¿Novios? No los tengo, no veo a nadie, no sólo no he estado en relaciones ni he rechazado a ningún pretendiente, sino que nunca he estado con nadie a quien se pudiera considerar como tal. Mi padre parece creer que todo se andará, por un proceso suave e inevitable, «a su debido tiempo», que él piensa que todavía está lejos; y yo pienso que ya casi pasado y perdido. Tengo veinte años. Sobre eso no voy a escribir. No puedo dominar mis pensamientos, y Christabel dice que este diario debe estar libre de «los vapores repetitivos y los suspiros extáticos de las chicas vulgares con sentimientos vulgares».
Lo que está claro es que he descrito la casa, en parte, pero no a las personas. Mañana describiré a las personas. «La acción, no el carácter, es la esencia del drama trágico», dijo Aristóteles. Mi padre y mi prima estuvieron hablando de Aristóteles anoche, después de cenar; pocas veces había visto a mi padre tan animado. Yo creo que la esencia del drama trágico es la inacción, en el caso de muchas mujeres modernas, pero no me atreví a soltar ese casi-chiste, porque estaban discutiendo en griego, que Christabel aprendió de su padre, pero que yo no sé. Cuando pienso en las princesas medievales que gobernaban sus casas durante las Cruzadas, o en las prioras que dirigían la vida de grandes abadías, o en Santa Teresa saliendo de pequeña a luchar contra el mal, como dice el Jacques de George Sand, pienso que la vida moderna ha caído en una especie de blandura. De Balzac dice que las nuevas ocupaciones de los hombres en las ciudades, su trabajo en los negocios, han convertido a las mujeres en juguetes bonitos y periféricos, todo seda, perfume y llenas de las fantaisies y las intrigas del boudoir. A mí me gustaría ver la seda de capullos y conocer la atmósfera de un boudoir, pero no quiero ser una persona relativa y pasiva, en ninguna parte. Quiero vivir, amar y escribir. ¿Será pedir demasiado? ¿Serán vapores, esta declaración?
Jueves, 14 de octubre
Dije que hoy describiría a los personajes. Veo que me da miedo, ésa es la palabra justa, describir a mi padre. Siempre ha estado conmigo, y siempre ha sido el único que estaba conmigo. Mi madre no es mi madre sino uno de sus relatos, que en la infancia yo no distinguía de la realidad, a pesar de que él insistía siempre escrupulosamente en mi obligación de ser veraz. Mi madre procedía del sur, había nacido en Albi. «Echaba de menos el sol», solía decir él. Tengo una imagen clara de su lecho de muerte. Mi padre me contó que me llamaba, que estaba trastornada de pensar qué iba a ser de mí, en este país agreste, sin una madre que me cuidase. Pedía a gritos, aunque ya no le quedaban fuerzas para nada, ver a la niña, y cuando me llevaron se serenó, volvió hacia mí su cara pálida y se serenó, dice él. Y dice que él prometió ser padre y madre para mí, ambas cosas, y ella dijo que haría mejor en volverse a casar, y él dijo que no, que eso nunca, que él era de los que sólo aman una vez. Ha intentado ser ambas cosas, padre y madre para mí, pero el pobrecillo no tiene mucha mano para el lado práctico de la vida; y no porque no sea bueno y cariñoso, que lo es y mucho, sino porque no vale para tomar decisiones prácticas como haría una mujer. Y porque no tiene ningún conocimiento de lo que yo temo. Ni de lo que yo deseo. Pero me tomaba en sus brazos con dulzura infinita cuando yo era niña, lo recuerdo, y me besaba y apaciguaba, y me leía cuentos.
Veo que uno de mis defectos como escritora va a ser la tendencia a abalanzarme en todas direcciones a la vez.
Me da miedo describir a mi padre porque lo que hay entre nosotros es convenido y tácito. Por las noches oigo su respiración en la casa, y si flaqueara o cesara lo notaría inmediatamente. Lo sabría, creo, si le pasara algo, aunque estuviera muy lejos de él. Y él lo sabría si yo estuviera en peligro, o enferma, estoy segura. Parece una persona muy abstraída, muy enfrascada en su trabajo, pero tiene un sexto sentido, un oído interior, que me oye. Cuando yo era pequeña me ataba a su escritorio con una banda larga de lino, como una cuerda, y yo correteaba por su habitación y por la sala grande tan contenta. Tiene un libro con un emblema antiguo de Cristo y el Alma, en el que el Alma corretea por la casa atada con una banda igual; dice que de ahí sacó la idea. Yo después he leído Silas Marner, que es la historia de un viejo soltero que ata a un expósito a su telar de la misma manera. Siento su enfado y su amor como tirones suaves de esa banda de lino limitadora, cada vez que pienso con demasiada rebeldía, o cabalgo demasiado deprisa. No quiero intentar escribir sobre él con demasiada objetividad. Le quiero como al aire y las piedras del hogar, como al manzano retorcido por el viento que hay en el huerto y al sonido del mar.
De Balzac siempre describe las caras de sus personajes como si estuvieran pintadas por los maestros holandeses. Una nariz ganchuda de caracol que indica sensualidad, un ojo con venitas rojas en el blanco, una frente abombada. Yo no sabría describir así los ojos de mi padre, ni su pelo, ni la curvatura de su espalda. Le tengo demasiado cerca. Si porque la vela da poca luz te acercas demasiado un libro a la cara, los caracteres se emborronan. Así me pasa a mí con mi padre. Al suyo, el philosophe, el republicano, lo recuerdo de los tiempos de mi primera infancia. Llevaba largo su pelo gris, como era costumbre en la nobleza bretona, y se lo echaba hacia arriba con el peine. Tenía una barba bonita y espesa, más clara que el pelo. Y guantes de cuero que se ponía para ir de visita, o cuando iba a una boda o un funeral. La gente le llamaba Benoit, aunque fuera el barón de Kercoz, lo mismo que a mi padre le llaman Raoul. Les piden consejo sobre cuestiones en las que no son expertos, y sobre cuestiones de las que no saben nada. Somos un poco como abejas en la colmena; no marcha todo bien como no se les informe o se les consulte.
Cuando vino Christabel, mis emociones fueron confusas, como las olas en la marea alta, que unas están aún avanzando y otras retrocediendo. La verdad es que nunca he tenido una amiga o confidante: mi aya y las criadas de la casa son demasiado viejas y respetuosas para desempeñar esa segunda función, aunque las quiero mucho, sobre todo a Gode. Así que estaba llena de esperanzas. Pero tampoco he compartido nunca a mi padre ni mi casa con otra mujer, y tenía miedo de que no me resultara agradable, miedo de interferencias sin nombre, de críticas o, cuando menos, de incomodidades.
Quizá siga sintiendo todas esas cosas.
¿Cómo describir a Christabel? Ahora la veo —lleva aquí exactamente un mes— de otra manera muy distinta de cuando llegó. Primero voy a intentar reconstruir aquella primera impresión. No escribo esto para que ella lo lea.
Vino en las alas de un temporal. (¿Será eso demasiado romántico? No da idea suficiente de todo el volumen de viento y agua que se abatió sobre nuestra casa durante aquella semana terrible. Si intentabas abrir un postigo o dar un paso fuera de la puerta, el temporal se echaba sobre ti como un Ser implacable, resuelto a romper y aplastar.)
Entró en el patio cuando ya había oscurecido. Las ruedas chirriaban y tropezaban en los adoquines. El coche avanzaba —incluso ya dentro del muro— a trompicones cortos. Los caballos venían con la cabeza gacha, y el pelo chorreando fango y blanco de sal. Mi padre salió corriendo con su roquelaure y una lona: el viento casi le arrancó de la mano la portezuela del coche. La sostuvo abierta mientras Yann bajaba el estribo, y entonces salió a la oscuridad un fantasma gris, un animal enorme, peludo y silencioso, que hacía como un espacio pálido en las tinieblas. Y detrás de aquel animal grandísimo, una mujer muy menuda, con manteo y capucha y un paraguas inútil, todo ello negro. Cuando hubo bajado del estribo, tropezó y cayó en brazos de mi padre. Y dijo, en bretón: «Santuario.» Mi padre la sostuvo en sus brazos, y besó su rostro mojado —ella tenía cerrados los ojos—, y dijo: «Ésta es tu casa por todo el tiempo que quieras.» Yo estaba en la puerta, luchando por sujetarla frente al huracán, y en las faldas se me hacían lamparones de agua de lluvia. Y la gran bestia se apretó contra mí, tiritando y ensuciándome aún más con su pelambrera mojada. Mi padre hizo entrar a mi prima, dejándome atrás, y la condujo a su butacón, y ella se tendió allí medio desmayada. Yo me adelanté y le dije que era su prima Sabine, y le di la bienvenida; pero ella no parecía verme. Después, entre mi padre y Yann la ayudaron a subir al piso de arriba, y no la volvimos a ver hasta la cena del día siguiente.
No creo poder decir que me gustara en un primer momento. Eso fue, al menos en parte, porque no pareció que yo le gustara a ella. Yo creo ser una persona cariñosa; creo que me encariñaría con todo el que me ofreciera un poco de calor, una bienvenida humana. Pero mi prima Christabel, a la vez que hacia mi padre mostraba casi auténtica devoción, a mí parecía mirarme, ¿cómo lo diría yo?, con algo de frialdad. Bajó a cenar aquella primera vez vistiendo un vestido de lana a cuadros oscuros, en negro y gris, con un voluminoso chal de flecos, muy bonito, verde oscuro con los bordes negros. No es elegante, pero es pulcra hasta el último detalle, y viste con esmero; lleva al cuello una cruz de azabache en un cordón de seda, y unos elegantes botines verdes. Lleva una cofia de encaje. No sé qué edad tiene; unos treinta y cinco años. Tiene el pelo de un color extraño, claro y plateado, con un brillo casi metálico, un poco parecido a la mantequilla de invierno hecha con leche de vacas que se han alimentado de heno sin sol, que pierde el amarillo. Se lo peina de una manera que no le sienta bien, con racimos de bucles sobre las orejas.
Su carita es blanca y afilada. Nunca he visto a nadie tan blanco como estaba ella aquella primera noche (ahora está poco mejor). Hasta la curva interior de la nariz, hasta los labios pequeños y fruncidos, eran blancos, o marfileños. Sus ojos son de un color raro, verde pálido; los lleva semiocultos. También la boca la lleva apretada —tiene los labios finos—, de modo que cuando la abre resulta sorprendente ver el tamaño y la fuerza aparente de sus dientes, grandes y muy iguales, y de un tono netamente marfileño.
Comimos gallina hervida; mi padre ha dado orden de que se aparte el caldo como reconstituyente para ella. Comimos en torno a la mesa de la Sala Grande; normalmente mi padre y yo nos tomamos nuestro queso con pan y un tazón de leche junto a la chimenea de su habitación. Mi padre nos habló de Isidore LaMotte y su gran recopilación de cuentos y leyendas. Después le dijo a mi prima que tenía entendido que ella también era escritora.
«La fama», dijo, «viaja muy despacio de Gran Bretaña a Finistère. Tendrás que perdonarnos que veamos pocos libros modernos.»
«Yo escribo poesía», dijo ella, llevándose el pañuelo a la boca y frunciendo un poco el ceño. Y añadió: «Soy trabajadora, y creo que he conseguido algo de oficio. Pero no creo tener ninguna fama que pudiera haberme señalado a vuestra atención.»
«Prima Christabel, yo tengo grandes deseos de ser escritora. Siempre he tenido esa ambición…» Y ella dijo, en inglés:
«Muchos lo desean, pero pocos o ninguno lo consigue.» Y luego, en francés: «Yo no lo recomendaría como manera de ser feliz en la vida.»
«Yo nunca lo he entendido en ese sentido», dije yo, picada. Y mi padre dijo:
«Sabine se ha criado, como tú, en un mundo extraño en el que el pergamino y el papel son tan corrientes y esenciales como el queso y el pan.»
«Si yo fuera un Hada Buena», dijo Christabel, «le desearía una cara bonita, que ya la tiene, y la capacidad de disfrutar con las cosas de todos los días.»
«Querrías que fuera Marta y no María», exclamé yo, con cierto modesto ardor.
«No he dicho eso», dijo ella. «La oposición es falsa. El cuerpo y el alma no son separables.» Otra vez se llevó el pañuelito a los labios, y frunció el ceño como si yo hubiera dicho algo para molestar. «Como bien lo sé yo», dijo. «Como bien lo sé yo.»
Poco después pidió que la excusáramos, y subió a su habitación, donde Gode había encendido la chimenea.
Domingo
Los placeres de escribir son varios. El lenguaje de la reflexión tiene su placer particular, y el lenguaje de la narración tiene otro muy distinto. Voy a contar cómo, a pesar de todo, llegué a granjearme, en cierta medida, la confianza de mi prima.
El temporal no amainó en tres o cuatro días. Después de aquella primera cena, mi prima no volvió a bajar; no salía de su habitación, y allí se sentaba en el profundo hueco de su ventana ojival, que está tallada en el granito, contemplando lo poco que había que contemplar: el huerto encharcado, el muro de guijarros, y fundiéndose con él un muro espeso de niebla, con formas redondeadas en su interior, como si también en la niebla hubiera guijarros. Gode decía que comía muy poco, como un pájaro enfermo.
