Saul David
Los príncipes deberían temer a los historiadores más que las mujeres feas a los pintores.
ANTONIO PÉREZ
Esta cita, escrita por el estadista español Antonio Pérez a finales del siglo XVI, es hoy en día igual de pertinente que entonces, aunque en lugar de príncipes deberíamos ahora decir políticos. Pérez sabía muy bien de lo que hablaba. Hijo del secretario del príncipe (más tarde rey) Felipe, Antonio sucedió a su padre en el servicio del rey y fue nombrado secretario de estado de Castilla en 1566. Sin embargo, más tarde, planearía el asesinato del secretario de don Juan de Austria, el hermanastro del rey, lo que le haría caer en desgracia con su real señor, Felipe II. Dicho secretario había sido nombrado con la misión de espiar a don Juan, de quien el rey desconfiaba, y Pérez lo hizo asesinar cuando el espía no logró implicar a don Juan. Justificó, no obstante, su crimen ante Felipe II insistiendo en que el secretario formaba parte de una conspiración para poner en el trono a don Juan en sustitución de Felipe; el rey, sin embargo, descubriría la verdad y ordenaría la detención de Pérez. Pérez escaparía más tarde y huiría a Francia, donde se tomó la revancha escribiendo su libro Relaciones, el principal responsable de empañar la memoria de Felipe II.
Pérez, por supuesto, estaba resentido y tenía motivos personales. La mayor parte de los historiadores no los tienen (o no deberían tenerlos). Vale la pena detenerse en esta cuestión: por mucho que un hombre poderoso pueda intentar en vida sacarle lustre a su reputación, serán los historiadores quienes tengan la última palabra. Hitler, Stalin y Mao, tres gigantes del siglo XX, fueron venerados como grandes líderes mientras vivieron; y, sin embargo, los historiadores han dejado al descubierto a los asesinos fanáticos que en realidad fueron. Incluso a los líderes que más se ganaron la aprobación de la historia, como por ejemplo Lloyd George y JFK, se les han dejado al descubierto sus pies de barro. Y, aunque no sea más que un pequeño consuelo para las familias de los inocentes asesinados en las recientes guerras que todavía arrecian en Irak y Afganistán, podemos estar seguros de que los historiadores no serán benevolentes con los últimos líderes mundiales que intentaron ir mandando e imponerse por ahí: George W. Bush y Tony Blair.