Yo entraba y salía de su habitación cuantas veces me atrevía para no parecer entrometida, por ver si se podía hacer algo para que estuviera más a gusto. Intentaba tentarla con un filete de lenguado o un poco de gelatina de vaca hecha con vino, pero apenas comía un par de cucharadas. A veces entraba yo al cabo de una hora o dos y veía que no se había movido de su postura de antes, y entonces me parecía haber vuelto con prisas inoportunas, o que para ella el tiempo no existía igual que para mí.
Una vez dijo: «Sé que soy un gran trastorno para ti, ma cousine. Soy una enferma mezquina y poco agradecida. Deberías dejarme aquí sentada y atender a otras cosas.»
«Quiero que estés a gusto y contenta en esta casa», dije yo.
Y ella dijo: «Dios no me ha dado una gran facilidad para estar a gusto.»
Me dolió que, aunque yo llevo esta casa casi desde que tenía diez años, mi prima se dirigiera a mi padre para todos los asuntos prácticos, y le diera las gracias a él por actos de previsión o de hospitalidad que a él no se le habrían ocurrido nunca, a pesar de toda su buena voluntad.
También el perrazo se negaba a comer. Estaba tumbado en la habitación de Christabel, aplastado contra el suelo, con el hocico pegado a la puerta, y dos veces al día se levantaba rígidamente para salir afuera. Yo también le llevaba golosinas a él, pero no las quería. Ella me miraba hablarle, primero pasivamente, sin alentarme. Yo perseveraba. Un día dijo:
«No responde. Está muy enfadado conmigo por haberle sacado de su casa, donde era feliz, y reducirle a terror y náusea en aquel barco. Tiene derecho a estar enfadado, pero yo no sabía que a un perro pudiera durarle un rencor tanto tiempo. Se supone que son absurdamente indulgentes, y hasta cristianos, con esos seres que dicen ser sus dueños. Ahora yo diría que pretende morirse para vengarse de mí por haberle desarraigado.»
«No, no. Es muy cruel que digas eso. El perro está triste, no es vengativo.»
«La vengativa soy yo, que me amargo a mí y amargo a los demás. Y el bueno de Dog Tray nunca hizo daño a nadie.»
Yo dije: «Cuando baje, yo le sacaré al huerto.»
«Me temo que no quiera ir.»
«¿Y si quisiera?»
«Entonces sería que tu paciencia y tu bondad han conseguido algo con mi buen perro, ya que no conmigo. Pero yo creo que es perro de una sola persona; si no lo creyera así no le habría traído. Le dejé cierto tiempo, hace poco, y no quiso comer hasta que volví.»
Yo perseveré, y poco a poco el animal vino de mejor grado, hizo el recorrido del patio, los establos, el huerto, se acomodó en la entrada, dejó su puesto a la puerta de su ama y me saludó empujándome con su gran hocico. Un día se comió dos cuencos de sopa de pollo que su ama había rechazado, y después meneaba su gran rabo con placer. Cuando ella lo vio, dijo con bastante acritud:
«Veo que también me he equivocado en lo de su lealtad exclusiva. Mejor habría hecho dejándole donde estaba. Todos los claros mágicos de Brocéliande no valen lo que una buena carrera por el parque de Richmond para el pobre Dog Tray. Y podría haber servido de consuelo…»
Al llegar ahí se interrumpió. Yo hice que no me daba cuenta, porque era evidente que estaba sufriendo y no era dada a hacer confidencias. Dije:
«Cuando llegue el buen tiempo podemos llevarle las dos a pasear por Brocéliande. Podemos acercarnos a ver el yermo de la Pointe du Raz y la Baie des Trépassés.»
«Cuando llegue el buen tiempo, ¿quién sabe dónde estaremos?»
«¿Piensas dejarnos entonces?»
«¿Y adonde iría?»
A eso no había respuesta, como bien sabíamos las dos.
Viernes
Gode dijo: «En diez días estará fuerte.» Yo dije: «¿Le has dado el cocimiento de hierbas, Gode?», porque Gode es bruja, como todos sabemos. Y Gode dijo: «Se lo ofrecí, pero no lo quiso.» Yo dije: «Yo le diré que tus cocimientos no hacen más que bien.» Y Gode dijo: «Ya es demasiado tarde. Estará mejor del miércoles en una semana.» Yo se lo conté a Christabel, riendo, y ella no dijo nada, y luego preguntó qué cosas sabía curar Gode. Yo le dije que verrugas, cólicos, la esterilidad y los dolores de mujer, los catarros y las intoxicaciones. Sabe encajar un hueso y asistir a un parto, ya lo creo, y amortajar un muerto y resucitar a los ahogados. Eso lo aprendemos todos aquí.
«¿Y nunca mata al que atiende?», dijo Christabel,
«No, que yo sepa; es muy escrupulosa y muy lista, o muy afortunada», dije yo. «Yo pondría mi vida en las manos de Gode.»
«Tu vida sería una gran responsabilidad», dijo Christabel.
«Como la de cualquiera», dije yo. Me da miedo. Veo lo que quiere decir, y eso me asusta.
Como Gode había pronosticado, se puso más fuerte, y cuando a principios de noviembre tuvimos tres o cuatro días despejados, como a veces ocurre en esta costa tan variable e incierta, los llevé en coche a ella y a Dog Tray a ver el mar en la bahía de Fouesnant. Yo pensaba que correría conmigo por la playa, o subiría a las rocas, a pesar de que soplaba un viento frío. Pero se quedó parada al borde del agua, con las botas hundidas en la arena húmeda y las manos metidas en las mangas para abrigarlas, escuchando las olas y el grito de las gaviotas, muy quieta, muy quieta. Cuando me acerqué a ella tenía los ojos cerrados, y con cada ola que rompía se le fruncían ligeramente las cejas. A mí se me ocurrió la idea fantástica de que era como si le dieran golpes en el cráneo, y que estaba aguantando aquel sonido, ella sabría por qué. Me volví a alejar; no he conocido nunca a nadie que diera esa impresión de que los gestos normales de amistad son una intromisión fatal.
Martes
Yo seguía decidida a hablar con ella del tema de escribir. Esperé hasta que un día me pareció encontrarla relajada y amigable; se había ofrecido a ayudarme a zurcir sábanas, que lo hace mucho mejor que yo: es muy buena costurera. Entonces dije:
«Prima Christabel, es verdad que tengo grandes deseos de ser escritora.»
«Si eso es verdad, y si tienes el don, nada de lo que yo te diga hará variar el resultado.»
«Tú sabes que eso no puede ser cierto. Eso que dices, prima, perdona pero es un sentimentalismo. Hay muchas cosas que pueden impedírmelo. La soledad. La falta de apoyo. La falta de fe en mí misma. Tu desprecio.»
«¿Mi desprecio?»
«Me juzgas de antemano como una niña tonta que no sabe lo que quiere. Lo que ves es tu idea, no yo.»
«Y tú estás decidida a que no persevere en ese error. Tienes por lo menos una de las cualidades del novelista, Sabine, la de empeñarte en socavar las ilusiones fáciles. Con cortesía y buen humor. Acepto la corrección. Dime, pues, ¿qué es lo que escribes? Porque me figuro que algo escribirás. Es un oficio en el que el deseo sin la acción es un fantasma destructor.»
«Escribo lo que puedo. No lo que me gustaría escribir sino lo que sé. Me gustaría escribir la historia de los sentimientos de una mujer. De una mujer moderna. Pero ¿qué sé yo de eso, entre estas cuatro paredes de granito, a medio camino entre la prisión de zarzas de Merlín y la Era de la Razón? Así es que escribo de lo que mejor conozco, de lo extraño y lo fantástico, los cuentos de mi padre. He puesto por escrito la leyenda de Is, por ejemplo.»
Ella dijo que le agradaría mucho leer mi historia de Is. Dijo que ella había escrito un poema en inglés sobre ese mismo tema. Yo le dije que sabía algo de inglés, no mucho, y que me gustaría que me enseñara un poco. Ella dijo: «Lo intentaré, no faltaba más. No soy buena maestra, no tengo paciencia. Pero lo intentaré.»
Dijo: «Desde que llegué aquí no me he puesto a escribir nada, porque no sé en qué idioma pensar. Soy como el Hada Melusina y las Sirenas, mitad francesa mitad inglesa, y detrás de esos idiomas están el bretón y el celta. Todo cambia de forma, incluidos mis pensamientos. Mi deseo de escribir me vino de mi padre, que se parecía al tuyo. Pero la lengua en que escribo —mi lengua materna, exactamente— no es la de él, sino la de mi madre. Y mi madre no es una mujer espiritual, y su lenguaje es el de las minucias domésticas y la moda femenina. Y el inglés es un idioma lleno de pequeños bloques, y objetos sólidos y sutilezas y datos inconexos, y observación. Es mi primer idioma. Mi padre decía que todo ser humano necesita una lengua nativa. Él se sujetaba a hablarme sólo en inglés, en mis primeros años; me contaba cuentos ingleses y me cantaba canciones inglesas. Más tarde aprendí el francés, con él, y el bretón.»
Era la primera confidencia que me hacía, y era una confidencia de escritor. En aquel momento lo que más me hizo pensar no fue lo que me había dicho sobre el lenguaje, sino el hecho de que su madre viviera, porque lo que dijo fue: «No es una mujer espiritual.» Mi prima estaba en un grave aprieto, eso estaba claro, y no se había dirigido a su madre, sino a nosotros; es decir, a mi padre, porque no creo que yo contara para nada en su decisión.
Sábado
Leyó mi historia del rey Grandlon, la princesa Dahud, el caballo Morvak y el Océano. Se la llevó el 14 de octubre por la noche y me la devolvió dos días después, entrando en mi habitación y poniéndomela en las manos bruscamente, con una curiosa sonrisilla. Dijo: «Aquí tienes tu cuento. No lo he marcado, pero me he tomado la libertad de escribir unas notas en hoja aparte.»
¿Cómo describir la felicidad de que te tomen en serio? Cuando se llevó el cuento, yo le vi en la cara que lo que esperaba encontrar eran efusiones sentimentales y suspiros sonrosados. Yo sabía que no encontraría nada de eso, pero su certidumbre pudo más que la mía. Yo sabía que me encontraría defectos, por esto o por lo otro. Pero sabía que lo que había escrito estaba escrito, que tenía su razón de ser. Así es que por un lado esperaba su desdén inevitable, y por otro sabía que no debía ser así.
Tomé el papel de sus manos. Leí todas las notas. Eran prácticas, eran inteligentes, manifestaban un reconocimiento de lo que yo había querido hacer.
Lo que yo había pretendido era hacer de la salvaje Dahud una encarnación, por así decirlo, de nuestro deseo de libertad, de autonomía, de esa pasión nuestra que tenemos las mujeres, y que a los hombres, al parecer, les da miedo. Dahud es la hechicera amada por el Océano, y cuyos excesos hacen que la Ciudad de Is sea anegada (por ese mismo Océano) y sepultada. En una de las recensiones mitológicas de mi padre, el editor dice: «En la leyenda de la Ciudad de Is se siente, como el paso de un torbellino, el terror de los antiguos cultos paganos y el terror de la pasión de los sentidos, desencadenados en las mujeres. Y a esos dos terrores se suma el tercero, el del Océano, al que en este drama le corresponde el papel de Némesis y destino. El paganismo, la mujer y el Océano, esos tres deseos y esos tres grandes temores del hombre, se combinan en esta extraña leyenda y desembocan en un final tempestuoso y terrible.»
Por otra parte, mi padre dice que el nombre de Dahud, o Dahut, significaba antiguamente «la hechicera buena». Dice que debió de ser una sacerdotisa pagana, algo próximo a una saga islandesa, o una de las sacerdotisas vírgenes de los druidas de la Ile de Sein. Dice, incluso, que Ys podría ser un recuerdo residual de otro mundo en el que las mujeres eran poderosas, antes de que aparecieran los guerreros y los sacerdotes, un mundo como el paraíso de Avalón, las Islas Flotantes o el Síd gaélico, el País de los Muertos.
¿Por qué tienen que ser el deseo y los sentidos tan terroríficos en las mujeres? ¿Quién es el autor para decir que ésos son los temores del hombre, con lo cual quiere decir la entera raza humana? Nos presenta como brujas, proscritas, hechiceras, monstruos…
Voy a transcribir algunas de las frases de Christabel que más me gustaron. Para ser totalmente honesta debería transcribir también las críticas que hacía de banalidades, exageraciones o torpezas; pero ésas las llevo grabadas en mi interior.
Algunos comentarios de Christabel LaMotte a Dahud La Bonne Sorcière de Sabine de Kercoz.
«Has encontrado, por instinto o por inteligencia, un medio que no es la alegoría, ni tampoco el faux-naif, para prestar significación y tu propia forma de universalidad a esta historia terrible. Tu Dahud es a la vez un ser humano individual y una verdad simbólica. Otros escritores pueden ver otras verdades en esta narración (yo entre ellos). Pero tú no tienes la pedantería de excluir.
»Todas las historias antiguas, prima mía, se pueden seguir contando una y otra vez de maneras distintas. Lo que hace falta es mantener vivas, abrillantar, las formas simples y limpias del cuento, que no pueden faltar: en este caso la cólera del Océano, el terrible salto del caballo, la caída de Dahud de la grupa, el anegamiento, etc., etc. Pero al mismo tiempo añadir algo propio del escritor, que haga que todas esas cosas parezcan nuevas y vistas por vez primera, sin haber sido utilizadas para fines privados o personales. Eso lo has conseguido.»
Viernes
Después de la lectura las cosas fueron mejor. No puedo referirlo todo, pero aun así ya estamos casi en el momento presente. Le dije a mi prima que había sido un gran alivio para mí que mi obra fuera leída como obra mía, y por alguien que sabía valorarla. Ella dijo que esa experiencia era rara en la vida de todo escritor, y que no convenía ni esperarla ni depender de ella. Yo le pregunté si ella tenía un buen lector, y ella frunció un poco el ceño y luego dijo con viveza: «Tengo dos. Que es más de lo que se puede pedir. Uno demasiado indulgente, pero con inteligencia del corazón. Otro, un poeta…, un poeta mejor…» Y se calló.
No estaba enfadada, pero no dijo más.
Yo creo que tiene que pasarles a los hombres lo mismo que a las mujeres, saber que una persona desconocida ha hecho una valoración falsa de lo que pueden lograr, y observar un cambio de tono, un cambio de lenguaje, un cambio general de respeto una vez que su obra se ha juzgado meritoria. Pero cuánto más en el caso de las mujeres, a las que generalmente se considera, como dice Christabel, incapaces de escribir bien, poco proclives a intentarlo, y algo así como rarezas o monstruos si efectivamente lo logran, y consiguen hacer algo.
28 de octubre
Es como el tiempo de la Bretaña. Cuando sonríe y hace chistes con gracia y con inteligencia, no se la imagina uno de ninguna otra manera: lo mismo que la costa de por aquí sonríe y sonríe al sol, y en las calas abrigadas de Beg-Meil cría pinos e incluso una palmera datilera que evoca el sur más soleado, donde yo no he ido nunca. Y el aire puede ser tan suave y agradable que, como el campesino de la fábula de Esopo, se quita uno el abrigo, la armadura, por decirlo así.
Está mucho mejor, como dijo Gode que estaría. Ella y Dog Tray salen a dar largos paseos juntos, y también conmigo, cuando se me invita o ella acepta mi invitación. Insiste también en participar en los quehaceres cotidianos de la casa, y cuando estamos en la cocina, o zurciendo junto al fuego, es cuando más hablamos. Hablamos mucho sobre los significados de los mitos y las leyendas. Está muy deseosa de ver nuestras Piedras de Pie, que están a bastante distancia, a lo largo del acantilado; le he prometido ir con ella. Le he contado que las muchachas del pueblo aún bailan alrededor del menhir, vestidas de blanco, para celebrar el Mayo: van en dos círculos, uno en el sentido del reloj y el otro al contrario, y la que flaquea y se cansa y se cae, o toca de alguna manera la piedra, es golpeada sin piedad a puñadas y a patadas por todas las demás, que arremeten contra ella lo mismo que una bandada de gaviotas contra una intrusa, o una que haya entre ellas debilucha. Mi padre dice que este rito es una reliquia de los sacrificios antiguos, quizá druídicos; que la que cae es como un chivo expiatorio sacrificial. Dice que la Piedra es un símbolo masculino, un falo; y las mujeres del pueblo van de noche oscura a abrazarla, o frotarla con ciertos mejunjes (Gode los sabe, pero Papá y yo no), para tener hijos fuertes, o que sus maridos regresen felizmente. Mi abuelo decía que el campanario de la iglesia no era otra cosa que esa piedra antigua metamorfoseada —una columna de pizarra, decía, en vez de granito, sin más diferencia—, y que las mujeres se acurrucaban al pie como gallinas blancas, lo mismo que antaño bailaban delante de la otra. A mí no me gustaba del todo oír decir eso, y dudé si repetírselo a Christabel, porque ella desde luego tiene creencias cristianas. Pero se lo dije, porque su mente no teme a nada, y ella se echó a reír y dijo que, efectivamente, la Iglesia había sabido asimilar y absorber, y en parte sojuzgar, a las antiguas deidades paganas. Que ahora se sabía que muchos santitos locales eran genii loci, poderes que habitaban en tal o cual fuente o árbol.
Dijo también: «Así que la muchacha que tropieza al bailar es también la Mujer Caída, y las otras la apedrean.»
«No la apedrean», dije yo, «ahora no; le dan golpes con las manos o con los pies.»
«No son ésos los más crueles», dijo ella.
Viernes
Lo extraño es que parece como si no tuviera más vida que ésta. Es como si hubiera salido de aquella tormenta como una foca o una ondina, chorreando y buscando amparo. No escribe cartas, ni pregunta nunca si ha llegado alguna para ella. Yo sé, porque no soy tonta, que le ha debido suceder algo, algo terrible, me figuro, y que de eso venía huyendo. Sobre eso no le pregunto nada, porque está clarísimo que no quiere que se le pregunte. Pero de vez en cuando despierto sus iras sin querer.
Por ejemplo, le pregunté por qué el perro tenía ese nombre tan curioso de Dog Tray, y ella empezó a contarme que se lo habían puesto en broma, por un verso que hay en el Rey Lear de William Shakespeare: «Hasta los perrillos, Tray, Blanche y Sweetheart, vedlo, me ladran.» Dijo: «El perro vivía en una casa donde había una Blanche, y donde a mí se me llamaba en broma Sweetheart…», y al llegar ahí apartó la cara y ya no dijo nada, como si se ahogara. Después dijo: «En la rima de la Madre Hubbard, en algunas versiones, el perro que encuentra vacía la despensa se llama Dog Tray. A lo mejor a éste se le puso así por el de aquella vieja, que no encontraba más que desengaño.»
1 de noviembre, Toussaint
Hoy empieza el contar cuentos. En toda Bretaña empieza el contar cuentos el día de la Toussaint, con el Mes Negro. Continúa durante diciembre, el Mes Muy Negro, hasta el relato de Navidad. En todas partes hay cuentacuentos. En nuestra aldea la gente se reúne alrededor del banco de Bertrand, el zapatero, o de Yannick, el herrero. Se llevan la labor, y se calientan unos a otros con su presencia amigable —o con el calor de la fragua—, y oyen a los mensajeros en las tinieblas que se espesan al otro lado de los gruesos muros, el crujir sin motivo de la madera, o batir de alas, o el chirrido incluso de los ejes del carro desvencijado del Ankou.
Mi padre tomó la costumbre de contarme cuentos todas las noches durante los dos Meses Negros. Este año se hará igual, salvo que ahora está aquí Christabel. Mi padre no tiene tanto público como Bertrand y Yannick, y, a decir verdad, su manera de relatar no es tan dramática como la de ellos; tiene esa delicadeza erudita que forma parte de su persona, y una insistencia puntillosa en la exactitud: no hay demonios ni hombres-lobos que hagan «¡Pam!» ni «¡Zas!». Y, sin embargo, durante muchos años me hizo creer totalmente en los personajes de sus mitos y leyendas. Comenzaba su cuento de la Fontaine Baratoun, la Fontaine des Fées, del bosque mágico de Brocéliande, con una enumeración erudita de todos sus nombres posibles. Yo me sé la letanía: Breselianda, Bercillant, Brucellier, Berthelieu, Berceliande, Brecheliant, Brecelieu, Brecilieu, Brocéliande. Me parece estar oyéndole decir, pedante y misterioso: «El lugar cambia de nombre como cambia de confines, como cambian de dirección sus oscuras veredas y avenidas boscosas: no se deja fijar ni sujetar, como no se dejan fijar ni sujetar sus habitantes invisibles y sus propiedades mágicas, pero siempre está ahí, y todos esos nombres no indican sino momentos o aspectos suyos…». Todos los inviernos cuenta la historia de Merlín y Vivien, siempre la misma historia, nunca contada igual.
Christabel dice que también su padre le contaba cuentos en invierno. Parece estar dispuesta a formar parte de nuestro círculo en torno al hogar. ¿Qué será lo que cuente ella? Una vez tuvimos un visitante que contó una historia sin vida, una pequeña alegoría política con Luis Napoleón haciendo de ogro y Francia haciendo de víctima, y fue como sacar en la red un banco de peces muertos, lacios, con las escamas sueltas, que nadie sabía a dónde mirar ni cómo sonreír.
Pero ella es sabia, y en parte bretona.
«Yo podría desplegar una historia», me dijo en inglés, cuando le pregunté si contaría algo (sé que eso es Hamlet, el parlamento del aparecido, y muy a propósito).
Gode siempre nos acompaña y cuenta cosas del tráfico entre este mundo y el otro, el del otro lado del umbral, que en la Toussaint puede ser cruzado en los dos sentidos, por hombres vivos que penetran en ese mundo, y por espías, o adelantados, o mensajeros enviados de Allá a nuestro breve día.
Toussaint, a altas horas de la noche
Mi padre ha contado el cuento de Merlín y Vivien. Los dos personajes no son nunca los mismos de un año a otro. Merlín es siempre viejo y sabio, y se da perfecta cuenta de lo que le va a pasar. Vivien es siempre bella, y cambiante y peligrosa. El final siempre es el mismo. Y también la esencia del cuento: la llegada del mago a la antigua Fuente del Hada, la invocación del hada, su amor al pie de los espinos, cómo el viejo se deja sonsacar el hechizo que alzará a su alrededor una fortaleza sólida pero que sólo él puede ver y tocar. Pero mi padre, dentro de esa armazón, pone muchas historias. Unas veces el hada y el mago son amantes fieles, cuya realidad es únicamente esa cámara soñada, que ella, con la complicidad de él, hace piedra eterna de aire. Otras veces él está viejo y cansado y dispuesto a dejar su carga, y ella es un demonio que le atormenta. Otras veces es una batalla de ingenios, en la que ella es toda emulación apasionada, una voluntad demoníaca de vencerle, y él es increíblemente sabio, y con todo y con eso impotente. Esta noche no era ni tan decrépito ni tan listo: era triste y cortés, consciente de que la hora de ella había llegado, y dispuesto a hallar gusto en su eterno desmayo, o sueño o contemplación. La descripción de la Fuente del Hada, con su hervor oscuro y frío, ha sido magistral. También lo han sido las flores que tapizaban el lecho de los amantes: mi padre ha sido pródigo en imaginadas prímulas y campanillas; ha hecho cantar a los pájaros en acebos y tejos oscuros, y yo he recordado la vida de mi infancia, que se vivía en los cuentos, de tal manera que yo veía flores y fuentes, veredas escondidas y figuras de poder, y despreciaba, no, empequeñecía en mi mente la vida de las cosas de verdad, la casa, el huerto, Gode.
Cuando hubo acabado, ella dijo con una vocecilla muy marcada:
«Tú también eres un encantador, primo Raoul, que haces luces y perfumes en la oscuridad, y pasiones gastadas.»
«Yo despliego mis habilidades», dijo él, «como hacía el mago viejo para la joven hada.»
Ella dijo: «Tú no eres viejo.» Dijo: «Recuerdo que mi padre contaba ese cuento.»
«Lo contamos todos.»
«¿Y su significado?»
Yo entonces me enfadé con ella, porque en las Noches Negras nosotros no hablamos de significados con esa pedantería del siglo diecinueve, nos contentamos con contar, oír y creer. Pensé que él no respondería, pero dijo, pensándolo mucho y con gran amabilidad:
«Es uno de los muchos cuentos que hablan del miedo a la Mujer, pienso yo. De un terror masculino al yugo de la pasión, quizá; del sueño de la razón bajo la férula de, ¿cómo llamarlo?, el deseo, la intuición, la imaginación. Pero es anterior a eso; en su aspecto reconciliador, es un tributo a las antiguas deidades femeninas de la tierra, desalojadas por la venida del cristianismo. Así como Dahut era la Hechicera Buena antes de ser destructiva, así también Vivien era una de las divinidades locales de los arroyos y las fuentes; a las que seguimos reconociendo, con nuestras capillitas a quién sabe qué Virgen…»
«Yo siempre lo he interpretado de otra manera.»
«¿Cómo, prima Christabel?»
«Como una historia de emulación femenina del poder masculino; ella no le quería a él, sino su magia; hasta que se encontró con que la magia sólo servía para esclavizarle a él…; y entonces, ¿dónde quedaba ella, con todas sus habilidades?»
«Es una interpretación retorcida.»
«Yo tengo un cuadro», dijo ella, «que retrata el momento del triunfo… así; quizá sea retorcido.»
«En la Toussaint no hay que buscar demasiado el significado», dije yo.
«La razón debe dormir», dijo Christabel.
«Las historias son antes que los significados», dije yo.
«Como he dicho, la razón debe dormir», volvió a decir ella.
Yo no me creo todas esas explicaciones. Empequeñecen. La idea de la Mujer es menos que la brillante Vivien, y la idea de Merlín no es una alegoría de la sabiduría masculina. Merlín es Merlín.
2 de noviembre
Hoy Gode ha contado historias de la Baie des Trépassés. Yo le he prometido a Christabel ir allí de excursión un día, cuando haga buen tiempo. Dice que el nombre la conmueve. Más que la Bahía de los Muertos, es la bahía de los que han cruzado la barrera que separa este mundo del otro. Mi padre dice que es posible que el nombre no venga de ninguna relación con el más allá, sino que sea simplemente el que se dio a esa playa aparentemente amplia y risueña donde van a parar los restos destrozados de barcos y hombres después de estrellarse contra los terribles arrecifes de la Pointe du Raz y la Pointe du Van. Pero también dice que siempre se pensó que la Bahía fuera uno de esos lugares de la tierra —como la arboleda de la Rama Dorada de Virgilio, o el viaje de Tam Lin bajo el monte— donde se cruzan dos mundos. De aquí los muertos, en los remotos tiempos celtas, eran enviados en su último viaje a la Ile de Sein, donde los recibían las sacerdotisas druidas (ningún hombre podía poner los pies en esa isla). Y allí, según algunas leyendas, encontraban un camino al Paraíso Terrenal, la tierra de las manzanas de oro en medio de vientos, tempestades y oscuros filos de agua.
No soy capaz de escribir la manera de contar las cosas de Gode. Mi padre la ha animado, de vez en cuando, a contarle cuentos que él ha intentado anotar literalmente, conservando los ritmos de su habla, sin poner ni quitar nada. Pero por muy fiel que sea, en el papel sus palabras quedan sin vida. Una vez me dijo, después de uno de esos ensayos, que ahora comprendía que los antiguos druidas creyeran que la palabra hablada era el hálito de la vida, y que la escritura era una forma de muerte. Yo pensé en este diario, al principio, por ver si era capaz de seguir el consejo de Christabel y registrar con exactitud lo que oyera, pero no sé de qué extraña manera mi misma intención restaba vida a mi escucha y a la narración de Gode, así que desistí, por cortesía y algo más. (Y sin embargo el interés tiene su vida, tiene que haber una manera de escribir.)
Así me pasa ahora. Tengo algo que contar que no tiene que ver con el cuento de Gode, aunque en ese momento lo fue. Vuelve a empezar. Escríbelo como una historia, escríbelo para escribirlo; qué bien hice en guardar este diario sólo para mis ojos. Porque ahora puedo escribir para averiguar qué es lo que vi.
Y convertir una especie de dolor en una especie de interés, una especie de curiosidad, que ha de ser mi salvación.
Las historias de Gode, aún más que las de mi padre, dependen de la oscuridad de fuera y de la cercanía, dentro, de los que cuentan y los que escuchan. Nuestra sala grande es muy desnuda y pelada a la luz del día, no da intimidad. Pero por la noche, en el Mes Negro, es otra cosa. Tenemos los troncos ardiendo en la gran chimenea: llameando con violencia al comienzo de la velada, con espacios negros allí donde no ha prendido el fuego; pero, a última hora, el resplandor de brasas rojas y doradas en una manta gruesa y caliente de cenizas grises bajo la madera que arde. Y los grandes respaldos de cuero de los sillones hacen una especie de muro contra el otro extremo frío de la habitación, y la luz de la lumbre dora nuestras caras y enrojece los puños y cuellos blancos. Estas noches no encendemos las lámparas de aceite: trabajamos a la luz de la lumbre, en las labores que se pueden hacer con esas sombras movedizas, punto de media, recortes, pleitas. Gode se trae incluso una masa para trabarla, o un cuenco de castañas asadas para pelar. Pero cuando es ella la que cuenta, levanta las manos, echa atrás la cabeza, o sacude su chal, y largas sombras corren en jirones por el techo a la oscuridad de la mitad invisible de la habitación, o unas caras enormes con la boca abierta y narices y barbillas monstruosas: las nuestras, transfiguradas por las llamas en brujas y espectros. Y la manera de contar de Gode es un jugar con todas esas cosas, con la luz del fuego y los visajes de las sombras y las franjas de luz y oscuridad: reúne todos esos movimientos como imagino que hará el director de una orquesta. (Yo no he oído nunca una orquesta. He oído alguna vez un arpa señorial y las flautas y los tamboriles en la Kermesse, pero todos esos sonidos sublimes de los libros me los tengo que imaginar como puedo por el órgano de la iglesia.)
Mi padre estaba sentado en su sillón alto junto al fuego, con luces rojizas en su barba, que no es toda gris, y Christabel estaba sentada cerca a su lado, más baja, ya casi en lo oscuro, con las manos atareadas en una labor de media. Y Gode y yo estábamos al otro lado del círculo.
Dijo Gode:
«Había una vez un mozo marinero que no tenía otra cosa que su coraje y sus ojos claros —que eran muy claros— y la fuerza que le daban los dioses, que era suficiente.
»No era buen partido para ninguna de las muchachas del pueblo, porque además de pobre se le tenía por atolondrado; pero las muchachas gustaban de verle pasar, ya lo creo, y más que nada gustaban de verle bailar, porque tenía las piernas largas, largas, los pies ligeros y la boca reidora.
»Y había una muchacha que más que las otras gustaba de verle, y era la hija del molinero, que era hermosa, presumida y altanera, y llevaba en la falda tres cintas de terciopelo. No quería ella que él supiera que gustaba de verle, y así le miraba de reojo con ojos brillantes, cuando él no la miraba. Lo mismo hacían muchas otras, porque siempre sucede así. Los hay que atraen las miradas, y los hay que hasta el día del Juicio pueden estarse esperando que los miren, porque así nos ha hecho Dios, unos torcidos y otros derechos, y no hay más que hacer.
»Iba y venía el mozo, porque lo que le tiraba eran los viajes largos; iba a la ballena hasta el confín del mundo, hasta donde hierve el mar y los grandes peces se mueven por él como islas sepultadas, y las sirenas cantan con sus espejos y sus escamas verdes y sus cabellos ondeantes, si hemos de creer lo que se cuenta. Era el primero en subir al mástil y el más diestro con el arpón, pero no hacía dinero, porque toda la ganancia era para el patrón; y con eso iba y venía.
»Y cuando venía se sentaba en la plaza y contaba las cosas que había visto, y todos le escuchaban. Y vino la hija del molinero, toda limpia y digna y altanera, y él la vio escuchando al borde y le dijo que si quería le traería una cinta de seda de Oriente. Y ella no dijo si quería, ni sí ni no, pero él vio que sí.
»Y otra vez se fue, y le pidió la cinta a la hija de un sedero de uno de esos países donde las mujeres son blancas con el pelo como seda negra, pero gustan de ver bailar a un hombre que tenga las piernas largas, largas, los pies ligeros y la boca reidora. Y él le dijo a la hija del sedero que volvería y le devolvería la cinta envuelta en un papel perfumado, y al siguiente baile que hubo en el pueblo se la dio a la hija del molinero, diciéndole: “Aquí tienes la cinta.”
»Y a ella le saltó el corazón del pecho, cómo que no, pero se contuvo, y le preguntó muy seca cuánto le debía por ella. Era una cinta muy bonita, de seda con los colores del arco iris, como nunca se había visto en la comarca.
»Y él se enojó mucho de ver aquel desprecio a su regalo, y dijo que le debía lo que él había tenido que dar por ella. Y ella dijo:
»“¿Cuánto ha sido eso?”
»Y él dijo: “Noches sin dormir hasta que vuelva.”
»Y ella dijo: “Muy alto es el precio.”
»Y él dijo: “El precio está puesto, y lo has de pagar.”
»Y ella lo pagó, cómo que no, porque bien sabía él lo que a ella le pasaba, y un hombre ofendido en su amor propio arrambla con lo que puede, y eso hizo él, porque ella le había visto bailar, y estaba toda revuelta y alborotada por el amor propio de él y su baile.
»Y dijo él que, si se volvía a marchar, y hallaba porvenir en alguna parte del mundo, si ella le esperaría hasta que volviera y la pidiera a su padre.
»Y dijo ella: “Largo me lo fías, teniendo tú esperándote una mujer en cada puerto, y una cinta movida por la brisa en cada malecón, si yo te espero.”
»Y dijo él: “Me esperarás.”
»Y ella no quiso decir ni sí ni no, si le esperaría o no le esperaría.
»Y dijo él: “Eres una mujer de un genio maldito, pero yo he de volver y entonces verás.”
»Pasó el tiempo, y la gente vio que la belleza se le iba marchitando, y que se le hacía lento el andar, y que no levantaba la cabeza, y que se ponía toda pesada. Y ella salía al puerto a esperar, a ver entrar los barcos, y aunque por nadie preguntaba, todas sabían bien por qué estaba allí y a quién estaba esperando. Ella no le decía nada a nadie; pero la veían donde está la capilla de la Virgen, rezando, es un suponer, porque nadie oía sus rezos.
»Siguió pasando el tiempo, y ya habían ido y venido muchos barcos, y otros habían naufragado y a sus hombres se los había tragado el mar, pero al suyo nadie le había visto ni sabido noticias de él. Y un día el molinero creyó oír una lechuza que chillaba o un gato que maullaba en el pajar, pero cuando fue no halló nada ni nadie, sólo sangre en la paja. Conque llamó a su hija, y salió ella con una palidez de muerte, y le dijo él: “Aquí hay sangre en la paja”, y ella le dijo: “Mucho le agradecería que no me despertase de mi buen sueño para decirme que el perro ha matado una rata, o que el gato se ha comido un ratón en el pajar.”
»Y vieron todos que estaba pálida, pero andaba muy erguida, sujetando su vela, y todos se volvieron cada cual a su sitio.
»Llegó entonces el barco, pasó la raya del mar y entró en el puerto, y el mozo saltó a tierra por ver si ella le estaba esperando, y vio que no estaba. Con los ojos de la mente la había estado viendo por todo el mundo, tan clara como el día allí esperando, con su rostro hermoso y altanero y la cinta de colores en la brisa, y el corazón se le endureció, ya se comprende de qué, de ver que no había ido. Pero no preguntó por ella, sino que besó a las chicas y sonrió y subió corriendo al monte hasta su casa.
»Y al rato vio una cosa pálida que se arrastraba a la sombra de una pared, toda despacio y vacilando. Y al pronto no la conoció. Y ella estaba tan cambiada que pensó pasar de largo arrastrándose así.
»Y dijo él: “No viniste.”
»Y dijo ella: “No podía.”
»Y dijo él: “Pues estás aquí en la calle.”
»Y dijo ella: “Ya no soy la que era.”
»Y dijo él: “¿Y eso a mí qué? El caso es que no viniste.”
»Y dijo ella: “Si para ti no es nada, para mí es mucho. Ha pasado el tiempo. Lo pasado, pasado. Tengo que irme.”
»Y se fue.
»Y aquella noche bailó él con Jeanne, la hija del herrero, que tenía los dientes muy blancos y las manos pequeñas y gordezuelas como capullos de rosa.
»Y al día siguiente fue en busca de la hija del molinero y la encontró en la capilla del monte.
»Y dijo él: “Baja conmigo.”
»Y dijo ella: “¿Oyes unos piececitos, piececitos descalzos, que bailan?”
»Y dijo él: “No; oigo el mar en la orilla, y el aire que corre sobre la hierba seca, y la veleta que gira con el viento.”
»Y dijo ella: “Toda la noche me han estado bailando en la cabeza, dando vueltas y vueltas, y no he podido dormir.”
»Y él: “Baja conmigo.”
»Y ella: “¿Pero no los oyes bailar?”
»Y así pasaron una semana o un mes, o dos meses, él bailando con Jeanne y subiendo a la capilla y sin sacarle otra respuesta a la hija del molinero, hasta que al fin se cansó, como hombre atolondrado y guapo que era, y dijo:
»“Te he estado esperando como tú a mí no; baja ya, porque no espero más.”
»Y ella: “¿Cómo quieres que baje si no oyes bailar a la criatura?”
»Y dijo él: “Quédate, pues, con tu criatura, si la quieres más que a mí.”
»Y ella no dijo palabra, y se quedó escuchando el mar y el aire y la veleta, y él la dejó.
»Y el mozo se casó con Jeanne, la hija del herrero, y mucho se bailó en la boda; el flautista tocaba, cómo que no, y los tamboriles sonaban y redoblaban, y él brincaba por los aires con sus piernas largas, largas, sus pies ligeros y su boca reidora, y Jeanne estaba toda sofocada de dar vueltas y vueltas, y fuera se alzó viento y las nubes se tragaron a las estrellas. Pero ellos se fueron a la cama muy alegres, repletos de buena sidra, y cerraron las puertas de la cama contra el frío, y bien calentitos se acostaron en colchón de plumas.
»Y la hija del molinero se echó a la calle en camisa y descalza, corre que corre de acá para allá, y extendiendo los brazos como la mujer que va detrás de una gallina escapada, iba gritando: “Espera un poco, espera un poco.” Y hubo quien dijo haber visto a un niño chiquito y desnudo que iba bailando y brincando por delante de ella, tan pronto para aquí como para allá, señalando con sus deditos en punta y con el pelo como una matita de fuego amarillo. Y hubo quien dijo que no había nada más que un poco de polvo que bailaba en el camino, con un par de pelos y una ramita enredados. Y el aprendiz del molinero dijo que él hacía semanas que oía en el sobrado el trapa-trapa de unos piececitos descalzos. Y las comadres y los mocitos presumidos que no sabían nada dijeron que eran ratones lo que había oído. Pero dijo él que bastantes ratones había oído en su vida para saber lo que eran ratones y lo que no; y en general se le tenía por mozo de buen sentido.
»Conque la hija del molinero fue corriendo detrás de aquello que bailaba, y pasó las calles y la plaza y subió por el monte hasta la capilla, arañándose las piernas en las zarzas y siempre con los brazos extendidos y gritando: “Espera, espera.” Pero aquello seguía bailando, y estaba lleno de vida, cómo que no, brillaba y giraba y se retorcía y pataleaba con sus piececitos en los guijarros y en la hierba, y ella luchaba contra el viento en la falda y las tinieblas en la cara. Y rebasó el borde del acantilado gritando: “Espera, espera.” Y al caer se mató en las rocas picudas de abajo, y con la marea baja la recogieron, toda magullada y rota, sin ninguna belleza a la vista, bien se comprende.
»Pero cuando él salió a la calle y lo vio, tomó la mano de ella y dijo: “Esto es porque yo no tuve fe y no quise creer en tu criatura que bailaba. Pero ahora la oigo, tan clara como el día.”
»Y a partir de aquel día la pobre Jeanne ya no volvió a verle alegre.
»Y cuando llegó la Toussaint, él se despertó en la cama sobresaltado y oyó manitas que palmoteaban y piececitos que pataleaban alrededor de las cuatro esquinas de su cama, y vocecitas agudas que llamaban en lenguas que él no conocía, a pesar de haber corrido todo el mundo.
»Conque apartó los cobertores y miró, y allí estaba la criatura, desnuda y amoratada de frío pero a la vez sonrosada de calor, de manera que a él le pareció como un pez del mar y una flor del verano, y la criatura sacudió su cabeza llameante y se alejó bailando, y él la fue siguiendo. Y la fue siguiendo y la fue siguiendo, y llegaron a la Baie des Trépassés, y estaba la noche clara, pero sobre la bahía había un velo de bruma.
»Y entraban las olas del Océano en largas filas, una tras otra y otra y otra, y él vio a los Muertos que venían de otro mundo montados en las crestas de las olas, flacos y lívidos y extendiendo los brazos en vano, agitándose y llamando a grandes voces. Y la criatura que bailaba pataleaba y se agitaba, y el mozo llegó a una barca que tenía la proa al mar, y al entrar en la barca notó que estaba llena de formas apretadas que se movían, que rebosaban y no se veían.
»Dijo que eran tantos los Muertos, en la barca y en las crestas de las olas, que sintió un terror de aquella multitud. Porque aunque no tenían sustancia, de manera que él podía extender la mano a un lado y a otro, se agolpaban a su alrededor, y daban alaridos horribles sobre las olas, tantos, tantos, como si la estela de un barco no llevara detrás una bandada de gaviotas gritando, sino que el cielo y el mar fueran una masa de plumas, y cada pluma un alma, eso dijo él después.
»Y dijo al niño que bailaba: “¿Nos hacemos a la mar en esta barca?”
»Y la criatura se quedó quieta y no le contestó.
»Y dijo él: “Hasta acá he llegado y tengo mucho miedo, pero si puedo llegar hasta ella seguiré adelante.”
»Y la criatura dijo: “Espera.”
»Y él pensó en ella entre todos los demás que estaban en el agua, con su carita blanca y chupada y el pecho flaco y la boca consumida, y la llamó: “Espera”, y la voz de ella le contestó aullando como un eco:
»“Espera.”
»Y él removió con sus brazos el aire, que estaba lleno de cosas, y movió sus pies ligeros entre el polvo de los muertos que había sobre los tablones de la barca, pero todo era pesado y no se movía, y las olas pasaban corriendo, una tras otra, y otra, y otra. Entonces dijo que intentó entrar de un salto, pero no pudo. Y así se estuvo hasta que amaneció, sintiendo cómo iban y venían, se llegaban y se apartaban, y oyendo sus gritos y a la criatura que decía:
»“Espera.”
»Y cuando amaneció el día siguiente volvió al pueblo hecho una ruina. Y se sentó en la plaza con los viejos, él que era un mozo en la flor de la edad, y se le aflojó la boca y se le alargó la cara, y apenas decía nada, si no era: “Oigo muy bien”, o: “Espero”, sólo esas dos cosas.
»Y hará dos o tres o diez años alzó la cabeza y dijo: “¿No oís a la criatura que baila?” Y le dijeron que no, pero él se fue a casa, hizo su cama como si tal cosa, y llamó a los vecinos y le dio a Jeanne la llave de su cofre, y se tendió cuan largo era, todo flaco que estaba y consumido, y dijo: “Al final he sido el que más ha esperado, pero ahora lo oigo que patalea, la criatura está impaciente, aunque yo bien paciente he sido.” Y a la medianoche dijo: “Ah, ya estás ahí”, y se murió.
»Y la habitación olía a flor de manzano y a manzanas maduras a la vez, dijo Jeanne. Y Jeanne se casó con el carnicero y le dio cuatro hijos y dos hijas, todos robustos, pero mal hechos para bailar.»
No, no lo he contado como Gode. Se me han ido ritmos de su voz y he metido una nota mía, una nota literaria que pretendía evitar, una especie de lindeza o portentosidad que es la diferencia que hay entre los cuentos de los hermanos Grimm y la Ondina de La Motte Fouqué.
Debo escribir lo que vi; y peor aún, si puedo, lo que pensé. A medida que avanzaba la historia de Gode, vi que Christabel iba tejiendo cada vez más deprisa, con su radiante cabeza inclinada sobre la labor. Y al cabo de un tiempo dejó la labor, y se llevó la mano al pecho y a la cabeza, como si estuviera acalorada o le faltara el aire. Entonces vi que mi padre asía aquella manita errante y la sujetaba en la suya. (Tampoco es tan pequeña; eso sí que es poetizar; es una mano fuerte, nerviosa pero capaz.) Y ella le dejó retenerla. Y cuando acabó el cuento, él agachó la cabeza y la besó en el pelo. Y ella alzó la otra mano y retuvo la de él.
Parecíamos una familia, en torno al fuego. Yo me he acostumbrado a pensar en mi padre como un hombre viejo, viejo. Y en «mi prima» Christabel como una mujer joven casi de mi edad, una amiga, una confidente, un ejemplo.
Pero la verdad es que es mucho mayor que yo, aunque de todos modos más próxima en edad a mí que a él. Y él no es viejo. Ella le dijo que no tiene el pelo gris, que no es tan viejo como Merlín.
Yo no quiero que sea así. Yo quería que ella se quedara, que fuera una amiga, una compañera.
No que me reemplazara. Ni que reemplazara a mi madre.
Son cosas diferentes. Yo no he aspirado nunca al puesto de mi madre, pero mi puesto es el que es porque ella no está. Y no quiero que sea otra la que cuide de mi padre, ni la que tenga prioridad para oír sus pensamientos o sus descubrimientos.
Ni para robarle besos, escríbelo, eso es lo que sentí, ni para robarle besos.
Yo no hice ademán de abrazarle cuando nos fuimos a acostar. Y cuando él me abrió los brazos, entré y salí de ellos rápidamente, tiesa y obediente. No miré a ver cómo le sentaba eso. Corrí a mi habitación y cerré la puerta.
Tengo que guardarme de hacer nada inconveniente. No tengo ningún derecho a molestarme por un cariño natural, a temer un acontecimiento que él podría pensar que yo vería con alegría, porque ya bastantes veces me he quejado de la vida tan aburrida que llevamos aquí.
Ladrona, quiero gritar, ladrona.
Mejor no escribir más.
Noviembre
Mi padre se complace mucho en su compañía estos días. Recuerdo cuando yo me alegraba de que empezase a hablar con él, porque entonces pensaba que no se iría y que nuestra casa sería más animada. Le hace buenas preguntas, mejores que las que yo le hago, o le hacía, porque su interés es más reciente y le trae informaciones nuevas, lecturas diferentes, de su padre y suyas. Mientras que todas mis ideas —excepto las que son mías, y no le interesan porque para él serían triviales, femeninas y desagradecidas—, todas mis ideas que podrían interesarle son ideas de él. Y últimamente, antes de que llegara ella, yo no mostraba mucho interés en todo esto, la eterna bruma, la lluvia, el Océano iracundo y los druidas y los dólmenes y toda esa magia antigua. Yo quería saber cosas de París, y andar por sus calles con pantalones y botas y una chaqueta elegante, como Madame Sand, libre y no en la soledad vaporizante. Así es que quizá le decepcionara, por pensar en mí y pensar —en parte— que él me había decepcionado, por no ver que yo pudiera tener otras necesidades. Él la trata con tal respeto; se le alegra la voz cuando le cuenta cosas. Hoy ha dicho que le hacía mucho bien sentir que ella se interesaba por sus ideas. Ésas han sido literalmente sus palabras. «Me hace mucho bien sentir que te tomas un interés por estos temas recónditos.»
Durante el almuerzo estuvieron hablando de la intersección de este mundo con el otro. Él dijo, como ha dicho a menudo, que en nuestra parte de la Bretaña —la Cornouaille, l’Armorique— persiste la antigua creencia celta de que la muerte no es sino un paso, un tránsito, entre dos etapas de la existencia humana. Que hay muchas etapas, y esta vida es una de ellas, y que existen simultáneamente muchos mundos, unos alrededor de otros, quizá imbricados en algunos puntos. De modo que en zonas difusas —la oscuridad de la noche, o el sueño, o la cortina de roción donde la tierra firme se encuentra con el Océano impetuoso, que a su vez es siempre un umbral de muerte para los hombres que la cruzan y la vuelven a cruzar— pudiera haber mensajeros que planean entre distintos estados. Como la criatura que bailaba de Gode. O las lechuzas, o esas mariposas que se sabe que han llegado arrastradas por el viento desde los desiertos marinos del Atlántico.
Dijo que la religión de los druidas, según él la entendía, tenía un misticismo del centro: no había un tiempo lineal, un antes y un después, sino un centro inmóvil, y la Tierra Feliz del Síd, que los druidas imitaban, figuraban con sus corredores de piedra.
Mientras que para el cristianismo esta vida lo era todo, como tal vida, era nuestro terreno de prueba, y luego había el Cielo y el Infierno, absolutos.
Pero en la Bretaña un hombre podía caerse a un pozo y encontrarse en una tierra de manzanas en verano. O enganchar con el anzuelo el campanario de una iglesia sumergida en otro país.
«O entrar en Avalón por la puerta de un túmulo», dijo ella.
Dijo ella:
«Yo me he preguntado si el interés actual por el mundo de los espíritus no será indicio de que los celtas tenían razón en esto. Porque Swedenborg entró en el mundo de los espíritus y vio, según dice, estados de ser sucesivos, todos en proceso de purificación, cada uno con sus casas y sus templos y sus bibliotecas, cada cosa a su manera. Y últimamente han sido muchos los que se han visto impulsados a buscar aparentes mensajes de esas regiones discutibles que puede haber al otro lado del velo que separa este mundo del siguiente. Yo misma he visto algunos hechos inexplicables de poca importancia. Guirnaldas espirituales traídas por manos invisibles, de un blanco refulgente, de una belleza ultraterrena. Mensajes dolorosamente tamborileados por manitas que encontraban ese modo de comunicación infinitamente grosero para su naturaleza ya refinada, y aún así perseveraban, por amor a los que habían quedado atrás. Música tocada por manos invisibles en un acordeón puesto bajo un paño de terciopelo fuera del alcance de todos. Luces que se movían.»
Yo dije: «Yo no creo que esos trucos de salón tengan nada que ver con la religión. Ni con lo que sea que oímos aquí en los arroyos y las fuentes.»
Ella pareció sorprenderse de mi vehemencia.
«Eso es porque cometes el error de suponer que los espíritus detestan la vulgaridad lo mismo que tú. Un espíritu puede hablar a una campesina como Gode porque eso es pintoresco, porque Gode está rodeada de riscos románticos por un lado y de cabañas y hogares primitivos por el otro, y su casa está envuelta en una oscuridad moral auténtica y espesa. Pero si existen los espíritus yo no veo razón para que no estén por todas partes, o para que no puedan estarlo. Tú podrías decir que las paredes de ladrillo sólido, las tapicerías gruesas y mullidas y los antimacasares primorosos ahogan sus voces. Pero los barnizadores y los horteras están tan necesitados de salvación, tan deseosos de seguridad en otra vida, como los poetas o los campesinos, a fin de cuentas. Cuando tenían la seguridad de la fe ciega, cuando la Iglesia era una presencia sólida en medio de ellos, el Espíritu no tenía por qué traspasar el cancel del altar, y las Ánimas no salían, en general, del camposanto y las cercanías de sus losas. Pero ahora temen no resucitar, temen que sus sepulcros no se abran, que el cielo y el infierno no fueran más que dibujos desvaídos en unos muros de iglesia, con ángeles de cera y fantasmas espeluznantes, y preguntan: ¿qué hay ahí? Y si el hombre de las botas relucientes y la leontina de oro, o la mujer del crespón y el corsé de ballenas, que se recoge el polisón para vadear los charcos; si esas gentes obesas y tediosas quieren oír a los espíritus lo mismo que Gode, ¿por qué no los van a oír? El Evangelio fue predicado a todos los hombres, y, si existimos en estados sucesivos, los materialistas que haya entre nosotros deberán despertar en este mundo y el siguiente. Swedenborg los vio sudar escepticismo y rabiar como montones de gusanos relucientes.
»Vas demasiado deprisa para que te conteste», dije yo con no muy buenos modos. «Pero yo he leído cosas sobre mesas rotativas y toques de espíritus en las revistas de Papá, y digo que suena a trucos de prestidigitador para los crédulos.»
«Tú has leído cosas escritas por escépticos», dijo ella, toda acalorada. «No hay nada más fácil de ridiculizar.»
«Yo he leído cosas escritas por creyentes», dije yo sin dar mi brazo a torcer. «He visto en ellas credulidad.»
«¿Por qué te enfadas tanto, prima Sabine?», dijo ella.
«Porque es la primera vez que te oigo decir tonterías», dije, y era verdad, aunque sin duda no era ése el motivo de mi enfado.
«Se puede conjurar a demonios de verdad con trucos de magia de salón», dijo mi padre meditabundo.
Noviembre
Siempre he creído ser cariñosa. Me he quejado de no tener suficientes personas a las que querer o apreciar. Creo poder decir sinceramente que hasta ahora no había experimentado el odio. Me desagrada el odio, que parece venir de fuera de mí y tomar posesión de mí, como un pajarraco que fijara en mí su pico ganchudo, como una cosa hambrienta de pelaje calenturiento y ojos coléricos que miran por los míos y que deja a mi yo mejor, con su sonrisa agradable y su espíritu servicial, impotente. Lucho, lucho, y no parece que nadie se dé cuenta. Se sientan a la mesa a intercambiar teorías metafísicas, y yo estoy ahí como una bruja que cambia de forma, que se hincha de rabia y se encoge de vergüenza, y ellos no ven nada. Y ella cambia delante de mi vista. Odio su cabeza lisa y pálida y sus ojos verdosos y los pies verdes y brillantes que le asoman por debajo de la falda, como si fuera una especie de serpiente, que silba tranquilamente como la pava sobre la lumbre, pero dispuesta a atacar una vez que la generosidad la ha calentado. Tiene unos dientes enormes, como Baba Yaga o aquel lobo del cuento inglés que se hacía pasar por abuela. Él le da mis tareas cuando ella le pide algo en que ocuparse, y escarba en la herida diciendo: «A Sabine ya se le estaba haciendo pesada tanta copia, y es bueno tener otras manos y otros ojos tan expertos.» Le acaricia el pelo al pasar junto a ella, el rizo de la nuca. Ella le morderá. Seguro.
Cuando escribo esto sé que soy absurda.
Y cuando escribo eso sé que no.
Noviembre
Hoy salí a dar un paseo largo por el acantilado. No hacía buen día para pasear, había grandes cortinones de bruma y rocío del mar, y un viento muy fuerte. Me llevé a Dog Tray. No le pedí permiso a ella para llevármelo. Me dio gusto pensar que ahora me sigue a todas partes, aunque ella dijera que es un perro que quiere exclusivamente a una sola persona. A mí me quiere, estoy segura, y tiene un genio que va bien con el mío, porque es un animal tristón y reservado, y en el mal tiempo tira para delante sin arredrarse, pero no juega, ni sonríe como algunos perros. Su cariño es una ofrenda triste de confianza.
Ella vino detrás de mí. No lo había hecho nunca. Todas las veces que yo tuve la esperanza de que viniera o me siguiera, no venía nunca, a no ser que yo se lo suplicara o la engatusara por su propio bien. Pero el día que salgo para huir de ella, entonces viene corriendo detrás, apresurándose un poco sin querer que se le note, con su manteo y su capucha, con el ridículo paraguas que aletea y se da la vuelta con el viento y que realmente no sirve para nada. Así es la naturaleza humana: la gente te viene detrás de muy buen grado, con tal de que ya ni los quieras ni los busques.
Hay un paseo que va por todos los monumentos: el Dolmen, el menhir caído, la capillita de la Virgen con su imagen de granito sobre su mesa de granito, no muy distinta de la piedra en bruto de los dos primeros, y probablemente hecha de alguna parte del uno o del otro.
Me alcanzó y dijo:
«Prima Sabine, ¿puedo ir contigo?»
«Como tú quieras», dije yo, con una mano en el hombro del perro. «Si te apetece, no faltaba más.»
Caminamos un poco, y ella dijo: «¿No te habré ofendido en algo?»
«En absoluto, por qué me ibas a ofender.»
«Habéis sido tan buenos conmigo, que verdaderamente me parece haber encontrado un santuario, algo así como un hogar, aquí en el país de mi padre.»
«Mi padre y yo nos alegramos.»
«No me da la impresión de que tú te alegres. Tengo la lengua afilada y el exterior áspero. Si he dicho algo…»
«No.»
«Pero me habré entrometido en tu paz, quizá. Aunque no parecías estar del todo contenta con tu paz… al principio.»
Yo no podía hablar. Apreté el paso y el perro echó a trotar detrás de mí.
«Todo lo que toco», dijo ella, «lo estropeo.»
«Sobre eso yo no sé nada, porque no me has contado nada.»
Entonces fue ella la que se quedó callada un rato. Yo iba cada vez más deprisa; es mi tierra, soy joven y fuerte; ella tenía que hacer esfuerzos para no quedarse atrás.
«No lo puedo contar», dijo al cabo de un rato. No en son de queja, no es su estilo, sino con energía, casi con enfado. «No sé hacer confidencias. No me sale. Me lo guardo todo, así es como sobrevivo, sólo así.»
Eso no es verdad, me dieron ganas de decir, pero no lo dije. A mi padre no le tratas como a mí.
«Quizá sea que no te fías de las mujeres», dije. «Estás en tu derecho.»
«Me he fiado de las mujeres…», empezó, y no acabó. Luego dijo: «Eso hizo daño. Mucho daño.»
Sonaba portentosa como una sibila. Yo apreté el paso. Ella al poco suspiró y dijo que le dolía un costado, que se volvía a casa. Yo le pregunté si necesitaba que la acompañase. Lo dije de tal modo que el orgullo la hiciera negarse, como así fue. Yo alargué una mano al perro y le mandé quedarse, y se quedó. La vi volver llevándose la mano a un costado y agachando la cabeza al viento, con un poco de dificultad. Yo soy joven, pensé, y debería haber añadido «y mala», pero no lo hice. La vi marchar y me sonreí. Una parte de mí hubiera dado casi cualquier cosa por que todo hubiera seguido como estaba antes, por que ella no se pusiera melodramática y lamentosa, pero lo único que hice fue sonreír y luego seguir andando, porque yo por lo menos soy joven y fuerte.
Nota de Ariane Le Minier
Aquí faltan algunas páginas, y lo escrito pasa a ser maquinal y repetitivo. No he sacado fotocopias del resto de este mes hasta Nochebuena. Pueden ver ese material si quieren.
Nochebuena de 1859
Fuimos todos a oír la misa del Gallo. Mi padre y yo vamos siempre. Mi abuelo no ponía los pies en la iglesia; era republicano y ateo por principio. Yo no estoy segura de que las creencias religiosas de mi padre fueran del agrado del Curé si las comentara con él, cosa que no hace. Pero cree firmemente en la conservación de la vida de la comunidad, del pueblo bretón, que incluye la Navidad y todos sus significados, viejos y nuevos. Ella dice ser miembro de la Iglesia Anglicana en Inglaterra, pero dice que aquí la fe de sus padres es la fe católica, en su forma bretona. Yo pienso que el Curé se sorprendería también si supiera lo que ella piensa, pero parece que se alegra de verla en la iglesia y respeta su aislamiento. A lo largo del Adviento ella ha ido a la iglesia cada vez con mayor frecuencia. Contempla, soportando el frío, la obra del artista que esculpió el Calvario, las toscas figuras talladas con tanto esfuerzo en el durísimo granito. El nuestro tiene un bonito San José con el asno camino de Belén (la iglesia está dedicada a San José). Mi padre comentó que en nuestra tierra los animales de los establos tienen habla la noche de la Natividad, cuando el mundo entero se reconcilia con su hacedor en la inocencia primigenia, como era en tiempos del primer Adán. Ella dijo que el puritano Milton hace, al revés, del momento de la Natividad el momento de la muerte de la Naturaleza; por lo menos evoca la antigua tradición de los viajeros griegos que en esa noche oían gritos que salían de los santuarios diciendo: «Llorad, llorad, que el gran dios Pan ha muerto.» Yo no dije nada. Le vi echar su capa sobre los hombros de ella y llevarla a nuestro sitio en la primera fila de la iglesia, y lo vi, Dios me perdone, como una prefiguración de la vida que nos espera.
Siempre es muy bonito cuando se encienden las velas para significar el nuevo mundo, el nuevo año, la nueva vida. Nuestra maciza iglesita es un poco como la cueva donde tantas veces se pinta el nacimiento de Jesús. La gente se arrodilló a rezar, los pastores y los pescadores. Yo también me arrodillé, y traté de orientar mis confusos pensamientos hacia alguna forma de caridad y buena voluntad, rezar a mi manera. Recé, como rezo siempre, por que la gente comprenda el espíritu con que mi padre guarda sólo aquellas festividades que él considera universales: para él la natividad es el solsticio de invierno, la vuelta de la tierra a la luz. El Curé le tiene miedo. Sabe que debería amonestarle y no se atreve.
Vi que ella no se arrodillaba, y que después acababa haciéndolo con mucho cuidado, como si se sintiera mareada. Cuando volvimos a sentarnos, después de encendidas las velas, miré a ver si estaba bien, y comprendí. Estaba recostada en la esquina del banco, con la cabeza apoyada en una columna y los párpados y los labios apretados, con gesto de cansancio, pero no pacientemente. Estaba en sombra, las sombras de la iglesia la cubrían, pero yo vi que estaba pálida. Tenía las manos juntas bajo el pecho, y no sé qué efecto de la torsión del cuerpo, no sé qué antiguo gesto de protección de las manos, me hizo ver claramente lo que venía ocultando, y que yo, buena mujer del campo y señora de una casa, debería haber comprendido hace mucho tiempo. Demasiadas mujeres he visto con las manos así para equivocarme. Viéndola así recostada, me di cuenta de que está gorda. Efectivamente, vino a nosotros en busca de santuario. Así se explican muchas cosas, si no todas.
Gode lo sabe. Es muy lince y sabia para estas cosas.
Mi padre lo sabe, creo, y debe hacer bastante tiempo que lo sabe, si no desde antes de que ella viniera. Ahora comprendo que lo que siente es compasión y afán protector; he creído ver sentimientos que sólo existían en mi imaginación calenturienta. ¿Qué voy a hacer o decir?
31 de diciembre
Veo que no me voy a atrever a decirle nada. Esta tarde subí a su habitación para llevarle unos caramelos de regalo y un libro que le había pedido prestado hace tiempo, antes de mi enfado. Le dije:
«Siento haber estado tan hosca, prima. He estado interpretando mal las cosas.»
«Vaya», dijo ella, no muy cordialmente. «Pues me alegro de que ahora te parezca así.»
«Ahora sé lo que pasa», dije. «Quiero ser buena contigo. Ayudarte.»
«Ahora sabes lo que pasa, ¿eh?», dijo ella despacio. «Sabes lo que pasa. ¿Sabemos alguna vez lo que le pasa a otro ser humano? Dime pues, prima Sabine, ¿qué crees tú que me pasa?»
Y se me quedó mirando con su cara blanca y sus ojos claros, desafiándome a contestar. Si yo lo hubiera hecho, si lo hubiera dicho, ¿qué podría haber dicho o hecho ella? Es eso, lo sé. Pero balbucí que no sabía lo que decía, que creía que la había hecho sufrir; y, como ella seguía mirándome, me eché a llorar.
«No me pasa nada grave», dijo. «Soy una mujer madura, y tú eres una chica joven, con todas las fantasías y la inestabilidad de la juventud. Yo sé cuidarme. No deseo ayuda de ti, prima Sabine. Pero me alegro de que ya no estés tan iracunda. La ira hace daño al espíritu, como yo bien sé por triste experiencia.»
Sentí que lo sabía todo, todo lo que yo había sospechado, temido y detestado. Y que no quería perdonarme. Y entonces volví a enfurecerme, a mi vez, y salí sin dejar de llorar. Porque dice que no necesita ayuda, pero sí la necesita, ya la ha pedido, por eso está aquí. ¿Qué va a ser de ella, de nosotros, del niño? ¿Hablaré con mi padre? Sigo teniendo la sensación de que es como la serpiente congelada de Esopo. Una figura retórica puede hacer presa en la imaginación incluso cuando ya no viene a cuento. En cuyo caso, ¿cuál de nosotras es la serpiente? Pero es que ¡me miró de una manera tan fría! Yo no sé si no está un poco mal de la cabeza.
[Finales de enero]
Hoy decidí hablar con mi padre sobre el estado de la prima Christabel. Ya lo había pensado un par de veces, pero siempre hubo algo que me lo impidió. Posiblemente el miedo de que él también me riña. Pero hay un silencio entre él y yo. Así que esperé a que ella se hubiera ido a la iglesia; a estas alturas su estado es evidente para cualquier mirada experta. Es demasiado baja de estatura para disimularlo.
Entré en la habitación de mi padre y le dije muy deprisa, para no echarme atrás: «Quiero hablar contigo sobre Christabel.»
«He creído notar que estás menos cariñosa con ella que antes, y me disgusta.»
«En cuanto a eso, no me parece que ella busque mi cariño. Me equivoqué. Pensé que estaba entablando una relación tan estrecha contigo que yo…, que no quedaba sitio para mí.»
«En eso has sido muy injusta. Con ella y conmigo.»
«Ahora lo sé, padre, porque he visto su estado, que es evidente. Estaba ciega, pero ahora veo.»
Él volvió el rostro hacia la ventana y dijo: «No me parece que debamos hablar de eso.»
«Quieres decir que no te parece que deba hablar yo.»
«No me parece que debamos.»
«Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Y del niño? ¿Se quedarán aquí para siempre? Yo soy el ama de esta casa, quiero saberlo, necesito saberlo. Y quiero ayudar, Padre, quiero ayudar a Christabel.»
«Parece que la mejor manera de ayudarla es guardar silencio.»
Parecía desconcertado. Yo le dije: «Está bien, si tú sabes lo que pretende, yo tranquila, me callo y no diré más. Lo único que quiero es ayudar.»
«Ay, hija mía», dijo él, «yo no sé más que tú de qué es lo que pretende. Estoy tan a oscuras como tú. Yo le ofrecí un hogar, como ella pedía: “por algún tiempo” era lo único que decía en la carta. Pero no me ha permitido hablar de… la razón de su necesidad. De hecho fue Gode quien me puso en antecedentes, muy pronto. Es posible que recurra a Gode cuando llegue el momento. Es familia nuestra…, le hemos ofrecido amparo.»
«Tendrá que hablar de su problema», dije yo.
«Yo lo he intentado», dijo él. «Pero todo lo esquiva. Como si quisiera negar su estado, negárselo incluso a sí misma.»
Febrero
Me he dado cuenta de que le he perdido el gusto a este diario. Hace ya algún tiempo que no es ni un ejercicio de escritura ni un registro de mi mundo, sino un relato de celos, perplejidades y resentimientos. Me he dado cuenta de que poner esas cosas por escrito no es exorcizarlas sino darles vida sólida, como los monigotes de cera de una bruja adquieren vitalidad cuando ella los moldea en caliente para después pincharlos. Yo no empecé este diario para que fuera confidente de mis espionajes del dolor privado de otra persona. Además, tengo miedo de que alguien pudiera leerlo, por azar, e interpretarlo mal. Así es que, por todas esas razones, y como una especie de disciplina espiritual, voy a abandonarlo de momento.
Abril
Estoy presenciando una cosa tan extraña, tan extraña, que tengo que escribir sobre ello, aunque dije que no lo haría, para ayudarme a comprender. Mi prima está ya tan abultada, tan avanzada, tan pesada, que ya le tiene que faltar poco, y sin embargo no ha permitido ni hacer mención de su estado ni de sus expectativas. Y nos tiene a todos como hechizados, porque ninguno de nosotros se atreve a pedirle explicaciones, ni a poner sobre el tapete lo que ya está a la vista de todos y aun así oculto. Mi padre dice que ha intentado varias veces hacerle hablar del tema, sin conseguirlo. Quiere decirle que el niño será bienvenido, que es de nuestra familia lo mismo que ella, sean cuales sean sus orígenes, y que lo cuidaremos y veremos de criarlo bien y que no le falte de nada. Pero dice que no puede hablar, y ello por dos razones. Una es que ella le cohíbe, le prohíbe terminantemente con la mirada y con el gesto abordar el tema, y él, aun a sabiendas de que es su obligación moral, no puede. La segunda es que realmente teme que ella esté mal de la cabeza. Que de algún modo está fatalmente escindida, y que no ha dejado que su conciencia y su personalidad pública supieran lo que le va a ocurrir. Y aunque mi padre piensa que habría que prepararla, teme también plantearlo mal y causarle una alienación y un furor y desesperación totales, y acaso matarlos a los dos. Prodiga con ella pequeños detalles de afecto, y ella lo acepta todo con gentileza, como una princesa, como cosa debida, y le habla del Hada Morgana, de Plotino, de Abelardo y de Pelagio como quien corresponde a los favores cortésmente. Su mente está más lúcida que nunca. Es rápida, agudísima, ingeniosa. Mi pobre padre tiene, lo mismo que yo, una sensación cada vez mayor de demencia, de verse arrastrado por cortesía y por lo que antes fuera un placer a esas complicadas disputas, recensiones y recitaciones, cuando de lo que habría que hablar es de cosas de carne y hueso y preparativos prácticos.
Yo le dije que ella no estaba tan ignorante, porque se había sacado los vestidos, en la cintura y por debajo de los brazos, con costuras bien hechas, con esmero inteligente. Él dijo que eso podía ser obra de Gode, y decidimos que, ya que no teníamos el valor o el aplomo de hacer frente a Christabel, por lo menos averiguaríamos qué sabía Gode; si había tenido el privilegio, como era posible e incluso probable, de recibir alguna confidencia. Pero Gode dijo que no, que esas costuras no eran de ella, y que, cada vez que ella se había ofrecido a ayudar, la señorita había cambiado de conversación como si no se enterase. «Se toma mis tisanas, pero como si lo hiciera sólo por darme gusto», dijo. Y dijo que ella había conocido casos así, de mujeres que se habían negado rotundamente a percatarse de su estado, y aun así habían parido con la misma facilidad y naturalidad que una novilla en el establo. Y otras, dijo en tono más sombrío, que se habían destrozado luchando, con resultado de muerte para uno o para los dos, madre e hijo. Gode piensa que podemos dejarlo en sus manos: que ella sabrá por ciertas señales seguras cuándo llega la hora, y dará a mi prima bebidas calmantes, y luego la espabilará prácticamente en el último momento. Yo creo que Gode cala perfectamente a la mayoría de los hombres y mujeres, por lo menos en lo que tienen de más animal e instintivo, pero desde luego no a mi prima Christabel.
Yo he pensado en la posibilidad de escribirle una carta exponiéndole nuestros temores y nuestro conocimiento, por aquello de que le resulta más fácil leer que hablar, y podría reflexionar a solas sobre unas palabras bien escogidas. Pero no concibo qué forma se le podría dar a una carta así, ni cómo podría responder ella.
Martes
Durante todo este último tiempo se está portando muy bien conmigo, a su manera: me habla de esto y de lo otro, me pide que le enseñe mis labores, y me ha hecho en secreto un estuchito bordado para las tijeras, muy bonito, con un pavo real de sedas azules y verdes, todo ojos. Pero yo no la puedo querer como antes, porque no es franca, porque se calla lo que importa, porque con su orgullo o su demencia me está haciendo vivir una mentira.
Hoy hemos podido estar en el huerto, bajo los cerezos en flor, hablando de poesía, y ella se apartaba los pétalos que le caían encima de la falda abultada con aparente indiferencia. Habló de Melusina y del carácter de la epopeya. Dice que quiere escribir una epopeya de hadas, no basada en la verdad histórica, sino en la verdad poética e imaginativa: como la Reina de las hadas de Spenser, o como Ariosto, donde el alma se ve libre de las trabas de la historia y la realidad. Dice que el romance es una forma muy propia para la mujer. Dice que el romance es un país donde la mujer puede ser libre de expresar su verdadera naturaleza, como en la Ile de Sein o en el Síd, y no como en este mundo.
Dijo que en el romance se pueden reconciliar las dos naturalezas de la mujer. Yo pregunté qué dos naturalezas, y dijo que los hombres veían a las mujeres como seres dobles, encantadoras y demonios o ángeles inocentes.
«¿Todas las mujeres son dobles?», le pregunté.
«Yo no he dicho eso», dijo. «He dicho que todos los hombres ven a las mujeres como dobles. ¿Quién sabe lo que sería Melusina en libertad cuando no había ojos que la mirasen?»
Habló de la cola de pez y me preguntó si yo conocía la historia de la Sirenita de Hans Andersen, que pidió que se le partiera la cola en dos para agradar al príncipe, y se quedó muda, y encima él no la quiso. «La cola de pez era su libertad», dijo. «Con las piernas le parecía ir andando sobre cuchillos.»
Yo le dije que desde que leí ese cuento tenía pesadillas de andar sobre cuchillos, y eso le gustó.
Y así siguió hablando, de los dolores de Melusina y la Sirenita; y de su propio dolor que se avecina, nada.
Ahora bien, yo creo tener la inteligencia suficiente para reconocer una figura de dicción o una parábola, y veo que se podría pensar que me estaba hablando, a su manera enigmática, de los dolores de ser mujer. Lo único que puedo decir es que no daba esa impresión. No, la voz le brillaba con la misma seguridad que la aguja cuando está bordando, fabricando un dibujo bonito. Y bajo el vestido juro que vi moverse eso, que no era ella, y que ella con toda su brillantez no quería reconocer.
30 de abril
No puedo dormir. Así que voy a tomar el regalo que me hizo y escribir, escribir lo que ha hecho.
Llevamos dos días buscándola. Salió ayer por la mañana para ir a la iglesia, como venía haciendo cada vez más a menudo en las últimas semanas. Resulta que los aldeanos la han visto parada, tiempo y tiempo según dicen, recorriendo la historia de la vida y muerte de la Virgen que hay alrededor de la base del Calvario, apoyándose en él para tomar aliento, perfilando las figuritas con los dedos «como una ciega», dijo uno, «como un escultor», dijo otro. Y también se ha pasado horas y horas en la iglesia rezando, o sentada tranquilamente, eso lo sabíamos, eso lo sabíamos todos, nosotros y la gente, con la cabeza cubierta con una mantilla negra y las manos unidas en el regazo. Ayer la vieron entrar como siempre. Nadie la vio salir, pero tuvo que salir.
Hasta la hora de comer no empezamos a buscarla. Vino Gode a la habitación de mi padre, y dijo: «Señor, yo sacaría el calesín, porque la señorita no ha vuelto, y ya le estaba llegando la hora.»
Y la cabeza se nos llenó de imágenes terribles de mi prima caída y sufriendo, acaso en una zanja o en un campo, o quizá en un pajar. Conque sacamos el calesín y fuimos por todos los caminos, entre los muros de piedra, mirando en las hondonadas y en las cabañas aisladas, llamándola a veces, pero no muy a menudo, porque nos daba como vergüenza, de nosotros por haberla perdido, de ella por haberse extraviado en el estado en que estaba. Fueron horas espantosas, sé que para todos nosotros, para mí desde luego. Cada paso era un dolor; yo creo que quizá la incertidumbre sea más dolorosa que ninguna otra emoción, porque a la vez te empuja y te frustra y te paraliza, de modo que íbamos como con una especie de ahogo y desgarro cada vez mayor. Cada mancha de oscuridad —una mata de tojo con un trapo enganchado, un tonel abandonado y carcomido— era un objeto terrible de miedo y esperanza. Subimos hasta la ermita de la Virgen y nos asomamos a la boca del Dolmen, y no vimos nada. Y asi seguimos hasta que se hizo de noche, y entonces mi padre dijo: «No quiera Dios que se haya caído por el acantilado.»
«A lo mejor está con alguien del pueblo», dije yo.
«Me lo habrían dicho», dijo mi padre. «Habrían enviado por mí.»
Entonces decidimos buscar por la orilla; hicimos unas antorchas grandes, como hacemos a veces cuando se ha estrellado un barco en la costa y hay supervivientes, o restos que recoger. Yannick encendió una fogata, y mi padre y yo fuimos de cala en cala, llamando y moviendo las antorchas. Una vez yo oí como un sollozo, pero no era sino que habíamos asustado a un nido de gaviotas. Y así estuvimos, sin comer, sin parar, a la luz de la luna, hasta pasada la medianoche; entonces dijo mi padre que debíamos irnos a casa, que podía haber llegado noticia en nuestra ausencia. Yo dije, seguro que no, habrían enviado a buscarnos, y mi padre dijo, no son bastantes para atender a una mujer indispuesta y a la vez venir a buscarnos. Así que volvimos a casa con cierta esperanza, pero no había nada ni nadie más que Gode, que había estado conjurando el humo y dijo que no se sabría nada hasta el día siguiente.
Hoy levantamos al vecindario. Mi padre, echándose el orgullo a la espalda y el sombrero a la mano, fue llamando a todas las puertas y preguntando si alguien sabía algo de ella; y todos lo negaron, aunque quedó claro que había estado en la iglesia por la mañana. Mi padre fue a hablar con el Curé. No le gusta hablar con el Curé, que es un hombre inculto y pasa mal rato y se lo hace pasar a mi padre porque sabe que debería intentar discutir las ideas religiosas de mi padre, que a él le deben parecer de lo más irreligiosas. Porque no se atreve a discutir: perdería, y perdería el respeto entre el vecindario, si se supiera que había discutido con el señor de Kercoz, aunque fuera por el bien de su alma inmortal.
El Curé dijo: «Estoy seguro de que Le Bon Dieu tiene buen cuidado de ella.»
Mi padre dijo: «Pero ¿la ha visto usted, padre?»
El Curé dijo: «La vi en la iglesia por la mañana.»
Mi padre piensa que es posible que el Curé sepa dónde está. Porque no se ofreció a participar en la búsqueda, como era lo lógico si hubiera estado intranquilo. Pero también es verdad que el Curé está gordo y le pesan las grasas, y es un hombre bobo y carente de imaginación, y bien pudiera ser simplemente que hubiera pensado que bastaba con que buscara la gente joven y ágil. Yo dije: «¿Cómo lo iba a saber el Curé?» Y mi padre dijo: «Podría ser que ella le hubiera pedido ayuda.»
Yo no me imagino que se le pudiera ocurrir a nadie pedir ayuda al Curé, y menos en esas circunstancias. Mira fijamente con cara de pez, y no vive más que para su panza. Pero mi padre dijo: «Él visita el convento de Santa Ana que hay camino de Quimperlé, donde el obispo ha dispuesto lo necesario para acoger a las mujeres desamparadas y caídas.»
«No iba a mandarla allí», dije yo. «Es un sitio muy triste.»
Malle, la amiga de la hermana de Yannick, dio a luz allí cuando sus padres la echaron de casa y nadie se hacía responsable del niño, porque, según se decía, nadie podía estar seguro de que fuera suyo. Malle aseguraba que las monjas le daban pellizcos y la obligaban a hacer penitencia limpiando suciedades y acarreando toda clase de desperdicios, cuando apenas acababa de dar a luz. El niño murió, según Malle. Ella entró a servir de criada en Quimper, en casa de un cerero, y la señora la pegaba sin piedad, y no vivió mucho tiempo.
«Es posible que Christabel haya pedido ir allí», dijo mi padre.
«¿Por qué iba a hacer eso?»
«¿Y por qué ha hecho lo que ha hecho? ¿Y dónde está, si la hemos buscado por todas partes? Y en el mar no ha aparecido nadie.»
Yo dije que en todo caso podíamos preguntan a las monjas. Mi padre irá mañana al convento.
Me siento muy mal. Temo por ella y estoy furiosa, y lo siento también por mi padre, que es un buen hombre deshecho de pena, de angustia y de vergüenza. Porque ahora sabemos todos que, a menos que haya tenido un accidente, ha huido del asilo que le ofrecíamos. O lo mismo habrá quien piense que la hemos echado, lo cual también sería una deshonra, porque jamás lo habríamos hecho.
Pero quizá esté muerta en una cueva, o en la orilla de alguna cala a donde no podamos llegar. Mañana yo saldré otra vez. No puedo dormir.
1 de mayo
Hoy fue mi padre al convento. Dice que la madre superiora le dio vino, y le dijo que en esta semana no había llegado nadie al convento que por el nombre o el aspecto pudiera ser Christabel. Dijo que rezaría por ella. Mi padre pidió que le avisaran si iba por allí. «Eso depende», dijo la monja, «de lo que diga la mujer que pide asilo.»
«Quiero que sepa que en nuestra casa tiene un hogar para ella y su hijo, donde estará atendida todo el tiempo que quiera», dijo mi padre.
Y la monja: «Estoy segura de que eso ya lo sabe, dondequiera que esté. Quizá no pueda ir a su casa, en el estado en que está. Quizá no quiera, por vergüenza o por otros motivos.»
Mi padre quiso contarle a la monja lo de que Christabel se había encerrado insensatamente en el silencio, pero ella, al parecer, se puso de repente antipática y brusca, y le despidió. Dice que no le gustó la monja; que gozaba de tener poder sobre él. Está muy contrariado y deprimido.
8 de mayo
Ha vuelto. Estábamos en la mesa mi padre y yo, muy tristes, repasando una vez más en qué sitios podríamos haber mirado, o si se iría en las dos carretas o en la calesa de la posada que pasaron por el pueblo en aquel día fatídico, cuando oímos unas ruedas en el patio. Y no habíamos tenido tiempo de levantarnos cuando ya estaba en la puerta. Esta segunda entrada, como la de un aparecido a la plena luz del día, fue todavía más extraña que su primera venida de noche y bajo la tormenta. Está delgada y débil, y se ha ceñido la ropa con un grueso cinturón de cuero. Está blanca como el hueso, y parece como si hubiera perdido toda la carne de los huesos, porque toda ella es aristas y picos, como si se le quisiera salir el esqueleto. Y se ha cortado el pelo. Es decir, ya no tiene todos aquellos ricitos y bucles: tiene una especie de cofia de cerdas claras y sin brillo, como paja muerta. Y mira con una mirada pálida y muerta desde los ojos hundidos.
Mi padre corrió a su encuentro, y la hubiera abrazado tiernamente, pero ella sacó una mano huesuda y le apartó, diciendo:
«Estoy perfectamente, gracias. Puedo tenerme en pie yo sola.»
Y así, con mucho tiento, de una manera que sólo se me ocurre llamar un arrastrarse con orgullo, fue andando, con una lentitud infinita pero siempre erguida, hasta la chimenea, y allí se sentó. Mi padre preguntó si no quería que la lleváramos arriba, y ella dijo que no, y repitió: «Estoy perfectamente, gracias.» Pero sí aceptó un vaso de vino y un poco de leche y pan, y bebió y comió casi con ansia. Y nosotros nos sentamos frente a ella, boquiabiertos y dispuestos a hacer mil preguntas, pero ella dijo:
«No me preguntéis nada, os lo ruego. No tengo ningún derecho a pedir favores. He abusado de vuestra bondad, como sin duda os parecerá, aunque no tenía otro remedio. No abusaré de ella por mucho más tiempo. Por favor, no me preguntéis nada.»
¿Cómo escribir lo que sentimos? Ella prohíbe todo sentimiento normal, todo vulgar calor humano y comunicación. Cuando dice que no va a abusar de nuestra bondad por mucho más tiempo, ¿es que teme o espera morirse aquí? ¿Está loca, o es muy astuta y sigilosa y está poniendo en práctica un plan que ya tenía desde que vino? ¿Se quedará, se irá?
¿Dónde está el niño? Estamos todos consumidos de curiosidad, que ella astutamente, o a la desesperada, ha vuelto contra nosotros, haciendo que parezca como un pecado, prohibiendo toda solicitud y pregunta normal. ¿Está vivo o muerto? ¿Era niño o niña? Y ella, ¿qué piensa hacer?
Voy a poner aquí por escrito, porque me avergüenza, y sin embargo es una parte interesante de la naturaleza humana, que es imposible amar cuando hay esa cerrazón. Yo siento una especie de compasión terrible cuando la veo así, con la cara huesuda y la cabeza rapada, e imagino su dolor. Pero no lo puedo imaginar bien, porque ella lo prohíbe, y extrañamente su prohibición convierte mi interés en una especie de ira.
9 de mayo
Gode dijo que cogiendo la camisa de un niño chico y poniéndola a flotar sobre la superficie de la feuteun ar hazellou, la fuente del hada, se ve si el niño va a crecer con salud, o si será delicado o se morirá. Porque si el viento llena las mangas de la camisa, y el cuerpo se hincha y corre sobre el agua, entonces es que el niño vivirá sano. Pero si la camisa está lacia y coge agua y se hunde, entonces es que el niño se morirá.
Dijo mi padre: «Puesto que no tenemos ni niño ni camisa, no nos sirve de mucho esa adivinación.»
Ella no hacía camisitas en estos meses, sólo bonitas fundas de plumas y el estuche de mis tijeras, y arreglos de sábanas.
Pasa casi todo el tiempo en su habitación. Gode dice que no tiene fiebre ni va a peor, pero está muy débil.
Esta noche he tenido una pesadilla. Estábamos junto a un gran estanque muy negro, que en la superficie era como de azabache, grumoso y con brillo. Estábamos unas mujeres rodeadas de acebos, un seto cerrado; cuando yo era pequeña cogíamos las hojas, y nos íbamos pinchando los dedos muy ligeramente con cada punta, todo alrededor, diciendo: «Me quiere, no me quiere». Esto se lo conté a Christabel, y ella dijo que era mejor el acebo para ese juego de azar, que en Inglaterra se hace con los pétalos de las margaritas, que se van arrancando uno por uno. En el sueño yo tenía miedo del acebo. Le tenía miedo como se teme automáticamente una mordedura de serpiente cuando se oye que algo se arrastra por la maleza.
En el sueño estábamos varias mujeres al borde del agua; como pasa muchas veces en los sueños, no era posible ver cuántas; yo notaba que tenía algunas a mis espaldas, empujándome. Gode estaba echando al agua un envoltorio pequeño; en un momento era una cosa toda fajada y liada, como en las imágenes de Moisés oculto entre los juncos. En otro momento era una camisita de dormir muy tiesa, toda de jaretas, que navegaba hasta el centro del estanque —no había olitas— y allí alzaba las mangas vacías y braceaba en el aire, y trataba de soltarse del agua espesa, que se la iba tragando muy despacio, más como lodo o gelatina que como agua, más como piedra líquida, y todo el tiempo la cosa se retorcía y agitaba las —por así decirlo— manos, porque se veía claramente que no tenía manos.
Está muy claro a qué se refiere todo. Pero la visión altera mi impresión del curso de los acontecimientos. Ahora cada vez que pienso qué habrá sido del niño veo el estanque negro de obsidiana, y la animosa camisita hundiéndose.
10 de mayo
Hoy ha llegado una carta para mi padre, de M. Michelet, y dentro de ésa otra para Christabel. Ella la ha tomado con gran compostura, como si la esperase, y después, cuando la ha visto bien, ha contenido el aliento y la ha dejado aparte sin abrir. Mi padre dice que M. Michelet escribe que se la envió un amigo, con la esperanza, más que la certeza, de que la señorita LaMotte estuviera con nosotros. Nos pide que se la devolvamos si no está aquí y por lo tanto no llega a sus manos. Durante todo el día la ha tenido sin abrir. No sé si la habrá abierto ya, ni cuándo.
Nota para Maud Bailey de Airane Le Minier.
Estimada profesora Bailey:
Aquí acaba el diario, y acaba casi el cuaderno. Es posible que Sabine de K. lo continuase en otro cuaderno; si es así, no ha aparecido todavía.
Decidí no decirle a usted mucho sobre su contenido, porque quería, quizá con un deseo un poco infantil, que sintiera la sorpresa narrativa y el placer que yo sentí al descubrirlo. Cuando vuelva de las Cévennes tenemos que comparar notas, usted y yo y la profesora Stern.
Yo tenía ciertamente la impresión de que los expertos en LaMotte creían que vivió una vida retirada, en una feliz relación lesbiana con Blanche Glover. ¿Sabe usted de algún amante o posible amante que pudiera ser el padre de ese niño? Y un interrogante que se impone: ¿tuvo algo que ver el suicidio de Blanche con la historia que se relata en este texto? Quizá pueda usted ilustrarme.
He de decirle también que he hecho algunos esfuerzos por averiguar si el niño sobrevivió. Donde lógicamente había que buscar era en el convento de Santa Ana, y he estado allí y me he convencido de que no hay ni rastro de LaMotte en sus registros, que no son muy abundantes. (En los años veinte se tiraron muchas cosas, por orden de una diligente Superiora que pensaba que conservar papeles polvorientos era desaprovechar el espacio en algo que no tenía nada que ver con la misión intemporal de la comunidad.)
Yo sigo sospechando del cura, aunque sólo sea porque no hay nadie más, y no acabo de creerme que el niño fuera alumbrado y asesinado en un pajar. Pero me parece muy posible que no sobreviviera.
Adjunto unos poemas y fragmentos de poemas en inglés que encontré entre las cosas de Sabine. No tengo acceso a ninguna muestra de la letra de LaMotte, pero pienso que pueden ser suyos, y confirmar la idea de que la cosa no marchó bien.
La historia de Sabine después de estos hechos es en parte alegre y en parte triste. Publicó las tres novelas de las que ya le hablé, de las cuales la más interesante, con mucha diferencia, es La Deuxième Dahud, donde pinta a una heroína de fuerte voluntad y pasiones, presencia mesmérica e imperiosa y desprecio de las virtudes femeninas convencionales. Se ahoga en un accidente de barca, después de haber destruido la paz de dos hogares, y estando embarazada de un niño cuyo padre puede ser su sumiso marido o su amante byroniano, que se ahoga con ella. La fuerza de la novela está en su empleo de la mitología bretona para dar hondura a los temas y construir su orden imaginario.
Sabine se casó en 1863, tras una prolongada batalla con su padre por que se le permitiera conocer a posibles pretendientes. El M. de Kergarouet con quien se casó era un hombre soso y melancólico, bastante mayor que ella, que la quiso con devoción casi obsesiva, y murió de pena, según se dijo, un año después de fallecer ella en su tercer parto. Tuvieron dos hijas, ninguna de las cuales llegó a la adolescencia.
Espero que todo esto haya sido de interés para usted, y que en algún futuro próximo podamos comparar nuestros hallazgos con calma.
Permítame decirle para terminar, como esperaba poderle decir durante nuestro breve encuentro, que siento una gran admiración por su trabajo sobre la liminalidad. Creo que también desde ese punto de vista encontrará interesante el diario de la pobre Sabine. La Bretaña está llena de mitología de las encrucijadas y los umbrales, como ella dice.
Con un saludo muy cordial,
Ariane Le Minier
Una página de retazos de poemas. Enviada por Ariane Le Minier a Maud Bailey:
María, Cruz primera
que le llevó y le lleva;
piedra más que madera
con una herida antigua y siempre nueva.
De la peña dormida
sacada a martillazos,
la Soledad ceñida
por un llanto de estrellas en pedazos.
Madre, dolor roqueño
como el Suyo despierto.
Madre en vela de un sueño
vivo en sus brazos, en sus brazos muerto.
Vino quedito,
¡tan poca cosa!
Era un apunte
de vida en rosa.
Ni una palabra,
sólo un suspiro.
Cuando escuchamos
ya se había ido.
Fue un sueño blanco
la tibia rosa.
Se fue quedito,
¡tan poca cosa!
Hablo de leche vertida,
de un derramamiento blanco;
un reguero mudo y torpe
de alimento malgastado.
Otros en brillantes copas
escancian licores raros.
Este blanco de mi viña
estaba en un barro opaco.
Que manche lo que blanquea
es contrasentido extraño;
y que lo puro e inocente
vuelva a perderse en el barro.
Olía al heno en verano,
a vaca de tibios flancos:
a otro amor no como el mío,
apacible y sosegado.
Sobre la mesa discurre,
cae al suelo goteando.
Con líquida parsimonia
va empapando el polvo blando.
Sangre y leche que debemos
dar las vamos derramando:
aunque haya bocas hambrientas
derramamos y no damos.
Esto no tiene retorno,
de este flujo no hay reparo;
este blanco no se quita
aunque nos creamos blanqueados.
Por más que friegue y restriegue
como una loca, es en vano:
toda esa leche vertida
me ha dejado el aire agrio.